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octubre, 2003:

Castillos que fueron: rescate y evocación

Alguien oyó hablar alguna vez del castillo de Inesque, del pueblo abandonado de Chilluentes, ó de la fortaleza del río Mesa junto a Villel? Salvo los escasos entendidos que pasan y repasan la alfombra provincial andando y mirando, como ante un retablo en el que, excepto oro, marfil y diamantes, hay de todo, el común de los mortales no se ha planteado nunca, no ya ir a estos sitios, sino la simple existencia de los mismos. Ellos se lo pierden. Porque las sorpresas que nuestra tierra depara a quien quiere mirarla entera, siempre con ojos nuevos, son inacabables. Por ejemplo, algunos castillos que, como los referidos, yacen olvidados de todos. Esta de hoy es una simple lista de algunos de ellos. Bastan las ganas para llegar a ellos, escalar las colinas sobre las que recuestan, llevar una máquina de fotos, y ya se tienen los elementos suficientes para recargar las pilas de toda una semana.

Cada vez más de moda está el buscar castillos. Es un motivo que empuja a salir al campo, a moverse por carreteras y caminos, a husmear mapas, a buscar en libros, a organizarse para finalmente llegar ante la ruina furibunda y mansa a un mismo tiempo de alguna vieja fortaleza, en la que los masajes continuos del viento y la lluvia no han podido, tras largos siglos, con su silueta inmensa.

El motivo de estas líneas, es el reciente y emérito trabajo que ha publicado Jorge Jiménez Esteban en la Revista “Castillos de España”. En su número 130 correspondiente al mes de julio del presente año, publica el “Inventario de Fortificaciones de Guadalajara”.  Son nada menos que 135 nombres, clasificados de acuerdo a su tipología, emplazamiento, conservación y características, aparte de los lógicos apartados del nombre y el municipio en que asienta. Una labor meritoria, ardua y poco lucida, pero fundamental para concretar qué hay, y donde está todavía.

Por Molina quedan castillos de docenas, a cientos.

No hablaré aquí de las fortalezas de Molina, de Sigüenza, de Zafra ó Pelegrina, ya conocidas de todos. Daré algunas pinceladas de esas otras mínimas, derruidas al máximo, pero perfectamente localizables, altas en su pobreza y olvido, majestuosas en cuanto que encierran una larga historia de siglos a su espalda.

Por el Señorío de Molina existen varias. La condición de fronterizo que tuvo aquel enclave supuso la erección de muchas torres vigías, cuando no auténticos castillos en la marca con Aragón. Hoy quedan suculentos retazos del gran torreón de Balbacil, fabricado en fuerte mampostería, y con tres pisos de altura, que vigila la entrada de un vallejo hacia el foso del Mesa. Cerca, el pueblo de Codes es en sí mismo un castillo, con la iglesia levantada en lo más alto, sobre los viejos muros de algún castro de origen celtibérico. También por el señorío podemos llegar a Tartanedo, y desde allí, por caminos de la sesma del Campo, llegar hasta el despoblado de Chilluentes, cerca de Concha, donde se alza además de la iglesia románica ya expoliada, un resto soberbio de torreón, en el que también cuatro pisos se adivinan, con mampuesto y sillarejo de vieja condición.

Si bajamos por fin al valle del Mesa, un afluente del Jiloca en el que las amuralladas paredes forman un estrecho pasadizo, nos sorprenderán los castillos de Mochales (casi totalmente derruido) y de Villel, de fiero aspecto sobre la roca que domina el pueblo. Un poco más abajo de este pueblo, camino ya de Algar, a la derecha se ven las roquedas enhiestas que un día sustentaron el castillo del Mesa, propiedad también de la familia Funes, y que los Reyes Católicos mandaron derruir para evitar que pudiera servir a los fines levantiscos de esta nobleza rayana y siempre beligerante. Sobre los enormes riscos que presiden las juntas de los río Gallo y Tajo, en el paraje que denominan puente de San Pedro, se alza lo que llaman el castillo de Alpetea, en el que se sitúa la leyenda del moro Montesinos, y en el que, una vez que se sube trepando desde el camino que partiendo desde el susodicho puente lleva hasta Villar de Cobeta, se comprueba que nada más que rocas quedan, y recuerdos de trincheras de la última Guerra Civil.

En término de Tierzo se encuentra el caserío de la Vega de Arias, que preside unas amplias praderas y pastizales a orillas del río Bullones, en un paisaje casi idílico y siempre verde. Dice la tradición que por aquí atravesó el Cid en su camino de Burgos a Valencia. Lo cierto es que este enclave perteneció, desde la repoblación del Señorío molinés, a diversas casas de la nobleza del territorio, entre ellas a los mayorazgos de Salinas y luego a los de Castejón de Andrade. Desde el siglo XVIII pertenece a los Arauz de Robles. Destaca en Arias su edificio central, obra del siglo XIII, de planta rectangular con fachada en la que luce portón apuntado, adovelado, y con gastado escudo de piedra, varios ventanales estrechos y simétricos, y una serie de salones internos distribuidos en dos pisos, a los que se accede desde un portal con pozo. Ante el edificio se abre un ancho patio de armas cerrado por alto murallón almenado al que se entra por apuntado arco de sillería que se protege por elegante matacán. Es un conjunto interesantísimo de arquitectura civil medieval, conocido de muy pocos, pero que llegó a ser calificado como Monumento histórico‑artístico.

