Castillos que fueron: rescate y evocación

viernes, 31 octubre 2003 1 Por Herrera Casado

Alguien oyó hablar alguna vez del castillo de Inesque, del pueblo abandonado de Chilluentes, ó de la fortaleza del río Mesa junto a Villel? Salvo los escasos entendidos que pasan y repasan la alfombra provincial andando y mirando, como ante un retablo en el que, excepto oro, marfil y diamantes, hay de todo, el común de los mortales no se ha planteado nunca, no ya ir a estos sitios, sino la simple existencia de los mismos. Ellos se lo pierden. Porque las sorpresas que nuestra tierra depara a quien quiere mirarla entera, siempre con ojos nuevos, son inacabables. Por ejemplo, algunos castillos que, como los referidos, yacen olvidados de todos. Esta de hoy es una simple lista de algunos de ellos. Bastan las ganas para llegar a ellos, escalar las colinas sobre las que recuestan, llevar una máquina de fotos, y ya se tienen los elementos suficientes para recargar las pilas de toda una semana.

Cada vez más de moda está el buscar castillos. Es un motivo que empuja a salir al campo, a moverse por carreteras y caminos, a husmear mapas, a buscar en libros, a organizarse para finalmente llegar ante la ruina furibunda y mansa a un mismo tiempo de alguna vieja fortaleza, en la que los masajes continuos del viento y la lluvia no han podido, tras largos siglos, con su silueta inmensa.

El motivo de estas líneas, es el reciente y emérito trabajo que ha publicado Jorge Jiménez Esteban en la Revista “Castillos de España”. En su número 130 correspondiente al mes de julio del presente año, publica el “Inventario de Fortificaciones de Guadalajara”.  Son nada menos que 135 nombres, clasificados de acuerdo a su tipología, emplazamiento, conservación y características, aparte de los lógicos apartados del nombre y el municipio en que asienta. Una labor meritoria, ardua y poco lucida, pero fundamental para concretar qué hay, y donde está todavía.

Por Molina quedan castillos de docenas, a cientos.

No hablaré aquí de las fortalezas de Molina, de Sigüenza, de Zafra ó Pelegrina, ya conocidas de todos. Daré algunas pinceladas de esas otras mínimas, derruidas al máximo, pero perfectamente localizables, altas en su pobreza y olvido, majestuosas en cuanto que encierran una larga historia de siglos a su espalda.

Por el Señorío de Molina existen varias. La condición de fronterizo que tuvo aquel enclave supuso la erección de muchas torres vigías, cuando no auténticos castillos en la marca con Aragón. Hoy quedan suculentos retazos del gran torreón de Balbacil, fabricado en fuerte mampostería, y con tres pisos de altura, que vigila la entrada de un vallejo hacia el foso del Mesa. Cerca, el pueblo de Codes es en sí mismo un castillo, con la iglesia levantada en lo más alto, sobre los viejos muros de algún castro de origen celtibérico. También por el señorío podemos llegar a Tartanedo, y desde allí, por caminos de la sesma del Campo, llegar hasta el despoblado de Chilluentes, cerca de Concha, donde se alza además de la iglesia románica ya expoliada, un resto soberbio de torreón, en el que también cuatro pisos se adivinan, con mampuesto y sillarejo de vieja condición.

Si bajamos por fin al valle del Mesa, un afluente del Jiloca en el que las amuralladas paredes forman un estrecho pasadizo, nos sorprenderán los castillos de Mochales (casi totalmente derruido) y de Villel, de fiero aspecto sobre la roca que domina el pueblo. Un poco más abajo de este pueblo, camino ya de Algar, a la derecha se ven las roquedas enhiestas que un día sustentaron el castillo del Mesa, propiedad también de la familia Funes, y que los Reyes Católicos mandaron derruir para evitar que pudiera servir a los fines levantiscos de esta nobleza rayana y siempre beligerante. Sobre los enormes riscos que presiden las juntas de los río Gallo y Tajo, en el paraje que denominan puente de San Pedro, se alza lo que llaman el castillo de Alpetea, en el que se sitúa la leyenda del moro Montesinos, y en el que, una vez que se sube trepando desde el camino que partiendo desde el susodicho puente lleva hasta Villar de Cobeta, se comprueba que nada más que rocas quedan, y recuerdos de trincheras de la última Guerra Civil.

