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enero, 1993:

La Guadalajara recóndita (y 4)

Vestíbulo del gran edificio de la Fundación San Diego de Alcalá en Guadalajara, vulgo "Adoratrices"

La Fundación de la duquesa de Sevillano

El recorrido de los participantes en el III Encuentro de Historiadores del Valle del Henares el pasado día 29 de Noviembre de 1992, culminó al fin de la mañana en las alturas verdes de la Fundación de la duquesa de Sevillano, lo que vulgarmente se conoce como el Colegio de las Adoratrices.

Es este un lugar que nadie puede imaginar cuanta belleza, cuanto esplendor, cuanta maravilla de formas y colores encierra hasta que no se decide a ir a verlo. Bien es cierto que el panteón propiamente dicho, el enorme edificio cuya cúpula rosada brilla al sol de la mañana y en su cripta se contienen los restos mortuorios de quien lo fundó y alentó, se encuentra abierto al público diariamente. El entusiasmo de la hermana Mariana, una veterana religiosa adoratriz, lo mantiene mañana y tarde abierto y listo para quien quiera admirarlo y pasmarse. De ese modo, desde hace algún tiempo, los sábados y domingos especialmente son muy numerosos los grupos que suben a verlo. Curioso: va más gente de fuera que de la propia Guadalajara. ¿Es que realmente no nos interesa nuestro patrimonio monumental?

Lo primero que visitamos fue el panteón de la duquesa de Sevillano, un gran edificio de planta de cruz griega, ornamentado al exterior en estilo románico lombardo, con profusión en el empleo de todos los recursos ornamentales y constructivos de este arte. Se cubre de gran cúpula hemiesférica con teja cerámica, y se remata en enorme corona ducal. Su recinto interior, al que se accede por magna escalinata, es de una riqueza ostentosa en la profusión de mármoles y piedras nobles de todas clases, con variedad infinita de recursos decorativos, en capiteles, muros, frisos, etc. Cubre la cúpula una composición magnífica de mosaico al estilo bizantino; sobre el altar mayor, un Calvario pintado sobre tabla, de Alejandro Ferránt. En la cripta, el enterramiento de la fundadora, obra simbolista de gran efecto, en mármol y basalto, del escultor Ángel García Díaz.

El enorme complejo de la Fundación se constituye por un conjunto de edificios y espacios que articulan una interesantísima colección de muestras del arte del eclecticismo de finales del siglo XIX. Fué trazado y construido por el arquitecto Ricardo Velázquez Bosco, entonces reputado entre los mejores del país, a partir de 1887. Comprende el conjunto una serie de espacios en los que aparecen patios, huertos, terrenos de secano, jardines y paseos, entre los que surgen los diversos edificios, rodeado todo ello por una valla o cerca espléndida, que en su parte noble muestra, dando al parque de San Roque, una portada con elementos simbólicos, y una gran reja artística de hierro forjado. Es realmente muy significativa la auténtica unidad de todo el conjunto, que revela una idea directora, no sólo en su concepto arquitectónico y urbanístico, sino en el significante y simbólico. En este edificio central, destaca su gran fachada de piedra caliza blanca, de grandiosidad renacentista pero con detalles estilísticos románicos, en esa mezcla de estilos tan característica del eclecticismo finisecular, y en su interior merece verse el patio central, que utiliza la planta cuadrada, rodeado en sus cuatro costados por arquerías semicirculares en dos pisos, sustentadas por pilares y capiteles, en un revival románico espléndido. Los viajeros de la «Guadalajara recóndita» creían no poder ver ya nada más bello que este patio, iluminado por el sol de la mañana que tamizado pasaba entre las grandes ramas de los cedros del Líbano que le pueblan, enormes.