Ocentejo en el río Tajo

Al castillo de Ocentejo, el cronista Layna Serrano le califica de liliputiense en su libro sobre los castillos de Guadalajara. Y no está mal buscado el apodo, porque sólo es un esbozo de fortaleza, casi como para juguete queda, como una pequeña propaganda de guerra medieval devaluada. Durante la Edad Media debió ser ocupado de moros, y tras la reconquista de la zona, cuando toda la serranía conquense fue definitivamente recobrada por Alfonso VIII, este lugar quedó incluido en el Común de Villa y Tierra de Medinaceli, que por estos lugares llegaba hasta el Tajo. Posteriormente, en el siglo XIV, fue entregado este enclave a la familia conquense de los Carrillo de Albornoz, en la cual permaneció largos siglos. Ocentejo tuvo, desde entonces, el título de Villa. Aquí estuvo refugiada, una temporada, durante la Guerra de la Independencia, la Junta Provincial de Guadalajara, y los franceses que castigaban duramente la zona, en la que actuaba el Empecinado, volaron el puente y este aprendiz de castillejo. El monumento en cuestión asienta en una pequeña, aguda y altiva roca que preside el pueblo. Levantado quizás en antigüedad remota, fue fortificado por sus señores, los Carrillo de Albornoz, y construido de fuerte argamasa y sillarejo, no pasando nunca de simple torreón de vigilancia. De las escasas ruinas que hoy quedan se llevará el viajero sin duda, un grato recuerdo. Al menos, no perderá el día, contemplando otros fabulosos paisajes por el Alto Tajo circundante.

El Cuadrón de Auñón

Hace escasos años que en estas mismas páginas di noticia primera de un castillo perdido y hallado en pleno corazón de la Alcarria. La Torre del Cuadrón es como se llama según las crónicas históricas, y torre de Santa Ana el nombre que recibe de las gentes del término. Aunque a falta de media torre, por lo que queda se adivina una construcción fortísima, todo un castillo construido en el siglo XIV con tres plantas, un escudo del reino de Castillo en su muro inferior, letreros ininteligibles por los dinteles, y una amplia cerca que limitaba el espacio del castillo que sería construido probablemente por la Orden de Calatrava para defenderse de los ataques al término del disidente Carne de Cabra. En cualquier caso, otro pequeño y singular estímulo para el viaje añorante, que esperemos no desaparezca pues ganas le han dado a algunos, recientemente, de echarlo por el suelo.

Poquísima cosa es lo que en Baides puede contemplarse, subiendo hasta la punta del cerro que domina por el sur a la villa, de su antiguo castillo. Era de planta cuadrangular, alargado, y solo sirvió como atalaya vigilante del estrecho paso que el Henares hace por el pueblo, transitado clásicamente, lo mismo que, por carretera y ferrocarril.

Hay quien dé más, en un sólo día de descubrimientos? Pues sí: prueben a pararse, cuando vayan por la Autovía de Aragón, en Trijueque, poco después de haber pasado ante la silueta elegante y señorial de Torija. Y prueben en Trijueque a seguir el perímetro de sus antiguas murallas. Porque se llevarán la sorpresa de encontrar, aquí y allí, restos impecables, apuntes de puertas, nobles torreones reutilizados o en ruinas, etc. Todo un castillo (en el que los Mendoza tuvieron custodiada, que no prisionera, a Juana la Beltraneja) para admirar con lupa.

Y no sigo, porque se acaba el espacio. Pero el camino está abierto y tú, caminante, debes prepararte para recorrerlo.

Guadalajara y las piedras voladoras

 

De asombrosas historias, de piedras voladoras, de monumentos en rebajas y de excursionistas saqueadores, habló el pasado miércoles 12 de febrero el profesor José Luís García de Paz, de la Facultad de Ciencias de la Universidad Autónoma de Madrid. Lo hizo en el recién inaugurado Salón de Actos de la Editorial AACHE, que ha iniciado así su prometida andadura de actividad cultural en torno al libro y las historias curiosas de nuestra tierra. Y lo hizo ante un selecto grupo de oyentes que se animaron a subir hasta la calle Malvarrosa, y que pasaron una hora y media que se hizo corta, escuchando al profesor alcarreño y viendo el monumental acopio de información multimedia que aportó. Porque aún yendo “a la carrera”, ni con una hora y media tuvo suficiente para explicar la serie de expolios, abandonos, pérdidas, robos y destrucciones que en el siglo XX ha padecido el patrimonio artístico de Guadalajara.

En cualquier caso, era esta una conferencia que “se veía venir”. Porque aunque nunca nadie con anterioridad la había expresado, todos teníamos en nuestro saber cotidiano los datos de esto o de aquello, de monasterios llevados a Norteamérica, o de puentes derribados; de robos ocurridos el pasado otoño, o de libros raptados en tiempos remotos… no es exagerado, pero de Guadalajara han salido piedras volando, y no por brujería, o por magia. Si no porque se llevaron a Norteamérica. Aunque para hablar con propiedad, no fueron en avión, sino en barco.

