La Guadalajara recóndita (1)
La iglesia carmelita de San José
El pasado mes de Noviembre se celebró en Guadalajara, con el mismo éxito de público y contenido científico que en ediciones anteriores, el III Encuentro de Historiadores del Valle del Henares. La jornada de clausura fue diseñada por los organizadores como un viaje a pie por la ciudad de Guadalajara: por esa «Guadalajara recóndita» que pocas personas conocen y que sin embargo viene a constituir la clave de esa repetida frase de que «Guadalajara tiene muchas más cosas interesantes de las que a simple vista se ofrecen».
Y es cierto. Para quien desde fuera llega a visitar nuestra ciudad, y para en el Palacio del Infantado, mira la iglesia de Santiago, se da un paseo por la calle mayor, y como mucho entra en San Nicolás, o en San Ginés, poco más queda por mirar. Si tiene tiempo se paseará por la Concordia y San Roque, o andará las Cruces y quizás, si alguien se lo recomendó, penetrará en el templo del Carmen. Ahí se acaban los monumentos de Guadalajara para la inmensa mayoría de los que los buscan.
Pero Guadalajara tiene muchas más cosas. Tiene esos elementos sorprendentes, siempre cerrados y alejados del público, que constituyen la «Guadalajara recóndita» que ese día, el domingo 29 de Noviembre de 1992, abrió sus puertas y permitió que, por unas horas, más de un centenar de historiadores y escritores de todo el Valle del Henares pudieran contemplarlos. Fueron, por este orden, la iglesia del Convento carmelita de San José; la capilla de Luis de Lucena; la iglesia y convento de San Francisco en «el Fuerte», y el panteón, fundación e iglesia de la Condesa de la Vega del Pozo. Un recorrido inolvidable y lleno de sorpresas. En las próximas semanas describiré, con la brevedad que las páginas del periódico imponen, estos cuatro monumentos, para que al menos continúe viva entre quienes no lo vieron, la idea de que hay otras maravillas, muy cerca de nosotros, que merecen ser conocidas.
El convento de carmelitas de San José está situado en la calle Ingeniero Mariño, poco más abajo de Santa María. Su estampa, cerrados los muros de ladrillo y piedra sillar, evoca sin esfuerzo los días del siglo XVII en que fuera fundado por doña Ana de Mendoza, la sexta duquesa del Infantado. La fachada de la iglesia es muy sencilla, pero con todos los elementos claves de la arquitectura clásica carmelitana, diseñada además por quien fuera arquitecto y fraile, genial tracista de los cánones constructivos de la Orden en ese siglo de genial empuje: fray Alberto de la Madre de Dios, santanderino que realizó por Castilla la mayor parte de sus obras, y muchas de ellas en Guadalajara, a donde finalmente (Pastrana en concreto) se retiró y murió.
Esa fachada del convento de San José, ante la que tantas veces pasamos sin apenas detenernos a admirar su pureza de líneas y su estilo plenamente manierista, ofrece un diseño en clásico rectángulo carmelita, con un frontón alto ocupado por óculo central, y una portada semicircular escoltada de pilastras laterales, un friso con triglifos y una hornacina superior donde iría la estatua de San José. Encima de esta, centrando toda la fachada, el gran ventanal que ilumina por dentro el coro de las monjas, y a sus lados sendos escudos mendocinos.
El interior de este templo, que es el gran desconocido por abrirse solamente unas horas muy de mañana para la misa diaria de las ocho, es sencillo pero muy evocador de los años en que el Carmelo tenía cientos de conventos y miles de frailes y monjas distribuidos por el país. Su planta es de cruz latina, con cabecera recta y brazos del crucero muy levemente marcados. Sobre el crucero se alza una gran cúpula semiesférica, en cuyas pechinas aparecen pintados algunos santos de la orden carmelita.
El retablo de esta iglesia es sorprendente, muy bello. Se trata de un ejemplar plenamente barroco, en cuyas hornacinas, casi ahogadas por una proliferante decoración de maderas talladas y retorcidas, aparecen San José, Santa Teresa y San Elías, tallados en madera policromada del siglo XVIII. Sobre uno de los muros que en el presbiterio lo escoltan, aparece el gran cuadro de la Transverberación de Santa Teresa, debido al pincel del conquense Andrés de Vargas, en 1644. Algunos otros altares menores, de subida decoración barroca, con tallas de más de dos siglos de antigüedad, completan este templo de oscura penumbra y sorprendente fuerza evocadora.
Un lugar de esa «Guadalajara recóndita» al que merece, alguna vez, acercarse y contemplarlo con el silencio y la religiosidad que su función requiere. Pero donde el viajero encontrará la paz que, fuera, entre el tráfico, parece haberse escapado para siempre. La próxima semana continuaremos este viaje por los monumentos olvidados y sorprendentes de nuestra ciudad.