Los Escritos de Herrera Casado Rotating Header Image

julio, 2011:

La sorprendente iglesia de Terzaga

 En la sesma de la Sierra, por el Señorío de Molina, el viajero se sorprende una vez más de los paisajes recios y silenciosos, vacíos de gente y pletóricos de entusiasmo natural. El valle del Bullones arriba, entre bosques de sabina y espacios salineros, llega hasta Terzaga, donde la bien trazada conjugación de sus calles, la limpieza del pueblo, y el acicalado ejemplar de sus fachadas le dan la idea de haber alcanzado una meta especial, un viaje esperado.

Bóvedas de la iglesia parroquial de Terzaga, joya del barroco rococó hispano

 

Llegada a Terzaga

En la mañana de verano, el pueblo de Terzaga se desentumece y muchos vecinos y veraneantes pueblan sus calles. Llega el viajero a prima hora y busca a la alcaldesa, la joven María Elena Sanz y Sanz, quien con toda amabilidad le acompaña hasta el templo dedicado a la Virgen del Amor Hermoso. Por fin va a conseguir un anhelado sueño, tras muchos años de intentarlo y no conseguirlo: visitar el interior de esta iglesia que puede calificarse, junto a la catedral de Sigüenza, la parroquia de Alcocer, o Santa María de la Peña en Brihuega, uno de los más altos hitos del arte de la arquitectura en la provincia de Guadalajara. De entre las más de 500 iglesias que en ella existen, la de Terzaga está, sin ninguna duda, entre las diez primeras.

En el pueblo hay mucho que ver. De una parte, a las afueras en dirección levante, las ya abandonadas salinas, que muestran con vivos colores su riqueza antigua. De otra, la Rambla arriba, las viejas casonas de la burguesía rural y ganadera de este pueblo: escudos y rejas dicen supalabra de antiguos siglos, al sol de la mañana veraniega. Y por las calles, fuentes nuevas, recias casonas, y alegría sencilla de gentes que saben de la importancia de ver salir el sol cada mañana, y recibirle en pie.

La iglesia parroquial de Terzaga

Entre 1772 y 1778 se construyó este templo. Situado en la parte alta del pueblo, su exterior es anodino, con muros lisos, y una torre campanario en el ángulo de poniente, con ligeras molduras y un chapitel que se puso a principios del siglo XX. La portada, al sur, está rehundida bajo un arco, y es más antigua, procedente de la anterior iglesia, del siglo XVII. En el muro se ve tallada la fecha de 1778, año en que se acabó de construir tal como hoy la vemos, quedando muy escasa constancia documental de lo que se hizo entonces, pues en el Libro de Fábrica de la iglesia solo consta que se bendijo en 1781 el templo “que ha construido el Arzobispo de Valencia”, personaje del que luego si hay hueco hablaré brevemente.

En primer lugar, lo que quiero es constatar la sorpresa que produce a cualquiera, y a mí concretamente, al penetrar en este templo y apreciar su valor arquitectónico, las formas que le dan estructura y comportan su espacio. Al mejor estilo del arte árabe, el exterior del edificio son cuatro aburridas paredes que no dicen nada, pero el interior no da más de sí en punto a lujo, opulencia, vibración, contrastes y música, porque es eso lo que sale de sus arqueados muros, de sus cornisas violentas, de sus capiteles levantados: parece un poco como si entráramos en una película de dibujos animados y las paredes y las bóvedas se pusieran a cantar y a moverse.

Quien primero la ha estudiado, y el único hasta ahora que lo ha hecho, es el profesor cántabro Muñoz Jiménez. Su conocimiento sabio de la arquitectura española, no duda en calificarla como “uno de los mejores ejemplares del poco abundante Rococó español”. El estudio completo puede leerse en el número 74 de 1992 del Boletín de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando.

Es así que nos revela la intención del autor de conseguir en el espectador una sorpresa grande: como en el arte islámico, un continente sobrio, soso, irrelevante, acoge un interior vehemente, riquísimo, cantarín.

En el templo, de alargada y única nave, destaca el hecho de que es totalmente especular en su diseño, esto es, cualquiera de sus lados es exactamente igual al otro, y el eje de la nave separa dos mundos iguales. En los lados de la nave se abren hornacinas menores, y exedras en el crucero, haciendo las veces de capillas, o brazos… La cabecera es triabsidal, con una gran cúpula que se prolonga en sus costados.

En la nave y pies del templo, se acentúan la variedad de curvas, en muros, cornisas y abovedamientos (a medio camino entre la bóveda baída, el medio cañón y la semicúpula de cascarón) con unas mínimas tribunas altas sin función. Sobran cosas, estructuras, que solo persiguen crear belleza.

Una gran cornisa marca con fuerza la división entre muros y bóvedas. Estas son muy diversas en formas, amplitudes y decoración. Recuerdan sus abovedamientos a los techos de los templos barrocos de Baviera, Austria y Chequia.

Para Muñoz Jiménez “el templo de Terzaga… es una de esas magníficas piezas hasta hoy olvidadas de nuestro patrimonio arquitectónico que conforman lo que puede ser llamado como “el otro barroco” hecho por autores menores u olvidados”. El templo no está documentado, pero es prácticamente seguro que reconoce la autoría de José Martín de Aldehuela, por localización y por fecha. Está construido poco antes de que el autor se fuera a vivir, ya para siempre, a Málaga, cosa que ocurrió en 1778, y donde murió 24 años después.