Ovila, el expolio perfecto

En 1931, entre abril y julio, los meses de más tensión y alegrías, de mayor despreocupación y avideces, William Randolph Hearst y Arthur Byne, su agente en España, compraron el monasterio de Ovila, numeraron sus piedras, las metieron primero en plataformas para atravesar el río, luego en camiones para llegar a Madrid, después en trenes para alcanzar los puertos, y hasta San Francisco las llevaron descargándolas en almacenes y parques, donde luego quedaron olvidadas. Una aventura de tamaña magnitud fue referida con puntualidad y en resumen por el profesor de Paz, pero dejando constancia de que aquellos tiempos de indolencia y despreocupación patrimonial, afortunadamente pasaron. Layna Serrano, entonces, junto con Cordavias y algunos otros pocos intelectuales alcarreños, protestaron enérgicamente. Layna escribió su libro, el primero, y de nada valieron sus escritos. Hoy se está reconstruyendo en un pueblo del norte de California la sala capitular, en el monasterio de New Clairvaux. Ojalá podamos verlo reconstruido, vivo otra vez, aunque sea en el último extremo del mundo.

Pero más monasterios han sufrido las rapiñas y las iras. Sin ir más lejos, el de Bonaval, junto a Retiendas, que lleva años sufriendo el pillaje de quien a él se acerca cualquier día y con total impunidad se va llevando los capiteles góticos. Parece increíble, pero esto es cierto: ya en el siglo XXI el patrimonio artístico de Guadalajara sigue estando a manos de los expoliadores con impunidad y sin castigos. El otoño pasado de 2002, unos ladrones se llevaron un capitel de la portada románica de Labros, y así se quedó, huérfana de su costado izquierdo. Lo enseñó en unas expresivas fotografías el profesor de Paz.

Manuscritos, puentes, retablos…

En la década de los 20 del pasado siglo, un señor compró el original del Fuero largo de Guadalajara, y lo vendió luego cómodamente a la Universidad de Princeton, que hoy lo conserva. En el siglo XIX aún, y en los coletazos de la Desamortización de Mendizábal, alguien se llevó enterito el retablo de los Arellano en el convento jerónimo de Tendilla. Estuvo dando vueltas más de un siglo por los comercios de antigüedades, y finalmente el Museo de Cincinnati se apiadó de él, y hoy luce en sus salas, espléndido y restaurado. Algo así le pasó a un fragmento del sepulcro de doña Brianda de Mendoza, que hace unos 10 años la conservadora del Museo de Detroit me escribió para preguntarme el posible origen de un gran escudo de armas que tenían allí desde 1936 e ignoraban su origen: eran las armas de la sobrina del caballero don Antonio de Mendoza, héroe de las guerras de Granada. Quizás lo peor, por ser lo más cercano, sea lo del Apostolado que pintó el Greco para la parroquia de Almadrones. Después de la Guerra Civil acabó, fragmentado, y vendido, en varios museos de España y de Norteamérica.

Los ejemplos de García de Paz, en una interminable secuencia de páginas que mostraban texto y fotos, alcanzaron a elementos muebles (cruces y custodias desaparecidas para siempre, como la de El Casar), edificios enteros, como el convento franciscano de Atienza o el carmelita de las Vírgenes en Guadalajara, y aún castillos que como el de Tendilla, se derribó para en su lugar construir un monumento al Sagrado Corazón de Jesús, o el de Embid en Molina, al que cada año se le cae una almena, una torre o un murallón… más aún: salieron a relucir las pérdidas, esas casi inapreciadas para el general de la gente, de los edificios de arquitectura popular, que han sido masacrados en muchos de nuestros pueblos ante el aplauso de todos sus habitantes. O las techumbres “de carpintería de armar”, o las colecciones de azulejos, o los botámenes de las viejas boticas, o los paredones del convento de La Salceda, o los artesonados del palacio del Infantado, o el puente medieval de Jodra, o los escudos del monasterio de San Salvador de Pinilla…. de escalofrío, la relación de atentados, de delitos y de olvidos que ha sufrido nuestro patrimonio.

Muchos de los presentes en esta antológica y trascendental conferencia del profesor García de Paz le animaron a plasmar toda su información en un libro. Que será curioso, y, sobre todo aleccionador. Un libro que, como todos los libros que hoy existen sobre historia, patrimonio y esencias de Guadalajara, sea la evidencia de unas actitudes que esperamos, y exigimos, no vuelvan nunca. De un tiempo en el que no se apreciaba el patrimonio histórico. Hoy sí se hace, pero aún no lo suficiente. Tenemos que poner todos, de nuestra parte, cuanto podamos, para que ese bien común que aún pervive, no se vea menguado nunca más.

Una paseada por Almonacid de Zorita

Una de las puertas de la muralla de Almonacid de Zorita

La mañana de primavera invita a recorrer la provincia. Y los viajeros se lanzan a contemplarla verde y luminosa, íntegra de aromas, de luces y edificios. Se llegan hasta Almonacid de Zorita, en las orillas no vistas del Tajo, tras pasar junto al rojizo bombón de su reactor nuclear. Y pasean Almonacid, pasean el pueblo mirando aquí y allá sus edificios, llegando por la vieja puerta de Zorita, y saliendo por la de Santa María de la Cabeza, frente a la sierra que mira desde lo alto y por eso la llaman “Sierra de Altomira”.

En Almonacid los viajeros se entusiasman de sus limpias y bien trazadas calles, de sus reparados monumentos (la ermita de la luz, antiguo convento de jesuitas, o la parroquia), pero se lamentan del estado en que se encuentra el antiguo convento de monjas concepcionistas, que está recibiendo desmochamientos acelerados, y puede hasta hundirse si no se le pone pronto remedio. Esas luces y sombras de Almonacid suponen en cualquier caso un acicate para su visita, para la contemplación sosegada de sus múltiples atractivos.

