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enero, 1997:

En Dicastillo, tras la huella de la Señora

 

Cada vez que paso un rato charlando con la Hermana Mariana, la infatigable e incombustible «cicerone» del Panteón de la Condesa de la Vega del Pozo, aprovecha cualquier detalle para recordar y hablarme de «la señora». Así llama ella a María Diega Desmaissiéres y Sevillano, la propietaria y constructora de lo que hoy es el complejo de San Diego de Alcalá, y que en Guadalajara conocemos popularmente como «El Colegio de las Adoratrices» y el Panteón.

Un viaje a Navarra

No hace muchas fechas me acerqué -se tarda tres horas en llegar allí desde Guadalajara- hasta la población navarra de Dicastillo. Sabía que tenía, el pueblo medieval y perfectamente conservado sobre una eminencia de pardo terreno que domina las tierras de la Navarra Ribera del Ebro, un precioso recuerdo de doña María Diega: el gran palacio que allí, en la tierra de sus mayores (el segundo apellido de su padre era López de Dicastillo, pues su rama materna procedía, desde la remota Edad Media, de aquel lugar) se había hecho construir a finales del siglo pasado. Y allí está, hecho una maravilla, bien conservado aunque ya vacío, oteando desde su altura una infinidad de paisajes con viñedos sustanciosos. Se ve que a los Desmaissiéres y López de Dicastillo les dio siempre por lo de cultivar la uva. Eran propietarios de enormes extensiones de viñedos en los contornos de Burdeos, y de ahí les vino su inmensa fortuna que luego, a la muerte de «la señora» en 1916, se llevaría íntegramente el Estado francés, al menos en lo que a sus propiedades galas se refería.

En Dicastillo se conserva, pues, entero y refulgente, el palacio de la que allí llaman «la Condesa de la Vega del Pozo». Tras su muerte, y después de pasar por manos de algunas nobles familias que apenas lo usaron, fue a caer en las de los Religiosos Orionistas, quien, finalmente, y no hace mucho, lo han vendido a una empresa privada que ha montado allí, en los terrenos del romántico jardín de «la señora», la fábrica de pacharán «Zoco», violentando con sus metálicas paredes y depósitos el dulce entorno que ella conoció y amó.

Mi viaje era simplemente de ver y mirar. Nada nuevo podía encontrarse allí que no se sepa ya. La autoría exclusiva del palacio, que los navarros dicen fue dirigido por el arquitecto (pamplonica él) Máximo Goizueta, es más que cuestionable. Al menos, de Ricardo Velázquez, el arquitecto «oficial» de María Diega, no cabe duda que hay muchos detalles, más aún en el interior y en la decoración preciosista de sus salones, que en la fría estructura y detalles exteriores.

Su enorme masa sobresale del bosque circundante, crecidos hoy y hechos centenarios los árboles que ella mandara plantar hace un siglo. El palacio ofrece un cuerpo horizontal, del que salen avanzando hacia la fachada principal dos cuerpos laterales, quedando la parte central retranqueada. Una gran fachada da a la calle mayor de Dicastillo, y la otra, más movida e interesante por sus portadas, su ventanaje vario, y la gran puerta de entrada, de arco semicircular, coronada de impresionante escudo de armas tenido de dos leones, da a una amplia terraza elevada y oteante sobre los jardines y las tierras descendentes de Navarra hacia el Ebro. Un lugar de ensueño, sin duda alguna.

Si hermoso es el exterior, con muros alegrados de continuas y amplias ventanas, y con un par de torres que le prestan galanura y un cierto aire de cuento, el interior es todavía más bello, sumamente atrayente. En él se ven artesonados de maderas policromadas, pasamanos de las escaleras con hierros forjados, y algunas chimeneas en salones con escudos, decoración gotizante, etc., más detalles preciosistas en puertas, ventanales, pomos, etc. Lástima que, dedicada una pequeña parte del inmenso edificio a oficinas, el resto se encuentre vacío, y con progresivos síntomas de deterioro que a nada bueno pueden conducir.

Junto a estas líneas pongo algunas imágenes que capté en mi viaje a Dicastillo. Es difícil expresar en estas grises fotografías la alegría del lugar. Bosques verdeantes sobre los que se eleva el palacio de ensueño. Una portalada que parece de castillo, con ese escudo de armas que representa las de la Condesa de la Vega del Pozo, y que tan grande es, que parece arrinconar a cualquier otro que se le quiera comparar, si exceptuamos el enorme de los Silva en el castillo de Barcience, en Toledo, que ocupa todo el muro de una torre.