Finalmente, pudimos al fin admirar la iglesia dedicada a Santa María Micaela, tía de la duquesa constructora, y fundadora de las Religiosas Adoratrices. Aquí los asombros de quienes por vez primera contemplaban el edificio se perdían en imposibles frases. Un lujo impensado de filigranas, vidrieras de colores y artesonados de magia oriental. El conjunto es de estilo románico al exterior, aunque en el interior sorprende la magnificencia de su abundante decoración mudéjar, con reproducción de modelos de frisos y mocárabes del palacio del Infantado, iglesia de San Gil y otros edificios arriacenses. Presenta también extraordinario artesonado de estilo mudéjar, y un suelo de imitación sevillana. Es de una sola nave y de tres ábsides semicirculares que abocan al presbiterio. «Increíble». Ese era el calificativo que muchos de los participantes en el Encuentro del Valle del Henares dieron al lugar último de esta visita.  Existen muchos otros lugares que podrían formar parte en el catálogo de la «Guadalajara recóndita»: el palacio de Dávalos (¿por cuanto tiempo?); el patio del antiguo palacio de los Condes de Coruña; la iglesia covarrubiesca del convento de la Piedad; el templo trentino de los Remedios; los torreones de Alvar Fáñez y el Alamín; el salón chino del palacio de la Cotilla… y tantos otros que podrían dar para una nueva jornada de asombros. ¿Llegará un día en que todo ello, limpio y rescatado, pueda quedar a la admiración de cuantos saben (de oídas, por supuesto) que Guadalajara es más bella de lo que parece?

La Guadalajara recóndita (3)

Interior del templo conventual de San Francisco de Guadalajara

El Monasterio de San Francisco

Unos a pie y otros caminando, los viajeros que fuimos a ver la «Guadalajara recóndita» el pasado 29 de Noviembre llegamos al filo del mediodía al recinto del antiguo monasterio de San Francisco. Como todos saben, desde hace siglo y medio aquello es un «fuerte» militar que tiene muy limitado el acceso a los simples curiosos. El edificio es Monumento Nacional, pero las posibilidades de que los turistas lo contemplen a su sabor están muy reducidas. No nos pudimos quejar en nuestro viaje dominguero, porque la amabilidad de los oficiales nos llevó de acá para allá viendo los elementos más espectaculares del recinto.

Y pudimos observar que se encuentra en bastantes buenas condiciones de conservación. Necesitaría una ingente obra de restauración, por supuesto, especialmente la cripta donde fueron enterrados durante siglos los Mendoza. Pero el esfuerzo del Ejército por mantener en condiciones aceptables (al menos evitando que se deteriore aún más) aquel lugar, es de todo punto elogiable.

En un paraje de gran encanto, levemente apartado del movimiento diario de la ciudad, encerrado entre un parque constituido por denso bosque y las murallas del Fuerte militar en que hoy se constituye, aparece el antiguo monasterio franciscano que ofrece al visitante como más interesante el edificio de su iglesia, a la cual está anejo, con algunas modificaciones modernas, el convento.

La iglesia alza sus altos muros y su torre sobre los tejados y los parques de la ciudad. De ella dijo el antiguo cronista Núñez de Castro que pudiera ser Catedral de un gran Obispado según su grandeza. Consta al exterior de unos paredones pertrechados de gruesos contrafuertes en sillarejo, ofreciendo la puerta principal sobre el muro de poniente, y en el ángulo noroccidental la torre que acaba en agudo chapitel de evocaciones góticas. El interior de este templo, con su aspecto original, aunque ahora vacío de mobiliario y decoración mueble, es de una sola nave, de grandes dimensiones, pues mide 54 metros de largo, 10 de ancho y 20 de altura. Presenta cinco capillas de escaso fondo a cada lado de esta nave, ofreciendo unos arcos de entrada muy esbeltos, ojivales, profusamente decorados con los elementos propios del gótico flamígero, y múltiples escudos de armas de las familias constructoras. En esta nave, cubierta de altas y bellas bóvedas de crucería, en cuyas claves surge tallado en multitud de ocasiones, así como en los capiteles de las columnas adosadas al muro, el escudo de armas de Mendoza, timbrado del capelo cardenalicio propio del Gran Cardenal don Pedro González, principal constructor de este templo.

