Un recurso obligado al turismo: El castillo y la villa de Atienza

viernes, 16 octubre 1992 0 Por Herrera Casado

 

Siempre que alguien quiere iniciar el conocimiento de la provincia de Guadalajara (y estoy seguro que cada fin de semana hay algún paisano o forastero que comienza tal aventura, larga y reconfortante) debe poner sus miradas primeras en un lugar de reluciente efecto y sapiente corazón: en Atienza. El burgo medieval y el roquero castillo que le corona; la sombra del Cid y las curvas solemnes del arte románico. Una palabra, en fin, que es clave para el conocimiento de nuestra tierra. Un lugar obligado al que, en un principio, o de vez en cuando, caminar.

El origen de esta villa castellana es remotísimo, existiendo pruebas arqueológicas que avalan su existencia como fuerte castro y poblado núcleo en tiempos de los celtíberos, habiendo sido el pueblo de los titios el que con más seguridad lo pobló originariamente, levantando ya un primer fortín en cada uno de los dos cerros (el del castillo y el del Padrastro) que protegían el entorno.

Los cronistas latinos nombran a la antigua Thytia como uno de los puntos de más ardua resistencia de los celtíberos al ataque de los romanos invasores. Solamente cuando cayó Numancia y Termancia, pudieron los césares romanos decir que la vieja Atienza había sido hecha suya. Por supuesto que los invasores del Lacio pusieron aquí su consabido castro vigía, origen del castillo actual.

Los árabes, a su vez, hicieron de Atienza uno de sus más fuertes enclaves de resistencia contra los vecinos cristianos en la Reconquista. En el momento en que la frontera entre ambos se situó en el río Duero, Atienza creció en interés estratégico con respecto a la Transierra de allende la cordillera central, protectora del populoso y rico reino taifa de Toledo. Fué entonces que los árabes levantaron una fuerte alcazaba sobre la roca.

En torno a este castillo moro, con el que Rodrigo Díaz de Vivar no osó entablar combate al considerarlo como una peña mui fuert, surgieron las batallas y las apetencias a lo largo de toda la Edad Media: en 870‑874, fué reconquistada por Alfonso II el Magno, pasando otra vez a los moros poco después. En el 967, Alhakén II tomó Atienza por base de sus peligrosas incursiones, desde la sierra de Pela a Sepúlveda y Dueñas, lugares que arrasó, llegando hasta el Duero. Este fuerte castillo roquero se mostraba inexpugnable a los ojos de los castellanos. Aún la tomó, sin embargo, García Fernández, aunque enseguida Almanzor la recuperó, destruyéndola y volviendo a ser edificada por los árabes.

La conquista definitiva de Atienza y su castillo tiene lugar en el año 1085, cuando Alfonso VI toma Toledo y se le rinden al mismo tiempo todos los enclaves más significativos del reino. Sería ya bien entrado el siglo XII, en 1149 concretamente, cuando el rey Alfonso VII concedería un gran territorio comunal a Atienza, incluyendo en él la posición fuerte de Castejón sobre el Henares, y dando un Fuero del tipo de Transierra a todo el territorio.

Fué en el reinado de Alfonso VIII cuando la villa progresó espectacularmente, y el castillo alcanzó su aspecto definitivo, levantándose el segundo y más amplio cinturón de murallas. Este monarca tuvo siempre gran preferencia por esta villa, ya que en su infancia fué salvado por sus habitantes de la persecución a que le sometía su tío y regente Fernando de León. En una mañana de la primavera de 1169, los arrieros atencinos sacaron escondido en una caravana de mercancías al joven rey, llevándolo a Segovia done fué salvo. Esa fiesta sigue conmemorándose cada año en la Caballada de Atienza, universalmente conocida.

Durante el siglo XV, diversos hechos de armas asestaron importantes daños a la villa y castillo atencinos. Las tropas del Rey de Navarra se hicieron dueñas de la posición, y tiempo después el castellano Juan II ayudado del Condestable Álvaro de Luna y un poderoso ejército, sitiaron y conquistaron la importante villa, llegando a la lucha cuerpo a cuerpo y teniendo que destruir e incendiar buena parte de la población para poder expulsar de ella a los navarros.

En tiempos más modernos, en que el declive de la villa se fué acentuando, por razones comerciales, y el castillo quedó paulatinamente abandonado, aún se registran los sonoros hechos guerreros de la Guerra de la Independencia, en la que la fortaleza fué tomada unas veces por los generales Castaños y El Empecinado, y otras por el francés Duvernet, siempre con el resultado de su ruina progresiva.

Y ahora subamos a lo más alto del lugar. El castillo se sitúa, fácil es de ver, en la cima del empinado cerro, cantil calizo en su altura. La cúspide es estrecha y alargada, y en ella asientan los restos de lo que fué alcazaba mora y cristiana. Los bordes ofrecen aún mínimos restos de muralla muy derrotada, y en el centro se abren dos profundos aljibes que sirvieron en sus tiempos para recoger el agua de la lluvia y ayudar a sus habitadores a soportar asedios.

En la esquina del mediodía, surge la torre del homenaje, restaurada no hace muchos años, y que ofrece una sencilla estructura de planta cuadrada, con puerta en la planta baja, salas interiores, y una escalera en el muro que asciende a las plantas superiores y finalmente a la terraza, desde la que el panorama permanece inolvidable. En la esquina más meridional de la torre, un garitón circular volado sirve de quilla contra el viento.

Todavía en la altura encontramos los restos de la entrada al castillo, formada por dos torreones que escoltan una puerta, a la que se accede desde el camino de ronda. Este camino de ronda circula por dentro de lo que podría denominarse recinto externo del castillo, formado por una barbacana no demasiado fuerte, y hoy ya en gran modo derruida. Iniciada al sur del peñón, acompañaba al referido camino de ronda, y antes de proceder a dar paso a las escaleras de subida a la meseta, se ensanchaba formando un amplio albácar o patio de armas, circuido por muralla y torreones esquineros de endeble consistencia.

Desde la altura de este castillo atencino, parten en dos círculos, respectivamente más anchos, los dos cintos de muralla que cubrieron y encerraron a la villa en remotas épocas. Del primero, que abarcaba el corazón de la primitiva villa, se ven múltiples fragmentos de paramentos de fuerte sillarejo, y sendos portones, de los cuales el más bello y representativo es el llamado arco de arrebatacapas, que franquea el paso desde la plaza del Ayuntamiento, moderna del siglo XVIII, a la plaza del Trigo, núcleo urbano el más importante de la villa medieval. Por fuera de este cinto de murallas, se ven las más anchas, que sirvieron para encerrar a la villa que en el siglo XIV alcanzó su máximo apogeo, el número más elevado de habitantes de toda su historia (unos siete mil) y de parroquias, unas catorce, todas de estilo románico. De esta muralla externa, que encerraba barrios como el de Arrebatacapas, y ciudadelas como la Judería, quedan enormes trechos en diversas zonas del ámbito urbano y alrededores, mostrando también algunas puertas acompañadas de torreones.

El conjunto urbano de Atienza, no sólo del castillo altivo y de fantásticos ribetes, sino de todas sus murallas, portaladas, iglesias y palacios, es algo que enorgullece a nuestra provincia, y que muestra al visitante o al curioso la más clara razón de la esencia castellana, puesta en las construcciones que se ven y se palpan, y en las historias y leyendas, que se escuchan o se leen, como si todo formara parte de un conjunto único y brillante.