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junio, 1988:

Cogolludo: plaza y palacio

 

Cualquier ocasión es buena para darse una vuelta por Cogolludo. Incluso la de comerse un buen cabrito asado en alguno de los comedores de la gran plaza mayor cogolludense. Sale uno del santuario de la gastronomía alegre y dispuesto a ver solo el lado bueno de la vida. Y en la Plaza grande de esta villa serra­na, en el ámbito ancho y luminoso de Cogolludo, se encuentra el viajero a gusto, feliz, rodeado de hermosos edificios, de agrada­bles caserones, de perspectivas nuevas.

La Plaza Mayor de Cogolludo es un amplio recinto de planta rectangular, ordenada en el siglo XV, cuando los duques de Medinaceli construyeron su palacio, diseñado para presidir una gran plaza. Los edificios que la circundan son posteriores, del siglo XIX: destacan entre ellos el aislado Ayuntamiento muy típico, con su torre del reloj, metálica; una casona noble con escudo nobiliario, y otra con las armas y símbolos de la Cruz de Calatrava y del Santo Oficio de la Inquisición; dos largas hile­ras de casas con soportales confieren a esta plaza un aire pecu­liar y reciamente castellano. En su centro, la gran fuente. Todo ello ha sido restaurado, con gran acierto, en fechas recientes.

Preside esta plaza, en su extremo nordeste, el palacio de los duques de Medinaceli. Fué mandado construir por don Luis de La Cerda, primero de los duques, en la última década del siglo XV. Se trata de un palacio que refleja ya el nuevo estilo rena­centista, no solo por sus detalles arquitectónicos y ornamenta­les, sino por el espíritu que revela, olvidando la función cas­trense que hasta entonces ha tenido el palacio señorial, abando­nando torreones y cerrados muros, y adoptando la amable horizon­talidad, la alegre apertura toscana: es un lugar para vivir, no para luchar.

Se piensa como probable autor del proyecto y director de la obras en el arquitecto Lorenzo Vázquez, que trabajó en Valladolid para el gran Cardenal Mendoza, y en Guadalajara para su sobrino don Antonio de Mendoza, en la misma época (última década del siglo XV y primera del XVI) y con el mismo estilo.

El palacio de Cogolludo presenta una amplia fachada rectangular, hecha para presidir una gran plaza. Su planta es de un cuadrilátero muy regular, muy equilibrado, con patio central. La fachada se cubre por entero de sillería almohadillada, al estilo florentino, con imposta a media altura y cornisa alta de óvulos y dentellones. Se corona por un pretil en el que descansan escudos nobiliarios sobre paños de calado follaje y encima una crestería de palmetas y candeleros, todo ello muy en la línea de lo introducido por Vázquez en España de la mano de los Mendoza alcarreños.

En el centro de la fachada luce la portada, que consta del vano adintelado, molduras en su derredor y un par de columnas adosadas cubiertas de relieves vegetales, muy finos, rematando en sendos capiteles compuestos. Sobre este vano, aparece un friso con menuda labor de cornucopias y rosetas, y aún encima una cornisa con resaltos.

Sobre el vano luce, magnífico, el frontispicio, de figura semicircular algo rebajada. Se ciñe por varias molduras y palme­tas, estando orlado en su borde superior con tres grandes imáge­nes de controvertida iconografía: mientras algunos creen ver tres flores de lis, elemento heráldico de los la Cerda, otros lo interpretan como tres grandes mazorcas de maíz henchidas de grano y orladas de suculentas palmetas, quizás indicativas de la parti­cipación del duque de Medinaceli, apoyando los proyectos de Cristóbal Colón, en el descubrimiento de una nueva tierra, Améri­ca, de donde procede este cereal. Similares motivos, sin embargo, se encuentran adornando las portadas del Colegio de Santa Cruz en Valladolid y del convento de San Antonio en Mondéjar, obras de Lorenzo Vázquez. Este tema ornamental está tratado anteriormente en Italia por el Brunelleschi, y divulgado por Desiderio.

