Subida mistérica al Qalaat al Hosn
La jornada en Siria empieza en Palmira pero tiene muchas segundas etapas. La peregrinación por Asia no se hace para ver árabes, chinos o parias: mejor es hacerla para reencontrarse uno mismo, pues la propia vida está siempre en la mirada de los demás, en la memoria de todas las cosas. El viaje por Siria continuó, atravesando secos y luminosos parajes, hasta uno de los enclaves más asombrosos del mundo: el «Castillo de los Caballeros», el «Crac des Chevaliers» como aún lo llaman los viejos sirios, que todavía piensan que decir las cosas en francés es elegante, aunque esté mal visto. El Qalaat al-Hosn, el castillo de la fortaleza (como se traduciría en árabe clásico) no es otra cosa que la más grande construcción guerrera que los caballeros cruzados europeos levantaron en la costa oriental del Mediterráneo cuando vieron hecha realidad su mitológica aspiración de rescatar y defender los Santos Lugares de quienes los habían invadido y usurpado. Nada mejor, pues, que recordar en 1996, justo novecientos años después del inicio de la primera Cruzada, ese viaje iniciático y doloroso que fue el paso de miles de guerreros europeos hasta el Oriente de la media luna: Manu Leguineche y María Antonia Velasco lo hicieron hace poco a través de un libro que ha alcanzado justo éxito.
Un viaje a la Edad Media
Hay en Siria una serie de fortificaciones construidas por los Cruzados, que sorprendentemente se han conservado muy bien hasta nuestros días. Todas ellas en emplazamientos ariscos, empinados, con vistas solemnes en su derredor, que van desde el interior del país, el todavía verdeante valle del río Orontes, hasta el azul del mar de los fenicios. Precisamente en un altozano a 700 metros sobre el nivel del mar, vigilando costa e interior, se alzó un castillo al que ya se le conocía como «fortaleza de los kurdos» en 1150, cuando lo alcanzaron los cruzados llegados al mando de Ricardo Corazón de León. Su trabajo bravo y permanente les llevó a conseguir alzar la fortaleza que hoy se ve. En ella vivieron más de un siglo. La continuada presión de los árabes acabó con su conquista por las huestes del sultán Baibar en 1271. Los orientales respetaron todo lo construido y alzaron algunas nuevas torres o recintos. Pero gracias a ello, hoy se puede visitar este «Crac» y asombrarse de lo bien conservado que permanece, con ese aire plenamente gótico, medieval europeo, que tiene.
Desde la lejanía, las torres grises de la fortaleza se alzan desafiantes recortadas contra el cielo purísimo. Al acercarse, los viajeros se asombran de la enormidad de su tamaño. Algo nunca visto hasta entonces. No hay en Europa, con seguridad, nada tan grande, a excepción, quizás, de la ciudad entera, incluido castillo y catedral, del Mont Saint Michel en la costa normanda. Al viajero, castellano-aunque no manchego, que esto escribe, se le vino a la imaginación otra fortaleza conocida: la de Calatrava la Nueva, en la provincia de Ciudad Real, sede durante siglos del maestrazgo de otra Orden de Caballeros-Monjes como los calatravos. Cruzados en tierra de Castilla, luchadores de la cruz contra el Islam. Y se quedó de piedra, casi hecho una gárgola más, al comprobar la identidad de estructuras, al recorrer la mistérica vía que desde la puerta suntuosa le llevó a la más alta torre donde se sitúa el poder, la esencia de la verdad, la trascendencia. En el Qalaat al-Hosn llaman a ese lugar (una torre de forma externa cilíndrica pero el interior cuadrado) «la Torre del Rey», porque, según dicen, allí residió Ricardo Corazón de León muchos años. En Calatrava, el equivalente aposento es «la biblioteca». En la abadía de «El nombre de la Rosa» a la que llega fray Guillermo de Baskerville a investigar los sucesivos asesinatos de monjes, es «El Edificio». ¡Cuantos peligros, cuantas zozobras para llegar allí arriba! ¡Cuánta vida arriesgada para conseguir «el saber» que es el poder, quizás la inmortalidad!