La última de las fotografías es el testimonio de que existió algo de lo que se habló siempre como en voz baja, porque parecía imposible que a alguien se le ocurriera cosa tamaña. Pero existió, y ahí está el testimonio fotográfico. Se trata del gran mausoleo que doña María Diega mandó construir para señalar el lugar donde reposaban los restos de «Merlín», su perrito preferido, y que murió a finales del siglo XIX sumiendo en pena inconsolable a la buena señora. Como si de una pirámide de blancos y nobles mármoles se tratase, a los arquitectos que hacían el palacio (Velázquez, Goizueta) les mandó diseñar un mausoleo gigantesco, que aquí vemos: ancho plinto de piedra, y sobre él urna tallada escoltada en sus esquinas con cráneos de carneros de cuyas bocas salen guirnaldas que en su centro acogen cartelas en las que aparecía el nombre del perro y la fecha de su muerte. Encima del todo, se puso una estatua representando ¡en plata! al perrito. La estatua se la llevó un conde heredero de María Diega, y el mausoleo a saber dónde estará a estas horas, pues de él nada queda en nuestros días, ni rastro siquiera de su asentamiento en el jardín.

Es, en todo caso, un ejemplo de la manía constructora, del espíritu monumentalista de Diega Desmassiéres, que en estos detalles justifica el hecho de que para su padre alzara un monumento tan fastuoso, único en todo el mundo, como el Panteón de Guadalajara. En el que, años después, ella misma descansaría.

En Dicastillo, perdido lugar, mínimo enclave de la alborotada orilla izquierda (Navarra) del Ebro, queda hoy para el visitante que guste de evocar grandezas silentes, un palacio de leyenda, el recuerdo de la gran señora nonecentista, y la memoria cierta de que, entre los castaños de Indias de su hoy abandonado parque, tuvo recuerdo y tumba el perrito «Merlín», alegría de sus horas. ¿No es una simpática manera de emplear el próximo día de fiesta, irse hasta Dicastillo?

Ilustres de hoy, Juan Antonio Martínez Gómez-Gordo

 

Aunque tiene todavía en el hablar prendido el dejecillo extremeño donde vivió su infancia, y recuerda a todos que su nacimiento fue en la capital, en Madrid, personalmente creo que en lo más seguntino que hay, después de la estatua del Doncel, es el personaje que hoy ocupa esta página: el doctor Juan Antonio Martínez Gómez-Gordo, que lleva en cada palabra, en cada mirada y en cada gesto, la pura esencia de la Ciudad Mitrada.

Don Juan Antonio, como le llaman los seguntinos, ha alcanzado recientemente la soñada madurez de la jubilación. Pero esa retirada sólo lo ha sido de los madrugones, de las guardias permanentes y de los compromisos diarios ineludibles. Ahora, sin parar un momento, sigue dedicando su vida a lo que siempre ha sido su pasión: conocer Sigüenza, estudiar su historia, contársela a los demás, pintarla con sus acuarelas desde cualquier perspectiva, comer en Sigüenza, pasearse la Alameda.

Porque Martínez Gómez-Gordo ha sido, es todavía, todo lo máximo que puede ser uno en su pueblo (el de adopción en este caso): médico de cabecera de todos los seguntinos, ginecólogo y pediatra de todas las mamás y todos los niños; geriatra de todos los abuelos; y palabra afable y comprensiva de todos cuantos alguna vez se sintieron enfermos en los últimos cuarenta años. Ha sido, además, poeta, escritor, conferenciante, pintor, animador cultural, organizador de actos, de congresos, de conmemoraciones, de exposiciones… además ha sido concejal, y Alcalde. Y desde hace muchos años se le reconoció su mérito y su aplicación con el título, honroso como pocos, inexistente hasta que él llegó, de Cronista Oficial de la Ciudad de Sigüenza.

Obras son amores

La actividad de Martínez Gómez-Gordo se ha centrado, sin embargo, en el camino de la escritura. Son decenas, casi un centenar, de escritos todos ellos sustanciosos, con aportaciones novedosas, investigaciones y apreciaciones nuevas sobre elementos de la historia de Sigüenza, de sus monumentos, de sus personajes e instituciones. Quizás su obra más importante (agotada desde poco después de aparecer, en 1978) sea la titulada «Sigüenza: Historia, Arte y Folklore». Le ha escoltado, antes y después, otros muchos escritos, más breves, pero siempre enjundiosos. Como las varias ediciones de «El Doncel de Sigüenza: Historia, leyendas y simbolismo» (desde 1974), de «El Castillo de Sigüenza», que desde 1989 ha alcanzado una tirada de 20.000 ejemplares y ha sido traducido al inglés. Sobre la figura de Santa Librada, sus mil interpretaciones, leyendas y hagiografía, ha escrito Martínez Gómez-Gordo muy varios artículos. Uno de ellos, en forma de folleto, llevaba el título de «Leyendas de tres personajes históricos de Sigüenza: Doña Blanca, Santa Librada y El Doncel» (1971). Después ha colaborado con nuevas interpretaciones en Congresos, Encuentros del Valle del Henares, conferencias en Francia, etc.