Este artista era natural de Manzaneda (Teruel), 1719 y murió en Málaga, 1802. Se formó con arquitectos valencianos y conquenses, y especialmente con Ventura Rodríguez, en Madrid. Se le ha catalogado como el Borromini hispano, por ser protagonista de un “barroco muy expresivo y exagerado”.

El comitente, don Francisco Fabián y Fuero

En otro orden de cosas, un rasgo capital para entender esta iglesia es saber quién la pagó, quién la mandó construir. Mucho dinero pagó por ella, según lo confiesa don Francisco Fabián y Fuero, nacido en Terzaga en 1719 y muerto en Teruel en 1801 (fijarse en la similitud de fechas de arquitecto y comitente!).

Fue Fabian el típico clérigo de la Ilustración española. Como Francisco Antonio de Lorenzana, de su época, con quien le unió una gran amistad. Era sin duda un reformista ilustrado. En 1748 llegó a canónigo de Sigüenza, y en 1755 de Toledo. Se le nombró Obispo de Puebla de los Angeles, en México, donde estuvo entre 1764 y 1771, y posteriormente nombrado Arzobispo de Valencia, entre 1772 y 1794. En ese año fue procesado, detenido y desterrado, por una cuestión mal interpretada por el Capitán General de Valencia, que quiso ver a este “católico ilustrado” como defensor de las ideas revolucionarias venidas de Francia.

En Valencia su “ilustración” cuajó en muchas obras públicas y sociales, y en su pueblo natal mandó levantar esta iglesia, una fuente, una torre para el Ayuntamiento al que colocó un reloj y dotó una maestra para las niñas.

Significado artístico de la iglesia de Terzaga

Quiero recordar aquí lo que Muñoz Jiménez expresa respecto a este templo: “En general la iglesia de Terzaga sorprende por la variedad, y la calidad, de los motivos ornamentales en escayola, y por la multiplicidad y fantasía de los efectos lumínicos conseguidos por medio de los óculos, los lunetos y ventanales diversos” (muchos de ellos hoy tapados).

Para otro estudioso de la obra de Martín de Aldehuela, el profesor Barrio Moya, la singularidad artística del arquitecto aragonés se centra en cinco líneas que sin faltar ninguna encontramos en Terzaga: “un exterior anodino y sin pretensiones; un interior donde se derrocha una sorprendente decoración; la originalidad de la planta; una sabia articulación de los espacios, combinando con maestría los distintos ámbitos de nave, cúpula y presbiterio; y el recurso a la decoración profusa, equilibrada y fastuosa, ejemplo máximo de la imaginación y fantasía del artista”.

Todos los que conocen a Martín de la Aldehuela, y el formato de su obra, que va en alza en el contexto de los estudiosos del arte español, saben que el sentido de sus templos está en la perfecta síntesis y equilibrio entre el “espacio pulsante” de Borromini y la “calidad orgánica” del espacio que Guarino Guarini consigue en con las dilataciones y contracciones rítmicas a lo largo del espacio longitudinal. Sin duda es este un templo en el que cobra sentido la magnificencia del espacio que se reserva a Dios en la tierra. La superposición de los órdenes columnares nos transmite esa sensación de de gloria y magnificencia. Un lugar, sin duda, que no debemos de dejar de admirar, y cuanto antes, en nuestra provincia.

Una descripción del Señorío de Molina

Miles de personas llevan en su corazón, porque allí viven o allí nacieron sus mayores, al Señorío de Molina. Ahora viene a despertar morriñas un libro que escribió hace casi tres siglos un molinés de pro, un licenciado y abogado de los Reales Consejos que pasó media vida en Concha, donde tenía su casona y donde recibía a quienes de alcurnia pasaban por el Camino Real, que estaba delante de su puerta.

El libro de este personaje, que se llamaba don Gregorio López de la Torre y Malo, es un entretenido compendio de los pueblos, los montes y ríos, los paisajes, el clima y la agricultura, algo de historia y mucho de paisanaje de Molina. Su nombre, largo y al parecer complicado, es este; «Chorográfica descripción del muy noble, leal, fidelísimo y va­lerosísimo Señorío de Molina». Una apuesta por la búsqueda de raíces y el análisis de los méritos propios de una comarca con personalidad.

 

¿Qué es una Chorográfica Descripción? Según el diccionario que más utiliza ahora la gente, la Wikipedia, la “Corografía” es la descripción de un país, de una región o de una provincia, incluyendo la atención a los topónimos, aunque prestando especial atención a las condiciones físicas del terreno, al paisaje y al paisanaje. Y esto es lo que constituye la esencia de la Chrorográfica Descripción de Molina que en 1746 escribiera Gregorio López de la Torre.

Supone un divertido paseo por todos los pueblos (algunos de ellos totalmente desaparecidos actualmente), por las orillas de los ríos y por las cimas de las montañas que constituyen la geografía del Señorío molinés. La edición que acaba de aparecer, segunda después de la original del siglo XVIII, es sencilla y hermosa a un tiempo, con letra clara y grande de fácil lectura, muchas fotografías y planos, y una introducción que aclara el sentido del personaje y del libro.

