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abril, 2023:

Lecturas de patrimonio: la arquitectura negra serrana

campillo de ranas

De muchos modos se puede valorar la arquitectura popular existente en la provincia de Guadalajara. Cada vez más escasa, porque se ha ido perdiendo mucha. Pero la mejor forma es, sin duda, su conocimiento, su valoración y su respeto.

La arquitectura popular de Guadalajara

Tras haber concluido una obra, que considero antológica (de temas y perspectivas, quiero decir) en la que se suceden las visiones de los grupos patrimoniales de edificios monasteriales, castillos y palacios, templos y fuentes, ermitas y puentes, y otras muy variadas manifestaciones del acervo patrimonial guadalajareño, quiero acudir ahora al estudio, también breve pero indispensable, de la arquitectura popular, esa que nace de las necesidades diarias, de los más simples objetivos como es el vivir, el trabajar, el guardar los frutos, y el disfrutar de los años buenos.

La arquitectura popular por sí misma daría para un libro denso, porque en Guadalajara se recogen muchos modismos, diversas formas de tratar las casas, las plazas y calles, y los almacenes de las cosas. Esa arquitectura popular, como en el resto de España, ha sufrido mucha destrucción, y sobre todo, ha recogido el desprecio de la modernidad, tirando miles de edificios para construir sobre sus solares otros más adecuados al tiempo nuevo. 

En el libro que he acabado y presentado estos días, que titulo “Lecturas de Patrimonio” por las muchas que en él hago, recojo algunos detalles de cuatro de los aspectos más singulares de la arquitectura popular, por los que debería pasar la protección estatal y pública, y, sobre todo, el reconocimiento y aprecio de la ciudadanía. Son estos elementos la arquitectura negra de la Sierra Norte de Guadalajara, las casas grandes y las casas fuertes de Molina, las construcciones “a la piedra seca” como son los chozones del Alto Tajo, o los abrigos de pastores en la Alcarria, y finalmente esas habitaciones del subsuelo, tan curiosas y que en tiempos fueron elementos capitales de la vida de muchos lugares, las cuevas: de las que trato brevemente en su doble vertiente de bodegos y bodegas, en la localidad de Hita.

La arquitectura negra serrana

Se denomina «arquitectura negra de la sierra de Guadalajara» al conjunto de edificaciones que forman poblados o inmuebles aislados distribuidos por la zona noroccidental de esta provincia, en un ámbito geográfico que se extiende al sur de la Cordillera Central, especialmente de las serranías del Ocejón y Alto Rey, en torno a la parte inicial de los estrechos valles de los ríos Bornoba, Sorbe y Jarama. 

Pueden considerarse dos subgrupos en esta «arquitectura negra serrana«: el primero de ellos a occidente del Pico Ocejón, que incluye los lugares de Campillo de Ranas y Majaelrayo como más importantes, y los pequeños núcleos de El Espinar, Campillo, Robleluengo, Roblelacasa, La Vereda y Matallana, todos ellos en torno al Jarama. El segundo grupo es el que se encuentra al este del Ocejón, en la cuenca del Sorbe y Bornoba, y sus núcleos más importantes son Valverde de los Arroyos, Palancares, Almiruete, Umbralejo, La Huerce, Valdepinillos, Aldeanueva de Atienza, Prádena de Atienza, Gascueña de Bornova, Robledo de Corpes y La Miñosa. 

Ese nombre de «arquitectura negra» le viene por el tono oscuro general tanto de sus conjuntos como de sus edificaciones aisladas, y ello debido a los materiales de construcción empleados, originarios de la zona, donde se encuentran en gran abundancia, y que son maderas de roble, piedras de gneiss y planchas de pizarra.

Aunque existen diferencias apreciables entre los dos grupos reseñados, la construcción general es similar en todos ellos. Los pueblos son agrupaciones de escasos edificios, en general muy amplios, constando de vivienda y corrales o almacenes anejos, pues al ser la economía de la zona fundamentalmente ganadera, se constituyen en conjunto como lugar de residencia de los hombres y sus animales. Estos pueblos no tienen una estructura o trama urbana definida, careciendo a menudo incluso de plaza. Las construcciones se agrupan en pequeños barrios de cuatro o seis edificios, quedando entre ellos a veces incluso amplias praderas.