Visitamos luego el panteón de los Mendoza, construido en el siglo XVIII a instancias del décimo duque don Juan de Dios de Mendoza, que es un lugar verdaderamente espectacular y solemne. Uno de los más extraordinarios espacios artísticos que posee la ciudad de Guadalajara, y que hoy aparece muy mutilada y muy deteriorada, en parte por los destrozos a que la sometieron los franceses cuando la Guerra de la Independencia, y en parte también por el abandono en que estuvo durante largos años, paliada en buen modo en el momento actual. Imita totalmente a la cripta o panteón real construido bajo la basílica del monasterio de El Escorial que construyera Herrera en el siglo XVI y adornara con el fragor del barroco Juan Bautista Crescenzi en el siglo XVII. Se trata en este caso de un espacio de planta elíptica, a la que se accede desde la puerta de la epístola en el presbiterio del templo, por una escalera que baja y en un rellano se une a la puerta que permite el acceso directamente desde el exterior, a través del cuerpo posterior adosado al templo y que alberga parte de esta cripta.

La planta elíptica se convierte en poligonal mediante aplanadas pilastras que se adosan a otros tantos machones sosteniendo la bóveda. Esta es muy rebajada, y surge del nivel del friso. Entre los referidos pilastrones se forman espacios huecos que se dividen en cuatro espacios mediante tres entrepaños, permitiendo albergar en cada uno de esos huecos sendas urnas mortuorias de tallados mármol. Son en total 26 urnas, muchas de ellas destrozadas y partidas en fragmentos. La bóveda se cubre de una profusa decoración barroca con elementos geométricos complicados. Todo el conjunto está revestido de llamativos mármoles de tono rosa, gris y negro, así como el suelo, que aunque muy estropeado muestra en algunas zonas íntegro el precioso dibujo formado por fragmentos de los referidos colores. También en esos tonos está decorada la escalera cubierta por bóveda alargada que en su último tramo conduce, desde el presbiterio y el exterior, hasta un pequeño atrio subterráneo desde el que se entra a la cripta, o se pasa al «pudridero», tenebrosa estancia llena hoy de humedades.

Al fondo de esta cripta aparece en estrecho espacio la capilla, iluminada por gran ventanal. En ella se ven cuatro columnas adosadas que sostienen el clásico friso y cada una de ellas un angelote. Se cubre de bóveda hemiesférica, y también se reviste en su conjunto de ricos mármoles con adornos barrocos. Esta capilla no se llega a cubrir completamente, pues su parte más alta comunica con el baldaquino del altar mayor del templo.

Fué sin duda un momento de expectación y sorpresa cuando los viajeros, en grupos muy reducidos de ocho ó diez personas, bajaron a la cripta. La escalera no permite mayores afluencias de gente. La misteriosa luz que lo baña, el silencio y la evocación de los antiguos siglos en que los Mendoza depositaban allí los cuerpos de sus difuntos, y la suntuosidad de los mármoles y las filigranas, hicieron recorrer de un escalofrío de emoción más de una espalda.

La Guadalajara recóndita (2)

La capilla de Nuestra Señora de los Angeles, en Guadalajara, edificada por Luis de Lucena

La Capilla de Luis de Lucena

El paseo que los participantes en el III Encuentro de Historiadores del Valle del Henares dieron el domingo 29 de Noviembre de 1992 por la «Guadalajara recóndita», pasó desde el convento carmelita de San José a la capilla de Luis de Lucena.

Es este otro de esos lugares que en nuestra ciudad todo el mundo sabe que existe, la localiza con facilidad, y aún tiene su estampa perfectamente definida en su imaginación. Pero, por desgracia, muy pocos conocen por dentro: con la elegancia de sus dimensiones y la belleza de sus pinturas murales que semejan con gran exactitud (y así se dijo por todos cuando la contemplaron hace mes y medio) a la «Capilla Sixtina» del Vaticano.

La capilla de Luís de Lucena, situada en la cuesta de San Miguel, es el único resto conservado de lo que fuera iglesia parroquial de San Miguel del Monte, obra románico‑mudéjar que fué derribada en el siglo pasado, salvándose por fortuna esta su capilla aneja.