En el Castillo de los Caballeros de Siria se alojaron habitualmente 4.000 hombres. Unos en salas inmensas comunes, anexas a las caballerizas, las cocinas, los depósitos de trigo, de aceitunas y vino. Otros en apartamentos más seleccionados. La entrada se hace a través de un hosco arco que da acceso a una rampa ascendente a trechos cubierta, a trechos abierta al sol. Se llega a un gran «campus» o espacio abierto desde el que se aprecia que sólo hemos atravesado una primera muralla. La fortaleza real se halla todavía dentro, separada de nosotros por un hondo foso. A través de un puente pasamos a ella. Más alta todavía la gran plazoleta donde se abre la iglesia (un templo románico mínimamente transformado por los árabes en su mezquita, a la que sólo han añadido un mimbar en la pared de levante), y donde se alza lo que llaman «el pasadizo» y «la habitación abovedada» pero que sin duda se trata de una sala capitular precedida de un atrio de arquerías y bóvedas góticas, con talladas inscripciones en latín alabando a la Virgen María (no descritas hasta ahora por nadie: Sit tibi copia / sit sapiencia / formao deus… tengo las fotografías para seguir analizándolas despacio).
Desde allí, anchas escalinatas talladas en la roca nos dejan subir más: a la que dicen biblioteca del castillo, a otras terrazas, y finalmente a la más alta torre, a la del Rey: sobre la puerta unos leones, y en las ventanas capiteles con talladas hojas de acanto y cardinas. Demasiados turistas quizás, como pasa en todos los lugares exóticos del mundo. La aldea global es ya un pasillo, una barra de bar. Voces europeas, rostros congestionados, cámaras de fotos sonando continuamente. Pero en el corazón, a mí por lo menos, retumbando la intriga, la emoción de saber que estoy llegando a esa habitación, la más alta, de un castillo de caballeros monjes: allí están los libros de Aristóteles, los misterios reservados a quienes saben leer, a cuantos han podido franquear barreras, adivinar acertijos, esperar años el paso de cada puerta. Un camino mistérico que se aclara y finaliza bajo la bóveda hemisférica de piedras blancas: el Cielo que se abre y nos acoge…
Del Crac a Alepo y de allí al desierto otra vez
El viaje por Siria, realizado en el transcurso del Séptimo Congreso de la Organización Mediterránea de Escritores de Turismo, prosiguió visitando los lugares más destacados del país. Las playas del Mediterráneo más oriental, Latakia por ejemplo, donde está uno de los hoteles más fantásticos del Mare Nostrum, el Meridien de Blue Beach, con todas las habitaciones abiertas a la arena, mientras el sol se pone (qué raro imaginarlo así en la costa española) rojo y vibrante sobre las aguas; los templos de San Simeón el Estilita, ya en la frontera con Turquía, donde desde hace trece siglos se mantienen limpios los perfiles de cuatro grandes templos unidos en torno a la columna sobre la que vivió Simeón más de treinta años sin bajar de ella; Alepo, la segunda ciudad del país, con sus zocos los más extensos, complejos y misteriosos del oriente árabe; y al fin Apamea, la otra gran ciudad romana sobre el valle del Orontes, en la que a principios de nuestra Era llegaron a vivir 500.000 personas, y fue visitada, entre otros, por Marco Antonio y Cleopatra, a su regreso de una campaña guerrera contra los armenios en las orillas del cercano Eúfrates. Apamea, hoy en plena tarea de reconstrucción, es algo impresionante: una calle ancha de más de veinte metros, escoltada a lo largo de dos kilómetros por altísimas columnas rematadas en capiteles gigantescos y arquitrabes tallados, con restos de templos, de comercios, de palacios y un teatro. Y muchas más cosas que, unidas al trato amable de las gentes sirias, a la seguridad del país, a los buenos precios y a lo sorprendente de un mundo francamente exótico, convierten a este enclave en un lugar que merece ser tomado en cuenta de cara a un viaje de no más de siete días, pero que, al regreso, parecerá haber durado meses, y haber justificado, incluso, una vida.