Sobre el libro de la Chorográfica Descripción de Molina

 Gregorio López de la Torre Malo no pasó de ser un curioso lector y buscador de historias. El cronista provincial y notable bibliófilo, don Juan Catalina García López, en su «Biblioteca de Escritores de la Provincia de Guadalajara», Madrid, 1899, pág. 288, nº 648 nos dice a propósito de esta obra no haber visto sino un ejemplar, “pues es obra rarísima, y éste sin portada”, por lo que conoce el título por referencia fiel. Nos dice que sabe que hizo un mapa del Señorío, y recogió muchísimos datos de su historia y arqueología. Que hizo también un mapa de la Diócesis de Sigüenza, y de algunos pueblos del contorno. Dio a la imprenta una “Carta Histórica a Doña Librada Martínez Malo, priora del Monasterio de Buenafuente” en la que a su cuñada que entonces ejercía de abadesa de ese monasterio cisterciense, le refiere por menudo lo que él ha encontrado acerca de los primeros años de vida de aquel interesante cenobio.

Es este un libro sencillo en su estructura, que aporta pocas cosas nuevas sobre Molina, pero que tiene un encanto especial, En sus 144 páginas, nos ofrece dos partes fundamentales, o secciones, como él las denomina. La primera, a su vez, está dividida en otras dos, ofreciendo en la primera la descripción geográfica del territorio, mencionando las sierras y los ríos que nacen en el Señorío o lo ocupan, y en la segunda la historia breve de los Señores de Molina, desde el primer conde, el mítico don Manrique de Lara, hasta el que vive en el momento de escribir el libro, el rey de España [y señor de Molina] don Fernando VI de Borbón.

La segunda parte ofrece la relación de las sesmas y de todos los pueblos que constituyen en ese momento el Señorío, apareciendo, curiosamente, algunos que hoy pertenecen a la provincia de Teruel, y describiendo otros muchos de los que ya nada queda, ni su sombra siquiera: despoblados que en el siglo XVIII aún tenían gente, lugares vivos que hoy son recuerdo. En esta parte, el autor nos da descripciones breves pero vívidas, tiernas, como protegidas por su mirada cariñosa. Es, sin duda, lo mejor del libro, y lo que le confiere un valor único.

Quien fue don Gregorio López de la Torre y Malo

El autor de este libro que hoy comento, y que de seguro va a servir para que muchos molineses reencuentren su tierra de un vistazo, fue don Gregorio López de la Torre Malo (1699 – 1771) nacido en la localidad de Mazarete, en el extremo oriental del señorío del Ducado de Medinaceli, frontera casi con el Señorío de Molina, y murió en Concha, en la sesma del Campo del Señorío de Molina. Pasó su vida entre esos dos pueblos, especialmente en el último, donde tenía una gran mansión que se denominaba (aún hoy existe, aunque cerrada y triste) la “Casa del Mayorazgo”, levantada en la orilla del que fue muchos años Camino Real de Madrid a Zaragoza. Vivió además en Madrid, donde ejerció su profesión de abogado, así como en Molina de Aragón, donde tenía también casa.

Era su familia de hidalga prosapia. Pertenecían a los López Mayoral, de Mazarete, ricos ganaderos durante los siglos XVI al XVIII, con casa raiz de enormes proporciones y talladas portadas, con escudos y símbolos ganaderos. De su casa natal, entera hasta hace unos años, y ahora derribada, se han conservado algunos fragmentos de fachada y ventanales.

Tuvo también ancestros en Tortuera, de donde eran los López notables terratenientes y ganaderos, con muchos de sus miembros en cargos de importancia de la administración borbónica, y eclesiástica, tras haber pasado por las aulas de Alcalá, y Salamanca.

Estudió en Alcalá y se hizo licenciado en ambos derechos. Abogado de los Reales Consejos y casado con Dª. Francisca Martínez Malo y Cubillas, natural de Concha, en este lugar vivió durante muchos años, dedicado a la lectura, a la escritura y a la administración de sus bienes. A su cuñada y Abadesa del monasterio cisterciense de la Buenafuente del Sistal, en el Señorío de Molina, le dedicó una de sus más interesantes obras: “Carta Histórica a Doña Librada Martínez Malo, priora del Monasterio de Buenafuente”. Su obra más notable, publicada por primera vez en 1746, y ahora reeditada, es la “Chorográfica descripción del muy noble, leal, fidelísimo y valerosísimo Señorío de Molina”.

Dice de él Julian González Reinoso en su obra inédita “Libros de las Genealogías del Señorío de Molina”, en su capítulo 21 dedicado a los “de la Torre” que entre otros individuos de esta familia destacó “Don Gregorio López de la Torre Malo, natural de Mazarete y vecino de Concha, Abogado de los Reales Consejos, escribió una Historia breve de Molina y su Señorío, año 1740, que corre impresa, y asimismo editó el Índice de todos los documentos del Archivo del Ayuntamiento de Molina”.

