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agosto, 1991:

Las pinturas románicas de Valdeavellano

 

Creo que no es exagerado venir una vez más a comentar algo sobre las pinturas recientemente descubiertas en la iglesia parroquial de Valdeavellano, en nuestra provincia. Porque cuanto más detenidamente las he estudiado, me he afirmado en calibrar su antigüedad, su belleza y su importancia, al menos en el contexto general del arte de nuestra tierra alcarreña. Son, sin duda, las más antiguas que en ella hoy se conservan, y son, además, bellísimas. Es por ello que insisto. Y, de paso, tratar de conseguir que alguien que tenga responsabilidad en el tema de la conservación y protección del Patrimonio Cultural y Artístico de nuestra provincia, se interese por ellas, y ponga los medios de cuidarlas, de restaurarlas y de darlas a conocer como corresponde. No quiero otra cosa.

Valdeavellano tiene, entre otros diversos monumentos, una iglesia parroquial dedicada a Santa María Magdalena, que es obra plenamente románica, de mediados del siglo XII, en la que aún se conserva en perfectas condiciones, además de su espadaña y su ábside, una espléndida portada con múltiples arquerías baquetonadas, capiteles vegetales y con figuras diversas, etc.

Pues recientemente, y tras la limpieza de las pinturas superpuestas que tenía, en el coro del templo aparece un elemento artístico que hoy se ha constituido en uno de los principales atractivos de la villa. Se trata de las pinturas, sin duda románicas, contemporáneas de la construcción del templo, que fueron encontradas hace un par de años al hacer la limpieza de ese coro. Y constituyen, sin exageración ninguna, con la ponderación que cabe en estos casos, el mejor exponente (yo casi diría que el único) de la pintura románica en toda la provincia de Guadalajara.

Trátase de una única escena en la que se combinan los elementos vegetales con animales y antropomorfos. Los roleos vegetales que se ven en esta pintura son de pura tradición románica, con volutas continuas y formaciones de grandes hojas que surgen de tallos. Un elemento muy similar se puede ver, tallado en piedra, en las portadas de la catedral de Sigüenza y en la iglesia de San Vicente de esa misma ciudad, ambas obras del siglo XIII en sus comienzos.

El elemento animal es fantástico, y representa un largo dragón que muestra dos patas, un enorme cabeza de aspecto canino, unas cortas alas y una cola que acaba en seis cabezas pequeñas de dragoncitos, aunque originalmente tendría seguramente siete, en recuerdo de las siete cabezas del dragón del Apocalipsis. Este animal fantástico se está comiendo a un ser humano, del que solo se ven el cuerpo y las piernas, pues la cabeza y brazos los ha engullido ya el dragón.

Finalmente, los elementos antropomorfos son ocho personajes en posturas y actividades varias: uno es caballero armado con escudo y lanza sobre caballo a la carrera; cuatro son figuras que tocan instrumentos musicales, de los cuales tres son de cuerda y uno de viento (laúdes y flauta, respectivamente); otros dos personajes, al parecer femeninos, abren sus brazos y ofrecen en sus manos unos bultos que podrían ser (de acuerdo con un ritual de danza medieval) ramos de flores, o posiblemente crótalos, completando con ellos el grupo de músicos; finalmente, otro personaje es un contorsionista, y aparece en forzada postura doblando su cuerpo en hiperextensión sobre la charnela lumbar.

Todas estas representaciones son elementos muy elocuentes del mal, según el concepto de la Edad Media. El dragón engullendo a un ser humano, es expresión simbólica del pecado de la lujuria, y así se ve en multitud de representaciones románicas y góticas en todo el arte medieval europeo. Los personajes que le acompañan son individuos en actitudes reprobables según ese mismo concepto moral. Todo lo que no sea actividad piadosa es pecaminosa. Y por tal se tenían los ejercicios de torneos y justas (como la que realiza el caballero), de danzas femeninas, de músicas y canciones trovadorescas, y de ejercicios acrobáticos, circenses y contorsionistas. Todas estas actividades debían realizarse fuera de las iglesias, y son las imágenes más elocuentes que del pecado y la vida laica podían acentuar, dentro de un templo, el discurso moralizante del ministro católico.

Los colores de estas pinturas, hechas directamente sobre la madera, son ya muy pálidos, y bien merecerían una cuidadosa restauración. En cualquier caso, contemporáneas de la construcción del templo, pueden remontar su origen al siglo XIII, y son sin duda, lo repito, de lo más antiguo e interesante que de la pintura románica queda en la provincia toda de Guadalajara.