En término de Tierzo se encuentra el caserío de la Vega de Arias, que preside unas amplias praderas y pastizales a orillas del río Bullones, en un paisaje casi idílico y siempre verde. Dice la tradición que por aquí atravesó el Cid en su camino de Burgos a Valencia. Lo cierto es que este enclave perteneció, desde la repoblación del Señorío molinés, a diversas casas de la nobleza del territorio, entre ellas a los mayorazgos de Salinas y luego a los de Castejón de Andrade. Desde el siglo XVIII pertenece a los Arauz de Robles. Destaca en Arias su edificio central, obra del siglo XIII, de planta rectangular con fachada en la que luce portón apuntado, adovelado, y con gastado escudo de piedra, varios ventanales estrechos y simétricos, y una serie de salones internos distribuidos en dos pisos, a los que se accede desde un portal con pozo. Ante el edificio se abre un ancho patio de armas cerrado por alto murallón almenado al que se entra por apuntado arco de sillería que se protege por elegante matacán. Es un conjunto interesantísimo de arquitectura civil medieval, conocido de muy pocos, pero que llegó a ser calificado como Monumento histórico‑artístico.

Ocentejo en el río Tajo

Al castillo de Ocentejo, el cronista Layna Serrano le califica de liliputiense en su libro sobre los castillos de Guadalajara. Y no está mal buscado el apodo, porque sólo es un esbozo de fortaleza, casi como para juguete queda, como una pequeña propaganda de guerra medieval devaluada. Durante la Edad Media debió ser ocupado de moros, y tras la reconquista de la zona, cuando toda la serranía conquense fue definitivamente recobrada por Alfonso VIII, este lugar quedó incluido en el Común de Villa y Tierra de Medinaceli, que por estos lugares llegaba hasta el Tajo. Posteriormente, en el siglo XIV, fue entregado este enclave a la familia conquense de los Carrillo de Albornoz, en la cual permaneció largos siglos. Ocentejo tuvo, desde entonces, el título de Villa. Aquí estuvo refugiada, una temporada, durante la Guerra de la Independencia, la Junta Provincial de Guadalajara, y los franceses que castigaban duramente la zona, en la que actuaba el Empecinado, volaron el puente y este aprendiz de castillejo. El monumento en cuestión asienta en una pequeña, aguda y altiva roca que preside el pueblo. Levantado quizás en antigüedad remota, fue fortificado por sus señores, los Carrillo de Albornoz, y construido de fuerte argamasa y sillarejo, no pasando nunca de simple torreón de vigilancia. De las escasas ruinas que hoy quedan se llevará el viajero sin duda, un grato recuerdo. Al menos, no perderá el día, contemplando otros fabulosos paisajes por el Alto Tajo circundante.

El Cuadrón de Auñón

Hace escasos años que en estas mismas páginas di noticia primera de un castillo perdido y hallado en pleno corazón de la Alcarria. La Torre del Cuadrón es como se llama según las crónicas históricas, y torre de Santa Ana el nombre que recibe de las gentes del término. Aunque a falta de media torre, por lo que queda se adivina una construcción fortísima, todo un castillo construido en el siglo XIV con tres plantas, un escudo del reino de Castillo en su muro inferior, letreros ininteligibles por los dinteles, y una amplia cerca que limitaba el espacio del castillo que sería construido probablemente por la Orden de Calatrava para defenderse de los ataques al término del disidente Carne de Cabra. En cualquier caso, otro pequeño y singular estímulo para el viaje añorante, que esperemos no desaparezca pues ganas le han dado a algunos, recientemente, de echarlo por el suelo.

Poquísima cosa es lo que en Baides puede contemplarse, subiendo hasta la punta del cerro que domina por el sur a la villa, de su antiguo castillo. Era de planta cuadrangular, alargado, y solo sirvió como atalaya vigilante del estrecho paso que el Henares hace por el pueblo, transitado clásicamente, lo mismo que, por carretera y ferrocarril.

Hay quien dé más, en un sólo día de descubrimientos? Pues sí: prueben a pararse, cuando vayan por la Autovía de Aragón, en Trijueque, poco después de haber pasado ante la silueta elegante y señorial de Torija. Y prueben en Trijueque a seguir el perímetro de sus antiguas murallas. Porque se llevarán la sorpresa de encontrar, aquí y allí, restos impecables, apuntes de puertas, nobles torreones reutilizados o en ruinas, etc. Todo un castillo (en el que los Mendoza tuvieron custodiada, que no prisionera, a Juana la Beltraneja) para admirar con lupa.

Y no sigo, porque se acaba el espacio. Pero el camino está abierto y tú, caminante, debes prepararte para recorrerlo.