Los Escritos de Herrera Casado Rotating Header Image

octubre, 1992:

Las Tablas de San Ginés ¿De nuevo en su sitio?

 

Uno de los conjuntos de piezas artísticas más interesantes del patrimonio de nuestra ciudad, es el grupo de las llamadas tablas de San Ginés, que consisten en cinco grandes pinturas de finales del siglo XV, debidas muy probablemente al gran pintor alcarreño Antonio del Rincón. Porque son, ‑ o van a serlo pronto ‑, actualidad entre nosotros, quiero traerlas hoy a la memoria de todos, para que se refresque su presencia en esta galería de lo más puramente arriacense.

De Antonio del Rincón, a quien se identifica con el también pintor de la Corte de los Reyes Católicos Hernado Rincón de Figueroa, se sabe todavía muy poco. Fué pintor de los Mendoza en la Guadalajara de fines del siglo XV, y del gran Cardenal don Pedro González de Mendoza recibió poco antes de 1495 el encargo de pintar un gran retablo que sirviera para adorno del altar mayor de la iglesia del convento de San Francisco en Guadalajara. Ahora hace 500 años de aquello, y de su magna obra, tras guerras y destrucciones, quedó muy poco. Tan sólo seis tablas, que, partidas, cortadas y machacadas, fueron llevadas en el siglo XIX a la iglesia de San Ginés, donde se colocaron como mesa de altar y baranda del coro.

Hacia el año 1934, don Francisco Layna Serrano y el párroco de San Ginés las descubrieron, limpiándolas y poniéndolas colgadas de las paredes del templo. De milagro se salvaron de la quema que hicieron en esta iglesia unos cuantos vándalos en julio de 1936, y enseguida se llevaron a Madrid, a ser custodiadas con el resto de bienes del patrimonio artístico eclesiástico durante la Guerra Civil. Tras ella, en 1942, volvieron a Guadalajara, y enseguida se restauraron, siendo depositadas provisionalmente en el Ayuntamiento de la ciudad, donde lucieron un tiempo por los muros de la escalera principal, y luego en la Sala de comisiones. El recordado alcalde don Pedro Sanz Vázquez, decidió que fueran devueltas a su lugar de origen, pero tal hecho se ha ido posponiendo, a pesar de que el Obispo de Sigüenza don Laureano Castán Lacoma las reclamó oficialmente exhibiendo diversos documentos donde consta fehacientemente su pertenencia a la iglesia de San Ginés.

El conjunto de las cinco tablas se puede encuadrar en el estilo de los primitivos castellanos de fines del siglo XV o comienzos del XVI. Representan estos cuadros algunas escenas de la vida de Cristo (La Natividad, -partida y perdida su parte inferior‑, la Presentación del Templo, y la Resurrección), además de un magnífico dibujo al óleo del Arcángel San Miguel, y un retrato del Gran Cardenal Mendoza orante acompañado de cuatro eclesiásticos familiares. Un sexto cuadro, que representaba el Nacimiento de San Juan Bautista, desapareció en la Guerra. En todos estos cuadros aparecen figuras tratadas con una gran perfección y realismo, encuadradas en paisajes muy minuciosos, y con ropajes propios de la época. Después de un año largo fuera de su habitual alojo, han vuelto al Ayuntamiento, perfectamente restaurados, los cuadros que representan la Presentación de Jesús en el Templo y el retrato del Cardenal Mendoza, que junto a estas líneas contemplamos. En este momento se encuentra en proceso de restauración la tabla representando la, Resurrección. Las otras dos esperan su final arreglo.

Tengo noticia de que el Ayuntamiento de Guadalajara está estudiando la posibilidad de que, una vez restauradas estas «tablas de San Ginés», sean devueltas a sus legítimos propietarios, que no son otros que la iglesia y los feligreses de San Ginés, en nuestra ciudad. Sería sin duda una feliz idea, pues se cumpliría con esta decisión (que supongo será aceptada por la Corporación en pleno) un reintegro de ley a su lugar de origen conocido, y por otra las pondría en posibilidad de ser admiradas directamente por toda la ciudadanía, ya que ahora, recluidas en salas muy privadas del Ayuntamiento, a duras penas podían ser admiradas. Esperemos que esta idea, que anda de momento en proyecto, pueda ser muy pronto una realidad. Todos los amantes del arte de del patrimonio cultural arriacense lo recibiríamos con aplauso y satisfacción.