Fue diseñada, costeada y dirigida en su construcción por su fundador el doctor Luís de Lucena, sabio humanista nacido en Guadalajara a fines del siglo XV, eclesiástico y médico: cuidó de la salud de los Papas, en Roma, tras haber ejercido su profesión y publicado algún libro sobre enfermedades, en Tolosa de Francia; erudito investigador de la antigüedad clásica y preocupado por todos los problemas de la cultura, residió en Italia largos años, acudiendo a las Academias más afamadas. Erasmista y hondamente interesado en las cuestiones del espíritu, planeó su capilla de Nuestra Señora de los Ángeles, en Guadalajara, como un monumento a la Espiritualidad, según proclama y nos dicta el programa iconográfico de sus pinturas murales) y a la Sabiduría, pues alguna interpretación se ha hecho en la que ese pudiera ser el simbolismo de tanta representación mistérica. La capilla de Luis de Lucena fue construida hacia 1540. Es un curioso edificio todo él fabricado en ladrillo, con el que su arquitecto y diseñador logró unos magníficos efectos ornamentales. Sus paramentos, orientados al norte, sur y a poniente el más amplio, muestran las huellas de sus arcos que en tiempos fueron descubiertos. Reforzando las esquinas, y al comedio del muro occidental, se levantan unos cubos cilíndricos que rematan en almenadas cupulillas, sustentadas a su vez por modillones. El pronunciado alero se sustenta por un complicado friso de mocárabes, todo ello en ladrillo consiguiendo en los huecos que entre sí forman los modillones inferiores de este friso, representar cruces y otras figuras ornamentales, todo ello manejando con verdadera gracia el elemento mudéjar por excelencia. La elaborada estructura de esta capilla, con su arrebatado mudejarismo, sorprende en pleno siglo XVI. Y más aun al conocer la filiación hondamente humanista de su fundador. Sobre el cubo angular del S.O. del exterior de la capilla, hay una cartela de piedra tallada en la que se lee lo siguiente: Deo Optimo Maximo / Dei Matri Beatissime / Angelorumque Hierarchiis / Ludovicus Lucenius erigendum / Curavit, dicavitque, Anno / et Christo nato M.D.XL. Sobre la puerta de entrada, está el curioso escudo heráldico del fundador.

En el interior, al que los viajeros tuvieron la fortuna de penetrar, y encontrárselo realmente limpio y cuidado, gracias a que días antes había sido adecentado al efecto, sorprenden sobre todo las pinturas de las techumbres, arcos y enjutas, que hoy se encuentran en buen estado de conservación, y en las que se puede admirar su conjunto y el programa religioso que forman: la línea central de rectangulares cuadros ocupa, en sucesión y disposición que recuerda a la de la Capilla sixtina, toda la bóveda de la capilla, y presentan escenas de la vida del pueblo judío, guiado por Moisés, y luego por Salomón, representándose en el arco mayor una magnífica escena de la llegada a Tierra Prometida. En las mismas bóvedas, se ven representaciones de las Virtudes Cardinales (cuatro figuras magníficas, de fina ejecución) con sus correspondientes atributos, de diversos profetas y luego de Sibilas, que en número de doce rellenan también algunos espacios de enjutas, completándose con representaciones de las virtudes teologales. Pueden interpretarse como un «camino en el Cielo hacia Cristo» de indudable inspiración erasmista.

El autor de las pinturas, ya en el final del siglo XVI, fue con seguridad Rómulo Cincinato, pintor florentino llegado a España por mandado de Felipe II, que participó en la tarea pictórica de El Escorial, del Palacio Real madrileño, y del palacio del Infantado en Guadalajara. Seguramente colaboraron con él otros pintores, pues hay cosas de distinta mano, e incluso algunas figuras y escenas quedaron a medio terminar.