Cuando visité, hacia 1975, la “Casa del Mayorazgo” de Concha, todavía entera, y habitada por sus herederos, me fue dado examinar el gran arcón donde don Gregorio había ido guardando sus libros y manuscritos. Pocas cosas quedaban en él, tras haber transcurrido más de doscientos años tras su muerte, pero aún me fue dado, con asombro, ver que se conservaban muchos de los libros que él mencionaba, como fuentes bibliográficas de su obra, entre otros una magnífica primera edición de la “Nobleza de Andalucía” de Argote de Molina, cuajada de emblemas heráldicos impresos. Y pude comprobar que la principal fuente de información para la redacción de su obra fue la magna “Historia del Señorío de Molina” de don Diego Sánchez Portocarrero, de la que López de la Torre había manejado el manuscrito original.

En ese archivo un tanto peculiar, pues era un arcón inmenso arrinconado en el tinado de la casona, había otros papeles de puño y letra de don Gregorio, pero nada relativo a su obra historiográfica. Pude ver las cuentas y anotaciones que personalmente llevaba de los movimientos de sus ganados, de sus mayorales y pastores, de las ventas y compras, de las estancias en los pueblos que desde Molina pasaban hasta llegar a las sierras de Jaén, especialmente los pastos de Santiesteban del Puerto y Sabiote donde llegaban sus ganados a pasar el invierno.

Había otro documento interesante como son las anotaciones que don Gregorio hizo, en años sucesivos, mientras vivió en Concha, mencionando las personas y las cosas que por su casa pasaron por hacerlo por el Camino Real. El documento lo encontré también en su viejo arcón, aunque el papel y la letra demuestran ser del siglo XIX, probablemente copiado del original por algún descendiente. En él se comprueba, con asombro, la cantidad de gente que pasaba entonces, mediado el siglo XVIII, por este Camino Real que comunicaba Madrid con Zaragoza, y nos permite imaginar la amabilidad con que nuestro escritor recibía a todo tipo de caminantes, peregrinos, infantes de España y ministros de su gobierno… todos tenían que andar, en carrozas o a pie, sobre mulas o en tartanas desvencijadas, por aquellas sendas polvorientas de la sesma del Campo.

Entre ellos, nuestro autor cita al Conde de Aranda, don Pedro de Abarca de Bolea, presidente del Consejo de Castilla, que pasó en el verano de 1769 y tuvo con el autor molinés muy cordial entrevista. También pasó, en 1750, la infanta María Antonia Fernanda, con su larga corte de acompañantes, así como el mariscal de campo Pignatelli, el conde de Gomara, el cardenal Aldebrandini, varios obispos de Sigüenza en sus viajes pastorales, generales de los franciscanos, de los dominicos, de los agustinos… cuando iban a Roma a sus generales Capítulos, y otros infantes de la Casa de Borbón. A todos recibía don Gregorio con la mayor de las atenciones, en una casa que debería ser declarada “Edificio Histórico” por lo que de suculenta memoria histórica molinesa y española encierra.

El libro que aparece

El título, ya lo hemos dicho, es la “Chorográfica descripción del muy noble, leal, fidelísimo y valerosísimo Señorío de Molina”. El autor, don Gregorio López de la Torre y Malo, abogado de los Reales Consejos. La fecha en que se escribió, 1746, y el 2011, a principios de año, el momento en que se ha reeditado. La editorial, AACHE, de Guadalajara, en la Colección “Claves de Historia”, nº 2, con más de 100 páginas y un precio de 12 Euros. El libro no se ha presentado en público, todo un detalle hoy en día, cuando ningún libro se queda sin presentar y así comprometer a amigos y conocidos a perder un par de horas de cualquier tarde. Quien tenga interés en él, ya se cuidará de buscarlo en las librerías, o por Internet, y leérselo de punta a cabo, porque, eso es seguro, se va a entretener, a divertir, y a encontrar cosas nuevas y curiosas.

Un paseo recomendable: Los Milagros del valle del río Linares

De entre los muchos paseos, excursiones o rutas a pie que pueden hacerse por la provincia de Guadalajara, y más ahora en verano, en días de calor y chicharra, está el valle de los Milagros, que forma el río Linares antes de abrirse en grande vega junto a Riba de Saelices.

Es lugar todavía caliente, porque hace ahora 6 años que el fuego arrasó su belleza peregrina y secular, pero al menos se conservan enhiestos los Milagros, esos centinelas de roca pura que miran el mundo, el ir y venir de las nubes, el subir y bajar de los humos, desde su altura.

Los "Milagros" del Valle del Río Linares, antes del incendio del Ducado en julio de 2005

Un recuerdo al sitio ardido

Seis años hacen ahora que Guadalajara ardía en una pira gigantesca, que costó Dios y ayuda apagar, y que tras quemar 12.000 hectáreas de bosque y acabar con la vida de 11 paisanos nuestros, dejó una buena parte de la provincia en la miseria más absoluta. Fue la mayor catástrofe ecológica sucedida en España, probablemente en el discurso de su historia conocida, mucho más terrible que lo del “Prestige” en las costas gallegas, donde ahora, 7 años después, ya no queda ni rastro, mientras que en el Ducado se mantiene, terrible y apocalíptico, el silencioso vacío que dejó la llama.