Un gran poeta alcarreño: José Antonio Ochaíta

 

Hacía tiempo que debía haber sido pregonado el recuerdo de José Antonio Ochaíta, aquel gran escritor, pensador y poeta del que cada mes de julio, en la noche de Pastrana, nos acordamos fielmente porque tuvo su muerte (como la de todos, previamente marcada en día y hora) como a él le hubiera gustado: en el loor de las multitudes y el sonar de los versos. Y en esta galería de los alcarreños ilustres, casi 20 años después de su muerte, no podía faltar su figura leve, el emocionado recuerdo de su entrañable humanidad, la calidad excelsa de sus versos y el color magnífico de sus metáforas.

Había nacido en el alcarreño enclave de Jadraque en 1903, y desde muy pequeño fue un enamorado de la literatura y el arte. Licenciado en Filosofía y Letras, se dedicó primeramente a la enseñanza en diversas ciudades españolas, dirigiendo también varios periódicos. En Cádiz tuvo una Academia y en Vigo fue redactor y director de un conocido diario. Su afición a la poesía le llevó a componer multitud de letras para canciones de corte español, que luego famosas tonadilleras repitieron por el ancho mundo: algunas de las más conocidas canciones de Concha Piquer, Juanita Reina y Lola Flores fueron escritas por José Antonio Ochaíta, y su composición de «El Porompompero» fue universalmente repetida. Junto a los maestros Quiroga y Rafael de León, puede decirse que el arsenal de la más genuina «canción española» salió de la mano de este escritor alcarreño.

Pero no paró ahí su inspiración y maestría. Dedicado también a la creación literaria, produjo estimables obras de teatro, como la tragedia en verso «Canela», que escribió con Rafael de León y estrenó María Fernanda Ladrón de Guevara, y su famosa «Doña Polisón», drama de tintes hispánicos. Fué nombrado miembro de la Real Academia de Buenas Letras de Sevilla, y alcanzó muchas otras distinciones, entre las que debe destacarse muy merecidamente la de Cronista Oficial de la ciudad de Guadalajara.

Sin embargo, toda la inspiración, la sabiduría y la gran cultura de José Antonio Ochaíta se volcó en su quehacer poético, dedicando muchas de sus composiciones a las tierras y personajes de la Alcarria, donde se desbordó en forma de recitales, pregones y actuaciones múltiples. Es verdaderamente lamentable que apenas nos haya quedado obra impresa de este magnífico escritor. Un «Desorden» fue su primer libro de versos, dedicado a la madre que marcó su vida. Siguieron «Turris fortíssima» y «Ansí pintaba don Diego», rarísimos hoy de encontrar. La «Poetización de Jaén» vio la luz gracias al apoyo de su amigo Juan Manuel Pardo Gayoso, jiennense que fue gobernador civil de Guadalajara en los años sesenta, y un pequeño opúsculo sobre «Jadraque, balcón de la Alcarria» se repartió en minúsculo formato por la Diputación Provincial. La Caja de Ahorro y Monte de Piedad de Zaragoza, Aragón y Rioja, le publicó su encendido canto al río Henares, «…conjunción de huertos y castillos», y aún el Ayuntamiento de Guadalajara hizo una corta tirada del texto del pregón que, bajo el título de «Guadalajara de todas las estrellas» pronunció en 1969 para anunciar las Ferias y Fiestas de la ciudad desde el balcón del Ayuntamiento. Algunos poemas y romances vieron la luz en la gran «Antología de la Poesía Española» dirigida por Federico Carlos Sáinz de Robles, y en el libro «Guadalajara en la poesía» que seleccionó José María Alonso Gamo aparecen las increíbles composiciones con que Ochaíta ganó los premios provinciales de poesía en 1966 (Molina de Aragón) y 1973 (Guadalajara) cantando al Señorío molinés y en una «septena» a los castillos provinciales, respectivamente. Su última aparición impresa, siempre en «exposición colectiva» fue en la obra «Cien Poetas en Castilla ‑ La Mancha» que editada por Enjambre dirigió Alfredo Villaverde. Y nada más.

