La Guadalajara recóndita (2)
La Capilla de Luis de Lucena
El paseo que los participantes en el III Encuentro de Historiadores del Valle del Henares dieron el domingo 29 de Noviembre de 1992 por la «Guadalajara recóndita», pasó desde el convento carmelita de San José a la capilla de Luis de Lucena.
Es este otro de esos lugares que en nuestra ciudad todo el mundo sabe que existe, la localiza con facilidad, y aún tiene su estampa perfectamente definida en su imaginación. Pero, por desgracia, muy pocos conocen por dentro: con la elegancia de sus dimensiones y la belleza de sus pinturas murales que semejan con gran exactitud (y así se dijo por todos cuando la contemplaron hace mes y medio) a la «Capilla Sixtina» del Vaticano.
La capilla de Luís de Lucena, situada en la cuesta de San Miguel, es el único resto conservado de lo que fuera iglesia parroquial de San Miguel del Monte, obra románico‑mudéjar que fué derribada en el siglo pasado, salvándose por fortuna esta su capilla aneja.
Fue diseñada, costeada y dirigida en su construcción por su fundador el doctor Luís de Lucena, sabio humanista nacido en Guadalajara a fines del siglo XV, eclesiástico y médico: cuidó de la salud de los Papas, en Roma, tras haber ejercido su profesión y publicado algún libro sobre enfermedades, en Tolosa de Francia; erudito investigador de la antigüedad clásica y preocupado por todos los problemas de la cultura, residió en Italia largos años, acudiendo a las Academias más afamadas. Erasmista y hondamente interesado en las cuestiones del espíritu, planeó su capilla de Nuestra Señora de los Ángeles, en Guadalajara, como un monumento a la Espiritualidad, según proclama y nos dicta el programa iconográfico de sus pinturas murales) y a la Sabiduría, pues alguna interpretación se ha hecho en la que ese pudiera ser el simbolismo de tanta representación mistérica. La capilla de Luis de Lucena fue construida hacia 1540. Es un curioso edificio todo él fabricado en ladrillo, con el que su arquitecto y diseñador logró unos magníficos efectos ornamentales. Sus paramentos, orientados al norte, sur y a poniente el más amplio, muestran las huellas de sus arcos que en tiempos fueron descubiertos. Reforzando las esquinas, y al comedio del muro occidental, se levantan unos cubos cilíndricos que rematan en almenadas cupulillas, sustentadas a su vez por modillones. El pronunciado alero se sustenta por un complicado friso de mocárabes, todo ello en ladrillo consiguiendo en los huecos que entre sí forman los modillones inferiores de este friso, representar cruces y otras figuras ornamentales, todo ello manejando con verdadera gracia el elemento mudéjar por excelencia. La elaborada estructura de esta capilla, con su arrebatado mudejarismo, sorprende en pleno siglo XVI. Y más aun al conocer la filiación hondamente humanista de su fundador. Sobre el cubo angular del S.O. del exterior de la capilla, hay una cartela de piedra tallada en la que se lee lo siguiente: Deo Optimo Maximo / Dei Matri Beatissime / Angelorumque Hierarchiis / Ludovicus Lucenius erigendum / Curavit, dicavitque, Anno / et Christo nato M.D.XL. Sobre la puerta de entrada, está el curioso escudo heráldico del fundador.
En el interior, al que los viajeros tuvieron la fortuna de penetrar, y encontrárselo realmente limpio y cuidado, gracias a que días antes había sido adecentado al efecto, sorprenden sobre todo las pinturas de las techumbres, arcos y enjutas, que hoy se encuentran en buen estado de conservación, y en las que se puede admirar su conjunto y el programa religioso que forman: la línea central de rectangulares cuadros ocupa, en sucesión y disposición que recuerda a la de la Capilla sixtina, toda la bóveda de la capilla, y presentan escenas de la vida del pueblo judío, guiado por Moisés, y luego por Salomón, representándose en el arco mayor una magnífica escena de la llegada a Tierra Prometida. En las mismas bóvedas, se ven representaciones de las Virtudes Cardinales (cuatro figuras magníficas, de fina ejecución) con sus correspondientes atributos, de diversos profetas y luego de Sibilas, que en número de doce rellenan también algunos espacios de enjutas, completándose con representaciones de las virtudes teologales. Pueden interpretarse como un «camino en el Cielo hacia Cristo» de indudable inspiración erasmista.
El autor de las pinturas, ya en el final del siglo XVI, fue con seguridad Rómulo Cincinato, pintor florentino llegado a España por mandado de Felipe II, que participó en la tarea pictórica de El Escorial, del Palacio Real madrileño, y del palacio del Infantado en Guadalajara. Seguramente colaboraron con él otros pintores, pues hay cosas de distinta mano, e incluso algunas figuras y escenas quedaron a medio terminar.
La capilla tuvo un retablo en su muro de levante, del que no queda resto ni descripción alguna. Fueron sus patrones los sobrinos del doctor Lucena: la familia Núñez, de conocidos médicos arriacenses, durante los siglos XVI y XVII, y posteriormente la familia de los Urbina. Tras la demolición de la iglesia aneja de San Miguel, se guardaron en su interior algunas estatuas, escudos y restos de yeserías mudéjares de la capilla de los Orozco de la también derruida iglesia de San Gil, pero el tiempo y los hombres se encargaron de destruirlo todo.
Las explicaciones que José Luís Muñoz Jiménez y yo mismo dirigimos a los asistentes, permitieron saborear más en detalle aquella levedad de escenas bíblicas, barbas de profetas y opulencias de Sibilas que pueblan sus techumbres. La mortecina luz que penetra por la puerta y las claraboyas dan un sentido aún mayor de misterio a este lugar, que deberá ser reconsiderado en su utilidad (hoy no tiene ninguna, y con evidente peligro de volver a deteriorarse, como ocurre con todo lo que permanece cerrado y abandonado) por parte de los responsables políticos de nuestro patrimonio. Propiedad actualmente del Ministerio de Cultura, está totalmente olvidado, de una forma voluntaria, por éste. Solo cabe que, o bien la Junta de Comunidades, o aun mejor el Ayuntamiento de Guadalajara, se hagan cargo de esta maravillosa capilla y la pongan en utilidad: al menos, la mínima que supone abrirla todos los días, o los fines de semana, y dejar que quien quiera pueda mirar, y admirar, su interior.