Las caras pintadas de Renera

viernes, 10 octubre 2003 0 Por Herrera Casado

 

En el corazón de la Alcarria asienta Renera. Un lugar clásico, con un perfil de museo. En uno de los más típicos valles de la Alcarria media, el que forma el arroyo de Moratilla, que desde ese pueblo baja hasta el Tajuña por Loranca. Parece el valle como una profunda cortada entre las flanqueantes llanuras mesetarias de cereal. En sus laderas asoman los olivares con profusión, y en el fondo hay huertos y cañamares. La miel de sus colmenas es una de las afamadas de la Alcarria. A este lugar hemos ido recientemente, a la llamada de uno de sus vecinos, porque haciendo reparaciones y limpieza en su casa, una casa más del centro del pueblo, han aparecido una curiosas pinturas sobre sus muros que quería enseñarnos. Y allá hemos ido.

Esto de las apariciones de caras sobre los muros es algo que está ya muy visto, especialmente si se las da un marchamo de misterio y magia y se las emparenta con apariciones de la Virgen, Cristo o algún ángel caído. Pero el caso actual de Renera pasa de esa circunstancia, y se adentra en el mundo de lo artístico y de lo real. Se limpian unos muros de un enfoscado antiguo, y aparece la pintura límpida, neta, de imágenes hechas con mimo hace muchos siglos.

Hay que recordar que Renera, que fue siempre pueblo grande, repoblado en el siglo XI tras la reconquista de la comarca por los monarcas castellanos, perteneció al alfoz o Común de Villa y Tierra de Guadalajara, hasta que en 1553, por privilegio del Emperador Carlos I, le fue concedido el título de Villa con jurisdicción propia, continuando siempre bajo la única autoridad del Rey, sin conocer señorío particular ninguno. Antes, en la mitad del siglo XV, el rey Juan II, que sacó de la Tierra de Guadalajara algunos lugares para entregarlos a don Iñigo López de Mendoza en señorío, entrego a este caballero, marques de Santillana, el privile­gio de cobrar las tercias reales de Renera, pero ninguna otra autori­dad sobre el pueblo. El Cardenal Mendoza, hijo del anterior, cambió sus posesiones alcarreñas por la villa de Maqueda con el caballero Alvar Gómez de Ciudad Real, y a este pasó el derecho de cobrar las tercias de Renera, lo que siguieron haciendo sus descendientes hasta el siglo XIX.

Destaca sobre el caserío, junto a la carretera o calle principal, el grandioso edificio de su iglesia parroquial dedicada a Nuestra Señora de la Asunción. Es obra arquitectónica de la mitad del siglo XVI. Muestra sobre el muro de poniente una gran espadaña, y al sur la portada principal, compuesta por decoración de severo clasicis­mo, con pilastras lisas adosadas, que sujetan un friso rematado en partido frontón, y en pináculos extremos. Al templo se le han ido añadiendo sucesivamente diversos cuerpos, capillas y construcciones que le confieren un cierto aire de pesadez y contundencia. El interior es de tres naves, separadas por gruesas pilastras prismáticas.

Del antiguo retablo plateresco, uno de los mejores de la Alcarria, con pinturas y esculturas, que mandó construir y sufragó el Cardenal Silíceo, arzobispo toledano, muy poco quedó tras la Guerra Civil española, pues sus tablas y esculturas fueron dispersadas, robadas, vendidas y compradas. Alguna de ellas, con escenas de la Vida de la Virgen, y los profetas de la predela, se han conservado y adornaban hasta hace poco los muros del templo. Otros fragmentos escultóricos con figuras de apóstoles se encuentran en los almacenes del Museo Diocesano de Sigüenza. Los autores de este magnífico retablo fueron Juan de Villoldo en lo pictórico y posiblemente Bautista Vázquez y Nicolás de Vergara en lo escultórico. Todo un lujo que quizás marcó el aire de Renera en lo relativo al arte y a los artistas que por la villa circularon en el siglo XVI.

En la llamada Capilla de los Blanco se conserva un altar barroco en el que se veneró durante muchos años una momia repul­siva que en el pueblo consideraban nada menos que como el cuerpo de San Elías. Muchas otras joyas y piezas artísticas se conservaban en esta iglesia, casi todo desaparecido a lo largo de guerras y revueltas: cálices de plata, cruces, telas, etc., que procedían de los monas­terios de Lupiana, de la Salceda, y del de Carmelitas de Guadalajara. En el presbiterio hay un par de hermosas bancas de madera con escudos tallados en sus respaldos; uno de ellos es de Juan de Morales, vecino de Paxares. En el suelo del presbiterio, frente al altar, existe una lapida con la cruz de Calatrava tallada, y leyenda explicativa de hallarse enterrado bajo ella Alonso de Colmenares, familiar y notario del Santo Oficio, deán de la catedral de Toledo, y natural de Renera, que falleció en 1660.