Los paralelismos de estas pinturas de Valdeavellano con la pintura de la misma época en España es tarea que no puede hacerse aquí, con la prisa que conlleva un artículo periodístico. Pero sí puedo adelantar que tanto la figura del dragón, que acompaña a estas líneas, como las de los personajes músicos y contorsionistas que le acompañan, aunque en un nivel iconográfico un tanto inferior, son muy similares a lo que aparece en el gran artesonado románico‑mudéjar de la catedral de Teruel. Pintado entre los años 1248 a 1272, bajo el mandato de los Obispos don Arnaldo y don Sancho de Peralta, según lo demuestran los escudos heráldicos de estos personajes, y con una estructura de línea gruesa en los bordes y suaves líneas y colores en el interior de las figuras, las escenas de Valdeavellano son muy similares a dicha obra turolense. Y a otras catalanas de la misma época. La técnica de la pintura, sobre preparación de yeso y cola, aun con los colores bastante desvaídos, confirma pertenecer a esa época. Y lo mismo puede decirse de la indumentaria de los personajes que tocan instrumentos, o del caballero que corre sobre el corcel, con un gran escudo en la mano. Todo ello nos sitúa a estas pinturas en pleno siglo XIII, el mismo de la construcción de la iglesia, de la que son contemporáneas.

De ahí todo su gran valor, la necesidad imperiosas de que sean cuidadas, restauradas cuanto antes, y protegidas como merecen.

El juicio de residencia a Juan de Mendoza y Luna, marqués de Montesclaros

Juan de Mendoza y Luna, marqués de Montesclaros, fue un ejemplar virrey del Perú en el siglo XVII.

 Tras el mandato de Juan de Mendoza y Luna como virrey del Perú, en 1618, se inició contra él un Juicio de Residencia que, al igual que se hacía con todos los altos cargos de la Administración del Estado nombrados por la monarquía, se examinaban sus actuaciones y se abría un plazo para quien sintiera haber sido agraviado por el dicho funcionario, lo hiciera saber, aportara pruebas y se examinara el caso.

Terminado su mandato como Virrey del Perú, abrióse el plazo para realizar el preceptivo juicio de residencia contra don Juan de Mendoza y Luna. Fue encargado de dirigirlo, como era habitual, su sucesor en el cargo, don Francisco de Borja y Aragón, príncipe de Esquilache. Y aparte de recibirse en el Consejo de Indias, durante un plazo de dos meses, todo tipo de quejas de quienes se consideraran perjudicados por las acciones u omisiones del residenciado, se nombró un juez capitulante, que fue en este caso don Francisco de Vergara Loyola. Sabido es que se admitían en estos casos cualquier tipo de denuncias, siempre que fueran debidamente firmadas, y no se refirieran a asuntos de la Real Hacienda, pues esas faltas pasaban por otro tribunal diferente y se actuaba de oficio en éllas. El capitulante puso 50 acusaciones contra el marqués, de las cuales solo le pareció adecuado al juez de residencia, el virrey príncipe de Esquilache, recoger las 38 primeras, y aun así suavizándolas en muchas de sus expresiones, que eran especialmente ofensivas a la dignidad del marqués.

 Al final del proceso se consideraron algunas faltas, por lo que quedó castigado en la cantidad de 5.000 ducados, mientras que al capitulante, por estimar que se había excedido y ensañado en sus acusaciones y palabras, le condenaron en 8.000 ducados y seis años de destierro del Perú.

 Como una expresión representativa de los capítulos por los que se solía acusar a un Virrey, veremos a continuación, clasificados en temas homogéneos, los cargos que se le imputaban a Montesclaros, y el resultado de los mismos.

Fue el grupo más numeroso de acusaciones las derivadas del descalabro de la batalla de Cañete y defensa del Callao. Recordamos la premura con que hubo de hacerse frente al ataque de la flota pirata de Spielbergen, y la inexistencia de defensas previas. Se le acusó de no haber previsto la suficiente artillería en el ataque de los holandeses; de haber enviado hacia Chile, nombrado general de la Armada, a su sobrino don Rodrigo de Mendoza, con muchos gastos pero sin la suficiente artillería ni navíos; de que en la «jornada de Cañete» no se guardó el orden que se debía, «por cuya causa resultó el notable daño del suceso…» y que el marqués hizo escasa prevención y defensa en el Callao; que en un informe previo a este suceso, el Virrey había escrito al Rey diciéndole que los barcos que había en el Perú eran buenos, cuando él sabía que no lo eran, y que estaban insuficientemente dotados de artillería; que encomendó el arreglo de los navíos a don Antonio de Beamonte, que no era perito en el asunto, por lo que se gastó demasiado (300.000 pesos); que no castigó a quien fue culpado de poner la bandera de paz en la nao capitana, cuando se estaba peleando en Cañete; que su sobrino don Rodrigo, general de la Armada, había dado los cargos de artilleros a gente nueva, sin experiencia, porque eran amigos o criados suyos, y el Virrey no lo castigó; y, finalmente, y referido a su sobrino el general don Rodrigo, se le achacó que todos sabían traficaba con paños de China, y Montesclaros no lo castigó. En cualquier caso, el Consejo de Indias le dió por absuelto de todos estos cargos.