A los lados de este frontispicio se ven sendos candele­ros con escudos de la familia constructora, y en el centro del tímpano aparece un escudo de los Medinaceli tenido por serafines, sobre un fondo reticular de rombos tachonados. Sobre la portada luce un magnífico escudo ducal, tenido por angélicos seres, incluido dentro de gran corona de laurel con sus ataderos. A lo ancho de esta fachada, y simétricamente dispuestas, se abren seis ventanas de arcos gemelos, partidas por delgadas columnillas, bajo copete florenzado en el que luce también el blasón ducal, y con orlas y penacho de hojarasca gótica.

Se pasa al interior atravesando gran salón, y de ahí se llega al patio, cuadrado, de estructura y decoración renacentis­ta. Hoy sólo queda la serie de columnas, capiteles y arcos correspondientes a la galería inferior. Primitivamente constaba de dicha galería inferior, y otra superior. La escalera surgía desde el lateral norte del patio, arrancando desde dos arcos escoltados de pilastras adosadas, en la misma forma que el palacio de don Antonio de Mendoza, en Guadalajara, el Hospital de la Santa Cruz en Toledo, etc. Lo que hoy puede contemplarse es la galería baja, compuesta de cuatro arcos en los lados paralelos a la fachada y de cinco en los otros. Dichos arcos son carpaneles, con molduraje de arquitrabe, posando sobre columnas cilíndricas y adheridas en los ángulos a machones de sillería. Los capiteles son muy típi­cos, característicos de lo que se ha dado en llamar «renacimiento alcarreño»; unos son jónicos, de alta garganta estriada, corona de hojitas brotando sobre el collarino, y aun flores en los costados del ábaco sobre los roleos de sus volutas; otros son compuestos, con las estrías de la garganta retorcidas en espiral.

La galería superior, ya inexistente, aunque con posibi­lidades de ser reconstruida, tenía columnas que sustentaban zapa­tas con triples roleos laterales, de tipo toscano, muy adornadas; encima de ellas, dinteles monolíticos con escudos ducales. Aún se ven restos de las sobrepuertas de la escalera y un par de chime­neas decoradas con follajes góticos y tracerías mudéjares.

En el piso superior del cuerpo de fachada, al que se accede por una escalera (que se construyó modernamente en lugar inexistente previamente) existe un amplio salón en el que destaca la magnífica chimenea realizada a base de labor mudéjar y deta­lles góticos, en yesería, destacando en su centro gran escudo de los duques de Medinaceli tenido por un par de alados serafines.

Todas estas maravillas pueden, y deben contemplarse cuando el lector viajero se adentre por las carreteras zigzagueantes de Guadalajara, y alcance en su ruta esta plaza mayor de Cogolludo en la que parece ser el aire más limpio y la voz humana tomar resonancias de tiempos pretéritos. En definitiva, una buena excusa, el cabrito de los soportales y el palacio de la tallada piedra, para pasar un día pateando provincia.

El templo románico de Valdeavellano

 

Hemos viajado, en la tarde verde y luminosa de  una primavera húmeda, hasta la altura alcarreña de Valdeavellano. Por ver su templo parroquial, que es una joya del estilo románico rural de nuestra tierra. Por mirar con detenimiento las piedras que lo forman, las formas que tienen esas piedras, y, en fin, por llevarnos en la retina el equilibrio que la arquitectura medieval, incólume a pesar de los siglos, ofrece en esta iglesia recóndita y poco conocida.