La capilla tuvo un retablo en su muro de levante, del que no queda resto ni descripción alguna. Fueron sus patrones los sobrinos del doctor Lucena: la familia Núñez, de conocidos médicos arriacenses, durante los siglos XVI y XVII, y posteriormente la familia de los Urbina. Tras la demolición de la iglesia aneja de San Miguel, se guardaron en su interior algunas estatuas, escudos y restos de yeserías mudéjares de la capilla de los Orozco de la también derruida iglesia de San Gil, pero el tiempo y los hombres se encargaron de destruirlo todo.

Las explicaciones que José Luís Muñoz Jiménez y yo mismo dirigimos a los asistentes, permitieron saborear más en detalle aquella levedad de escenas bíblicas, barbas de profetas y opulencias de Sibilas que pueblan sus techumbres. La mortecina luz que penetra por la puerta y las claraboyas dan un sentido aún mayor de misterio a este lugar, que deberá ser reconsiderado en su utilidad (hoy no tiene ninguna, y con evidente peligro de volver a deteriorarse, como ocurre con todo lo que permanece cerrado y abandonado) por parte de los responsables políticos de nuestro patrimonio. Propiedad actualmente del Ministerio de Cultura, está totalmente olvidado, de una forma voluntaria, por éste. Solo cabe que, o bien la Junta de Comunidades, o aun mejor el Ayuntamiento de Guadalajara, se hagan cargo de esta maravillosa capilla y la pongan en utilidad: al menos, la mínima que supone abrirla todos los días, o los fines de semana, y dejar que quien quiera pueda mirar, y admirar, su interior.

La Guadalajara recóndita (1)

Aspecto interior de la iglesia conventual de las Carmelitas de San José en Guadalajara

La iglesia carmelita de San José

El pasado mes de Noviembre se celebró en Guadalajara, con el mismo éxito de público y contenido científico que en ediciones anteriores, el III Encuentro de Historiadores del Valle del Henares. La jornada de clausura fue diseñada por los organizadores como un viaje a pie por la ciudad de Guadalajara: por esa «Guadalajara recóndita» que pocas personas conocen y que sin embargo viene a constituir la clave de esa repetida frase de que «Guadalajara tiene muchas más cosas interesantes de las que a simple vista se ofrecen».

Y es cierto. Para quien desde fuera llega a visitar nuestra ciudad, y para en el Palacio del Infantado, mira la iglesia de Santiago, se da un paseo por la calle mayor, y como mucho entra en San Nicolás, o en San Ginés, poco más queda por mirar. Si tiene tiempo se paseará por la Concordia y San Roque, o andará las Cruces y quizás, si alguien se lo recomendó, penetrará en el templo del Carmen. Ahí se acaban los monumentos de Guadalajara para la inmensa mayoría de los que los buscan.

Pero Guadalajara tiene muchas más cosas. Tiene esos elementos sorprendentes, siempre cerrados y alejados del público, que constituyen la «Guadalajara recóndita» que ese día, el domingo 29 de Noviembre de 1992, abrió sus puertas y permitió que, por unas horas, más de un centenar de historiadores y escritores de todo el Valle del Henares pudieran contemplarlos. Fueron, por este orden, la iglesia del Convento carmelita de San José; la capilla de Luis de Lucena; la iglesia y convento de San Francisco en «el Fuerte», y el panteón, fundación e iglesia de la Condesa de la Vega del Pozo. Un recorrido inolvidable y lleno de sorpresas. En las próximas semanas describiré, con la brevedad que las páginas del periódico imponen, estos cuatro monumentos, para que al menos continúe viva entre quienes no lo vieron, la idea de que hay otras maravillas, muy cerca de nosotros, que merecen ser conocidas.

El convento de carmelitas de San José está situado en la calle Ingeniero Mariño, poco más abajo de Santa María. Su estampa, cerrados los muros de ladrillo y piedra sillar, evoca sin esfuerzo los días del siglo XVII en que fuera fundado por doña Ana de Mendoza, la sexta duquesa del Infantado. La fachada de la iglesia es muy sencilla, pero con todos los elementos claves de la arquitectura clásica carmelitana, diseñada además por quien fuera arquitecto y fraile, genial tracista de los cánones constructivos de la Orden en ese siglo de genial empuje: fray Alberto de la Madre de Dios, santanderino que realizó por Castilla la mayor parte de sus obras, y muchas de ellas en Guadalajara, a donde finalmente (Pastrana en concreto) se retiró y murió.