 Otro aspecto del juicio de residencia contra Montesclaros, por el que el noble alcarreño fue considerado culpable, fue el del trato a antiguos conquistadores y sus herederos, teniendo poco cuidado en la distribución de los «repartimientos» y otras prebendas y oficios. Así, fue acusado de dar o ignorar que se daban repartimientos a diversos personajes que no los merecían, permitiendo tenerlos a hembras, o por mas de dos vidas; también se le acusó de dar el repartimiento de Coricollagua a doña Elvira de Avalos, cuando casó con su sobrino don Rodrigo de Mendoza, quitándoselo a los sucesores del capitán Retamoso, que tenían más derecho.

En aspectos no estrictamente hacendísticos, pero sí económicos, Montesclaros tuvo que escuchar las acusaciones formuladas por su capitulante, en orden a que había dado muchas largas para cobrar los 300.000 pesos que a su llegada adeudaban los mineros de Huancavelica, aunque todo se cobró al final; que había gastado excesivamente en la construcción del puente y arco de remate sobre el río Lima; que impidió se continuara la visita de la «nao de Simancas» que zarpaba para México, cuando había acusaciones de que iban en élla un millón de pesos de plata sin declarar; y que había pagado a diversos oficiales reales sus sueldos como propietarios, cuando en realidad eran interinos (eran los casos de Bartolomé de Hoznayo, corregidor de Arequipa; Lope de Torres y Guzmán, corregidor de Loja; Juan de Cetrina Montalvo, tesorero de la Real Hacienda en La Paz, etc.) De todo éllo fue absuelto, excepto de lo último, de lo que fue considerado por el Consejo de Indias como responsable.

También fue dado culpable en el asunto en que se le acusó de haber concedido la exclusiva de fundición de la artillería a Francisco Lopez Hidalgo, sin estimar los mejores ofrecimientos de Bernardino de Tejeda. O en la cuestión de que había sido público y notorio que su secretario Gaspar Rodriguez de Castro «procedía en su oficio con gran nota y codicia», vendiendo intercesiones y favores, y el Virrey, sabiéndolo, no lo castigó, por lo que el tema le costó la multa de 2.000 ducados y la orden de «que tenga cuidado en el modo como viven sus criados». Sin embargo, en otros diversos aspectos fue dado por inocente. Así, en la acusación que se le hizo de que había intervenido amañando las elecciones para provinciales de la Orden de la Merced y de Santo Domingo (respectivamente Fray Hernando de Paredes y Fray Gabriel de Vargas); de que había entregado una de las plazas de Lima a su sobrino don Rodrigo para que en élla construyera una casa, de lo que se derivó fuerte pleito con don Francisco de la Cueva; de que fue padrino en la boda de Manuel de Castro, oidor de la Audiencia de Lima, etc. En cualquier caso, la reputación de don Juan de Mendoza, tras su paso por el Virreinato del Perú, se mantuvo muy buena, y de ahí el respeto con que a su vuelta a la Península fue aceptado por todos y mejorado en sus puestos públicos.

La Casa

 

Hay una casa en Molina. En el lugar remoto de Valhermoso, un breve conjunto de edificios antiguos, de pajares, de establos, una iglesia minúscula, y la casa. Esta que ofrece su grandioso corpachón en la imagen adjunta. Un cartel de gala, de días felices, de carcajadas. Un espectáculo de fachada, con sus balconajes, sus grandes ventanas, sus hierros forjados que parecen de museo. La portada bien tallada, soñando palacios. Un escudo que limó el agua, en el dintel. Y dentro la escalera de honor, las alcobas anchurosas, el comedor. Arriba los tinados frescos, tamizando con sus maderas pasos y risas. Y por el aire que rueda en su torno, las leyendas de los siete obispos, los estudiantes de Salamanca, los gobernadores civiles, los ganaderos de diez mil cabezas, monedas de oro y ostentación. Temor de Dios, y un amor. Toda una casa.