Valdeavellano, en lo alto de la paramera alcarreña, rodeado de llanuras cerealistas y carrascales oscuros, tiene una histo­ria sencilla: una historia en la que solo escriben sus rúbricas los propios seres que lo pueblan. Además, conviene recordar el detalle de que fué en el siglo XVI, a 3 de febrero de 1554, cuando el Emperador Carlos la concedió el título y prerrogativas de Villa con jurisdicción propia, quedando de entonces, de aquel cambio de rumbo comunitario, el centro de su plaza mayor ocupado, sobre un gran pedestal pétreo, por el rollo o picota, símbolo de villazgo, hermoso ejemplar del siglo XVI, constituido por columna de fuste estriado, sin acabar, y rematado por desgatado florón, apareciendo sobre el capitel cuatro valientes cabezas de leones.

Hemos visto también, al extremo norte del pueblo, el gran caserón con patio anterior que, situado detrás de la iglesia, ofrece en el arco de entrada un gran escudo, sostenido por dos niños, y con una inscripción que dice: «…ndo…honre gloria». Este escudo tiene los mismos elementos y muebles que tenía el que coronaba la puerta y el arranque de la escalera del palacio de los La Bastida en Guadalajara, derribado hace años para construir el actual edificio de la Delegación de Trabajo. Es, pues, la casona rural de esta gente que tuvo el señorío de la villa, además de muchas propiedades en su término.    

Pero el interés de los viajeros se ha centrado en la iglesia parroquial, dedicada a Santa María Magdalena, y que se nos ofrece como una interesante obra de arte románico, construida a fines del siglo XII, y con algunas reformas y añadidos posteriores. De su primitiva estructura conserva los muros de poniente, sobre el que se alza potente espadaña, del sur (dentro del atrio y cubier­to por la sacristía) y de levante, constituido éste por el ábside orientado en esa dirección.

En el segundo de estos muros, encuentran los viajeros la estampa preciosa de la grandiosa puerta de acceso, formada por seis arquivoltas de grueso baquetón, uno de ellos trazado en zig‑ zag, y el más interior, que sirve de cancel y lleva varios pro­fundos dentellones, mostrando una magnífica decoración de entre­lazo en ocho inacabable.

El conjunto de esta portada es de gran fuerza, de perfecta armonía. Sus arcos, tallados en clara piedra caliza de la Alca­rria, apoyan en sendos capiteles del mismo estilo y época, en los que se ven motivos vegetales, con complicadas lacerías de gusto oriental. En dos de estos capiteles, el artista se entretuvo en tallar, toscamente, sendas escenas de animales: en uno aparece un par de perros atados por sus cuellos, royendo un hueso a porfía, y en el otro se aprecia un viejo pastor con su cayado, y su larga barbaza, escoltado por dos animales con cuernos que parecen cabras.

El exterior del ábside muestra una pequeña ventana en su centro, formada por arco de medio punto resaltado.

El atrio exterior que precede a la iglesia en su lado sur, es obra posterior, quizás del siglo XV, y está constituido por cuatro arcos ojivales, sin adorno ni decoración alguna, aunque con molduras reentrantes que le confieren cierto dinamismo y ligereza. El segundo de esos arcos permite la entrada al atrio. Desde él, y resguardados los viajeros del aire fresco de la tarde, se tiene la perspectiva completa de esta joya del arte remoto.

El interior del templo de Valdeavellano ofrece algunos ele­mentos de interés. La nave interior se cubre de artesonado de madera muy sencillo. Sobre el presbiterio y entrada a la capilla mayor, hay sendos arcos triunfales, semicirculares, apoyados en sencillos capiteles. Al norte se añadió, en el siglo XVI, una pequeña nave separada de la primitiva por tres pilares cilíndri­cos. A los pies del templo hay un coro alto, y bajo él, en la capilla del bautismo, una magnífica pila bautismal románica, contemporánea de la puerta, que tiene en su franja superior tallada admirablemente una cenefa en madeja de ochos inacabable, similar a la del arco interno de la portada. La copa de la pila, que apoya sobre estrecho pie, está simplemente ranurada.