Considerando las viviendas de esta «arquitectura negra serrana», observamos que sus muros están construidos con mampostería de gran espesor, cerrada, con muy escasos huecos debido al duro clima de la zona: pequeñas puertas y reducidos ventanales que se enmarcan por dinteles de madera. Estos muros son de caliza y gneiss en el segundo grupo y predominantemente de pizarra en el primero. A veces resaltan en ellos, habitualmente de color muy oscuro, algunas piedras blancas que se encuentran como excepción, y que los constructores apilaron en forma de cruces, o como iniciales de nombres.

Las cubiertas son siempre de lajas de pizarra. Las cubiertas son siempre a dos aguas, bastante pendientes, para que pueda escurrir la nieve que cae abundante en el invierno. Suelen estar achaflanadas en los hastiales, transformándose en vertientes a cuatro aguas. En la primera zona considerada, el vértice de la cubierta, o caballete, muestra imbricadas las lajas pizarrosas, cosa que no suele ocurrir en el segundo grupo. 

El interior ofrece unos muros de tapial encalados, para que la vivienda disponga de mejor luminosidad, dado lo escueto de los vanos. El pavimento es, en su planta baja, de grandes losas de piedra o lajas pizarrosas unidas por aglomerado de barro. Las estancias, pequeñas y funcionales, se limitan al portalón, la cocina y los dormitorios. En la cocina destaca la chimenea, que suele ocupar en su tiro todo el techo de la estancia. Esa es siempre la habitación fundamental, donde se hace la comida, se come, se charla y se hace vida familiar al amor del fuego y la luz de los candiles.

Son también muy interesantes en ambas zonas los límites o lindes de las propiedades, la separación de los prados y pastos para evitar que se mezclen los animales. Con esta función, se fabrican valladares en que combinan las grandes piezas de pizarra puestas de canto, con los mampuestos de gneiss en gruesos acúmulos. En ocasiones se ven por las partes bajas de los valles estas repetidas lindes que forman todo un poema de líneas y sombras, de gran belleza plástica.

El conjunto de estos pueblos serranos de Guadalajara, en los que la construcción de los edificios se realiza con los materiales propios del terreno, es magnífico y realmente único en todo el ámbito de la Región. Recordar, finalmente, que los propios aldeanos de la zona llaman a sus localidades los «pueblos del Dios de noche» porque según se refiere de padres a hijos, los hizo Dios a todos en una noche, salpicándolos por las vertientes de la dura sierra atencina, y así resultaron ser tan negros y tan desperdigados en sus elementos.

Alejo de Vera, a un siglo de distancia

alejo vera en busca de la belleza

Recientemente se ha cumplido el siglo exacto desde la muerte del gran pintor historicista español Alejo Vera, que vió la primera luz de su vida en la localidad campiñera de Viñuelas, y con este motivo se van a realizar algunos actos en su memoria y homenaje, entre ellos una gran exposición de su obra que se expone en el Salón de Linajes del Palacio del Infantado.

Fue don Manuel Noeda Sansegundo, primer director gerente de la Caja de Ahorros Provincial de Guadalajara, quien se interesó por este autor, en el sentido de diseñar un proceso de búsqueda y adquisición de su obra, a niveles de anticuarios y, sobre todo, de la familia remota que quedaba viva, en el último cuarto del siglo XX, del pintor Alejo Vera. Contactó con su sobrina-nieta Carmen Dagmini, y a través de la Galería “El Anticuario” adquirió para la Caja Provincial una colección excelente de obras (óleos pequeños, y dibujos) del artista campiñero, constituyendo un conjunto, hasta entonces el mejor y más abundante, de obras, que sirvieron para crear un fondo permanente, y sirvió para elaborar el libro “Alejo Vera en la colección de arte de Caja de Guadalajara” que desarrollado por Rosario Baldominos, Lourdes Escudero y Alina Navas, fue la publicación base y recordatoria de la exposición que en marzo de 2010 se ofreció en la impresionante Sala de Arte de la recién inaugurada nueva sede de la entidad en la Torre Caja Guadalajara de la Avenida Eduardo Guitián de nuestra ciudad.