La noche del 17 de julio de 1973, en el transcurso de una más de aquellas clásicas veladas literarias que bajo el título de «Versos a medianoche» y con un marcado carácter provincianista y carmelitano organizaba el Núcleo «Pedro González de Mendoza», José Antonio Ochaíta dijo adiós a la vida mientras recitaba, como si fuera una llama leve, su poema «Tengo la Alcarria entre mis manos». En un momento de su intervención, cuando alzaba su pequeña figura que parecía querer ascender tras las nerviosas manos gesticulantes, se le paró el corazón, quedando un instante en silencio, y cayendo al suelo, ya sin vida.

Por entonces le había pedido a Dios «¡Que me pongan encima de los huesos, / cuando me entierren, el candente broche / de una piedra cualquiera del desmoche / de tu castillería…!» Se refería a los castillos de Guadalajara, de los que sabía historias y leyendas, y las sabía decir como ninguno. Y acababa, en ese continuo hablar con las altas instancias: «¡Padre y Maestro, / te traigo de la Alcarria este disloque / para forjar tu eternidad completa…!». Son algunos de los versos que hace unas semanas publicaba la «Alcarria Poética» de Julie Sopetrán en estas páginas de «Nueva Alcarria».

Y así a miles. Pero, inexplicablemente, la gran Antología Poética de José Antonio Ochaíta, uno de los más grandes escritores que nuestra tierra de Guadalajara ha dado a la literatura española, todavía no se ha hecho. Hace años, la todavía funcionante Institución «Marqués de Santillana» decidió poner en un libro lo más granado de los escritos ochaitescos. Muy pocas personas tenían acceso a sus manuscritos, unos leídos y otros, muchos, inéditos. ¿Será posible hoy, ‑antes de que la incuria cultural de nuestra tierra le sepulte definitivamente en el olvido‑ que alguien, alguna institución, algún organismo con responsabilidades culturales de corte alcarreñista, se decida a poner en un libro lo mejor de la poesía y la prosa de José Antonio Ochaíta? Estoy seguro que sí, porque hay quien puede y quiere hacerlo. Para mí (les aseguro que para muchos de ustedes) será un placer supremo poder leer de nuevo los poemas únicos y extraordinarios de este jadraqueño inolvidable, de Ochaíta.

Un recurso obligado al turismo: El castillo y la villa de Atienza

 

Siempre que alguien quiere iniciar el conocimiento de la provincia de Guadalajara (y estoy seguro que cada fin de semana hay algún paisano o forastero que comienza tal aventura, larga y reconfortante) debe poner sus miradas primeras en un lugar de reluciente efecto y sapiente corazón: en Atienza. El burgo medieval y el roquero castillo que le corona; la sombra del Cid y las curvas solemnes del arte románico. Una palabra, en fin, que es clave para el conocimiento de nuestra tierra. Un lugar obligado al que, en un principio, o de vez en cuando, caminar.

El origen de esta villa castellana es remotísimo, existiendo pruebas arqueológicas que avalan su existencia como fuerte castro y poblado núcleo en tiempos de los celtíberos, habiendo sido el pueblo de los titios el que con más seguridad lo pobló originariamente, levantando ya un primer fortín en cada uno de los dos cerros (el del castillo y el del Padrastro) que protegían el entorno.

Los cronistas latinos nombran a la antigua Thytia como uno de los puntos de más ardua resistencia de los celtíberos al ataque de los romanos invasores. Solamente cuando cayó Numancia y Termancia, pudieron los césares romanos decir que la vieja Atienza había sido hecha suya. Por supuesto que los invasores del Lacio pusieron aquí su consabido castro vigía, origen del castillo actual.

Los árabes, a su vez, hicieron de Atienza uno de sus más fuertes enclaves de resistencia contra los vecinos cristianos en la Reconquista. En el momento en que la frontera entre ambos se situó en el río Duero, Atienza creció en interés estratégico con respecto a la Transierra de allende la cordillera central, protectora del populoso y rico reino taifa de Toledo. Fué entonces que los árabes levantaron una fuerte alcazaba sobre la roca.

En torno a este castillo moro, con el que Rodrigo Díaz de Vivar no osó entablar combate al considerarlo como una peña mui fuert, surgieron las batallas y las apetencias a lo largo de toda la Edad Media: en 870‑874, fué reconquistada por Alfonso II el Magno, pasando otra vez a los moros poco después. En el 967, Alhakén II tomó Atienza por base de sus peligrosas incursiones, desde la sierra de Pela a Sepúlveda y Dueñas, lugares que arrasó, llegando hasta el Duero. Este fuerte castillo roquero se mostraba inexpugnable a los ojos de los castellanos. Aún la tomó, sin embargo, García Fernández, aunque enseguida Almanzor la recuperó, destruyéndola y volviendo a ser edificada por los árabes.