Todavía puede admirarse, en el suelo de la capilla fundada por el eclesiástico don Luís Lozano, la lápida funeraria que mandó poner para recuerdo perenne de su paso por la vida. En el suelo de la nave aparece otra lápida, con gran escudo tallado de caballero calatravo, timbrado de yelmo y lambrequines de plumas, en la cual se lee con dificultad: «…iglesia y de sus deudos y señores del Maiorazgo… los Bastidas púsose en el…de Dº de La Bastida, sobrino Cº de la Orden de Calatrava. Año de 1651» perte­neciente al enterramiento de un miembro de la poderosa familia La Bastida, que como ya hemos visto fueron señores y terratenientes del término.

Por el silencio gris y húmedo de las calles de Valdeavellano han paseado los viajeros, sintiéndose rodeados de la feliz intrascendencia de lo rural más simple. Una iglesia románica, unos escudos, una tarde chorreante de luz y agua: podría decirse que son elementos demasiado escasos para sentirse felices. Pero los viajeros lo son, lo han sido. Porque sienten, como los sabios y los bondadosos, ‑como Horacio mismo‑, que lo poseen todo. Y porque esa hora, ese instante de altura en Valdeavellano, y esa sonrisa, durarán por siempre.

La Soldadesca de Hinojosa: una lucha de moros y cristianos

 

Pasado mañana, domingo día 12 de junio, cuando ya el sol caliente sobre los páramos de Molina, porque el 40 de mayo es pasado y uno puede ir más o menos tranquilamente sin el sayo encima, celebrará otra vez la villa de Hinojosa su fiesta mayor, que adquiere caracteres de representación en honor de la Virgen de los Dolores, y que viene a ser la expresión anual de la alegría y la tradición de un pueblo, que no quiere renunciar a sus ancestrales modos de vivir la comunitaria fiesta.

Declarada de Interés Turístico Provincial, y por lo tanto recibiendo la ayuda de la Diputación de Guadalajara, Hinojosa tendrá pasado mañana la cumplida vivencia de la Soldadesca, una celebración de origen antiquísimo, que, reformada primero, y rescatada del olvido después, adquiere ahora una fuerza nueva, una vistosidad única y una gracia incomparable que supondrá, sin duda, la afluencia de numerosos visitantes al enclave molinés.

No está lejos Hinojosa, si se toma con ilusión el camino. Se llega hasta Alcolea del Pinar, por la general de Zaragoza. Desde allí, pasado Aguilar, Maranchón y Mazarete, al llegar a Canales del Ducado, se sube siguiendo el trazado del valle del río Mesa hasta Labros, y de allí, unos pocos kilómetros a la derecha, se encuentra Hinojosa, que en este día bulle por sus cuatro costados. Las casonas nobiliarias de los Malo, de los Moreno, de los Ramírez y tantas otras, brotan con su severidad de balconadas y portones ante el asombro de todos. En la plaza se formará la procesión que sube hasta la iglesia, donde se hace el oficio religioso de la Santa Misa.

La «Soldadesca» de Hinojosa consiste en una escenificación de la leyenda de un milagro. Los cristianos, a caballo y revestidos de sus mejores galas, llevan en procesión a la Virgen de los Dolores. De pronto, surgen de un ángulo de la plaza una caterva de moros que les atacan y les roban la imagen de la Virgen. Los cristianos les persiguen y finalmente entablan batalla campal con ellos. Es feroz, con espadas y lanzas, a muerte. Finalmente, porque así lo quiere la tradición, y cuando está la situación muy comprometida, un milagro evidente paraliza a los moros, quienes se ven desposeídos de su fuerza: los cristianos vencen, recuperan su imagen virginal, y todos reconocen un milagro del Cielo, por lo que también los árabes, sorprendidos, se declaran partidarios de la virgen, se convierten y aquello acaba en amistosa concurrencia de razas y vestimentas.