Historia de Almonacid

Su nombre, que deriva del árabe (almunia = huerto) viene a significar «la huerta del rey», o «del señor», y le cuadra perfectamente, pues se enclava en un entorno de feracísimas huertas y campos dados a la agricultura. La villa de Almonacid asienta sobre una amplia llanada, al poniente de la alta y boscosa sierra de Altomira. El río Tajo, por su orilla izquierda, limita por poniente su término, que se dedica a la agricultura de secano y regadío, con mucho olivar, y viñedos; también se enclava en el término la central nuclear «José Cabrera», la primera de su estilo en España; y asimismo parte de la urbanización de «Nueva Sierra de Madrid» que asienta entre los escarpados repliegues de la sierra de Altomira, a levante del pueblo.

historia de almonacid de zorita

Tras la reconquista de la zona, ya a comienzos del siglo XII, quedó en poder de los monarcas castellanos, perteneciendo al alfoz o Común de Zorita, y en 1176 es cuando Alfonso VIII la entrega a la Orden de Calatrava. Como aldea de Zorita se rigió durante la Edad Media por su Fuero y fue especialmente cuidada y promocionada, en sentido económico y demográfico, por los maestres y comendadores calatravos. Puso la Orden una Casa‑ Palacio en Almonacid, con fuerte torre y un portalón decorado con pinturas por Alfonso Diaz, a mitad del siglo XIV. El privilegio concedido por el maestre don Pedro Girón al lugar de Almonacid, en el sentido de que no pudieran establecerse en él judíos, ni personas eximidas del pago de impuestos (nobles, hidalgos, etc.) promocionó el crecimiento y la prosperidad de sus habitantes. En el siglo XVI, en cuya segunda mitad alcanzó una población de casi mil familias, trasladaron a Almonacid su residencia los comendadores de Zorita, pues el castillo no prestaba ya las comodidades que los tiempos requerían.

Cuando la general enajenación que de los bienes de las órdenes militares e instituciones eclesiásticas hizo el Emperador Carlos I para obtener refuerzos económicos a su política universalista, la villa de Almonacid fue pretendida por doña Ana de la Cerda, señora de Pastrana, y luego nuevamente por don Ruy Gómez de Silva. Pero la villa se opuso enérgicamente, y aún pagó dos millones de maravedís al Rey para que no fuese apartada del señorío real. En este permaneció en adelante, aunque en el siglo XVIII adquirieron su señorío los condes de San Rafael, que solo llegó hasta el siglo XIX en que el régimen fenecía por la Constitución de 1812.

La prosperidad de Almonacid se basó siempre en la laboriosidad de sus gentes, dedicadas intensamente a la huerta, a los olivos (de los que salía mucho y buen aceite), a las canteras de jaspe, y a la industria (de alfarería y de telares de cáñamo). Últimamente ha visto otra vez aumentar la población y el movimiento económico, tras la explotación de la central nuclear «José Cabrera» en las orillas del Tajo, y del trasvase Tajo‑ Segura, en que mucha mano de obra inmigrada de otras zonas de España ha encontrado aquí trabajo. De unas y otras fuentes, su Ayuntamiento ha obtenido saneados ingresos, que le llevó a poder ofrecer unos servicios públicos muy aceptables, a promocionar la cultura (premios nacionales de pintura, periodismo, etc.) y a construir un nuevo edificio concejil.

El Patrimonio

Los viajeros han recordado ese denso bloque de noticias históricas, y se han dado enseguida a pasear la villa. Sorprendiéndose de cuantos elementos singulares aparecen a la vista del paseante. De una parte, las murallas. O su recuerdo, mejor dicho: Almonacid estuvo totalmente rodeado de murallas de las que aún se ven restos entre las casas, y puede estudiarse su trayecto. Poseía cuatro puertas de acceso (la de Bolarque, la de Santa María de la Cabeza, la de Albalate y la de Zorita), de las que solamente quedan en pie la segunda, frente al Cementerio, rodeada de jardines, y la última de ellas, obra de fuertes características constructivas, con arco apuntado y bóveda de cañón también apuntada, entre dos gruesos pilares de sillarejo, obra del siglo XIII.

La antigua ermita de la Virgen de la Luz se encuentra en el extremo norte del pueblo, junto a lo que fue puerta de Bolarque. Aunque hoy está convertida en almacén y algo maltratada, pueden admirarse en ella dos puertas de cuidada talla, especialmente la que mira al sur, sin duda la principal, en la que junto a una hornacina vacía, lucen dos escudos de la Orden de Calatrava, y en el dintel una leyenda que nos recuerda que se hizo en 1610, siendo gobernador del partido de Zorita don Luis de Vargas Andrada.

La Plaza Mayor es un bello entorno urbano, con edificaciones soportaladas, jardines y el nuevo Ayuntamiento construido en 1975 que guarda en cierto modo una relación tradicional con el resto de los edificios. Se levanta junto a la plaza un antiquísimo caserón de semicircular arco adovelado y escudo heráldico muy borroso, que demuestra ser obra del siglo XV. También allí junto está la torre del reloj, sencillo elemento que, en sillar y sillarejo, eleva su silueta para servir de centinela y avisador (hoy con reloj, antiguamente con campanas) del pueblo. Sobre su muro de poniente hay una placa de piedra tallada que muestra las armas de Castilla y una leyenda que explica fue alzada en 1590, siendo gobernador del partido de Zorita don Juan de Céspedes. Muchas otras casonas y edificios antiguos, de traza popular, o noble, existen por el pueblo. En la plaza de arriba, a la que se entraba por la ya derruida puerta de Albalate, se ven varios edificios de sillar, con arcos adovelados, del siglo XV; y otros más, con decoraciones de bolas, almenas, escudos, portalones, etc., se distribuyen por el pueblo, que bien merece un detenido paseo a pie para saborear estos hallazgos.