La Cocina de Guadalajara

Uno de los aspectos mejor estudiados por nuestro personaje es todo lo relativo a la Gastronomía de Guadalajara. Verdadero experto en el arte del cocinar (y del yantar, por supuesto), desde hace muchos años el doctor Gómez-Gordo ha ido recogiendo recetas, modismos en el hacer las comidas, detalles curiosos, clasificación de manjares, etc. Nacido de su especialidad médica cual es la Endocrinología y lo relativo a la Nutrición, la dietética ha sido el hilo conductor por el que Juan Antonio Martínez llegó a la gastronomía. Animado por ese otro gran conocedor del tema, y buen amigo suyo, el molinés-seguntino doctor Alfredo Juderías, se lanzó a publicar un libro sobre «La Cocina Seguntina» (1984), otro sobre «La Miel en la Cocina» (1991), y finalmente su gran obra de gastronomía provincial, firmada conjuntamente con su hija Sofía M. Taboada: «La Cocina de Guadalajara» (1995). Dirige además un Boletín cuyo título es «Sigüenza gastronómica», en cuyo número 6, el distribuido en la última muestra de Fitur, publica nuestro autor un enjundioso trabajo sobre «La caza en la mesa», y en él aparecen las numerosas actividades de la Cofradía Gastronómica Seguntina «Santa Teresa», cuya presidencia ostenta nuestro autor.

Marañón en «sus» recuerdos

La profesión médica de la que vivió Martínez Gómez-Gordo durante años, y que ya ha dejado por imperativos de la edad, ha sido también fuente de escritos y publicaciones. Quizás sea el más interesante y suculento ese «Marañón en mis recuerdos» en el que puso Gómez-Gordo la intimidad de varios años junto al gran maestro de la Medicina española del siglo XX, formándose como alumno y luego colaborando como dibujante en la cátedra de este doctor, en el Hospital Provincial de Madrid. Pero en la temática médica, la obra más destacada al menos en la tirada ha sido su «Cartilla de Puericultura», de la que llegó a alcanzar cinco ediciones desde 1969.

La vida sin pausa de Gómez-Gordo

El motor de actividad tanta ha sido sin duda una jovialidad continua, y una incansable curiosidad. Hoy su aspecto es, a pesar de los años (Madrid, 1924) el de un hombre joven que no para: o está cavando el huerto de Alboreca, o está dirigiendo una visita por la catedral ante un grupo de 50 profesores universitarios que le escuchan admirados. Juan Antonio Martínez Gómez-Gordo vivió su infancia en Mérida, aunque nació en Madrid. Volvió a la Corte donde estudió la licenciatura en Medicina, fundando en 1950 la Revista «Lecturas Médicas». Trabajó en la capital y luego ganó plaza de Pediatra en Sigüenza donde se estableció y quedó a vivir, en amor perpetuo.

¿Qué decir además de este hombre, que es llama viva, corazón abierto, y generoso siempre? Que pinta como los ángeles. Son de ver sus retratos a la acuarela de Sigüenza entera, de su catedral, de su Alameda; o los bodegones sutiles, latientes, cálidos… además sabe centrar el gesto de cualquier ser humano, y hace caricaturas. Dirige la Revista «Anales Seguntinos» de estudios científicos sobre la Ciudad Mitrada. Lo hace desde hace muchos años, en solitario, poniendo dinero de su bolsillo. Porque además (y esta propaganda no debiera hacerla, porque encima redundará en su contra) Gómez-Gordo es generoso hasta el límite, no conoce el valor del dinero, no lo aprecia. Hace las cosas con corazón, sin valorar en pesetas su tiempo, y su saber. Hace, por ello, amigos en cualquier parte, y añade a todo cuanto más arriba he dicho, esa última maravilla que al ser humano le queda, y que él cultiva como pocos: sabe ser amigo de quien le acepta por tal. Yo presumo de serlo. Por eso he escrito este artículo. Es lo menos que se merece.

La Fábrica Hispano-Suiza, cada día peor

 

Vamos a empezar con aniversarios. El primero que este año 97 recordamos es el de una pérdida, el de una renuncia: hace ahora 60 años (en plena Guerra Civil) que la Fábrica de la Hispano-Suiza de Guadalajara cerró sus puertas para (a pesar de algún tímido intento después de la confrontación nacional) no volver a abrirlas nunca más. Ello llevó a su paulatino abandono, a su hundimiento lento y seguro. Acelerado de forma manifiesta, y escandalosa, en el último decenio, en el que sus propietarios han dejado aquello en manos de tribus vagabundas, que se han llevado todo lo que era susceptible de ser arrancado, y si alguien no pone remedio, se llevarán hasta los ladrillos de sus muros.