Años antes pasé por ese valle, riente y verde, cuajadas sus paredes de pinos olorosos. Era un espacio alegre, en el que sin embargo ya se veía que lo que había de ocurrir, ocurriría: un vasto espacio de pinar resinero, abandonado de limpiezas, hecho un polvorín que solo necesitaba tres treses (como se dijo en su día) para que ardiera: una temperatura de más de 35 grados, una viento de más de 30 km/hora  y una hora del verano entre las tres y las cuatro de la tarde. Ese incendio se sabía. Había habido conatos años antes (en los términos de Luzaga y Alcolea) y solo faltaba ponerle fecha y hora. Fue el 16 de julio de 2005 a las 3 de la tarde.

Una excursión alegre y mañanera

En medio del silencio sonoro de la Naturaleza del Ducado, los viajeros planifican su trayecto y miden sus fuerzas. La excursión que se plantea es ir desde Luzón hasta Riba de Saelices, siguiendo el curso del río Linares, y pasando por ese lugar cada vez más nombrado aunque, todavía, conocido de pocos: los Milagros del Linares.

El trayecto puede tener en su totalidad unos 15 kilómetros, pero llevará todo el día, porque se atraviesan zonas de complicada boscosidad, y un valle que tras las lluvias del invierno, está empapado, con regueras que bajan por todas partes, y un fondo ancho, de paredes escarpadas, que obliga a cruzar continuamente el curso del agua.

La excursión puede hacerse también (es una alternativa más cómoda) yendo en coche hasta Santa María del Espino, desde Anguita. Y bajando desde allí (no tiene pérdida) hasta la «Cueva de la Hoz» y el valle del Salado.

Nosotros fuimos, hace de esto unos diez años, desde Luzón. Desde las eras del pueblo se toma un camino en ascensión continua y fuerte. Se remonta un collado y se desciende suavemente, entre bosquecillos de rebollar y muchas jaras, buscando el hondo del valle. Al final se estrecha y encañona entre rocas. Surgen urracas y alcotanes entre el bosquedal, aparecen florecillas como en milagro. Se llega, finalmente, al ancho espacio en que el Linares se hace río, se alzan cantiles en sus laderas, y se junta el camino que viene de Santa María del Espino.

Caminando junto al río, el valle unas veces es ancho, riente. Otras hosco y estrecho. Todo húmedo, algo frío, pero el sol ya en lo alto nos hace presagiar un día brillante. Hay hielo en las umbrías y son las doce. Hierbas, cañizos, abrigan a los pitos reales que se alzan, desde lejos, sonando agudos. La Cueva de la Hoz, que fue declarada Monumento Nacional en 1935 a instancias del arqueólogo don Juan Cabré, porque estaban sus techos cuajados de pinturas y grabados rupestres, está hoy cerrada, medio hundida, abandonada por completo.

Tras seguir el curso del río -agua clara, entre azul y verde, con plantas oscuras, tiernas, que se mueven en las orillas como un animal sin boca- zigzagueando continuamente, entre pelados cerros de la Serranía del Ducado (no anda lejos Villarejo de Medina, por el norte, y Ablanque al sur) al fin llegamos a ver, desde un altozano, los Milagros del Linares. Sorprendentes elementos pétreos que como altas torres mudéjares (son rojos, rugosos en su paredámen, apenas un musguillo en la cima plana e inaccesible) se alzan sobre el oscuro pinar. Hay al menos tres, muy grandes. Las gentes de la sierra les han puesto nombres propios. Ya se sabe, «la chimenea», «el torrejón» y cosas así. Los nombres oficiales son El Puntal del Milagro y la Peña Eslabrada. El tercero, perdido y lejano sobre las copas de los árboles, es llamado el Puntal del Canto Blanco. En lo alto tienen sus nidos las águilas. En épocas de hambres (dicen) los aldeanos subían como podían allí para disputarles a los polluelos el alimento que les traían los padres. Es muy difícil ascender a los Milagros. Seguro que alguien ha subido. Cuando uno se pone delante mismo del más alto, le entra una especie de vacío en el estómago, de temor de que aquello se le venga encima. Es realmente un espectáculo único, que para ver hay que caminar, subir, trepar, mojarse y echar un día entero de trasiego montano.

Después, a comer en la pradera anchísima que se forma ante ellos.

Y luego a seguir el viaje, siempre a la orilla del río, cada vez más caudaloso, cruzando en una ocasión por sobre unos árboles caídos que hacen de puente, otras sobre cantos planos y grandes que han ido poniendo excursionistas y paisanos. Todo es vegetación, cantos de pájaros, rumor de ramas. Finalmente, se llega al despejado ámbito que hay al pie de un enorme cerro, rematado por vieja torre vigía de construcción árabe. Un enorme y oscuro boquete en lo alto del cantil nos dice que allí hay una cueva: la «Cueva de los Casares» nada menos, uno de los enclaves fundamentales del arte paleolítico en Europa. Por los muros de sus largas y oscuras galerías se esparcen tallados, grabados, multitud de animales de especies perdidas: hay felinos, rinocerontes, grandes táuridos, gacelas y ciervos enormes. Peces y seres humanos en baile, en danza, en gesticulaciones misteriosas. Todo un mensaje (siempre misterioso e interpretable) que nos llega desde la profundidad del paleolítico (30.000 años puede que tenga la más vieja de estas insculturas). Emilio Moreno es el guarda de la Cueva, y quien la enseña amablemente siempre que se le avise con tiempo, previamente, y sea sábado o domingo.