Sirven estas líneas precedentes para recordar, ahora en el centenario justo de su muerte, a Alejo Vera Estaca y su obra pictórica, que se muestra como una de las más altas cotas de la pintura romántica e historicista española del siglo XIX. De Alejo Vera es muy escueta la información que nos ofrece el Museo del Prado, donde se guardan algunas de sus mejores obras, (aunque en este caso en depósito en la Diputación de Soria), como su célebre “Numancia” que consiguió la primera medalla en la Exposición Nacional de Bellas Artes de 1881.

Resumiendo, y para centrar al personaje, cabe reproducir la esencia de esa información, diciendo que Alejo Vera había nacido en Viñuelas (Guadalajara) en 1834, donde estudió las primeras enseñanzas, pasando luego a Madrid, y desarrollando por toda Europa su tarea artística y didáctica. Murió en la capital de España en febrero de 1923, en soledad pero no olvidado.

Sus estudios los inició en la Escuela de Bellas Artes de San Fernando de Madrid, contando con una beca de la Diputación Provincial de Guadalajara, que por entonces ayudaba a los muchachos que querían desarrollar su actividad como artistas pintores, continuando su formación en el taller de Federico de Madrazo. Pudo desplazarse a Italia, con la ayuda del banquero Miranda, y allí fue donde se empapó del arte clásico, visitando las ruinas de Pompeya, que le impactaron, y de las que sacó durante su vida mucha inspiración para sus cuadros. Se presentó a los más importantes certámenes de Arte nacionales y europeos, obteniendo siempre el reconocimiento de los jurados. Así alcanzó a ser nombrado director de la Academia Española de Bellas Artes de Roma, en sustitución de Palmaroli, ejerciendo el cargo durante seis años, de 1891 a 1897. Fue también profesor y luego catedrático de la clase de Colorido y Composición en la Escuela Especial de Pintura, Escultura y Grabado. Recibió el nombramiento de académico de número de la Real Academia de San Fernando en 1892.

Estando en Roma, todavía de aprendiz, en 1878 pintó su cuadro de tema histórico más célebre, Numancia, hoy propiedad del Prado, y quizás su obra más conocida. Desde luego, la más impactante, por ambiente, tipos, actitudes, y dramatismo. También se le incluyó en el grupo de decoradores de las bóvedas y capillas de la basílica madrileña de San Francisco el Grande, que fue dirigida por el también alcarreño (de Cañizar) Casto Plasencia. De esa etapa es el cuadro “El milagro de las rosas”, también en el Museo del Prado, reflejando con pericia asombrosa una escena de la vida de San Francisco.

En la publicación que he mencionado en el primer párrafo, las tres historiadoras del arte que lo avaloran desgranan con amplitud las etapas de actividad y el valor de lo que el pintor Alejo Vera hizo en su vida. Y así María Lourdes Escudero Delgado diserta sobre “El hombre y el artista”, Alina Navas Hermosilla da un estudio preciso de la actividad de “Un pintor español en Italia” y Rosario Baldominos Utrilla se encarga de analizar “El dibujo en la obra de Alejo Vera”. Con sus sabios escritos, se completa el saber en torno a este personaje al que Guadalajara puede tener como uno de sus más ilustres paisanos, y que en este año del centenario de su muerte cabe recordar con aplauso, admirando su obra. Una obra que quedó dispersa por numerosos museos y colecciones de toda la nación, pero que sin duda el núcleo más denso fue el que Caja de Ahorros Provincial de Guadalajara adquirió en su día, en el último cuarto del siglo XX, y que debería volver, de alguna forma, a integrarse en el patrimonio artístico de la provincia. Entre otras cosas, porque esa colección se adquirió con el dinero de todos los alcarreños, y en justicia le correspondería ser admirada desde aquí.