No hay más remedio que alzar la voz, todo lo fuerte que esta página me deje, en favor del edificio de la antigua Fábrica de la Hispano-Suiza en Guadalajara, ese lugar que, con una extensión de un millón de metros cuadrados, se alza a la derecha del río y del ferrocarril, en la parte baja de la ciudad, en la carretera a Marchamalo, a la entrada del Polígono de las industrias pesadas.

Aunque pudiera ser que la situación cambie pronto. Uno es optimista y se aferra a cualquier mínima posibilidad. La Escudería «Ocejón» de coches antiguos de nuestra ciudad, está dándole vueltas a la cabeza para ver de qué forma aquello puede arreglarse, utilizarse, volver a la vida en un entorno de coches, de motores, de la esencia para la que fue creada la inmensa y elegante fábrica automovilística de los años 20.

La situación actual

Bajar hoy (cualquiera puede hacerlo, incluso andando, sólo hay que cruzar por la carretera de Marchamalo el puente sobre la vía férrea) hasta «la Hispano», es una propuesta de escalofrío. Medio borrada por la mancha densa de los castañoss que le han crecido sin tacha delante, la fachada de ladrillo y piedra de este edificio industrial tiene todavía el empaque de un monumento que en silencio pide atención y cariño. En el frontispicio se ve el título de la Fábrica, y sobre él se alza medio borrado el escudo de España. Entornando los ojos puede aún verse a S.M. el Rey Alfonso XIII, bigotudo y marcial, rodeado de señoras con mantilla, diputados con levita y chiquillería con gorrito de visera, subiéndose al primer coche producido en esta fábrica, un flamante Hispano-Guadalajara, blanco y brillante, potente y asombroso, que poco después sería solicitado por príncipes y magnates (el príncipe de Mónaco no quería otra marca que esta). El recuerdo se quedó plasmado en las fotos de Goñi, y en la memoria de algunos que, hoy ya tan viejos, casi la han perdido.

La realidad, abriendo los ojos del todo, es muy distinta. Las puertas, las ventanas, los tejados, todo ha desaparecido. Dentro viven (si a eso se le puede llamar vivir) gentes varias. Delante se han hecho con cuerdas y alambres una especie de corrales donde guardan caballejos y algún burro. Furgonetas en mediano uso, muebles rescatados de derribos, bicicletas recompuestas, y una alegría faraónica lo puebla todo. Es difícil acercarse más de cien metros de la panorámica, porque puede haber bronca. Dentro, ni se sabe. Eso es todo. Eso es, hoy por hoy, la Fábrica de automóviles, motores de avión y material de guerra de la Hispano-Suiza de Guadalajara. Una pena.

La Fábrica de la Hispano-Suiza de Guadalajara

En el año 1916, el Consejo de Administración de La Hispano‑Suiza de Barcelona decidió iniciar el estudio de un proyecto para el establecimiento de una nueva factoría o taller‑sucursal a situar en alguna localidad del centro de España, cercana a Madrid, al objeto de acercarse con mayores posibilidades al núcleo del poder del Estado.

El estudio recomendó el emplazamiento de la nueva fábrica en Guadalajara, por lo que el consejo de administración contrató terrenos de una superficie de un millón de metros cuadrados, cercanos a la vía del ferrocarril, con objeto de que esta pudiera derivarse hacia el interior de la nueva factoría. En 1917 se formó La Hispano, la «Fábrica nacional de automóviles, aeroplanos y material de guerra», entidad que en adelante fue más conocida por el simple nombre de La Hispano‑Guadalajara. En un comienzo se desarrolló con independencia de la fábrica de Barcelona, funcionando así hasta 1923, momento en que, por problemas financieros y de organización, la fábrica catalana se vio obligada a intervenir para reorganizarla, siendo entonces adquirida su totalidad por La Hispano‑Suiza. La fábrica de Guadalajara fue dirigida, primero, por don Juan Antonio Hernández Núñez y luego por don Ricardo Goritre Bejarano, ambos prestigiosos ingenieros militares. Es más, el proyecto de la fábrica en su conjunto, presentado al Ayuntamiento de Guadalajara con fecha de 1917, y hoy conservado en el Archivo Histórico Municipal en el legajo 772, fue redactado en su totalidad por el Sr. Goritre.