La representación de la «Soldadesca» de Hinojosa se realiza con participantes revestidos de lujosos trajes de época, cabalgando en caballos y con un verismo en la representación muy notable. Sus papeles son recitados en lo que constituye todo un «auto sacramental» del mejor estilo, con letra del siglo XVIII, aunque el esquema de la representación es probablemente más antiguo, dentro de una tradición de «luchas de moros y cristianos» que tuvo y cada día tiene más auge en la parte oriental de la península, especialmente en las sierras ibéricas y mediterráneas. También la ciudad de Molina de Aragón sabemos que tuvo unas muy espectaculares «luchas de moros y cristianos», en las que incluso se llegaron a levantar castillos en la plaza mayor, que defendidos por los moros eran conquistados por los cristianos, y viceversa.

Este tipo de fiestas tiene su origen inmediato en la rememoración de algo que supuso lugar común de muchos pueblos y gentes de Castilla y Aragón durante largos siglos: las luchas de la Reconquista entre cristianos y moros, los dos pueblos (que en realidad eran uno solo) que poblaron la Península Ibérica a lo largo de ocho siglos. Se continuaron celebrando simulacros que trataban de recordar a las generaciones que no las habían conocido, las peleas entre unos y otros, siempre tiñéndolas de maravilla que terminaba en milagro y, por supuesto, en victoria de los cristianos, de los intérpretes.

Pero la médula de la fiesta radica en algo más hondo. Está en la perenne lucha del Bien y el Mal, de las dos fuerzas que rigen el mundo y la vida humana, y que vienen en su esencia de mucho más antiguo. No podemos decir de cuándo, ni en qué manera tenía forma esa representación. Sí sabemos, porque aún en la fiesta de La Loa de la Hoz de Molina se celebra, que había danzas guerreras con espadas y escudos, lo cual puede significar un tipo de danza o fiesta de tipo propiciatorio, antes de la batalla, para conseguir desde un punto de vista mágico la fuerza necesaria con que vencer al enemigo. En Hinojosa existieron esas danzas también, y la «Soldadesca» actual adquiere ese valor de rito propiciatorio, de auto sacramental, de vistosa representación casi teatral que en este próximo domingo servirá, de una parte, para que todos los hijos del pueblo se junten y pasen el día de la fiesta en la alegría que corresponde. Y, por otra, para que la provincia entera tenga la oportunidad de contemplar esta fiesta que, gracias a la ayuda hacia el folclore y las tradiciones que presta la Excma. Diputación Provincial, ha vuelto a recuperarse, y a estar en la palestra del costumbrismo vivo y latiente.

Las tarascas del Corpus de Guadalajara

 

La festividad del Corpus Christi ha tenido desde hace largos siglos muy cumplida manifestación en nuestra ciudad. Además del significado puramente religioso, que hoy prima, en épocas anteriores fué una auténtica «fiesta popular», en la que todo el mundo se echaba a la calle, en una jornada en la que solía ser buena la temperatura, y además de asistir a los oficios religiosos y contemplar el paso de la procesión, con su Cofradía de los Santos Apóstoles revestidos según antiquísima tradición, se divertían con las representaciones teatrales que el Ayuntamiento ofrecía, así como con los desfiles de pantomimas, gigantes, cabezudos y tarascas. Por la tarde había alguna justa de tipo medieval como residuo del predominio caballeresco en la Edad Media. 

De este modo, podemos decir que la fiesta del Corpus alcanzó toda su plenitud en el siglo XVI, época de la que existen muchos datos relativos a su celebración, entre ellos los contratos que hacía el Ayuntamiento a las compañías de comediantes y danzantes para que ejecutaran sus saberes en las calles. En 1586, el Concejo contrató a un tal Angulo, «maestro de hacer comedias», para que se encargara de realizar todo el conjunto de actos profanos que ese día tendrían lugar en Guadalajara: dos representaciones teatrales, en forma de autos sacramentales, y otra de simple devoción; tres entremeses cortos en las calles de la ciudad; una danza de máscaras, y otras cosas. Por todo ello, el Ayuntamiento debía pagar al tal Angulo 150 ducados. Por esos años, el Concejo contrató a dos vecinos de la ciudad (Miguel Zapata y Pedro Palacios) para que por su cuenta montaran la «Historia del Martirio de San Mauricio y el Emperador Maximiano», que además contaría con la presencia de ocho tarascas para que en forma de danza amenizaran la función.