La conquista definitiva de Atienza y su castillo tiene lugar en el año 1085, cuando Alfonso VI toma Toledo y se le rinden al mismo tiempo todos los enclaves más significativos del reino. Sería ya bien entrado el siglo XII, en 1149 concretamente, cuando el rey Alfonso VII concedería un gran territorio comunal a Atienza, incluyendo en él la posición fuerte de Castejón sobre el Henares, y dando un Fuero del tipo de Transierra a todo el territorio.

Fué en el reinado de Alfonso VIII cuando la villa progresó espectacularmente, y el castillo alcanzó su aspecto definitivo, levantándose el segundo y más amplio cinturón de murallas. Este monarca tuvo siempre gran preferencia por esta villa, ya que en su infancia fué salvado por sus habitantes de la persecución a que le sometía su tío y regente Fernando de León. En una mañana de la primavera de 1169, los arrieros atencinos sacaron escondido en una caravana de mercancías al joven rey, llevándolo a Segovia done fué salvo. Esa fiesta sigue conmemorándose cada año en la Caballada de Atienza, universalmente conocida.

Durante el siglo XV, diversos hechos de armas asestaron importantes daños a la villa y castillo atencinos. Las tropas del Rey de Navarra se hicieron dueñas de la posición, y tiempo después el castellano Juan II ayudado del Condestable Álvaro de Luna y un poderoso ejército, sitiaron y conquistaron la importante villa, llegando a la lucha cuerpo a cuerpo y teniendo que destruir e incendiar buena parte de la población para poder expulsar de ella a los navarros.

En tiempos más modernos, en que el declive de la villa se fué acentuando, por razones comerciales, y el castillo quedó paulatinamente abandonado, aún se registran los sonoros hechos guerreros de la Guerra de la Independencia, en la que la fortaleza fué tomada unas veces por los generales Castaños y El Empecinado, y otras por el francés Duvernet, siempre con el resultado de su ruina progresiva.

Y ahora subamos a lo más alto del lugar. El castillo se sitúa, fácil es de ver, en la cima del empinado cerro, cantil calizo en su altura. La cúspide es estrecha y alargada, y en ella asientan los restos de lo que fué alcazaba mora y cristiana. Los bordes ofrecen aún mínimos restos de muralla muy derrotada, y en el centro se abren dos profundos aljibes que sirvieron en sus tiempos para recoger el agua de la lluvia y ayudar a sus habitadores a soportar asedios.

En la esquina del mediodía, surge la torre del homenaje, restaurada no hace muchos años, y que ofrece una sencilla estructura de planta cuadrada, con puerta en la planta baja, salas interiores, y una escalera en el muro que asciende a las plantas superiores y finalmente a la terraza, desde la que el panorama permanece inolvidable. En la esquina más meridional de la torre, un garitón circular volado sirve de quilla contra el viento.

Todavía en la altura encontramos los restos de la entrada al castillo, formada por dos torreones que escoltan una puerta, a la que se accede desde el camino de ronda. Este camino de ronda circula por dentro de lo que podría denominarse recinto externo del castillo, formado por una barbacana no demasiado fuerte, y hoy ya en gran modo derruida. Iniciada al sur del peñón, acompañaba al referido camino de ronda, y antes de proceder a dar paso a las escaleras de subida a la meseta, se ensanchaba formando un amplio albácar o patio de armas, circuido por muralla y torreones esquineros de endeble consistencia.

Desde la altura de este castillo atencino, parten en dos círculos, respectivamente más anchos, los dos cintos de muralla que cubrieron y encerraron a la villa en remotas épocas. Del primero, que abarcaba el corazón de la primitiva villa, se ven múltiples fragmentos de paramentos de fuerte sillarejo, y sendos portones, de los cuales el más bello y representativo es el llamado arco de arrebatacapas, que franquea el paso desde la plaza del Ayuntamiento, moderna del siglo XVIII, a la plaza del Trigo, núcleo urbano el más importante de la villa medieval. Por fuera de este cinto de murallas, se ven las más anchas, que sirvieron para encerrar a la villa que en el siglo XIV alcanzó su máximo apogeo, el número más elevado de habitantes de toda su historia (unos siete mil) y de parroquias, unas catorce, todas de estilo románico. De esta muralla externa, que encerraba barrios como el de Arrebatacapas, y ciudadelas como la Judería, quedan enormes trechos en diversas zonas del ámbito urbano y alrededores, mostrando también algunas puertas acompañadas de torreones.