Llegan los viajeros ante la iglesia parroquial. Y en seguida se percatan de que es obra sin terminar. Comenzó su construcción en los últimos años del siglo XV, y de entonces data la portada principal, orientada al sur, tallada en piedra caliza de muy mala calidad, que ha resultado desgastada y dañada por los elementos. Modernamente se le puso un tejaroz para protegerla, continuando el atrio porticado que corre sobre el muro meridional del templo. Esta portada se conforma de alto alfiz que engloba el ingreso, formado de cuatro arcos superpuestos, semicirculares, decorados de bolas, cardinas, baquetón y numerosos elementos de iconografía gótica (animales, quimeras, niños, frutas, etc.) todo ello bajo un último arco que se abre florenzado, guarnecido de cardinas y grandes cardos en las puntas, muy poco utilizado y plenamente incluido en el estilo gótico‑isabelino. Los arcos descansan sobre breves capiteles y columnillas adosadas, recubiertas también de profusa ornamentación gótica. En las enjutas se ven sendos escudos tallados de la Monarquía castellana y la Orden de Calatrava. Guarda una indudable relación de parentesco con la portada de la parroquia de Albalate, hasta el punto de poderse afirmar que se deben al mismo, y desconocido, artista. De la primitiva construcción solo se llegó a levantar el ábside. De gran altura, planta poligonal, muros de sillar con contrafuertes, flameros, ventanales y moldurajes de gran efecto, todo ello en el mejor estilo del gótico último, que tanto se utilizó en Castilla durante la primera mitad del siglo XVI. Abandonado el primitivo proyecto, que se puede contemplar detalladamente pasando por una puertecilla tras el altar, el templo quedó reducido a un simple ámbito de tres naves con pilares revocados de yeso separándolas y una cubierta abovedada sin relieve alguno.

Es un elemento importante y muy bien cuidado el antiguo Colegio y Convento de los Jesuitas, gallardamente barroco. En su interior, de una sola nave, aparecen los policromados escudos de Goyeneche y marqueses de Belzunce, protectores de este convento jesuítico, y en el suelo del templo se ven algunas lápidas funerarias de nobles allí enterrados, incluso con escudos heráldicos. Una de ellas corresponde a don Juan de Escudero, fundador y primer protector del Colegio, hijo del escritor Matías Escudero de Cobeña, que en el siglo XVI escribió su «Relación de Casos notables», interesante documento sobre la villa de Almonacid en aquella época.

Fuera del pueblo, a poniente del mismo, se ve el gran palacio de los condes de San Rafael, obra del siglo XVIII, con buena portada de rebuscadas molduras, escudos heráldicos tallados, muchas ventanas con buenas rejas y muros de aparejo de piedra y ladrillo.

historia de almonacid de zorita

Mas allá se ve el antiguo humilladero gótico formado por cuatro recios pilares que forman cúpula apuntadas, como los arcos que unen entre sí dichos pilares. Y junto a él se levanta el gran convento de monjas concepcionistas, hoy ya deshabitado. Está cerrada la puerta de su templo, la del convento e incluso se ha vallado el conjunto, incluyendo el atrio porticado, de grandes proporciones. Es por ello que no puede contemplarse el interior, de elegante abovedamiento. Todo allí da imagen de ruina y abandono. Es una pena, porque aquel fue lugar rico y pleno de artes. Los Goyeneche ayudaron, y aún antes Juan Bautista Vázquez y Juan Correa de Vivar tallaron en el siglo XVI un gran retablo que hoy está en Oropesa de Toledo. Merecería una restauración, y, sobre todo, evitar en lo posible su más que inminente ruina. En cualquier caso, una mañana bien aprovechada la de los viajeros que se acercaron, invitando a otros que hagan lo mismo, hasta Almonacid en plena Alcarria baja de olivares y tajos…

Las caras pintadas de Renera

 

En el corazón de la Alcarria asienta Renera. Un lugar clásico, con un perfil de museo. En uno de los más típicos valles de la Alcarria media, el que forma el arroyo de Moratilla, que desde ese pueblo baja hasta el Tajuña por Loranca. Parece el valle como una profunda cortada entre las flanqueantes llanuras mesetarias de cereal. En sus laderas asoman los olivares con profusión, y en el fondo hay huertos y cañamares. La miel de sus colmenas es una de las afamadas de la Alcarria. A este lugar hemos ido recientemente, a la llamada de uno de sus vecinos, porque haciendo reparaciones y limpieza en su casa, una casa más del centro del pueblo, han aparecido una curiosas pinturas sobre sus muros que quería enseñarnos. Y allá hemos ido.

Esto de las apariciones de caras sobre los muros es algo que está ya muy visto, especialmente si se las da un marchamo de misterio y magia y se las emparenta con apariciones de la Virgen, Cristo o algún ángel caído. Pero el caso actual de Renera pasa de esa circunstancia, y se adentra en el mundo de lo artístico y de lo real. Se limpian unos muros de un enfoscado antiguo, y aparece la pintura límpida, neta, de imágenes hechas con mimo hace muchos siglos.