Esa fachada del convento de San José, ante la que tantas veces pasamos sin apenas detenernos a admirar su pureza de líneas y su estilo plenamente manierista, ofrece un diseño en clásico rectángulo carmelita, con un frontón alto ocupado por óculo central, y una portada semicircular escoltada de pilastras laterales, un friso con triglifos y una hornacina superior donde iría la estatua de San José. Encima de esta, centrando toda la fachada, el gran ventanal que ilumina por dentro el coro de las monjas, y a sus lados sendos escudos mendocinos.

El interior de este templo, que es el gran desconocido por abrirse solamente unas horas muy de mañana para la misa diaria de las ocho, es sencillo pero muy evocador de los años en que el Carmelo tenía cientos de conventos y miles de frailes y monjas distribuidos por el país. Su planta es de cruz latina, con cabecera recta y brazos del crucero muy levemente marcados. Sobre el crucero se alza una gran cúpula semiesférica, en cuyas pechinas aparecen pintados algunos santos de la orden carmelita.

El retablo de esta iglesia es sorprendente, muy bello. Se trata de un ejemplar plenamente barroco, en cuyas hornacinas, casi ahogadas por una proliferante decoración de maderas talladas y retorcidas, aparecen San José, Santa Teresa y San Elías, tallados en madera policromada del siglo XVIII. Sobre uno de los muros que en el presbiterio lo escoltan, aparece el gran cuadro de la Transverberación de Santa Teresa, debido al pincel del conquense Andrés de Vargas, en 1644. Algunos otros altares menores, de subida decoración barroca, con tallas de más de dos siglos de antigüedad, completan este templo de oscura penumbra y sorprendente fuerza evocadora.

Un lugar de esa «Guadalajara recóndita» al que merece, alguna vez, acercarse y contemplarlo con el silencio y la religiosidad que su función requiere. Pero donde el viajero encontrará la paz que, fuera, entre el tráfico, parece haberse escapado para siempre. La próxima semana continuaremos este viaje por los monumentos olvidados y sorprendentes de nuestra ciudad.

Este será el año del Centenario de Layna

 

Francisco Layna Serrano, un hombre de Guadalajara

El 27 de junio de 1893 nació Layna en la localidad serrana de Luzón, donde su padre actuaba de médico. Educado en Guadalajara y Madrid, activo como médico durante toda su vida, pero apasionado de la historia y de la raíz entraña de Guadalajara, Francisco Layna Serrano fue el modelo de dedicación desprendida (sin ocupar nunca un puesto oficial ni cobrar por éllo el más mínimo estipendio) hacia la provincia, proponiendo ideas y alentando la cultura a muy diversos niveles. Como Cronista Oficial de la provincia y de la ciudad de Guadalajara, como presidente de la Comisión Provincial de Monumentos, como Académico Correspondiente de la Historia y Bellas Artes, como periodista, como escritor de libros, como conferenciante y como propagandista en cualquier foro en que se encontrara de los valores alcarreñistas, Layna actuó y entregó su vida en estas lides.

Estas podrían ser las palabras, escuetas pero contundentes y definitorias, para comenzar un año que estoy seguro ha de ser dedicado a la memoria de Layna y de su obra. Es ahora, en este año 1993 que tenemos aún novísimo entre los brazos, cuando se cumplirá el primer Centenario del nacimiento de este personaje al que tanto debemos todos. Será el momento justo, ahora, de recordarle, de hablar de él a las nuevas generaciones. De ponerle como ejemplo y de dedicar un momento de meditación a su memoria. Muchos conocen su estatua en la plaza de la Diputación, otros saben de su calle en el Plan Sur. De su obra numerosa, de densos libros, es más difícil que sepan los jóvenes, porque sus numerosos escritos están superagotados. Esta será la ocasión de oro para traer a la memoria de todos a Layna, y para juntos releer sus investigaciones, sus apreciaciones, sus descubrimientos. Será, en suma, el 93 el «año Layna» en Guadalajara. Y para ello debemos irnos ya preparando.