Hay otras casas, en Molina, en Guadalajara, en todas partes. Otras casas llenas de recuerdos, de primeros encuentros, de sonrisas, de días felices. De viajes jerónimos y de románicos proyectos. Hay otras casas donde se sienta el viajero, y no ve nada con latido. Está la luz, están los libros, están las frases que él mismo dijo, y el eco repite monótono y sin misericordia. Están los muebles, cada temporada renovados. Están las visitas, siempre riendo, cantando, parlando sin cesar. Hay pájaros en los aleros, ratas en los sótanos, hormigas en las junturas y cebras muy lejos. Hay otras casas, como la mía, que parecen llenas, y están vacías. Porque las falta la cierta luz que las da vida. 

Si en esta página he puesto, año tras año, el dato de un viaje, la cifra de un monumento, el canto personal ante un paisaje, a veces llegan días en los que uno se va para dentro, se mira a sí mismo. Es ese un duro oficio que suelen hacer los poetas, los escritores de verdad, los pensadores. Yo reconozco que es difícil, que hay que valer, que hay que tener tragaderas y empuje. Porque detrás de la fachada suele estar ese vacío que congela, la nube fría de la desesperanza.

Esta es la Casa Grande de Valhermoso, un lugar al que ir, un silencioso punto del planeta, donde hubo vida, y ya no hay nada. Le dieron, hace poco, el rango de «monumento de interés histórico‑artístico» y la declararon (en la Junta de Castilla‑La Mancha) «bien cultural», «a proteger», «a admirar», «a cuidar», » a servir de ejemplo». ¿Dónde están sus constructores, sus primeros dueños? ¿Dónde está el padre de la criatura, el alegre mocetón que la preparó para su mujer y sus hijos, para el trabajo, para la mies seca, para el ganado preñado? ¿Dónde están los siete obispos que en ella nacieron, los generales de Cuba, los abogados de los Reales Consejos, los profesores de Salamanca? ¿Dónde están las porcelanas chinas de aquélla boda, el traje blanco‑amarillo de la primera comunión, las cintas de aquélla caja que traía lejanos bombones de Valencia?

La casa de Valhermoso tiene rango para salir en un periódico. Aquí la tienes, lector paciente. Admírala. Es perfecta, imitable, digna de ser vivida. Pero está vacía, y dentro no suena música alguna. Se ve desde fuera, se mira en el espejo brillante del sabinar en verano. Pero ni lágrimas le quedan a los salones. Tan real y tan cierto como la vida misma. No dejes de ir, viajero de estas tierras. No dejes de plantarte unos minutos ante su silueta recia. Aprovecha, en cualquier caso, a sacar enseñanzas de estas cosas tan lejanas y silentes, tan a trasmano. Porque a veces sirven para meterte un instante dentro de ti mismo. Y ver que todos tenemos una casa como ésta. Una casa alta, con rejas y escudos, con aleros poblados de pájaros. Pero vacía.

En encierro de Brihuega

 

Hoy viernes, día 16 de Agosto, la villa de Brihuega cumplirá un año más, un siglo más, su ritual de toros, de prisas y de miedos. Va a celebrarse, a la tarde, en pleno calor del verano, después del día de la Virgen y de la procesión de la Cera, ese encierro de los toros que ha venido dando fama universal a nuestro alcarreño enclave.

Los brihuegos, alegres como andaluces trasplantados, dicen que su encierro es «el más antiguo de España», el «más hermoso de España», «el más auténtico, emocionante y bullicioso del mundo entero». La verdad es que, año tras año, concita mayor expectación, y el pasado fueron casi 20.000 personas las que se dieron cita en sus calles estrechas, en su Plaza del Coso, en las Eras de María Cristina, para ver pasar los toros, los cabestros, y la mocedad que se pasea, a toda prisa por delante de los cuernos y las pesadeces negras de los morlacos.

Antiguamente (y parece que la tradición es de siglos, aunque nadie enseña nunca «el papel» que lo demuestre), se hacía la «bajada» solamente, desde el camino de Valdeatienza, más arriba de la colonia de Chalets que han surgido encima de la Alameda, hasta la Plaza del Coso, ó del Ayuntamiento, que hacía funciones de plaza de toros, de «arena» donde los carros y las viejas construcciones servían de límite al arte de Cúchares de unos y otros.