Además del Museo Nacional del Prado, hay obra de Alejo Vera en el Museo de la Real Academia de San Fernando, en el Museo de Bellas Artes de Jaén, en la colección del Senado, en el Museo de Bellas Artes de Badajoz, etc. La Diputación Provincial puede, con justo derecho, considerarse promotora de este artista, que como muchos otros, pudieron lanzarse a desarrollar sus capacidades pictóricas gracias al apoyo que las becas de Diputación ofrecían.

Una exposición monográfica en el Centenario

Además del recuerdo que la semana pasada dedicó en estas mismas páginas el historiador Gismera Velasco a la figura de Alejo Vera, estos días puede contemplarse una magnífica muestra de su obra en Guadalajara. Con motivo del Centenario de la muerte de Alejo Vera, la Junta de Comunidades y la Diputación Provincial patrocinan la exposición que en estos momentos puede admirarse en el Salón de Linajes de la primera planta del Palacio del Infantado de Guadalajara, bajo el título de “Alejo Vera, buscando la belleza”. Una oportunidad de oro para conocer la obra de este pintor tan relevante.

La estuve visitando hace unos días, y me ha dejado boquiabierto: por lo bien musealizada que está (se añaden numerosas obras arqueológicas de época celtibérica y romana) y por la riqueza de materiales recogidos, en su mayoría apuntes  cedidos por Rafael Simonet, algunos cuadros, y la reproducción de “Los últimos días de Numancia” con la que Vera se consumó como gran artista del romanticismo. Comisariada sabiamente por las profesoras Charo Baldominos y Mª Lourdes Escudero, que hacen selección y ponen explicaciones precisas a las piezas, concluye con interesante documental realizado por Contrapicado en una saleta al final de la muestra.

Escudos y blasones de la provincia de Guadalajara

escudos y blasones de la provincia de guadalajara

En estos días sale a la luz un libro en el que he querido reunir aportaciones y descubrimientos anteriores. Lo he montado sobre numerosos ejemplos de escudos tallados, pintados, y armados sobre edificios y portadas. Lo he clasificado en torno a varios temas que basan su ser y su historia en lo que dicen los escudos de ellos. Puede resultar interesante, para algunos.

En estos días la editorial Aache de Guadalajara me publica un nuevo libro, uno de los últimos que voy a firmar, o sea, que tranquilos. Que ya queda poco. Pero con el que retomo un viejo tema que siempre me gustó, que llegó a entusiasmarme, y que al final se ha demostrado como imprescindible en el conjunto de los estudios históricos: se trata de la heráldica, hoy reconocida como “Ciencia Auxiliar de la Historia” y, por tanto, sustancial para analizar y dar complemento a muchos episodios y sucesos antiguos, que con los escudos que los escoltan adquieren una contundencia marcada, al menos en fechas, y en protagonistas.

En este caso, y siguiendo el índice de la obra, me he dedicado a espigar ejemplos llamativos de escudos de estas temáticas: 

  1. Escudos de Sigüenza
  2. Escudos de Hita
  3. Escudos de Molina
  4. Escudos mendocinos
  5. Escudos municipales
  6. Escudos escondidos

En la primera serie lo he tenido muy fácil, porque la ciudad de Sigüenza, que es hoy un firme candidato al título de “Ciudad Patrimonio de la Humanidad” tiene centenares de nuestras de escudos antiguos. Lo tiene de sí misma, como ciudad medieval con ese castillo (en lo alto) y ese águila coronada (que desde Agen trae entre las garras un hueso) que forman su emblema y que se ve por doquier, reafirmando su veteranía. Pero los tiene también de personajes, linajes e instituciones que dieron aliento al burgo en muchos siglos anteriores: los escudos del Cabildo catedralicio, con su jarrón de azucenas enhiesto; los del potente clérigo Pedro González de Mendoza, señor de muchos mundos, y del linaje de los Vázquez de Arce, tallados en la fachada de su casona o en el frontal del sepulcro de su más ilustre personaje, don Martín, el héroe de la Vega de Granada.