Hay que recordar que Renera, que fue siempre pueblo grande, repoblado en el siglo XI tras la reconquista de la comarca por los monarcas castellanos, perteneció al alfoz o Común de Villa y Tierra de Guadalajara, hasta que en 1553, por privilegio del Emperador Carlos I, le fue concedido el título de Villa con jurisdicción propia, continuando siempre bajo la única autoridad del Rey, sin conocer señorío particular ninguno. Antes, en la mitad del siglo XV, el rey Juan II, que sacó de la Tierra de Guadalajara algunos lugares para entregarlos a don Iñigo López de Mendoza en señorío, entrego a este caballero, marques de Santillana, el privile­gio de cobrar las tercias reales de Renera, pero ninguna otra autori­dad sobre el pueblo. El Cardenal Mendoza, hijo del anterior, cambió sus posesiones alcarreñas por la villa de Maqueda con el caballero Alvar Gómez de Ciudad Real, y a este pasó el derecho de cobrar las tercias de Renera, lo que siguieron haciendo sus descendientes hasta el siglo XIX.

Destaca sobre el caserío, junto a la carretera o calle principal, el grandioso edificio de su iglesia parroquial dedicada a Nuestra Señora de la Asunción. Es obra arquitectónica de la mitad del siglo XVI. Muestra sobre el muro de poniente una gran espadaña, y al sur la portada principal, compuesta por decoración de severo clasicis­mo, con pilastras lisas adosadas, que sujetan un friso rematado en partido frontón, y en pináculos extremos. Al templo se le han ido añadiendo sucesivamente diversos cuerpos, capillas y construcciones que le confieren un cierto aire de pesadez y contundencia. El interior es de tres naves, separadas por gruesas pilastras prismáticas.

Del antiguo retablo plateresco, uno de los mejores de la Alcarria, con pinturas y esculturas, que mandó construir y sufragó el Cardenal Silíceo, arzobispo toledano, muy poco quedó tras la Guerra Civil española, pues sus tablas y esculturas fueron dispersadas, robadas, vendidas y compradas. Alguna de ellas, con escenas de la Vida de la Virgen, y los profetas de la predela, se han conservado y adornaban hasta hace poco los muros del templo. Otros fragmentos escultóricos con figuras de apóstoles se encuentran en los almacenes del Museo Diocesano de Sigüenza. Los autores de este magnífico retablo fueron Juan de Villoldo en lo pictórico y posiblemente Bautista Vázquez y Nicolás de Vergara en lo escultórico. Todo un lujo que quizás marcó el aire de Renera en lo relativo al arte y a los artistas que por la villa circularon en el siglo XVI.

En la llamada Capilla de los Blanco se conserva un altar barroco en el que se veneró durante muchos años una momia repul­siva que en el pueblo consideraban nada menos que como el cuerpo de San Elías. Muchas otras joyas y piezas artísticas se conservaban en esta iglesia, casi todo desaparecido a lo largo de guerras y revueltas: cálices de plata, cruces, telas, etc., que procedían de los monas­terios de Lupiana, de la Salceda, y del de Carmelitas de Guadalajara. En el presbiterio hay un par de hermosas bancas de madera con escudos tallados en sus respaldos; uno de ellos es de Juan de Morales, vecino de Paxares. En el suelo del presbiterio, frente al altar, existe una lapida con la cruz de Calatrava tallada, y leyenda explicativa de hallarse enterrado bajo ella Alonso de Colmenares, familiar y notario del Santo Oficio, deán de la catedral de Toledo, y natural de Renera, que falleció en 1660.

En Renera, en fin, es digno de admirar el edificio del Ayuntamien­to, obra del siglo XVI, con doble arquería arquitrabada en su frente, conformando un bello ejemplo de construcción concejil castellana, que no solamente ha sido restaurado con primor, sino que ha pasado a formar parte del escudo heráldico de la villa. En ese Ayuntamiento, lo pudimos ver en nuestra última visita, guiados amablemente de su alcalde, tienen guardados como oro en paño los viejos documentos que hablan de las esencias de su historia: libros de diezmos, de alcabalas, de hospitales, de cofradías y catastros. Una joya que está esperando que alguien vaya y la expurgue para concretar de una vez la historia cierta, la historia íntima, de este pueblo.

A lo que fuimos era a ver las caras aparecidas. En una casa particular han aparecido este verano, tras limpiar los muros de un segundo piso de una vieja estancia, diversas pinturas y letreros, que ofrecen una muestra, mínima pero muy elocuente, del arte del siglo XVI. Porque a esa centuria pertenecen, sin duda, los exornos que rodean lo que fue un gran vano, que posiblemente fuera puerta de paso de una estancia a otra, o alto ventanal de salón en el que, para seguir la costumbre de la época, y aunque fuera civil su función, albergue de hidalgos, aparecen frases laudatorias de la Virgen María, la Salve en concreto, con grandes letras floridas.

En las jambas del vano surgen panoplias de flores y sendos rostros en su parte alta, bajo el arquitrabe. Los rostros, parecidos de estilo y facciones, sin distintos, y ofrecen la imagen de sendos caballeros vestidos a la usanza, de origen flamenco, que fue moda en los años medios del reinado de Carlos I de España: hacia 1525 más o menos. En las imágenes que acompañan estas líneas pueden verse “las caras de Renera”, dos caballeros de linaje y postín, quizás retratos de los dueños de la casa, quizás idealización del caballero devoto y valiente: imágenes de españoles en esencia, pura raíz ancestral, abuelos de todos.

