Tierras del Ducado: La Hortezuela y Padilla

viernes, 6 junio 2014 0 Por Herrera Casado

La portada covarrubiesca de Padilla del Ducado

Seguimos por tierras del ducado de Medinaceli. Por las más altas tierras de nuestra provincia, a las que embarga el silencio, la pureza del ambiente, la magia de un horizonte luminoso y nítido. Esta vez llegamos a la Hortezuela de Océn, y subimos al picacho de Padilla del Ducado.

En La Hortezuela de Océn 

Está Hortezuela situada sobre una loma que otea el suave valle de su nombre, y que dará en el Tajuña por debajo de Luzaga. Apiña su caserío en derredor de la gran iglesia parroquial. En su término, de rica agricultura y bosques, existe una gran laguna. Frente al pueblo, en las alturas norteñas que limitan el valle, sobre unas eminencias rocosas, se alza la ermita de la Virgen de Océn y los restos mínimos de su antiguo castillo. ¿Qué más puede pedir, un pueblo de España, que tener así conjuntados, tan cerca uno de otro, el cerro, los huertos, la vega, la ermita románica y el viejo castillo? Todo en derrumbe, sí, pero todo en orgullo de antiguas edades.

Fue este un lugar frontero y transitado durante la Baja Edad Media. Su castillo, de origen árabe, fue atalaya vigilante de este valle en el que ya existía población desde la época romana y aun anterior, como lo demuestra la necrópolis celti­bérica que en la falda de este cerro excavó el marqués de Cerralbo. Y como luego se ha demostrado en excavaciones en la vega, en la que aparecieron los restos de un villa romana.

Su nombre de Santa María de Almalaff, figura en el límite occidental del señorío de Molina, cuando don Manrique de Lara extendió el fuero molinés, dándole fronteras. De esta antigua población quedan muy pocos restos, habiéndose tras­ladado en siglos posteriores a su actual asentamiento, y per­teneciendo sucesivamente al Común de Medinaceli, y luego a sus señores los duques de tal título.

De tanta historia nos quedan hoy pálidas huellas que debemos recordar: de la estancia celtíbera, restos funerarios y cerámicos que se conservan en el Museo Arqueológico Nacio­nal. De la época romana se han encontrado notables restos de una gran villa residencial, en el borde derecho de la carretera que va a Riba de Saelices, en lo más declive del valle: junto a los cimientos y muros con restos de pintura, han aparecido monedas romanas, objetos de uso diario, cerámica sigillata y una pieza hermosamente tallada en piedra.

De la época árabe y medieval queda el castillo, mejor dicho, un sólo paredón, con un vano o puerta de arco apun­tado, y otro vano de ventana. El resto consiste en ligeros res­tos de cimientos sobre las cortadas rocas, y piedra suelta, escombro, entre la que aparecen gran cantidad de restos cerámicos medievales. Junto al castillo está la ermita de Nuestra Señora de Océn, que denota haber sido de arquitectura románica, y aún se ve su ábside semicircular, con sencillos modillones bajo su alero. El resto del templo es reconstruc­ción del pasado siglo.

En la villa actual, destaca la arquitectura rural autóctona, de gran fuerza en sus rotundas portadas de dinteles tallados en grandes piedras, casonas enormes, grandes rejas de hierro forjado, y bellas perspectivas en las calles. También se ven curiosos esgrafiados en algunos revocos más modernos. La iglesia parroquial es obra del siglo XVI. Posee un ámbito o prado rodeado de alta barcana, al que se entra por un arco adintelado, de piedra, en el que se lee «siendo cura Diego Sanz». El templo es de una sola nave, con amplio crucero. En su interior destaca el magnífico retablo mayor, estimable obra escultórica de comienzos del siglo XVII, salida de los prolífe­ros talleres de retablistas que en esa época existían en Siguenza. Centra el retablo un gran relieve de San Sebastián sufriendo el martirio, y sobre él un Cristo crucificado. A los lados, en sendos paneles de medio‑relieve, aparecen dos san­tos obispos, San Roque, la Natividad con la Adoración de los Pastores, y la Epifanía. En la predela se ven varios relieves menores con escenas de la pasión de Cristo y algunos santos y santas; el Tabernáculo, que forma conjunto con el retablo, y es de la misma escuela, también muestra apreciables tallas.