En la segunda me he dedicado a buscar por los suelos escudos de Hita. Esta villa alcarreña, que antaño fue un extraordinario vivero de linajes, señoríos, mercaderes y conversos adinerados, dejó que poco a poco se fueran plasmando los emblemas de apellidos, mezclados con largas parrafadas alusivas a personajes y linajes, en las lápidas mortuorias que se tallaban cuando alguno de sus miembros moría y era enterrado en alguno de los templos de la villa. Al final, y tras la destrucción de Hita en la Guerra Civil 36-39, se reunieron todas las laudas en el suelo de la iglesia de San Juan, y allí se pueden ver hoy, como en museo sorprendente.

En la tercera ofrezco la evolución del escudo de Molina de Aragón y de sus señores, los Lara. El tema da para mucho, y aquí trato de resumir y clarificar, aunque se van poniendo en forma de dibujos, esquemas y fotografías, los ejemplos más evidentes de la evolución de esas armas parlantes que a Molina retrataron siempre con dos ruedas de molino, más los símbolos de sus guerras y paces (el brazo armado con el anillo entre los dedos) y las armas borbónicas rematando su periplo histórico. Además caben reseñas a otros escudos de la ciudad del Gallo, y de pueblos del Señorío. Entre ellos, por ser curiosos, el del Virrey de Manila por un lado, y el de los Arias por otro, ahora que la casa palacio de este linaje se ha derruido.

En la cuarta es el inacabable recurso de los emblemas mendocinos los que aparecen: esos cuarteles en franje que muestran la banda de sangre sobre el campo de hierbas mezclado con la leyenda del Ave María Gratia Plena que retratan a cientos de personajes que llevaron ese apellido y verificaron todo tipo de hazañas y memorias. Como el escudo de los Mendoza es tan prolífico, en este libro me dedico a espigar algunos ejemplos raros, tomados algunos de manuscritos inéditos, de ejecutorias de hidalguías, de enterramientos remotos o capiteles en la sombra.

En la quinta acudo, con la curiosidad del que sabe que entra en un mundo ajeno y sorprendente, a la heráldica municipal. Todavía estamos en el camino de dotar a todos los pueblos de Guadalajara de su correspondiente emblema heráldico, pero ya se ha conseguido dotar de ellos a un buen porcentaje de municipios de nuestra tierra. Unos son históricos, ancestrales, muy conocidos (Horche, Uceda, Almonacid, Cifuentes…) y otros recién creados, tomando de la actualidad o de sus tradiciones los motivos que coloreados sirven para proclamar una identidad común. 

Y al fin, y en un baúl revuelto pero vivo de sorpresas, propongo escudos que sean curiosos, trascendentales, ejemplos de personas e instituciones. Así desfilan por estas páginas diversos ejemplos de escudos de la Inquisición, tomados de plazas y palacios; o los mejores ejemplos de lugares linajudos como las villas de Durón, Pastrana o Tendilla, que en fachadas muestran tallados y pintados los emblemas de esos apellidos que un día fueron su basamenta. Creo que sin estar todos los que son, puedo decir que son todos los que están, porque desde el Emperador Carlos (representado en muchas maneras) al obispo Yusta de Valfermoso, hay ejemplos curiosos.

En definitiva, este libro lo que pretende es entregar a sus lectores un muestrario de cientos de escudos que, repartidos por la provincia, hablan de sus gentes antiguas, de sus pueblos, de instituciones temidas o respetadas, y de sus hazañas destacadas. Y en todo caso trata de invitar a quien lo lea a que se fije más cuando viaje, a que busque ese bloque de símbolos, lo reproduzca, lo estudie y admire, y, en definitiva, lo defienda siempre, porque todo escudo, cualquier escudo, es una evidencia del pasado, un documento que transmite un mensaje.

Lecturas de patrimonio: la capilla de la Concepción, en Sigüenza

El pasado sábado 11 de marzo tuvo lugar en Sigüenza la Reunión Anual de la Asociación Española de Médicos Escritores y Artistas, que sirvió, entre otras cosas, para que numerosos médicos venidos de todas partes de España se empaparan de la belleza de esta ciudad medieval que aspira al nombramiento de Ciudad Patrimonio de la Humanidad, y a cuya candidatura este Semanario le ha concedido recientemente el Premio “Popular del Año” en la categoría de iniciativas culturales.