Están pintadas en colores ocres sobre el yeso firme. En orlas sencillas, y sobre unas jambas que a su vez se adornan de profusas flores. Por el dintel de la estancia, corren letras que unidas forman palabras pertenecientes a la “Salve”. No sabemos más: quien lo pintó, para quien, con qué objetivo. Nuestra apuesta es de que aquella fue casa de señores, hidalgos o aún más, que quisieron darle un buen tono, pío y elegante, a un salón de su planta noble. Y en torno a una de sus puertas pidieron a alguien (quizás del taller de Villoldo, si no él mismo, amigado entonces con el dueño de la casa) que pusiera unos rostros, quizás los retratos de los hijos, para recuerdo perenne. Ahora ha vuelto el recuerdo, y con él la satisfacción de sus actuales dueños, que lo han descubierto, y de todos los que amamos el arte y los vestigios palpitantes del pasado.

En crónicas y catastros antiguos, se dice que Renera nunca tuvo castillo, pero sí “un pedazo de edificio muy antiguo… hecho de argamasa y ladrillo… que se encontraba medio derruido a las afueras  de la localidad, y que entonces, hacia 1580, juzgaban ser de antigüedad y mérito. Nada ha quedado de él. No había casas de solares señalados ni de hijosdalgos. Sin embargo, en la declaración que mandaron en esa época al Rey, constitutiva de la llamada “Relación Topográfica” de Renera, se dice que aunque todos en la villa eran labradores, había una familia en la que padre e hijo eran hijosdalgo. Se llamaban, respectivamente, Pedro y Juan Rodríguez de la Fuente. Bien podrían haber sido estos los dueños de la casa pintadas, los protagonistas de esas pinturas, aunque también es verdad que el estilo de las mismas es de unos 50 años antes de la declaración susodicha.

En Renera había, en el siglo XVI, tres ermitas, en el término pero no en el interior de la villa. Eran estas la de la Concepción (que decían formaba una “sala de secretos” porque quizás sus bóvedas nervadas permitían hablar a dos personas, en voz baja, en sus ángulos, mientras el resto del gentío que se encontraba en la ermita no les oía. Además estaban las de Nuestra Señora de las Angustias y la de San Pedro. Añadía aún el pueblo un hospital que más bien era humilde albergue para peregrinos.

En ese contexto de sencillez aldeana, de pasar tranquilo, de sociedad sin traumas, durante el siglo XVI, uno de los más pacíficos de la historia de Castilla, en Renera surgió ese detalle que ahora acaba de salir a luz, de descubrirse, y que me siento tan feliz de dar aquí a conocer. Lo que ya puede conocerse como “las caras de Renera” que son dos detalles mínimos pero elocuentes de un tiempo que parece haber vuelto a llamar a nuestra puerta.

Camilo José Cela, al final del Paseo

 

Después de mirar, uno por uno, los hitos biográficos que en el paseo de las Cruces de Guadalajara mandó colocar el anterior equipo del Ayuntamiento, tras haber conseguido que el escultor Luis Sanguino le diera perfil a nueve personajes que algo han tenido qué ver con nuestra ciudad, llegamos al final del paseo, y nos quedamos mirando a don Camilo. El escritor gallego que amó a Guadalajara. Sólo por eso ya merecía la estatua. Pero luego se la ganó por otras muchas cosas, especialmente por haber escrito un libro en el que retrataba esta tierra tal como era hace 60 años, y a través de sus páginas muchas gentes, de todo el mundo, se han acercado a mirarla. Además, Camilo José Cela, que fue Premio Nobel de Literatura, vivió varios años en nuestra ciudad: no en alguna de sus calles, sino en la periferia, primero en El Clavín, en un chalet muy alto y muy empinguruchado, y luego en El Espinar, en la vega del río Henares, en un chalet muy ancho y muy tendido entre arboledas.

La biografía de Camilo José Cela no ha tenido páginas especialmente emocionantes. Su paso por la vida ha sido el de un escritor que, bromas aparte, ha dejado muy alto el pabellón de la lengua hispana. Sus libros, admirados la mayoría, repetidos en ediciones múltiples, traducidas a decenas de idiomas diversos, son los que hablan por él. En ocasiones, expresó bromas por los medios públicos, o tuvo en la intimidad de sus círculos salidas chistosas que fueron luego repetidas hasta la saciedad, formando un corpus de anécdotas que ha merecido ya varios libros recopilatorios. De ellos es, sin duda, el mejor, por lo real y lo bien escrito, el de Francisco García Marquina titulado “Cela: masculino singular” que editó Plaza & Janés en 1991. Con ese libro en la mano, aparte de pasárselo muy bien quien sea su lector, se entera de la biografía entera de don Camilo.

El libro de García Marquina sobre Cela está escrito con el testimonio directo de quien ha vivido muchos años junto al personaje, y le conoce bien, en hondura. Sabiendo decir lo que sabe aún mejor. Divertido y analista, este libro es recomendable para volver a encontrar la memoria de Camilo en esos hilvanes de las anécdotas, y su forma de ser auténtica, su garra literaria, origen y manantial de su fama universal.