En Renera, en fin, es digno de admirar el edificio del Ayuntamien­to, obra del siglo XVI, con doble arquería arquitrabada en su frente, conformando un bello ejemplo de construcción concejil castellana, que no solamente ha sido restaurado con primor, sino que ha pasado a formar parte del escudo heráldico de la villa. En ese Ayuntamiento, lo pudimos ver en nuestra última visita, guiados amablemente de su alcalde, tienen guardados como oro en paño los viejos documentos que hablan de las esencias de su historia: libros de diezmos, de alcabalas, de hospitales, de cofradías y catastros. Una joya que está esperando que alguien vaya y la expurgue para concretar de una vez la historia cierta, la historia íntima, de este pueblo.

A lo que fuimos era a ver las caras aparecidas. En una casa particular han aparecido este verano, tras limpiar los muros de un segundo piso de una vieja estancia, diversas pinturas y letreros, que ofrecen una muestra, mínima pero muy elocuente, del arte del siglo XVI. Porque a esa centuria pertenecen, sin duda, los exornos que rodean lo que fue un gran vano, que posiblemente fuera puerta de paso de una estancia a otra, o alto ventanal de salón en el que, para seguir la costumbre de la época, y aunque fuera civil su función, albergue de hidalgos, aparecen frases laudatorias de la Virgen María, la Salve en concreto, con grandes letras floridas.

En las jambas del vano surgen panoplias de flores y sendos rostros en su parte alta, bajo el arquitrabe. Los rostros, parecidos de estilo y facciones, sin distintos, y ofrecen la imagen de sendos caballeros vestidos a la usanza, de origen flamenco, que fue moda en los años medios del reinado de Carlos I de España: hacia 1525 más o menos. En las imágenes que acompañan estas líneas pueden verse “las caras de Renera”, dos caballeros de linaje y postín, quizás retratos de los dueños de la casa, quizás idealización del caballero devoto y valiente: imágenes de españoles en esencia, pura raíz ancestral, abuelos de todos.

Están pintadas en colores ocres sobre el yeso firme. En orlas sencillas, y sobre unas jambas que a su vez se adornan de profusas flores. Por el dintel de la estancia, corren letras que unidas forman palabras pertenecientes a la “Salve”. No sabemos más: quien lo pintó, para quien, con qué objetivo. Nuestra apuesta es de que aquella fue casa de señores, hidalgos o aún más, que quisieron darle un buen tono, pío y elegante, a un salón de su planta noble. Y en torno a una de sus puertas pidieron a alguien (quizás del taller de Villoldo, si no él mismo, amigado entonces con el dueño de la casa) que pusiera unos rostros, quizás los retratos de los hijos, para recuerdo perenne. Ahora ha vuelto el recuerdo, y con él la satisfacción de sus actuales dueños, que lo han descubierto, y de todos los que amamos el arte y los vestigios palpitantes del pasado.

En crónicas y catastros antiguos, se dice que Renera nunca tuvo castillo, pero sí “un pedazo de edificio muy antiguo… hecho de argamasa y ladrillo… que se encontraba medio derruido a las afueras  de la localidad, y que entonces, hacia 1580, juzgaban ser de antigüedad y mérito. Nada ha quedado de él. No había casas de solares señalados ni de hijosdalgos. Sin embargo, en la declaración que mandaron en esa época al Rey, constitutiva de la llamada “Relación Topográfica” de Renera, se dice que aunque todos en la villa eran labradores, había una familia en la que padre e hijo eran hijosdalgo. Se llamaban, respectivamente, Pedro y Juan Rodríguez de la Fuente. Bien podrían haber sido estos los dueños de la casa pintadas, los protagonistas de esas pinturas, aunque también es verdad que el estilo de las mismas es de unos 50 años antes de la declaración susodicha.

En Renera había, en el siglo XVI, tres ermitas, en el término pero no en el interior de la villa. Eran estas la de la Concepción (que decían formaba una “sala de secretos” porque quizás sus bóvedas nervadas permitían hablar a dos personas, en voz baja, en sus ángulos, mientras el resto del gentío que se encontraba en la ermita no les oía. Además estaban las de Nuestra Señora de las Angustias y la de San Pedro. Añadía aún el pueblo un hospital que más bien era humilde albergue para peregrinos.

En ese contexto de sencillez aldeana, de pasar tranquilo, de sociedad sin traumas, durante el siglo XVI, uno de los más pacíficos de la historia de Castilla, en Renera surgió ese detalle que ahora acaba de salir a luz, de descubrirse, y que me siento tan feliz de dar aquí a conocer. Lo que ya puede conocerse como “las caras de Renera” que son dos detalles mínimos pero elocuentes de un tiempo que parece haber vuelto a llamar a nuestra puerta.