Estuvo presente en la reunión la Cronista Oficial de la Ciudad de Sigüenza, mi querida amiga Pilar Martínez Taboada, que dio a todos los participantes una lección de amor por la ciudad y manifestó su conocimiento profundo de ella en una ponencia titulada “El desarrollo urbanístico de Sigüenza a lo largo de los siglos”. Ella nos guió por las empinadas callejas de la ciudad vieja, nos llevó al renovado parque de la Alameda, nos enseñó el claustro, los altares, los míninos detalles de la catedral, y en fin nos hizo amar un poco más esta urbe que se ve siempre animada y viva, siempre deseosa de darse y abrirse a cuantos la miran.

Intervine yo también con una ponencia titulada “El lenguaje críptico y el simbolismo iconográfico de algunos elementos de la catedral de Sigüenza” en la que desgrané los significados comunicacionales de algunos detalles del arte catedralicio, y al fin quedamos todos prendados, una vez más de la capilla de la Concepción, en el claustro de la iglesia basilical de Santa María, en la que pasamos un buen rato admirando su fachada, su reja, sus mil detalles interiores, el lienzo del Greco en él expuesto, etc.

Yo incluso me pude fijar (no lo había hecho antes) en esa lápida que en el muro de la entrada dice “fallecio el phtº don diº serrano abbad de sancta coloma fundador desta capilla a 14 dias del mes de março de 1522 años” y que significa que el fundador de la capilla, don Diego Serrano, con el título capitular de Abad de Santa Coloma, y cargo de vicario de la diócesis durante el episcopado de don Bernardino López de Carvajal, de quien fue mano derecha, falleció hace ahora exactamente 501 años, más o menos al tiempo que el obispo Carvajal, embajador en Roma, y que por tanto nunca pudo acudir a su catedral seguntina. En su escudo, que es de formato eclesiástico, y timbrado por el capelo con borlas de abadengo, se ve una cruz cargada de cinco veneras bien ordenadas.

De esta capilla, que es uno de los espacios más suculentos del patrimonio artístico de nuestra provincia, puedo decir que se encuentra en el extremo oriental de la panda norte del claustro catedralicio, un espacio que antes se llamó capilla de la Bodega, o de San Sebastián, y se sitúa entre la sala capitular de verano y el aula de Moral. Es de planta cuadrada, cubierta por bóveda de terceletes, muy decorada, y restaurada recientemente. Por su construcción rápida, ha conservado una homogeneidad decorativa.

Sigüenza capilla de la concepción en el claustro de la catedral

Se acede a la capilla desde el claustro, a través de una portada de arco es­carzano, existiendo un pequeño nártex entre la portada y la puerta de la capilla, desde el que se puede acceder a las tribunas de la capilla a través de dos puertas. Una reja de Juan Francés permite el acceso al recinto, que se enmarca por una portada decorada profusamente, por pilastras y con una cornisa en la que aparecen tallados la Virgen y el Niño, escoltados de dos ángeles. La ornamentación plateresca es muy profusa.

La capilla está muy decorada, con pinturas murales de época renacentista, donde aparecen paisajes y vistas de ciudades, mientras que la bóveda, muy expresiva, se decora con dragones y blasones. Se compone de una gran estrella de ocho puntas, en cuya clave central aparece policromada con un jarrón de azucenas, emblema del Cabildo.

La decoración de los muros, aunque bastante perdida, muestra escenas paisajísticas vistas a través de una galería de arquitectura fingida que recorre los muros de la capilla. Los motivos paisajísticos representan imágenes urbanas, en algu­nos casos entremezcladas con una abundante vegetación, y en otros representando ciudades portuarias, lo que permite al autor recrearse en embarcaciones navales o en la fauna marina. Dos ciudades, al menos, son identificables: FRANKFORDIA y COLONIA. El autor de estas pinturas sería Francisco de Peregrina, a quien vemos en los Li­bros de Fábrica como beneficiario de un pago por unas pintu­ras en esta capilla en 1532. La estructura y disposición de las mismas recuerda un tanto a las de la Biblioteca Piccolomini, de Siena, o a las de la sala capitular de la catedral de Toledo, y su sentido iconográfico nos traslada hacia una representa­ción de la Jerusalén Celeste, pues el carácter funerario de la capilla así lo da a entender.