En la fábrica de la Hispano‑Guadalajara se produjeron camiones para finalidades militares, destinadas al servicio del Ejército español en Marruecos, así como camionetas para servicios civiles, de 15/20; 30/40 y 40/50 CV, capaces para un tonelaje comprendido entre los 1.500 y los 5.000 kilos de carga útil. También se fabricaron autobuses (ómnibus los llamaban) con capacidad de 14 a 40 viajeros, vehículos que, al igual que los fabricados por La Hispano‑Suiza de Barcelona estaban muy bien estudiados, tenían una robustez proverbial y eran considerados muy aptos para satisfacer las necesidades de los servicios mineros, municipales y demás obras públicas y oficiales. La firma de Guadalajara fue durante varios años, la proveedora de material de transporte para la distribución de los productos de la Compañía Arrendataria del Monopolio de Petróleos, S. A. (la CAMPSA) para la cual construyó gran cantidad de camiones­-cubas de 5.000 litros de capacidad.

También se fabricaron en Guadalajara coches de turismo. El más popular fue un modelo ligero de 8/10 CV, comenzado a fabricar en 1918. Su nombre oficial era LA HISPANO, y en ese año se matriculó en Baleares, con el número de matrícula PM‑147, uno de estos ejemplares que es posiblemente el único que queda hoy vivo y todavía funcionando.

En la Fábrica de La Hispano-Suiza de Guadalajara se construyeron también pequeños aviones, algunos de cuyos prototipos fueron exhibidos en la Exposición Hispano‑Americana de Sevilla en 1929. Antes de la Guerra Civil, la fábrica alcarreña sufrió problemas económicos graves, muchos de ellos repercutiendo sobre los obreros de la misma, siempre numerosos. En 1935 pasó a ser propiedad de la FIAT de Italia, fabricándose a partir de ese momento el modelo 514, de cuatro cilindros, de 67 x 102, de 1.438 cc y 3.400 revoluciones por minuto, coche de turismo que fue conocido por la marca FIAT‑HISPANIA, modelo que llegó a tener una gran aceptación y se fabricó en grandes cantidades.

Durante la Guerra Civil española de 1936-39, todas las instalaciones de la fábrica de la Hispano-Suiza de Guadalajara fueron abandonadas, y la sociedad liquidada: la fabrica­ción de automóviles y camiones se extinguió por completo y la sección de aeronáutica fue trasladada a Sevilla, donde en lo sucesivo se conoció como HISPANO-AVIACION. Ocurrió así que la gran empresa que a principios de siglo fundaran en Barcelona los catalanes Damián Mateu Bisa y Francisco Seix junto al ingeniero suizo Marcos Birkigt, y que tantos motivos de gloria dio a la industria española y a la alcarreña en particular, pasó al recuerdo y a la historia.

Posibilidades de recuperación

Pocos recuerdos quedan ya hoy en Guadalajara de un pasado que, en realidad, es tan reciente. El nombre del fundador de la Hispano-Aircraft, don Francisco Aritio, quedó al menos para denominar la nueva calle que desde la Fábrica de la Hispano-Suiza iba hasta la estación del ferrocarril. En aquel barrio, en aquella calle que a menudo se inundaba con las crecidas del río Henares, vivieron los obreros de la nueva fábrica, un nuevo estímulo al desarrollo de Guadalajara patrocinado en buena medida por el entonces Jefe de Gobierno don Álvaro de Figueroa y Torres, conde de Romanones, cuya bigotuda presencia aún se luce entre los pinos de la Mariblanca. Pero la imagen de aquella fábrica, sus naves enteras, sus esqueletos férreos, su fachada de rosada mezcla ladrillera y pétrea, está a punto de perderse para siempre.

¿No habrá posibilidad de hacer algo por evitarlo? Los entusiastas miembros de la Escudería «Ocejón» de coches antiguos de Guadalajara, que andan (locos ellos, montados en sus viejos cacharros) se han propuesto estudiar todas las posibilidades, moverse para rescatar aquel edificio, cada día más viejo y roto. Comprarlo, adecentarlo, poner un Museo de viejos coches, algún taller para repararlos, un lugar de exposición y maniobras… cualquier cosa será una gran idea si, finalmente, se lleva a cabo.

Fray Molina Piñedo, una escritor de raza

 

Entre los personajes que, en el mundo de la literatura, de la investigación, de la creación y el afán continuo por el trabajo intelectual destacan entre nosotros, no puede faltar el nombre y la figura de quien se apartó del mundo voluntariamente, pero su fuerza vital impide que quede silenciado: Ramón Molina Piñedo es un campiñero, un yunquerano que ha dado, en su fructífera vida, una buena dosis de trabajos y escritos que, si no fuera porque es además un monje benedictino, y eso ya es suficiente mérito para pasar a la historia, le colocan en lugar preeminente entre los autores vivos de Guadalajara.

