En Dicastillo, tras la huella de la Señora

viernes, 31 enero 1997 0 Por Herrera Casado

 

Cada vez que paso un rato charlando con la Hermana Mariana, la infatigable e incombustible «cicerone» del Panteón de la Condesa de la Vega del Pozo, aprovecha cualquier detalle para recordar y hablarme de «la señora». Así llama ella a María Diega Desmaissiéres y Sevillano, la propietaria y constructora de lo que hoy es el complejo de San Diego de Alcalá, y que en Guadalajara conocemos popularmente como «El Colegio de las Adoratrices» y el Panteón.

Un viaje a Navarra

No hace muchas fechas me acerqué -se tarda tres horas en llegar allí desde Guadalajara- hasta la población navarra de Dicastillo. Sabía que tenía, el pueblo medieval y perfectamente conservado sobre una eminencia de pardo terreno que domina las tierras de la Navarra Ribera del Ebro, un precioso recuerdo de doña María Diega: el gran palacio que allí, en la tierra de sus mayores (el segundo apellido de su padre era López de Dicastillo, pues su rama materna procedía, desde la remota Edad Media, de aquel lugar) se había hecho construir a finales del siglo pasado. Y allí está, hecho una maravilla, bien conservado aunque ya vacío, oteando desde su altura una infinidad de paisajes con viñedos sustanciosos. Se ve que a los Desmaissiéres y López de Dicastillo les dio siempre por lo de cultivar la uva. Eran propietarios de enormes extensiones de viñedos en los contornos de Burdeos, y de ahí les vino su inmensa fortuna que luego, a la muerte de «la señora» en 1916, se llevaría íntegramente el Estado francés, al menos en lo que a sus propiedades galas se refería.

En Dicastillo se conserva, pues, entero y refulgente, el palacio de la que allí llaman «la Condesa de la Vega del Pozo». Tras su muerte, y después de pasar por manos de algunas nobles familias que apenas lo usaron, fue a caer en las de los Religiosos Orionistas, quien, finalmente, y no hace mucho, lo han vendido a una empresa privada que ha montado allí, en los terrenos del romántico jardín de «la señora», la fábrica de pacharán «Zoco», violentando con sus metálicas paredes y depósitos el dulce entorno que ella conoció y amó.

Mi viaje era simplemente de ver y mirar. Nada nuevo podía encontrarse allí que no se sepa ya. La autoría exclusiva del palacio, que los navarros dicen fue dirigido por el arquitecto (pamplonica él) Máximo Goizueta, es más que cuestionable. Al menos, de Ricardo Velázquez, el arquitecto «oficial» de María Diega, no cabe duda que hay muchos detalles, más aún en el interior y en la decoración preciosista de sus salones, que en la fría estructura y detalles exteriores.

Su enorme masa sobresale del bosque circundante, crecidos hoy y hechos centenarios los árboles que ella mandara plantar hace un siglo. El palacio ofrece un cuerpo horizontal, del que salen avanzando hacia la fachada principal dos cuerpos laterales, quedando la parte central retranqueada. Una gran fachada da a la calle mayor de Dicastillo, y la otra, más movida e interesante por sus portadas, su ventanaje vario, y la gran puerta de entrada, de arco semicircular, coronada de impresionante escudo de armas tenido de dos leones, da a una amplia terraza elevada y oteante sobre los jardines y las tierras descendentes de Navarra hacia el Ebro. Un lugar de ensueño, sin duda alguna.

Si hermoso es el exterior, con muros alegrados de continuas y amplias ventanas, y con un par de torres que le prestan galanura y un cierto aire de cuento, el interior es todavía más bello, sumamente atrayente. En él se ven artesonados de maderas policromadas, pasamanos de las escaleras con hierros forjados, y algunas chimeneas en salones con escudos, decoración gotizante, etc., más detalles preciosistas en puertas, ventanales, pomos, etc. Lástima que, dedicada una pequeña parte del inmenso edificio a oficinas, el resto se encuentre vacío, y con progresivos síntomas de deterioro que a nada bueno pueden conducir.

Junto a estas líneas pongo algunas imágenes que capté en mi viaje a Dicastillo. Es difícil expresar en estas grises fotografías la alegría del lugar. Bosques verdeantes sobre los que se eleva el palacio de ensueño. Una portalada que parece de castillo, con ese escudo de armas que representa las de la Condesa de la Vega del Pozo, y que tan grande es, que parece arrinconar a cualquier otro que se le quiera comparar, si exceptuamos el enorme de los Silva en el castillo de Barcience, en Toledo, que ocupa todo el muro de una torre.

La última de las fotografías es el testimonio de que existió algo de lo que se habló siempre como en voz baja, porque parecía imposible que a alguien se le ocurriera cosa tamaña. Pero existió, y ahí está el testimonio fotográfico. Se trata del gran mausoleo que doña María Diega mandó construir para señalar el lugar donde reposaban los restos de «Merlín», su perrito preferido, y que murió a finales del siglo XIX sumiendo en pena inconsolable a la buena señora. Como si de una pirámide de blancos y nobles mármoles se tratase, a los arquitectos que hacían el palacio (Velázquez, Goizueta) les mandó diseñar un mausoleo gigantesco, que aquí vemos: ancho plinto de piedra, y sobre él urna tallada escoltada en sus esquinas con cráneos de carneros de cuyas bocas salen guirnaldas que en su centro acogen cartelas en las que aparecía el nombre del perro y la fecha de su muerte. Encima del todo, se puso una estatua representando ¡en plata! al perrito. La estatua se la llevó un conde heredero de María Diega, y el mausoleo a saber dónde estará a estas horas, pues de él nada queda en nuestros días, ni rastro siquiera de su asentamiento en el jardín.

Es, en todo caso, un ejemplo de la manía constructora, del espíritu monumentalista de Diega Desmassiéres, que en estos detalles justifica el hecho de que para su padre alzara un monumento tan fastuoso, único en todo el mundo, como el Panteón de Guadalajara. En el que, años después, ella misma descansaría.

En Dicastillo, perdido lugar, mínimo enclave de la alborotada orilla izquierda (Navarra) del Ebro, queda hoy para el visitante que guste de evocar grandezas silentes, un palacio de leyenda, el recuerdo de la gran señora nonecentista, y la memoria cierta de que, entre los castaños de Indias de su hoy abandonado parque, tuvo recuerdo y tumba el perrito «Merlín», alegría de sus horas. ¿No es una simpática manera de emplear el próximo día de fiesta, irse hasta Dicastillo?