Un paseo recomendable: Los Milagros del valle del río Linares
De entre los muchos paseos, excursiones o rutas a pie que pueden hacerse por la provincia de Guadalajara, y más ahora en verano, en días de calor y chicharra, está el valle de los Milagros, que forma el río Linares antes de abrirse en grande vega junto a Riba de Saelices.
Es lugar todavía caliente, porque hace ahora 6 años que el fuego arrasó su belleza peregrina y secular, pero al menos se conservan enhiestos los Milagros, esos centinelas de roca pura que miran el mundo, el ir y venir de las nubes, el subir y bajar de los humos, desde su altura.
Un recuerdo al sitio ardido
Seis años hacen ahora que Guadalajara ardía en una pira gigantesca, que costó Dios y ayuda apagar, y que tras quemar 12.000 hectáreas de bosque y acabar con la vida de 11 paisanos nuestros, dejó una buena parte de la provincia en la miseria más absoluta. Fue la mayor catástrofe ecológica sucedida en España, probablemente en el discurso de su historia conocida, mucho más terrible que lo del “Prestige” en las costas gallegas, donde ahora, 7 años después, ya no queda ni rastro, mientras que en el Ducado se mantiene, terrible y apocalíptico, el silencioso vacío que dejó la llama.
Años antes pasé por ese valle, riente y verde, cuajadas sus paredes de pinos olorosos. Era un espacio alegre, en el que sin embargo ya se veía que lo que había de ocurrir, ocurriría: un vasto espacio de pinar resinero, abandonado de limpiezas, hecho un polvorín que solo necesitaba tres treses (como se dijo en su día) para que ardiera: una temperatura de más de 35 grados, una viento de más de 30 km/hora y una hora del verano entre las tres y las cuatro de la tarde. Ese incendio se sabía. Había habido conatos años antes (en los términos de Luzaga y Alcolea) y solo faltaba ponerle fecha y hora. Fue el 16 de julio de 2005 a las 3 de la tarde.
Una excursión alegre y mañanera
En medio del silencio sonoro de la Naturaleza del Ducado, los viajeros planifican su trayecto y miden sus fuerzas. La excursión que se plantea es ir desde Luzón hasta Riba de Saelices, siguiendo el curso del río Linares, y pasando por ese lugar cada vez más nombrado aunque, todavía, conocido de pocos: los Milagros del Linares.
El trayecto puede tener en su totalidad unos 15 kilómetros, pero llevará todo el día, porque se atraviesan zonas de complicada boscosidad, y un valle que tras las lluvias del invierno, está empapado, con regueras que bajan por todas partes, y un fondo ancho, de paredes escarpadas, que obliga a cruzar continuamente el curso del agua.
La excursión puede hacerse también (es una alternativa más cómoda) yendo en coche hasta Santa María del Espino, desde Anguita. Y bajando desde allí (no tiene pérdida) hasta la «Cueva de la Hoz» y el valle del Salado.
Nosotros fuimos, hace de esto unos diez años, desde Luzón. Desde las eras del pueblo se toma un camino en ascensión continua y fuerte. Se remonta un collado y se desciende suavemente, entre bosquecillos de rebollar y muchas jaras, buscando el hondo del valle. Al final se estrecha y encañona entre rocas. Surgen urracas y alcotanes entre el bosquedal, aparecen florecillas como en milagro. Se llega, finalmente, al ancho espacio en que el Linares se hace río, se alzan cantiles en sus laderas, y se junta el camino que viene de Santa María del Espino.
Caminando junto al río, el valle unas veces es ancho, riente. Otras hosco y estrecho. Todo húmedo, algo frío, pero el sol ya en lo alto nos hace presagiar un día brillante. Hay hielo en las umbrías y son las doce. Hierbas, cañizos, abrigan a los pitos reales que se alzan, desde lejos, sonando agudos. La Cueva de la Hoz, que fue declarada Monumento Nacional en 1935 a instancias del arqueólogo don Juan Cabré, porque estaban sus techos cuajados de pinturas y grabados rupestres, está hoy cerrada, medio hundida, abandonada por completo.
Tras seguir el curso del río -agua clara, entre azul y verde, con plantas oscuras, tiernas, que se mueven en las orillas como un animal sin boca- zigzagueando continuamente, entre pelados cerros de la Serranía del Ducado (no anda lejos Villarejo de Medina, por el norte, y Ablanque al sur) al fin llegamos a ver, desde un altozano, los Milagros del Linares. Sorprendentes elementos pétreos que como altas torres mudéjares (son rojos, rugosos en su paredámen, apenas un musguillo en la cima plana e inaccesible) se alzan sobre el oscuro pinar. Hay al menos tres, muy grandes. Las gentes de la sierra les han puesto nombres propios. Ya se sabe, «la chimenea», «el torrejón» y cosas así. Los nombres oficiales son El Puntal del Milagro y la Peña Eslabrada. El tercero, perdido y lejano sobre las copas de los árboles, es llamado el Puntal del Canto Blanco. En lo alto tienen sus nidos las águilas. En épocas de hambres (dicen) los aldeanos subían como podían allí para disputarles a los polluelos el alimento que les traían los padres. Es muy difícil ascender a los Milagros. Seguro que alguien ha subido. Cuando uno se pone delante mismo del más alto, le entra una especie de vacío en el estómago, de temor de que aquello se le venga encima. Es realmente un espectáculo único, que para ver hay que caminar, subir, trepar, mojarse y echar un día entero de trasiego montano.
Después, a comer en la pradera anchísima que se forma ante ellos.
Y luego a seguir el viaje, siempre a la orilla del río, cada vez más caudaloso, cruzando en una ocasión por sobre unos árboles caídos que hacen de puente, otras sobre cantos planos y grandes que han ido poniendo excursionistas y paisanos. Todo es vegetación, cantos de pájaros, rumor de ramas. Finalmente, se llega al despejado ámbito que hay al pie de un enorme cerro, rematado por vieja torre vigía de construcción árabe. Un enorme y oscuro boquete en lo alto del cantil nos dice que allí hay una cueva: la «Cueva de los Casares» nada menos, uno de los enclaves fundamentales del arte paleolítico en Europa. Por los muros de sus largas y oscuras galerías se esparcen tallados, grabados, multitud de animales de especies perdidas: hay felinos, rinocerontes, grandes táuridos, gacelas y ciervos enormes. Peces y seres humanos en baile, en danza, en gesticulaciones misteriosas. Todo un mensaje (siempre misterioso e interpretable) que nos llega desde la profundidad del paleolítico (30.000 años puede que tenga la más vieja de estas insculturas). Emilio Moreno es el guarda de la Cueva, y quien la enseña amablemente siempre que se le avise con tiempo, previamente, y sea sábado o domingo.
Después de reposar junto a la fuente, entre unos escasos chopos que van creciendo, y por camino llano y aburrido, se regresa a Riba de Saelices. Quien haya apalabrado el autobús, o a los amigos con coche, al pie de la Cueva, allí terminará su caminata, y volverá a su casa feliz de haberse marcado una bonita excursión, un caminar denso y único, por los altos perfiles de la Serranía del ducado, viendo el continuo reptar del río Linares, admirando la subida belleza ostentosa de los Milagros, testigos severos de remotas convulsiones telúricas.