Los valores de Layna

A pesar de su profesión médica, y del recuerdo de su pericia, dedicación y filantropía que dejó entre nuestros paisanos, su auténtica fama la consiguió como investigador de la historia y el arte de Guadalajara, a la par que luchador y defensor de las esencias provinciales y de la cultura de Guadalajara. Cuando contaba cuarenta años inició Layna sus estudios e investigaciones en torno a Guadalajara. Lo hizo llevado de la irritación noble que le produjo ver cómo un multimillonario norteamericano cargaba con un monasterio cisterciense de Guadalajara, entero, y se lo llevaba a su finca californiana. Se trataba de Ovila. Layna investigó, protestó, y así surgió su pasión de por vida.

Destaca Layna Serrano en sus investigaciones históricas referentes a la familia Mendoza y su importancia en el devenir de la ciudad de Guadalajara. También en sus aportaciones a la historia de las villas de Atienza y de Cifuentes, así como a la arquitectura religiosa románica y militar de los castillos de la provincia de Guadalajara.

Fué nombrado por la Diputacion Provincial de Guadalajara, en 1934, su Cronista Provincial, dedicándose a partir de ese momento en cuerpo y alma a estudiar, a publicar, a dar conferencias, a escribir artículos y a defender a capa y espada el patrimonio histórico‑artistico y cultural de la tierra alcarreña. Entre sus muchos títulos y distinciones, y como he recordado líneas antes, cabe reseñar que tuvo también el cargo de Cronista de la Ciudad de Guadalajara, fue presidente de la Comisión Provincial de Monumentos, fue académico correspondiente de la de Historia y de Bellas Artes de San Fernando, así como de la Hispanic Society of America, habiendo recibido el Premio Fastenrath de la Real Academia de la Lengua, y recibiendo la Medalla de Oro de la Provincia de Guadalajara tras su muerte, acaecida el 8 de mayo de 1971.

Un Centenario sonado

Quiero con estas líneas hacer, de una forma individual, pero estoy seguro que corroborada por muchos, la convocatoria a preparar este centenario con todo el rigor y la solemnidad que merece. Proponer a instituciones públicas y privadas la realización de actos culturales en torno a su figura y a su obra. Una exposición monográfica sobre Layna Serrano podría recorrer a lo largo de ese año todos los pueblos significativos de Guadalajara en los que su obra se fijó. La edición de sus libros más importantes (Los Castillos de Guadalajara, el Románico, la Historia de Cifuentes, de Atienza, del monasterio de Ovila, de Guadalajara misma…) quizás incluso en una unidad que fueran, de ahora para siempre, las «Obras Completas de Layna», sería el eje de la conmemoración, pues el mejor homenaje a un escritor es leer y conocer sus escritos. Promover un Congreso de historiadores para tratar de completar sus temas fundamentales, actualizarlos, valorar en su justa medida lo por él hecho, etc.

Esas instituciones públicas y privadas, para las que sin duda servirán de abanderados la Diputación Provincial, el Ayuntamiento de Guadalajara, la Casa de Guadalajara en Madrid, los Ayuntamientos de Luzón, de Atienza, de Cifuentes, de Trillo, de Sigüenza, de Torija, etc., las formaciones que pueden dedicar algunos de sus caudales a la promoción de la cultura provincial (Cajas de Ahorro, grandes empresas de implantación provincial), tienen mucho que decir y que hacer en esta ocasión. Ha llegado, pues, el momento, de practicar con rigor y profundidad el alcarreñismo que muchos vocean, y que esta ocasión de rememorar a un paisano que fue importante y lo dio todo, de verdad, por su provincia, puede ser el momento justo de demostrar tanto servicio hacia la tierra que a uno le sustenta. Ojalá nos veamos todos los buenos alcarreños en este sendero de ilusiones y proyectos.