Tiene en común con estos pueblos del antiguo Ducado, y en día de mediada la semana, la total ausencia de personal por las calles: un perro solo, meditabundo, que se nos queda mirando como si viera más allá de las auras, más allá de lo que nosotros mismos pensamos…

En Padilla del Ducado

Oteando el valle de la Hortezuela, aparece Padilla del Ducado, al pie de violento serrijón colmado de picachos. Su apariencia cárdena es inolvidable, colgado el caserío en el terraplén, y rematado por la espadaña de su iglesia. Perteneció este pueblo a la Tierra de Medinaceli, y luego formó parte del Ducado del mismo nombre, cuyo apellido ostenta. Su mínima historia es común a la de este Señorío que regentaron durante siglos las diversas generaciones de los La Cerda.

A Padilla llegan los viajeros cuando un tractor evoluciona en su empinada plazuela principal. –Dejen más allá el coche, porque vamos a seguir moviendo esto durante un rato- nos dice un hombre fornido con mono azul. Se ve que están arreglando las acometidas del agua, con vistas a los próximos meses, ya de calor, en los que vendrán muchos hijos del pueblo a ocupar sus casas, ahora cerradas. Los viajeros se disponen a subir hasta el picacho en el que se encarama la iglesia parroquial. Las calles de Padilla son empinadas –o a los viajeros, que andan ya entrados en años, eso les parece-.

Nada más empezar a subir la cuesta, un par de perracos grises, feos y mal encarados se les acercan ladrando, furiosos, denotando estar a disgusto con su presencia. Aunque siempre se dijo que “perro ladrador, poco mordedor”, los viajeros no se fían, por si el dicho es meramente recurso paremiológico, y andan con tiento y sonrisas sufridoras. Cien metros más allá, aparecen otros dos perros (madre y cría, esta vez) que se suman al coro. La cosa se pone fea hasta que, ante tal escándalo, aparece por la puerta de una casuca la silueta de una anciana, menuda y tullida, apoyada en un andador, que les grita –o hace como que les grita- a los perros, que se callen, que vuelvan… los perros se amansan y los viajeros, tras saludar a la anciana, siguen subiendo, hacia la iglesia, que parece no alcanzarse nunca.

Allí arriba, donde el sol pega fuerte y la brisa alborota el pelo, casi sin resuello, miran las piedras limpias y brillantes del viejo templo, que fue románico en sus inicios, y al que se le cayó el ábside hace unos 40 años (que fue la primera vez que allí subí a ver esta iglesia singular). Ahora está todo entero, reconstruido, y ante la fachada meridional, soleada y en llano, se abre un pequeño prado circuido de alto barandal pétreo que forma el acogedor patiecejo o viejo cementerio pueblerino.

La portada de la iglesia de Padilla es hermosa, elegante, muy toledana. Tiene las trazas de Covarrubias, sin duda.

Esta portada de Padilla debería figurar en los repertorios del Renacimiento guadalajareño. Creo que la incluí –ya no estoy muy seguro- en mi libro “El Renacimiento en Guadalajara”, aunque siempre quedó a trasmano, (demasiado alejado el pueblo, demasiado alta la iglesia), y ahora que vuelvo a verla, me entran ganas de decírselo a los demás. Unas cuantas fotos, con mejor cámara que antaño, y el brillo del sol en sus piedras de arenisco tono. Consta de un vano con arco semicircular limpiamente moldurado, arquitrabado con un friso llano, sin decoración. No hubo proyecto para ello, no hubo presupuesto, quizás… A los lados, pilastras cilíndricas que rematan en capitelillos simples. Pero lo bueno está encima de todo, y como una aparición majestuosa surge en el remate una central venera, muy bien tallada, en cuyo centro surge el escudo del Cabildo seguntino: el jarrón con las azucenas dobladas las del extremo para que quepan todas, y abajo en escolta dos estrellas. Una cenefa de emparejadas borduras con línea de bolitas al exterior rematan el espacio de la venera. Encima de todo, un gran capullo que parece abrirse y a los lados, en el remate de los pilares, sendos flameros.