Una biografía sencilla

Ramón Molina pertenece a una humilde familia de agricultores de Yunquera. Nació allí en septiembre de 1941. Desde pequeño sintió la llamada vocacional de la religión más auténtica. Fuése a Silos, donde se adaptó enseguida a esa difícil disciplina de la monástica convivencia. Profesó en el monasterio burgalés el 21 de septiembre de 1963, y allí forjó su sentido del sacrificio, de la obediencia y del trabajo. Su voz rimada en el canto gregoriano surgió pareja al ansia por la investigación de la historia. Junto a Luís María de Lojendio, el mítico abad del Valle de los Caídos, que se hizo monje negro después de ocupar importantes cargos en la política del régimen franquista, caminó hacia el norte, llegaron a las ruinas de uno de los más famosos monasterios medievales del Pirineo navarro, a Leyre, entonces por los suelos. Y allí fundaron. Una fundación larga, prolífica, que hoy ha dado el fruto de tanto trabajo, de tanto tesón, y es un alarde de maravillas (el paisaje montañero, la arquitectura románica, la acogida hospitalaria, el cántico de la comunidad en completas…) Sacerdote desde 1972, dom Fray Ramón Molina Piñedo se dedicó al estudio de los miles de volúmenes de la biblioteca que él amorosamente cuidó de ir creciendo en Leyre. Hoy es hermano hospedero en San Salvador, con la misma sencillez y entusiasmo con que antes fue bibliotecario, y mañana será… lo que el Padre Abad le ordene.

He paseado con el hermano Raymundus Molina (así se le llama en el «Catalogus Monasteriorum OSB» en que figuran, con su nombre en latín, los miles de monjes benedictinos que pueblan el mundo) por los paseos que circundan la abadía navarra. He penetrado en la cripta de San Salvador, la de los grandes capiteles incógnitos que sirvieron de basas a templos romanos. He sentido, en el frío y el silencio del templo antiquísimo, un escalofrío al oír a la comunidad cantar la Salve final de las completas horas. Y he visitado ese cementerio, tibiamente iluminado por la tarde flaqueante, donde descansan sin lápida, con una simple estela de piedra encima, los hermanos que marcharon del mundo. San Virila, el monje que pasó mil años escuchando un pájaro en el bosque que rodea a Leyre, y volvió a la casa como si sólo hubiera estado fuera un par de horas, es la cifra y el símbolo de la paz que se respira en aquella altura.

Un escritor alcarreñista

Fray Ramón Molina Piñedo puede ser destacado como uno de los más prolíficos escritores e investigadores de nuestra provincia. Aunque trabaje en esa celda recóndita, con su ordenador y un minialtar dedicado a la Virgen de la Granja, con su viejo sillón de orejas y su ventana que asoma sobre el pantano de Yesa y las cumbres nevadas del pirineo oscense, una parte de su corazón está siempre en Yunquera, en las orillas del Henares, por la Alcarria paseando. Además de algún libro sobre «San Benito, patrón de Europa» y «La Abadía de Leyre» en la Colección Temas Navarros, Molina ha producido abundante cosecha en Guadalajara: así, y porque todos tengan noción somera de sus trabajos, puedo citar la bibliografía alcarreñista de Molina Piñedo: En la Revista «Wad-al-Hayara» de investigación histórica publicó en 1977 su trabajo sobre La Cofradía de la Santísima Trinidad y de San Nicolás de Bari, en Yunquera de Henares; en 1978, las Notas para la historia de Yunquera de Henares en la primera mitad del siglo XVIII, y en 1980 dos trabajos: La epidemia de peste en 1599 en Yunquera de Henares y el voto que se hizo a la Virgen de la Granja, acompañando a la más breve noticia de La hermandad entre el Cabildo catedral de Sigüenza y el monasterio de Silos. Tanta noticia sobre Yunquera se suponía que daría frutos más abundantes a continuación. Y así fue como apareció, en 1983, y editada por la Institución de Cultura «Marqués de Santillana» y el Ayuntamiento de Yunquera, el libro titulado Yunquera de Henares: Datos para su historia, un voluminoso tomo que llevaría, cubriendo sus varios centenares de páginas, una cubierta en la que aparece un hermoso cuadro representando al pueblo, y debido al pincel de Luís María de Lojendio, revelado aquí, como un hombre del Renacimiento más auténtico, además de político, historiador, monje y escritor, un pintor de nota.

Todavía Ramón Molina escribió más adelante, concretamente en 1987, El Misterio de Bermudo, un retablo escénico dividido en seis estampas, en el que se narra la aparición de la Virgen de la Granja al pastor Bermudo, y que está desarrollado en cientos de versos, recreando con él la tradición antigua del teatro dramático-religioso de Castilla, y tomando el argumento directamente de un viejo manuscrito del siglo XVII conservado inédito en el pueblo, y que fue escrito por fray Bartolomé Garralón en 1658: Fundación, orígenes y linajes de la villa de Yunquera…

Para terminar esta glosa y referencia bibliográfica, confirmar la gran talla de historiador que ha ido fraguando nuestro paisano, con su última y quizás más importante obra: Las Señoras de Valfermoso, una voluminosa historia del Monasterio benedictino de Valfermoso de las Monjas, que en el valle del río Badiel hoy todavía se mantiene vivo, recogiendo una historia de más de ocho siglos ininterrumpidos. Este libro, que fray Ramón ha podido construir después de consultar miles de documentos, contenidos en legajos, en manuscritos y obras dispersas, durante años, es una prueba de la consistencia de su trabajo. Y en sus más de 500 páginas abundan los datos, no sólo relativos al propio monasterio de San Juan, sino a la diócesis de Sigüenza, a los señoríos territoriales en torno, a guerras y acontecimientos que dejaron su huella no sólo en ese cenobio humilde, sino en toda la provincia.