Ahora, cuando los crecimientos briocenses amparados por Jesús Ruiz Serrada han construido la Plaza de Toros sobre la muralla, y el pueblo ha recibido bienandanzas y restauraciones por todas partes, se ha modificado el rito, y más que un «encierro» de toros es una suelta. Porque desde los chiqueros de la Plaza se soltarán a la tarde, cuando suenen los «chupinazos del alcalde», y subirán corriendo por plazas, callejas y rincones, atropellando y huyendo al mismo tiempo, y se perderán por el campo, llegarán al río, se subirán a Villaviciosa, sabe Dios…

En esa interrogación está el intríngulis. ¿Qué pasará? No hay programa. Cada año es diferente. Los toros se sueltan, y allá irán los mayorales, con caballos, o con Toyotas, es igual, a por ellos. A juntarlos. A guardarlos en el corralón construido delante de San Felipe. A medianoche, antes de la madrugada, deberán estar todos. Si no se nubla, a partir de las doce habrá luna blanca, pues está (si no me equivoco) en cuarto creciente. Y los bultos negros se notarán mejor que otras veces.

Al día siguiente, el sábado, la «bajada» propiamente dicha. Desde San Felipe. Y ya las corridas. En un ritual que cobra, cada año que pasa, animación y popularidad. Porque se ha hecho desde siempre, y porque ese «juego del toro» que todo español lleva dentro, como un ancestralismo heredado, se va a desarrollar sin cortapisas, a pecho descubierto.

Por ser un festival popular y espontáneo, el «encierro de los toros» de Brihuega no tiene historia escrita. En un libro estupendo que ha publicado no hace mucho el sacerdote briocense don Jesús Simón Pardo, y que titula «Brihuega: hitos, mitos y leyendas», se dedican varias páginas a narrar avatares, leyendas, dichos y sucedidos en torno a este acontecimiento. Y dice cómo ya en el siglo XVIII con seguridad se hacía. O como hace pocos años unos bestias se dedicaron a matar un novillo arremetiéndole con un utilitario viejo. Yo mismo podría contar de cómo tuve, en el de 1970, que atender a un chaval al que un toro le metió la punta del pitón hasta casi el riñón (y parecía que se había metido un palito sin importancia…). De hecho, este «encierro» briocense está ya en la solemne lista de las Fiestas declaradas de interés turístico provincial, y protegidas por la Diputación para que no desaparezcan. La verdad es que otras puede que tengan ese riesgo, pero no el «encierro» de Brihuega, al que cada año acuden más visitantes, corredores, y turistas.

La Alcarria vive sobre las cuestas de esta antigua «Brioca» una jornada memorable, de sudor y risas, de sustos y apreturas, cuando a media tarde de tal día como hoy (¿de hoy mismo, vale?) suena el cohete y saltan a volar toros y mozos, convirtiéndose el pueblo en un solo ser de múltiples miembros, que se mueven de aquí para allá, queriéndose sin tregua, odiándose a rabiar. Luego se hablará de la carrera cuesta arriba, de la suelta en el campo, de la recogida nocturna, durante meses. Y en los bares, en las tertulias junto a los «guinches», bajo los arbolotes de las Eras, seguirán diciéndose unos a otros: «‑Pues yo tenía un toro encima, se me venía encima, pero le di un quiebro, y aquí estoy, como si nada…». Hazañas de brihuegos, nostalgias de hoy mismo.

Un reino moro en Molina

 

Unas páginas publicadas, ya in memoriam, a José Sanz y Díaz, por la Revista de Investigación de Guadalajara «Wad‑al‑Hayara», me dan pie para recordar, de una parte, a ese gran investigador de las cosas molinesas que fué el gran Pepe Sanz, compañero de tantas aventuras culturales, incluso transoceánicas, y de otra a nuestros antepasados los moros molineses, que allí, en las altas y frías tierras del páramo, del valle del Gallo, y de las agrestes sierras de Peralejos, pusieron su pequeño reino de taifas en los siglos centrales de la Edad Media.

El trabajo de Sanz y Díaz, titulado Molina musulmana, es amplio y diverso. No sólo se ocupa de los árabes que subieron a la paramera y allí se instalaron. De sus reyes pequeños y morenos. De sus andanzas junto al Cid Campeador. Sino que además recuerda a Fortún (remoto abuelo suyo) y a los caballeros de doña Blanca; a los libertos en tierras de Molina; a los visigodos y mil anécdotas, leyendas e investigaciones que, mezcladas, hacen de este artículo un compendio del buen hacer de este molinés ilustre del que ahora recordamos su figura, dos años (va para tres) después de su muerte.