El conjunto urbano de Atienza, no sólo del castillo altivo y de fantásticos ribetes, sino de todas sus murallas, portaladas, iglesias y palacios, es algo que enorgullece a nuestra provincia, y que muestra al visitante o al curioso la más clara razón de la esencia castellana, puesta en las construcciones que se ven y se palpan, y en las historias y leyendas, que se escuchan o se leen, como si todo formara parte de un conjunto único y brillante.

Los Mendoza y América

 

Ha llegado, por fin, el gran día. El próximo lunes, día 12, medio mundo estará de fiesta. Aquí, en América, desde donde hoy escribo, la fiesta se vive de forma llamativa. El «Columbus Day», que tradicionalmente se celebra el segundo lunes de octubre, este año coincide con el aniversario por antonomasia: con el 12 de Octubre que conmemora los Quinientos Años del Descubrimiento de América. Es cierto que aquí, en Nueva York, la jornada tendrá un tinte demasiado italianizante: como todos los años, en la gran parada que discurre por la Quinta Avenida, unos se vestirán de indios, y otros de andalucistas pinzones. El Almirante de la Mar Océana sigue siendo considerado como un genovés, el primero, que se vino a las costas atlánticas del Nuevo Mundo. Y aunque pasado el estruendo de la cabalgata, los más de diez millones de habitantes de la ciudad se irán a festejarlo a su modo (como casi siempre, a evocar el jazz de Peterson y Gillespie en el «Blue Note» o el «Village Gate», o a mover el esqueleto en «Mars»), en esta ocasión recorrerán las calles de la «gran manzana», como los campos y las selvas del continente todo, las frases evocadoras de una fecha mágica: la de aquel 12 de Octubre de 1492 cuando del palo mayor de la carabela «Santa María», la voz de Triana gritara «¡Tierra!» y las cortinas de un espectáculo único y maravilloso se abrieran para siempre.

En esa aventura estuvo presente la tierra y las gentes de Guadalajara. ¿Alguien lo recordará, justo en esa fecha, en nuestra pequeña ciudad castellana? Conviene recordar, ya desde hoy, que en aquel barco de madera y lienzos al que la pasión serena de Cristóbal Colón llevó hasta las costas de San Salvador, viajaba un Mendoza, un tal Diego que luego quedó en el «Fuerte Navidad» siendo acuchillado por los indios. Pero le siguieron muchos más. De nuestra tierra fueron precisamente estos Mendoza quienes más gentes llevaron, tanto de su apellido como de familias y círculos con ellos relacionados. Si alguien tuvo la responsabilidad cierta de hacer posible el viaje colombino, ayudándole y proporcionándole dinero y pertrechos, fue el alcarreño don Pedro González de Mendoza, hijo del marqués de Santillana, y Gran Cardenal de España. Desde su puesto de Canciller de la Corte de Isabel y Fernando, promovió el apoyo moral y presupuestario hacia el navegante y geógrafo Colón, creyendo desde un principio en la posibilidad de llegar al Japón por el mar de Occidente, y ayudándole luego en los siguientes viajes a lo que ya se daba por un Nuevo Mundo en el que Castilla tendría tanto que decir.

En el siguiente siglo, el XVI, muchos fueron los Mendoza y gentes de Guadalajara que viajaron al Continente recién descubierto. El afán de aventura, de poder y de imaginación que muchos de ellos tenían, terminó por montarlos en las naves que partían de Sevilla y dejarlos como en prolífica siembra por toda la América conocida y colonizada. Así, entre otros muchos cuya relación se haría pesada e interminable, cabe hoy recordar a don Antonio de Mendoza, el primer Virrey de la Nueva España (de México) que dio muestras de su atinado saber de gobernante, instaurando, entre otras cosas, la primera Universidad del Nuevo Mundo. O a Pedro de Mendoza, que tras dejarse en la empresa hasta la última moneda de su personal fortuna, y finalmente la vida en el regreso, se fué hasta la desembocadura del Río de la Plata fundando allí la ciudad de Buenos Aires. O a don Juan de Mendoza y Luna, tercer marqués de Montesclaros, del que recientemente hacía yo en Madrid una evocación ante los embajadores de diversos países sudamericanos, y que puso el nombre de su familia y de la tierra alcarreña en que nació por todo lo alto, cuando de su buen gobierno en México y en el Perú quedó constancia hasta hoy mismo.