En definitiva, y a pesar de saber que estas líneas, condensadas de admiración y afecto, no le gustarán al hermano Ramón, enajenado de humildad y prudencia, ello no obsta para declarar aquí su valía entre todos, y poner su nombre en la nómina de cuantos, día a día, hacen que Guadalajara tenga mayor consistencia en el conjunto de la tierras de España. Aunque, si no por su economía, la tenga por su sapiencia, por su entrega a la cultura, por su generosidad en el trabajo. Fray Ramón, al pie de la gran portada románica de San Salvador de Leyre, rodeado de símbolos medievales, es sin embargo un hombre de abiertos ojos al mundo, un corazón que sabe valorar todas las estaturas.

Subida mistérica al Qalaat al Hosn

 

La jornada en Siria empieza en Palmira pero tiene muchas segundas etapas. La peregrinación por Asia no se hace para ver árabes, chinos o parias: mejor es hacerla para reencontrarse uno mismo, pues la propia vida está siempre en la mirada de los demás, en la memoria de todas las cosas. El viaje por Siria continuó, atravesando secos y luminosos parajes, hasta uno de los enclaves más asombrosos del mundo: el «Castillo de los Caballeros», el «Crac des Chevaliers» como aún lo llaman los viejos sirios, que todavía piensan que decir las cosas en francés es elegante, aunque esté mal visto. El Qalaat al-Hosn, el castillo de la fortaleza (como se traduciría en árabe clásico) no es otra cosa que la más grande construcción guerrera que los caballeros cruzados europeos levantaron en la costa oriental del Mediterráneo cuando vieron hecha realidad su mitológica aspiración de rescatar y defender los Santos Lugares de quienes los habían invadido y usurpado. Nada mejor, pues, que recordar en 1996, justo novecientos años después del inicio de la primera Cruzada, ese viaje iniciático y doloroso que fue el paso de miles de guerreros europeos hasta el Oriente de la media luna: Manu Leguineche y María Antonia Velasco lo hicieron hace poco a través de un libro que ha alcanzado justo éxito.

Un viaje a la Edad Media

Hay en Siria una serie de fortificaciones construidas por los Cruzados, que sorprendentemente se han conservado muy bien hasta nuestros días. Todas ellas en emplazamientos ariscos, empinados, con vistas solemnes en su derredor, que van desde el interior del país, el todavía verdeante valle del río Orontes, hasta el azul del mar de los fenicios. Precisamente en un altozano a 700 metros sobre el nivel del mar, vigilando costa e interior, se alzó un castillo al que ya se le conocía como «fortaleza de los kurdos» en 1150, cuando lo alcanzaron los cruzados llegados al mando de Ricardo Corazón de León. Su trabajo bravo y permanente les llevó a conseguir alzar la fortaleza que hoy se ve. En ella vivieron más de un siglo. La continuada presión de los árabes acabó con su conquista por las huestes del sultán Baibar en 1271. Los orientales respetaron todo lo construido y alzaron algunas nuevas torres o recintos. Pero gracias a ello, hoy se puede visitar este «Crac» y asombrarse de lo bien conservado que permanece, con ese aire plenamente gótico, medieval europeo, que tiene.

Desde la lejanía, las torres grises de la fortaleza se alzan desafiantes recortadas contra el cielo purísimo. Al acercarse, los viajeros se asombran de la enormidad de su tamaño. Algo nunca visto hasta entonces. No hay en Europa, con seguridad, nada tan grande, a excepción, quizás, de la ciudad entera, incluido castillo y catedral, del Mont Saint Michel en la costa normanda. Al viajero, castellano-aunque no manchego, que esto escribe, se le vino a la imaginación otra fortaleza conocida: la de Calatrava la Nueva, en la provincia de Ciudad Real, sede durante siglos del maestrazgo de otra Orden de Caballeros-Monjes como los calatravos. Cruzados en tierra de Castilla, luchadores de la cruz contra el Islam. Y se quedó de piedra, casi hecho una gárgola más, al comprobar la identidad de estructuras, al recorrer la mistérica vía que desde la puerta suntuosa le llevó a la más alta torre donde se sitúa el poder, la esencia de la verdad, la trascendencia. En el Qalaat al-Hosn llaman a ese lugar (una torre de forma externa cilíndrica pero el interior cuadrado) «la Torre del Rey», porque, según dicen, allí residió Ricardo Corazón de León muchos años. En Calatrava, el equivalente aposento es «la biblioteca». En la abadía de «El nombre de la Rosa» a la que llega fray Guillermo de Baskerville a investigar los sucesivos asesinatos de monjes, es «El Edificio». ¡Cuantos peligros, cuantas zozobras para llegar allí arriba! ¡Cuánta vida arriesgada para conseguir «el saber» que es el poder, quizás la inmortalidad!