Si algo hay que decir de cifras y títulos, esta es la primera fecha de su vida, el 11 de mayo de 1916, cuando nace en Iria Flavia (hoy Padrón, A Coruña), en un familia acomodada y culta. Teniendo 9 años se trasladó con ella a Madrid, donde hizo sus estudios primarios en el colegio de los Escolapios de Porlier.
A los 15 años de edad cogió la tuberculosis. Tuvo que ser internado en el sanatorio del Guadarrama, pasando largas jornadas de quietud, soledad y lecturas. El dice que fue entonces cuando se leyó la obra completa de Ortega y Gasset y la colección de clásicos españoles de Rivadeneyra. Ejemplo palpable de que “no hay mal que por bien no venga”, y de cómo muchos escritores empezaron tal como otros muchos acabaron: por una infección pulmonar.

Ya curado, en 1934 empezó a estudiar Medicina en la Universidad Central de Madrid, pero enseguida la abandonó para poder asistir a las clases de Literatura Española Contemporánea de Pedro Salinas, a quien entregó sus primeros poemas. Allí se hizo amigo de Alonso Zamora Vicente, Miguel Hernández y María Zambrano, en cuya casa conoció en tertulia a Max Aub y a otros escritores e intelectuales españoles. Luego, al estallar la Guerra Civil, Camilo fue alistado en el ejército de Franco, aunque fue herido en el frente y pasó la mayor parte de la guerra en su casa. Después estudió algo de Derecho, más bien poco, y ya se dedicó de lleno, y en exclusiva, a la literatura.

Su primera novela, rematada en 1942, fue «La familia de Pascual Duarte», que por su fuerza y su tremendismo no resultaba fácil que nadie la editara. Contó con el apoyo de José María de Cossío, a quien Cela luego obsequiaría con el manuscrito. En ese año editó la obra Aldecoa en Burgos.

El 12 de marzo de 1944 Camilo José Cela se casó con María del Rosario Conde Picabea, con la que tuvo un hijo, su único hijo.

Y poco después dio su paso relevante entre nosotros. Por la amistad que le unía con Benjamín Arbeteta y José María Alonso Gamo, se animó a planificar un viaje literario por la Alcarria, comarca que él consideraba suficientemente cerca de Madrid para poder hacerla si demasiados riesgos, y suficientemente alejada (socialmente) de la capital de España, como para que resultara impactante lo que de seguro iba a encontrar. Así fue, y entre el 6 y el 15 de junio de 1946, Camilo José Cela viajó a la Alcarria, en compañía del fotógrafo Karl Wlasak y Conchita Stichaner. La obra apareció primeramente editada por fascículos en “El Español” y luego en libro en 1948.

Después escribió y publicó “La Colmena”, una de sus mejores novelas. La publicó en 1951 en Buenos Aires, pues en España fue prohibida de inicio. Tras ella llegarían otras muchas, cada vez más rompedoras en su forma y en su fondo. Los relatos viajeros (por el Miño, el Bidasoa, el Pirineo de Lérida) le consagraron popularidad, pues fueron publicados por fascículos en periódicos nacionales. Su obra, en general, se caracteriza por la experimentación de forma y contenido, que comienza a partir de los años con su novela San Camilo, 1936 (1969), está escrita en un monólogo interior continuo. El Oficio de tinieblas 5 (1973), es su obra más arriesgada y vanguardista, difícil y que supuso (muchos lo han confesado) que perdiera a parte de su público. Otras obras sucesivas fueron Cristo versus Arizona (1988), donde abandona una vez más los moldes narrativos convencionales. Demostró siempre su gran saber filológico, que plasmó en su famosísimo Diccionario secreto (1968-1971). Posteriormente al Nobel escribió otras novelas, como “La Cruz de San Andrés”, que obtuvo un polémico Premio Planeta, y finalmente su “Madera de boj”, de largo embarazo.

En 1956 Cela trasladó su residencia a Palma de Mallorca, donde editó la revista «Papeles de Son Armadans», de la que fue director y animador muchos años.

En 1957 fue elegido para ocupar el sillón Q de la Real Academia Española, leyendo su discurso de entrada el 26 de mayo, sobre «La obra literaria del pintor Solana», siendo contestado por el académico D. Gregorio Marañón. De 1977 a 1979 fue Senador por designación real, participando activamente como lingüista en la redacción de la Constitución de 1978. En 1984 le concedieron el Premio Nacional de Literatura por «Mazurca para dos muertos», y en 1987 obtuvo el Premio Príncipe de Asturias de las Letras. En 1989 le concedieron el Premio Nobel y más tarde, en 1995 el Premio Cervantes. De su vida, que terminó gloriosa, no es pequeño hito el ennoblecimiento que le ajustó el monarca reinante, don Juan Carlos I, en 1996: le dio el título de Marqués de Iria Flavia.

Como Camilo José Cela fue vecino de Guadalajara, tuvo contactos con mucha gente de aquí. Hasta conmigo. Pero tranquilos todos, que no voy a contar ninguna anécdota personal, y tengo muchas. Me prologó un libro y me trató con el cariño y la generosidad que su gran corazón encerraba. En Cela todo fue a lo grande: los escritos, los amores, las broncas y los odios que otros le profesaron. El fue siempre hacia delante con esa frase suya, tan repetida, y tan cierta, de que “En España, quien resiste, vence”. Por todas estas cosas, y muchas más, tiene Camilo José Cela una hermosa estatua de bronce al final del paseo de las Cruces. Bien merecida y ¡que dure mucho!