Aún me asombra la repetición de las estrellas, de ocho puntas cada una, en las enjutas del arco, allí donde Covarrubias solía poner tondos con figuras. Para ser un pueblo tan chico y tan periférico, no deja de tener su gracia este elemento artístico del Renacimiento más puro, como si Toledo hubiera mandado un telegrama, y desde Sigüenza le hubieran llegado –eso fue sin duda lo que pasó- los planos y las medidas.

Decir, además, que por fuera la iglesia de Padilla es robusta, la esbelta espadaña de dos arcos se alza a poniente, majestuosa, conteniendo las campanas. Y en el interior, que vi en ruinas hace cuarenta años y ahora está entero, aunque no he podido ver por estar cerrado, supongo sigue dando paso al presbiterio, que han acortado, un gran arco triunfal que cargaba sobre dos capiteles románicos a los que envolvía entonces una considerable capa de cales repetidas.

En tierra de Celtíberos 

Sigo –desde Luzaga a La Hortezuela, y por Padilla hasta Luzón- en tierra de celtíberos. Será por haber pasado muchas veces por ella, creo que ya tiene una definición paisajística propia: los altos cerros, las distancias vivas, los bosquecillos de sabinas, los vislumbrados castros… Me detengo un momento, al final, a recordarlos. Seguro de que mis lectores van a perdonarme la digresión, el soliloquio.

Los Celtíberos son los que forman la gran civilización que ocupa las tierras de Guadalajara inmediatamente antes de los romanos, llenando el periodo final del Hierro. Las excavaciones arqueológicas realizadas por el marqués de Cerralbo a principios hace ya casi un siglo, nos dieron a conocer esta cultura, que tuvo su apogeo entre los siglos VI al III a. de C. Aunque los romanos llamaron celtíberos a todos los pueblos que ocupaban el norte peninsular en torno al Ebro, la realidad es que formaban muchos grupos raciales y culturales diversos, independientes entre sí, extendidos por la Celtiberia Ulterior (en la que destacaron los arévacos y los pelendones, más célticos, más guerreros, que sucumbieron antes de rendirse al romano, y que ocuparon lugares como Sigüenza, Atienza, Termancia, etc.) y por la Celtiberia Citerior, en la que aparecieron los bellos (por el valle del Jalón) y los titos, más al sur, por Molina. También en esta demarcación encontramos a los lusones, extendidos en un territorio muy concreto de esta serranía del Ducado por la que ahora andamos, en torno a pueblos como Luzaga o Luzón, como Padilla y la Hortezuela, que heredaron de ellos su nombre. Estuvieron más influidos por los iberos y opusieron menos fuerza a la dominación romana.

Estos hombres se dedicaron fundamentalmente a la ganadería, al pastoreo y a la cría de caballos. Se distribuían en ciudades (oppida), aldeas (vici) y castillos (castella), pero todo en forma de pequeños y humildes núcleos, que en cualquier caso estaban muy bien defendidos. Las ciudades eran independientes entre sí, al modo de las ciudades‑estado de otras civilizaciones mediterráneas. Su religión era naturalista. Sin ritos concretos, ni lugares de culto, se sacralizaba la Naturaleza, las fuentes, los bosques, las montañas. Se hacían oraciones comunes y ofrendas. Se dedicaba un culto muy especial a los muertos. Y prueba de ello son las abundantes necrópolis, que en tierras de Guadalajara se han hallado tan grandes. Siempre se hacía el rito de la incineración, y en ocasiones se hacían sacrificios de animales, enterrando a los guerreros junto a sus armas y utensilios de batalla. Son múltiples los lugares donde se han encontrado necrópolis y acrópolis celtibéricas, documentando infinidad de elementos de su cultura material y de su forma de vida: valgan estos nombres y estos lugares que hoy hemos visitado, sumados al Ceremeño de Herrería y al Hocíncavero de Anguita, para saber que no andamos perdidos, y que nuestros abuelos por aquí anduvieron, con las ideas claras, y el corazón latiendo.