En el Castillo de los Caballeros de Siria se alojaron habitualmente 4.000 hombres. Unos en salas inmensas comunes, anexas a las caballerizas, las cocinas, los depósitos de trigo, de aceitunas y vino. Otros en apartamentos más seleccionados. La entrada se hace a través de un hosco arco que da acceso a una rampa ascendente a trechos cubierta, a trechos abierta al sol. Se llega a un gran «campus» o espacio abierto desde el que se aprecia que sólo hemos atravesado una primera muralla. La fortaleza real se halla todavía dentro, separada de nosotros por un hondo foso. A través de un puente pasamos a ella. Más alta todavía la gran plazoleta donde se abre la iglesia (un templo románico mínimamente transformado por los árabes en su mezquita, a la que sólo han añadido un mimbar en la pared de levante), y donde se alza lo que llaman «el pasadizo» y «la habitación abovedada» pero que sin duda se trata de una sala capitular precedida de un atrio de arquerías y bóvedas góticas, con talladas inscripciones en latín alabando a la Virgen María (no descritas hasta ahora por nadie: Sit tibi copia / sit sapiencia / formao deus… tengo las fotografías para seguir analizándolas despacio).

Desde allí, anchas escalinatas talladas en la roca nos dejan subir más: a la que dicen biblioteca del castillo, a otras terrazas, y finalmente a la más alta torre, a la del Rey: sobre la puerta unos leones, y en las ventanas capiteles con talladas hojas de acanto y cardinas. Demasiados turistas quizás, como pasa en todos los lugares exóticos del mundo. La aldea global es ya un pasillo, una barra de bar. Voces europeas, rostros congestionados, cámaras de fotos sonando continuamente. Pero en el corazón, a mí por lo menos, retumbando la intriga, la emoción de saber que estoy llegando a esa habitación, la más alta, de un castillo de caballeros monjes: allí están los libros de Aristóteles, los misterios reservados a quienes saben leer, a cuantos han podido franquear barreras, adivinar acertijos, esperar años el paso de cada puerta. Un camino mistérico que se aclara y finaliza bajo la bóveda hemisférica de piedras blancas: el Cielo que se abre y nos acoge…

Del Crac a Alepo y de allí al desierto otra vez

El viaje por Siria, realizado en el transcurso del Séptimo Congreso de la Organización Mediterránea de Escritores de Turismo, prosiguió visitando los lugares más destacados del país. Las playas del Mediterráneo más oriental, Latakia por ejemplo, donde está uno de los hoteles más fantásticos del Mare Nostrum, el Meridien de Blue Beach, con todas las habitaciones abiertas a la arena, mientras el sol se pone (qué raro imaginarlo así en la costa española) rojo y vibrante sobre las aguas; los templos de San Simeón el Estilita, ya en la frontera con Turquía, donde desde hace trece siglos se mantienen limpios los perfiles de cuatro grandes templos unidos en torno a la columna sobre la que vivió Simeón más de treinta años sin bajar de ella; Alepo, la segunda ciudad del país, con sus zocos los más extensos, complejos y misteriosos del oriente árabe; y al fin Apamea, la otra gran ciudad romana sobre el valle del Orontes, en la que a principios de nuestra Era llegaron a vivir 500.000 personas, y fue visitada, entre otros, por Marco Antonio y Cleopatra, a su regreso de una campaña guerrera contra los armenios en las orillas del cercano Eúfrates. Apamea, hoy en plena tarea de reconstrucción, es algo impresionante: una calle ancha de más de veinte metros, escoltada a lo largo de dos kilómetros por altísimas columnas rematadas en capiteles gigantescos y arquitrabes tallados, con restos de templos, de comercios, de palacios y un teatro. Y muchas más cosas que, unidas al trato amable de las gentes sirias, a la seguridad del país, a los buenos precios y a lo sorprendente de un mundo francamente exótico, convierten a este enclave en un lugar que merece ser tomado en cuenta de cara a un viaje de no más de siete días, pero que, al regreso, parecerá haber durado meses, y haber justificado, incluso, una vida.