Después de reposar junto a la fuente, entre unos escasos chopos que van creciendo, y por camino llano y aburrido, se regresa a Riba de Saelices. Quien haya apalabrado el autobús, o a los amigos con coche, al pie de la Cueva, allí terminará su caminata, y volverá a su casa feliz de haberse marcado una bonita excursión, un caminar denso y único, por los altos perfiles de la Serranía del ducado, viendo el continuo reptar del río Linares, admirando la subida belleza ostentosa de los Milagros, testigos severos de remotas convulsiones telúricas.

Arte para recordar

 En el libro que hace unos días ha reaparecido (tras haberse agotado hace tiempo) y que firma el profesor García de Paz con el título de “Patrimonio Desaparecido de Guadalajara”, hay mil y una historias que conmueven la sensibilidad más áspera, que saltan agresivas sobre cualquier pasividad, por firme que intente serlo. Hay relatos, anécdotas, hechos ciertos y documentadas picias que ponen los pelos de punta al más valiente.  Todas ellas cifradas en nuestro patrimonio artístico, histórico, urbanístico y medioambiental. A lo largo de los siglos, pero sobre todo de cien años a esta parte, se han perdido tantas cosas, que da escalofríos comprobarlo. García de Paz nos lo cuenta sin pasión, pero con firmeza.   

La Lamentación de la Virgen, talla en nogal policromada que procedente del monasterio benedictino de Sopetrán, junto a Hita, hoy se muestra en el Museo The Cloisters de Nueva York.

 

 La Lamentación de Sopetrán    

Entre las piezas que hermoseaban el patrimonio monumental de Guadalajara –fruto de siglos de evolución de una sociedad estamental y religiosa- destacan los monasterios, de los que solo ruinas quedan por nuestra geografía. Aparte de unos pocos cenobios que siguen vivos tras siglos de existencia (Buenafuente, Valfermoso, Carmelitas de San José, jerónimas de Yunquera…) solo sus edificios han quedado, y muchos de ellos en una ruina tan lamentable y progresiva que están pidiendo a gritos que alguien lo detenga, que alguna institución se ocupe de salvarlas. Sopetrán es uno de esos lugares. Abandonado a su suerte desde la Desamortización de Mendizábal, ninguno de los intentos de volver a levantarlo en los últimos dos siglos ha culminado con éxito. De Sopetrán proviene la primera de las sorpresas que nos depara García de Paz en su libro.   

 Fue este un monasterio que llegó a conocer cuatro fundaciones. La leyenda dice que ya existía en tiempos visigodos, y desde luego en los finales del siglo XV, apadrinado por los Mendoza, los monjes benedictinos de Sopetrán formaban una de las colonias monásticas más fuertes y dinámicas de la Alcarria.   

 El primer duque del Infantado, don Diego Hurtado de Mendoza, regaló un altar al convento, que adquirió, a través de sus agentes comerciales, en algún lugar de Flandes. De ese altar, se conocían cuatro pinturas, que con el nombre ahora de “Las Tablas de Sopetrán” se guardan fielmente en el Museo Nacional del Prado, gracias entre otras intervenciones a la del Conde de Romanones, a quien le pidieron que las llevara a sitio seguro, porque en su cercana ermita de la Fuente, a trescientos metros del monasterio, corrían peligro.   

Mucho se ha escrito y especulado sobre esas tablas, maravillosas y dignas del mejor pincel flamenco de finales del siglo XV. Pero lo que no se sabía es que esas tablas formaban la cubierta pictórica de un altar que tenía en su centro una talla de La Piedad, extremadamente hermosa, y que aparece en imagen junto a estas líneas.    

 Los avatares de la talla son largos de contar. Lo hace García de Paz en su libro. Resumiendo puedo decir aquí que una vez exclaustrados los monjes, alguien se llevó la pieza y anduvo de mano en mano, hasta dar con su color y su relieve en The Cloisters de Nueva York, uno de los mejores museos del mundo en punto a arte medieval europeo.    

Carlos Ortega Muñoz fue quien le siguió recientemente la pista a esta pieza perdida para la provincia de Guadalajara: quizás robada en la Guerra de la Independencia, o tras la Desamortización, pasó por diversas manos, siendo las de Benoit von Oppenheim (1911) las primeras conocidas, estando luego en la colección de Kart von Winberg, a quien se la confiscó el gobierno del Tercer Reich, siendo restituida a sus herederos quienes la vendieron en 1955 al Museo norteamericano.   

La obra, que a pesar de estar tallada sobre nogal y policromada, recuerda las maneras del pintor Roger van der Weyden, es sin duda una de las mejores esculturas que existieron nunca en la España de los Reyes Católicos.   