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En el altiplano molinés cuajó, ya durante los años de la división de Al‑Andalus en taifas, una escueta monarquía que durante los siglos XI y primer cuarto del XII confirió a este territorio cierta independencia y vida propia. Previamente, en la época de Califato, Molina apenas tuvo importancia, estando casi despoblada. Se inició entonces la construcción de las primeras torres del castillo.

Quizás los primeros reyes árabes de Molina procedieran de la etnia de los beni Hud, que primero reinaron en Zaragoza, y luego en Calatayud y su comarca. Es cierto que buena parte de la actual provincia de Guadalajara perteneció a inicios del siglo XI al rey moro zaragozano Ahmed I. Parece seguro que en esa época, y también a lo largo de la segunda mitad de ese siglo, el territorio molinés estaba ocupado por beréberes muy arabizados.

Los datos ciertos que nos han llegado son que en la segunda mitad del siglo XI, son reyes en Molina Hucalao, Aben‑Hamar, y Aben‑ Kanhón (que en el Cantar de Mío Cid se nombra como Aben‑Galbón. Todos ellos pagaron tributos a otros monarcas vecinos. En principio fueron tributarios de los reyes valencianos, luego de los de Zaragoza, quizás en algún momento del de Toledo, y finalmente de los reyes de Castilla y León. El último de los monarcas moros de Molina, Aben‑Galbón, fue un personaje muy castellanizado, tolerante, y temeroso. Aliado íntimo del Cid Campeador, le brindó asilo en sus viajes de Burgos a Valencia, según cuenta el cronista en «Cantar» rimado.

Es precisamente Sanz y Díaz en este artículo que comentamos quien narra, en su peculiar estilo, la jornada que hicieron las hijas del Cid, desde Medinaceli hasta Valencia, acompañadas de Alvar Fáñez, que fué recogerlas para, junto a doña Jimena, llevarlas junto al héroe castellano, que guardaba la recién conquistada ciudad mediterránea. Al llegar a Molina, Aben Galbón salió a recibir la comitiva de caballeros y damas cristianos, presentándoles homenaje y diciendo (en castellano chapurreante): «¡Muy dichoso día con vos Alvar Háñez! Traeis a mis tierras estas dueñas, por las que siempre valdré más. Honraré a la mujer y a las hijas del Campeador, pues tal es la ventura del Cid, que aunque le deseáramos mal, no se lo podríamos hacer; en paz o en guerra, siempre tendrá parte de lo nuestro, y mucho es torpe quien no reconozca la verdad». El buen Alvar Fáñez se alegró tanto de estas palabras, que le daban seguridad al atravesar territorio en teoría enemigo, y fuese a comer en la posada que le ofrecieron los moros.

El Rey Aben Galbón acompañó la comitiva desde Medinaceli hasta Valencia. El viaje entero. Así lo dice el «Cantar de Mío Cid» y ello confirma la tranquilidad del territorio en aquellos años.

También de sus estudios deduce Sanz y Díaz que la ciudad de Molina es hechura inicial de los árabes, pues la población autóctona previa (celtíberos, romanos y visigodos) residía en zona más cercana a Rillo de Gallo, mientras que la población bajo el cerro donde surgiría primera y altiva la torre de Aragón, fue trazada y alentada de los moros.

En cualquier caso, es seguro que la alcazaba molinesa fue primeramente estructurada y construida por los árabes. Su planta así lo confirma, y la forma de distribuir sus defensas. Aunque tras la conquista fueron los aragoneses, castellanos y especialmente la familia de los Lara quienes concluyeron el alcázar tal como hoy se ve, el inicio fué árabe. Una Molina de raíces musulmanas, sin duda, aunque fraguada luego por siglos de castellanía y heroísmos seculares.

Puede ser este momento, en plena canícula veraniega, cuando los campos molineses tienen cierto parecido con los tomillares medio resecos del Atlas o las pálidas llanuras del Sahel tunecino, el momento más adecuado de recordar el tiempo en que Molina fue árabe, y en sus campos mandó y cazó, como señor de altanería y caballos, ese Aben Galbón a quien puede identificar el retrato que acompaña estas líneas. Una figura de ópera del siglo XIX que parece a punto de cantar aquello de «Ma quest’infame l’amor venduto». O Beniamino Gigli a punto de saltar a escena. Soñar, en cualquier caso, y olvidaros del mundo. Como se olvidaron ellos.