De otros muchos pioneros salidos de nuestra tierra cabría hablar en esta hora solemne. De fray Pedro de Urraca, que desde Jadraque se subió a la meseta andina, y por Quito y Lima fue dejando la huella de su bondad y su inteligencia; de Nuño Beltrán de Guzmán, el capitán arriacense que fundara la ciudad de Guadalajara en el llano de Atemajac, en la altiplanicie tapatía; del seguntino Francisco López de Caravantes, que escribiera a mitad del siglo XVII su grandiosa «Noticia General del Perú», obra fundamental para conocer la historia de la colonización hispana en aquellos territorios; del bondadoso obispo de México don Juan Beltrán de Guzmán, o del de Puebla de los Ángeles, el molinés Fabián y Fuero; de aquellos señalados virreyes, todos mendocinos y alcarreños, como el torijano Lorenzo Suárez de Mendoza, los conquenses Andrés y García Hurtado de Mendoza, o el pastranero Gaspar de la Cerda Sandoval Silva y Mendoza…

Pero tengamos la fiesta en paz. No voy a tratar de martirizar a mis lectores con plúmbeas listas de nombres, pero sí quiero que quede, en estas páginas de NUEVA ALCARRIA que corren por todos los hogares de Guadalajara como voces familiares y antiguas, la constancia de que en esta tan señalada hora de la conmemoración del Quinto Centenario del Descubrimiento de América (o del Encuentro de las dos culturas, como la progresía cursi ha dado en llamar) a la raíz más honda de nuestro pasado cultural le ha tocado decir con voz muy fuerte que de aquí surgieron gentes, ideas y pasiones que llevaron a forjar en buen modo eso tan grande y tan hermoso que es hoy América. Lástima que de nuevo tenga que lamentar que ocasión tan alta haya sido desatendida culturalmente por las instituciones públicas que en Guadalajara se ocupan, ‑o se deberían ocupar‑ de promover estos temas.

Desde las ventanas del «Plaza» estoy viendo, más allá de las hojas que ya amarillean en Central Park, el tráfico humano y automovilístico de la Quinta Avenida. Dentro de unos días desfilarán los pulcros «wasp» del Queens y los alegres morenos del Bronx, junto a los bullangueros habitantes de «Little Italy» o los sufridos vecinos de «Chinatown» por esta calle riente y luminosa. Dirán, desde este lado del Océano, que están felices de vivir, de vivir aquí en América, de saber que esta tierra se hizo un día albergue para todas las razas gracias a la idea luminosa de un español, de Cristóbal Colón, y de otros muchos castellanos y andaluces que con él se hicieron a la mar en una aventura apasionante y peligrosa. Una aventura que terminó con éxito el 12 de Octubre de 1492 y que ahora, cinco siglos después, conmemoramos en ambas orillas del grande y tenebroso mar que nos une. Feliz Aniversario para todos.

Nueva York, 5 de octubre de 1992

Casonas nobiliarias de Tendilla

 

Como una promesa de admiraciones, Tendilla se encuentra a un corto paseo, en automóvil, desde Guadalajara. Son muchas cosas las cosas que en Tendilla podrá admirar el viajero. Son muchos los cerros que la escoltan, y muchos los colores que el cielo pone sobre ella. Pero al andarín de calles y plazales, las esquinas de Tendilla le irán dando sorpresas continuas, y querrá después volver un día y otro, hasta saber de sus más íntimos escondrijos. Que irán apareciendo, como de tantos otros pueblos, por estas páginas. Pero que hoy comenzarán por esas casonas nobiliarias que hacen de la villa alcarreña un lugar donde se establece sin pereza la conexión entre nuestro apresurado siglo y los días en que su Feria sonora, sus duques magnánimos y sus jerónimos piadosos la daban sonoridad y brillo.