 El propio monasterio está hoy en amenaza cierta de ruina. Sus actuales propietarios, una sociedad inmobiliaria que pensaba reconstruirlo, centrando un poblado residencial de calidad medioambiental, ha desistido por el momento de hacerlo, dada la crisis económica de nuestro país. En todo caso, es ese un conjunto patrimonial que la administración castellano-manchega debería considerar apoyar, si no cargar plenamente con ello, la restauración y puesta en valor de tal edificio.   

 Castillos por los suelos   

 En los últimos cien años, han sido varios los castillos que se han venido al suelo. Unos, rendidos por el peso de los años. Otros, hundidos de forma premeditada por alguien. En una tierra que precisamente lleva el nombre de esos edificios, Castilla, salta la noticia de vez en cuando de la desaparición de una de estas nobles construcciones.   

 García de Paz pone la relación de lo que se conoce perdido, y de lo que está próximo a entrar en la lista. A varios de los que aún tienen silueta entre nosotros ya les ha sacado tarjeta roja la Asociación “Hispania Nostra” que vigila el estado del patrimonio español. Frente a los castillos de Torresaviñán, de Pelegrina, de Galve y de Santiuste en Corduente, que están en un equilibrio inestable sobre sus fundamentos, hay otros que cayeron definitivamente, sin quedar de ellos más constancia que el lugar donde estuvieron. De algunos, incluso, se aportan fotografías. Así la torre medieval y episcopal de Séñigo, junto a Sigüenza; el castillo mendocino de Tendilla, o la torre del Cuadrón, en término de Auñón, junto al río Tajo, que formaba parte de una fortaleza calatrava y que se vino al suelo, de una día para otro, el pasado mes de septiembre.    

 Lupiana, tan cerca   

 Uno de los edificios monasteriales de mayor crédito e importancia, muy cercano a la capital, pero en el corazón siempre de la tierra alcarreña y en la punta de lanza de la historia española, es el monasterio jerónimo de San Bartolomé, de Lupiana, lugar donde se creó esta Orden, y donde vivieron sus Generales durante muchos siglos.   

 Ese monasterio, que hoy puede visitarse durante un par de horas las mañanas de los lunes, es una sorpresa vibrante para quien entre en él por primera vez. Su aparición pétrea sobre las frondosas arboledas que lo rodean, el silencio de sus pasillos, la maravilla de piedra tallada, arcos y esculturas de su claustro mayor, o el solemne grito de la iglesia destechada, son intensas sensaciones que se lleva quien hasta allí llega con sensibilidad varia.   

Tras la Desamortización de Mendizábal, la Orden jerónima fue disuelta y el monasterio de San Bartolomé vaciado y vendido a particulares. En la misma familia ha permanecido hasta hoy, y por ella he sabido recientemente, por uno de sus miembros, el arquitecto Vidal Abascal Castañón, que se sigue trabajando en mantener, en estudiar, en contener la ruina que cada día acecha a tan enorme y compleja estructura. Ese trabajo recae exclusivamente en las arcas de la familia propietaria: nunca el Estado, ni la administración regional, ni fondo público alguno, ha dado dinero para siquiera mantener aquella institución venerable.   

De ahí que muchas cosas se hayan perdido. Entre ellas, la techumbre de su iglesia y coro, que estaba decorada al fresco por los mismos pintores italianos que habían decorado el coro de la iglesia de San Lorenzo de El Escorial, también fundación jerónima. O la gran sala del refectorio, que sin techo aún mantuvo hasta finales del siglo XIX sus predicatorios arrimados a los muros, tal como se ve en un lámina de Salcedo, junto a estas líneas.   

El teatro Zorrilla de Milmarcos   

Se han perdido, pues, monasterios y castillos; retablos del Greco y Beatos de Liébana; se han perdido pueblos enteros, puentes románicos, iglesias mudéjares, archivos, documentación, memorias innumerables que nos han dejado más huérfanos de lo que la vida nos va dejando día a día. Todo ello lo cuenta García de Paz en su libro. En el que aparecen aún fotos de cosas que desaparecieron no hace mucho y que algunos conseguimos, al menos, fotografiar. Para demanda perpetua de quienes lo tiraron. Entre esas cosas está el Teatro Zorrilla de Milmarcos, un recinto mínimo, exquisito, único en la provincia, que permitía a los habitantes de aquel remoto pueblo molinés, cuando eran muchos y estaban contentos, asistir al teatro en su propio pueblo.   

Y se vuelve a contar la historia del monasterio de Ovila, de las pinturas de San Baudilio, de la estatua yacente de doña Mayor Guillén de Guzmán, de la iglesia románica de Villaescusa de Palositos, a la que envuelve una historia espeluznante que parece imposible, tras recapacitar sobre ella, que en un país de la Unión Europea se pueda dar semejante absurdo: un pueblo entero comprado por un particular, con una iglesia románica estupenda en lo más alto, y que ha decidido vallar e impedir que nadie, ni siquiera los hijos de quienes nacieron en aquel pueblo, entren a visitarla cuando quieran. Cosas así nos hacen pensar que algo profundo, algo muy serio como son las relaciones del Estado con sus ciudadanos, tienen que cambiar en España todavía.  

