Un reino moro en Molina

viernes, 9 agosto 1991 0 Por Herrera Casado

 

Unas páginas publicadas, ya in memoriam, a José Sanz y Díaz, por la Revista de Investigación de Guadalajara «Wad‑al‑Hayara», me dan pie para recordar, de una parte, a ese gran investigador de las cosas molinesas que fué el gran Pepe Sanz, compañero de tantas aventuras culturales, incluso transoceánicas, y de otra a nuestros antepasados los moros molineses, que allí, en las altas y frías tierras del páramo, del valle del Gallo, y de las agrestes sierras de Peralejos, pusieron su pequeño reino de taifas en los siglos centrales de la Edad Media.

El trabajo de Sanz y Díaz, titulado Molina musulmana, es amplio y diverso. No sólo se ocupa de los árabes que subieron a la paramera y allí se instalaron. De sus reyes pequeños y morenos. De sus andanzas junto al Cid Campeador. Sino que además recuerda a Fortún (remoto abuelo suyo) y a los caballeros de doña Blanca; a los libertos en tierras de Molina; a los visigodos y mil anécdotas, leyendas e investigaciones que, mezcladas, hacen de este artículo un compendio del buen hacer de este molinés ilustre del que ahora recordamos su figura, dos años (va para tres) después de su muerte.

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En el altiplano molinés cuajó, ya durante los años de la división de Al‑Andalus en taifas, una escueta monarquía que durante los siglos XI y primer cuarto del XII confirió a este territorio cierta independencia y vida propia. Previamente, en la época de Califato, Molina apenas tuvo importancia, estando casi despoblada. Se inició entonces la construcción de las primeras torres del castillo.

Quizás los primeros reyes árabes de Molina procedieran de la etnia de los beni Hud, que primero reinaron en Zaragoza, y luego en Calatayud y su comarca. Es cierto que buena parte de la actual provincia de Guadalajara perteneció a inicios del siglo XI al rey moro zaragozano Ahmed I. Parece seguro que en esa época, y también a lo largo de la segunda mitad de ese siglo, el territorio molinés estaba ocupado por beréberes muy arabizados.

Los datos ciertos que nos han llegado son que en la segunda mitad del siglo XI, son reyes en Molina Hucalao, Aben‑Hamar, y Aben‑ Kanhón (que en el Cantar de Mío Cid se nombra como Aben‑Galbón. Todos ellos pagaron tributos a otros monarcas vecinos. En principio fueron tributarios de los reyes valencianos, luego de los de Zaragoza, quizás en algún momento del de Toledo, y finalmente de los reyes de Castilla y León. El último de los monarcas moros de Molina, Aben‑Galbón, fue un personaje muy castellanizado, tolerante, y temeroso. Aliado íntimo del Cid Campeador, le brindó asilo en sus viajes de Burgos a Valencia, según cuenta el cronista en «Cantar» rimado.

Es precisamente Sanz y Díaz en este artículo que comentamos quien narra, en su peculiar estilo, la jornada que hicieron las hijas del Cid, desde Medinaceli hasta Valencia, acompañadas de Alvar Fáñez, que fué recogerlas para, junto a doña Jimena, llevarlas junto al héroe castellano, que guardaba la recién conquistada ciudad mediterránea. Al llegar a Molina, Aben Galbón salió a recibir la comitiva de caballeros y damas cristianos, presentándoles homenaje y diciendo (en castellano chapurreante): «¡Muy dichoso día con vos Alvar Háñez! Traeis a mis tierras estas dueñas, por las que siempre valdré más. Honraré a la mujer y a las hijas del Campeador, pues tal es la ventura del Cid, que aunque le deseáramos mal, no se lo podríamos hacer; en paz o en guerra, siempre tendrá parte de lo nuestro, y mucho es torpe quien no reconozca la verdad». El buen Alvar Fáñez se alegró tanto de estas palabras, que le daban seguridad al atravesar territorio en teoría enemigo, y fuese a comer en la posada que le ofrecieron los moros.

El Rey Aben Galbón acompañó la comitiva desde Medinaceli hasta Valencia. El viaje entero. Así lo dice el «Cantar de Mío Cid» y ello confirma la tranquilidad del territorio en aquellos años.

También de sus estudios deduce Sanz y Díaz que la ciudad de Molina es hechura inicial de los árabes, pues la población autóctona previa (celtíberos, romanos y visigodos) residía en zona más cercana a Rillo de Gallo, mientras que la población bajo el cerro donde surgiría primera y altiva la torre de Aragón, fue trazada y alentada de los moros.

En cualquier caso, es seguro que la alcazaba molinesa fue primeramente estructurada y construida por los árabes. Su planta así lo confirma, y la forma de distribuir sus defensas. Aunque tras la conquista fueron los aragoneses, castellanos y especialmente la familia de los Lara quienes concluyeron el alcázar tal como hoy se ve, el inicio fué árabe. Una Molina de raíces musulmanas, sin duda, aunque fraguada luego por siglos de castellanía y heroísmos seculares.

Puede ser este momento, en plena canícula veraniega, cuando los campos molineses tienen cierto parecido con los tomillares medio resecos del Atlas o las pálidas llanuras del Sahel tunecino, el momento más adecuado de recordar el tiempo en que Molina fue árabe, y en sus campos mandó y cazó, como señor de altanería y caballos, ese Aben Galbón a quien puede identificar el retrato que acompaña estas líneas. Una figura de ópera del siglo XIX que parece a punto de cantar aquello de «Ma quest’infame l’amor venduto». O Beniamino Gigli a punto de saltar a escena. Soñar, en cualquier caso, y olvidaros del mundo. Como se olvidaron ellos.