Hoy recordaremos precisamente esa imagen de la tarasca que amenizaba habitualmente las procesiones y representaciones del día del Corpus en toda España, siendo en Madrid muy sonada esta figura, y alcanzando en Guadalajara un relieve primordial. La Tarasca era una máquina de madera montada sobre ruedas, habiendo en su interior uno o varios individuos que la hacían moverse y caminar. Dicen los escritores de la época que representaba al demonio Leviatán, y parece ser que su nombre deriva de la ciudad provenzal de Tarascón, donde según la tradición existió un gran demonio o serpiente a la que venció en lucha Santa Marta. En las procesiones españolas del Corpus salía este armatoste como recuerdo del demonio vencido por la santidad.

El viajero Brunel, en su «Voyage en Espagne» que redactó a partir del que hizo en 1655, describe así la Tarasca que aparecía en la procesión del Corpus de Madrid: «un serpentón de enorme tamaño, con el cuerpo cubierto de escamas, de vientre ancho, larga cola, pies cortos y boca grande y abierta. Pasean por las calles a este espanto de niños, y sus conductores, ocultos bajo el cartón y papel de que se compone, le manejan con tal arte, que quitan los sombreros a los descuidados. Los aldeanos sencillos le tienen mucho miedo, y, cuando los coge, la gente ríe a carcajadas». Era esa la especialidad de la Tarasca de Madrid: coger los sombreros de la gente descuidada, especialmente de los aldeanos que ese día se echaban al camino para acudir a la fiesta más sorprendente de la Corte, que en esa jornada bien podía calificarse «de los milagros».

En Guadalajara, como hemos visto, salían varias tarascas habitualmente. No hemos encontrado descripción concreta de las mismas, pero en cualquier caso representaban lo mismo: culebras o dragones que se entretenían en asustar a la gente, especialmente a la menuda. Una referencia a esta costumbre la encontramos en la biografía que de fray Pedro de Urraca escribió en el siglo XVII el fraile mercedario Felipe Colombo. Dice que cuando el jadraqueño Urraca fue a América, por hacerse el simple aparentó asustarse mucho, como si un niño fuera, de la tarasca que salía en la procesión del Corpus en Lima. Y dice que a pesar de haber visto muchos años salir a la tarasca en las procesiones del Corpus en Guadalajara, aparentó asustarse como de cosa nunca vista.

La tarasca se completaba con otra figura que, sobre un sillón, desfilaba montada encima del artilugio: era la «tarasquilla», y solía ser una chica joven que vestía con cierta extravagancia, pero generalmente sacaba a la calle las últimas modas del vestir y peinar, de forma que todas las mujeres se fijaban en ella, sabiendo cuales serían las tendencias de la moda femenina en los meses siguientes. En los días posteriores a la procesión, peluqueros y sastres no daban a basto haciendo peinados o vestidos que fueran «como los de la tarasquilla», porque así era la costumbre y a todas les gustaba. Venía a ser un anuncio «televisivo» sobre ruedas y en plena procesión del Corpus Christi.

Esa figura de la tarasca, aunque hoy ya no se ve en ninguna de las procesiones del Corpus, era un elemento sustancial de la misma, y durante muchos siglos fue uno de sus atractivos. No el único, pues al menos en Guadalajara la cantidad de comparsas, gigantes y cabezudos, danzantes, botargas, músicos y comediantes que desfilaban por las calles junto a la carroza del Santísimo, sumados a los Apóstoles, a los soldados y a las gentes que representaban al pueblo en los cargos del Concejo, formaban bajo el sol brillante de Castilla un variopinto conjunto que, con los ojos de la imaginación, vemos y añoramos.