El libro de García de Paz  

 En estos días hemos tenido en las manos la nueva edición, “corregida y aumentada” de este Patrimonio Desaparecido de Guadalajara, que con 264 páginas, y cientos de fotografías y planos, nos va dictando la lista de cosas que fueron y ya no están: de patrimonio religioso, civil, documental, mueble, urbanístico, popular y medioambiental. Un nuevo viaje por la provincia, pero por una geografía que existió y hoy ya no vemos. No es cuestión, en cualquier caso, de lamentarse y buscar a los culpables. Es simplemente un espoletazo que nos hace tomar conciencia y proponernos que nada de lo que en ese libro se cuenta vuelva a ocurrir.

El salón de caza del palacio del Infantado

La caza del jabalí, pintura de Romulo Cincinato en el techo del Salón de Caza del palacio del Infantado de Guadalajara

  Una de las principales joyas del arte gótico flamígero es el palacio de los duques del Infantado, en Guadalajara, que levantó Juan Guas a instancias de don Iñigo López de Mendoza, segundo del título, a fines del siglo XV. Su colosal fachada en la que se mezclan los estilos gótico, mudéjar y renacentista, así como el patio de los leones, son conocidísimos de todos.

Durante la pasada guerra civil sufrió grandes desperfectos este palacio, y entre las pocas obras de arte que en él se salvaron, figuran las grandes decoraciones de pintura al fresco de las salas bajas. Un gran salón, llamado “de las Batallas”, centra el conjunto, arrancando de él dos pequeñas salitas, otra mediana, llamada “de la Biblioteca”, y esta “sala de Caza” que ahora nos ocupa.

Es obra de un pintor italiano, nacido en Florencia a comienzos del siglo XVI, que vino a España en 1567 llamado por Felipe II para decorar el Escorial en compañía de otros artistas de la vecina península. Su nombre, Rómulo Cincinato, y su categoría artística, en opinión del padre Sigüenza, es de que “no era hombre de mucha invención”. El rey hispano buscó lo que necesitaba para su gran monasterio: pintores plenamente renacentistas, capaces de plasmar todo un pasado glorioso y magnificente del que Felipe II creía hallarse en el pináculo. Manos amaneradas y frías, pletóricas de color, de figuras agradables, de amplias arquitecturas como enmarque. Y éstas eras las de Tibaldi, Carducci, Cambiaso, Zúcaro Cincinato.

Este último viajó a Guadalajara, llamado por el quinto duque del Infantado, don Iñigo López de Mendoza, en 1578, cuando realizaba ciertas modificaciones y arreglos en su palacio arriacense. Durante dos años permaneció Rómulo Cincinato en la ciudad del Henares decorando los techos de varias salas de este palacio, desplegando en ellos lo mejor de su arte y, contra la opinión del padre fray José de Sigüenza, una gran imaginación y una amplia gama de recursos.

Aquí, en la Sala de Caza, se mezcla el gusto del duque por el deporte cinegético, con el del pintor por las fábulas mitológicas. Condenado Cincinato en El Escorial, a pintar escenas del más pulcro cristianismo, Sagradas Cenas, Transfiguraciones, pasaje de la vida de San Lorenzo y San Jerónimo, etc., llega a Guadalajara y se encuentra en total libertad de lanzar sus colores a donde le plazca: y son entonces las guerras itálicas, los signos del zodiaco y un sin fin de figuras y escenas mitológicas con las que puebla el palacio de los Mendoza. Todo el paganismo que alienta en el Renacimiento florentino, del que Cincinato ha bebido desde sus primeros días, es el que plasma en esta magnífica y colosal obra. Don Iñigo López de Mendoza, hombre cultísimo, protector de poetas, pensadores, aficionado a la caza y al lujo, alienta y se complace con esta obra.

En este Salón de Caza, se distribuyen las pinturas de la siguiente manera: una gran escena central rodeada de cuatro medallones con diversos dioses y un friso de escenas de caza. Sobre cada muro se levanta otra escena, rodeada a su vez de angelillo, grutescos, pájaros y otras figuras mitológicas. En los ángulos de la Sala, los escudos policromados de la familia Mendoza y Luna con diversas alianzas.

Diana cazadora, con sus clásicos atributos del carcaj y las flechas, aparece en diversas escenas acompañada de su hermano Apolo, que viste de guerrero y sostiene en su mano el tridente. Al fondo, el templo de Delfos en donde moraba su oráculo.

En las escenas de caza que aparecen distribuidas, y también perfectamente conservadas en su pintura, por el techo de esta Sala, vemos una movida “caza del jabalí”, de la que el duque sería muy aficionado y practicante en los montes cercanos a la ciudad, en donde hoy todavía existen libres estos animales. Unos perros acosan al gigantesco animal, y dos caballeros le persiguen con lanzas. Idéntica composición utiliza Cincinato para representar la caza de ciervos y venados, y no olvida de colocar otras escenas de caza de perdices y patos.

El gusto italianizante y plenamente clasicista de estas pinturas, hoy perfectamente conservadas, consagran a su autor, el italiano Cincinato, muerto en Madrid hacia 1593, como uno de los más interesantes intérpretes del Renacimiento pictórico en España. La visita al palacio del Infantado de Guadalajara, magnífico en su arquitectura y recuerdos históricos, podría justificarse tan sólo por estas pinturas.