En la calle mayor, antes de hacerse soportalada y acogedora, se encontrará el viajero con el edificio que denominamos como Palacio de los López de Cogolludo por ser éstos los apellidos que figuran en la cartela que escolta al escudo de armas que preside su fachada, y que es de suponer corresponda a los propietarios del mismo en la época de su construcción. Es esta una obra sencilla, pero muy hermosa y equilibrada, de arquitectura barroca, con portón de almohadillados sillares, cargado de un gran balcón noble cuyo vano también se decora de almohadillado, y bajo un frontón rematado en pináculos alberga al escudo armero de la familia constructora. Junto a estas líneas ponemos un dibujo esquemático del alzado de su fachada, que nos permite contemplar en sus proporciones y elegancia lo que acabamos de decir.

Su interior está intacto, tal cual era en el siglo XVIII en que se construyó, con escalera noble, cúpula sobresaliente que la ilumina, grandes salones con muebles antiguos y pinturas representando a los sucesivos propietarios, mas un romántico jardín en la parte posterior que se riega con las aguas del cercano arroyo.

Anejo al palacio (también lo vemos en el dibujo adjunto) está el oratorio o capilla de la Sagrada Familia, obra erigida por el secretario real de Hacienda don Juan de la Plaza Solano, nacido en Yélamos de Arriba, y muerto en Madrid en 1739. Propietario a la sazón del palacio, tras construir la capilla dejó a su hermana la facultad de establecer un mayorazgo para que en él se incluyera el patronato de este oratorio. Se trata de un edificio de fastuosa fachada con líneas barrocas en las que se incluye gran portada de curioso remate, y un gran ventanal que ilumina la nave interior, única, muy amplia, con breve crucero cubierto de alta cúpula hemisférica, repleto el ámbito de complicados adornos en yeso policromado, propios del más rebuscado estilo barroco.

Son varias las casonas, también de aspecto nobiliario y señorial, aunque de menor grado artístico, que aún pueden verse repartidas por las calles de Tendilla. Las más señaladas se encuentran en la calle de Díaz de Yela, (antiguamente llamada calle Franca) que corre junto al río, paralela hacia el sur con la calle Mayor. En ella se ve primeramente un gran caserón del siglo XVIII, con dos gran portones de acceso: el primero, más sencillo, con arco rebajado, daba paso a las caballerizas, y el segundo, arquitrabado, adornado su dintel y jambas con sillares almohadillados, y presidiéndose en su dovela principal con la fecha de 1746 en que el edificio fue construido.

Más adelante se ve la casa de un hidalgo familiar del Santo Oficio de la Inquisición. Aunque más humilde de aspecto, y muy restaurada, es curioso el emblema heráldico que la adorna, y en el que destacan las características insignias de la cruz, la palma y la espada, identificativas del temido Tribunal de la Fe. Junto al escudo, se lee la siguiente frase: «Siendo Inquisidor General el Ilmº Sr. D. Diego de Arze y Reynoso, Obispo de Plasencia», por lo que se deduce que esta piedra armera, y la casa en que apoya, son de la primera mitad del siglo XVII.

Al final de la calle, álzase ya medio en ruinas un antiguo palacio dieciochesco, del que sólo se aprecia, además de su ancha fachada y gran portón de ingreso generosamente moldurado, un prolijo escudo de armas sobre el balcón principal, que timbrado de celada y escoltado de múltiples lambrequines, pregonan su pertenencia a algún antiguo hidalgo, benefactor también de la iglesia parroquial, pues su lauda sepulcral, sin inscripción, pero cargada del mismo escudo, se encuentra en el suelo de la entrada al templo.

Y así puede pasar, mirando para los aleros y dentro de los portalones frescos, la mañana de cualquier viajero que decida darse una vuelta por Tendilla a ver, entre otras cosas, estas antiguas casonas nobiliarias que expresan, como en resumen, la riqueza que en tiempos antiguos, y gracias a los mercaderes y ricos agricultores alcarreños que la poblaban, llenaron sus calles y plazas. No podrá olvidar, por supuesto, la magnífica silueta de su Calle Mayor, única en la provincia. O la grandiosidad inacabada de su iglesia parroquial. Incluso la poética evocación del monasterio jerónimo de Santa Ana, sobre la colina meridional y entre pinares. Pero de ello hablaremos en próxima ocasión.