La decoración busca crear un ámbito funerario pero con una llamada humanística. Muestra el mito del “Eterno Retorno” y lo enmarca en el contexto de las representaciones (literarias y pictóricas) de prolija naturaleza, en medio de un paisaje florido, denso, en el que se incluyen ciudades concretas como una evocación de la Jerusalén Celeste, y así se decoran los muros con falsos jardines, y para un recipiente mortuorio como es esta capilla, se aceptan los elementos utilizados por el paganismo en los sarcófagos y tumbas: hay guirnaldas, carteles de SPQR, cornucopias y cuencos de la abundancia. Las ciudades representadas tienen ríos, o puertos, con barcos que simbolizan el paso al Más Allá, así como árboles cual el ciprés y el granado, que le confieren un añadido sentido fúnebre al conjunto.

Hay dos tribunas adosadas a los muros, bajo arcos escarzanos. La superficie de las tribunas se ve am­pliada con un voladizo sostenido con cuatro ménsulas a modo de modillones, que enmarcan tres espacios curvos utilizados con fines decorativos. Están totalmente realizadas en piedra caliza, con profusa decoración similar a la empleada en los elementos del muro del altar. El autor de estas piezas fue Miguel de Aleas, mientras que su pintura decorativa corrió a cargo de Artiaga y Viloldo.

En el muro norte aparece el altar de la capilla, que está elevado sobre una grada escalona­da, y decorado en su frente con motivos geométricos y con una cruz. Tallado en piedra caliza, añade relieves dorados y policromía en tonos rojizos. Tras desmontar un antiguo retablo barroco, ha aparecido el original del siglo XVI, formado por una serie de aplacados de pie­dra caliza y alabastro, que constituyen un espacio rectangular, como si de un marco se tratase, y que en su día pudo contener una pintura o un bajorrelieve. Sobre este marco se ve una inscripción que dice «CONCEP­TEVIRGINE», y en su parte inferior se puede observar una losa de ala­bastro, decorada con el escudo del fundador y un par de coronas. A su izquierda, un arcosolio acoge la lápida fundacional, en la que se explica con detalle quien fue el fundador y cuando se hizo.

Hoy se ha colocado, en el centro de este altar, el cuadro de Domeniko Tehotokoppulos, El Grecola Encarnación de María, joya patrimonial de la catedral seguntina. El artista griego lo pintó entre 1604 y 1614. Perteneciente al Cabildo, fue llevado a Ginebra en 1936 y devuelto al Museo del Prado y luego a esta Catedral tras la Guerra Civil. Representa esta magnífica pintura del más original de los manieristas hispanos la Encarnación de María tras el anuncio del Arcángel San Gabriel, una escena que ensayó en dieciséis ocasiones el pintor de Creta. En esta obra vemos a María arrodillada, la mano izquierda sobre un libro, la derecha alzada y abierta. A los pies un cestillo con ropa blanca y unas tijeras, y en el ángulo inferior el jarrón con las azucenas. Algo elevado, sobre una nube de maciza contextura, el arcángel la mira con los brazos cruzados sobre el pecho. A lo alto, la Paloma Espiritual abre el opaco fondo tenebroso del conjunto con un borbollón de luz que confiere al cuadro ese contraste de colores tan grato al Greco. Una apretada serie de cabezas de ángeles aparece en lo alto, a la izquierda. Se ignora para qué lugar de la catedral pintó El Greco este óleo. Es posible que formara parte de un retablo encargado por el Cabildo con escenas de la vida de Jesús y María. Se carece de la necesaria documentación en este sentido, pero se sabe que el cuadro de La Oración en el Huerto que se conserva en el Museo Hertzog de Budapest, y que marca el prototipo de otras composiciones idénticas, procede de la catedral de Sigüenza.