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mayo, 1988:

Galápagos y su Castillo de Alcolea

 

Se anima el viajero, en la tarde verde y húmeda de la primavera, a dar un paseo por las riberas silenciosas del río Torote. No está lejos de Guadalajara el valle de este río, que habitualmente baja de las serranías grises del Ocejón, casi huérfano de aguas. Ahora resulta venir sonoro y cuajado. En las orillas nacen los juncos, la hierba cubre las llanadas próximas, y los encinares de las vertientes están como siempre oscuros y rumorosos.

Se llega fácilmente hasta Galápagos, puesta la villa a la orilla derecha del río, bien pavimentada y ordenada, como ya es habitual en los pueblecillos de nuestra provincia. Por todas partes surge el agua, mientras las nubes en lo alto se empujan y de vez en cuando sueltan su mensaje. Antes de entrar al pueblo, vemos el nuevo Camping‑Caravaning que se ha instalado, y que tiene el aspecto de ser muy completo en la oferta de servicios para este tipo de turismo en contacto con la naturaleza. ¿No se ha estado repitiendo durante años que para cuando en Guadalajara la necesaria iniciativa de un Camping? Pues ahí está, el primero.

Galápagos perteneció, desde la época de la Reconquista, a la jurisdicción de la villa de Alcolea de Torote. Junto a ella, fue primero del señorío del Monasterio de La Vid, cercano a Aranda de Duero. Pasó en 1311 a poder de las monjas de Santa Clara de Guadalajara, quienes por no saber gobernarlo lo cedieron a censo al Arzobispado de Toledo, en 1332. Desde entonces Galápagos permaneció en la jurisdicción de dicha villa de Alcolea y en el señorío de los arzobispos toledanos. En 1430 el rey Juan II concedió las tercias reales que debería pagar este pueblo al monasterio de Lupiana. En 1585, Felipe II lo eximió de su ante­rior sometimiento jurisdiccional y señorial, dándola el título de Villa. En 1698, el Concejo vendió la villa a don Juan de Orcasi­tas y Avellaneda, conde de Moriana del Río, en cuya familia permaneció largos años. En 1752 era señorío de doña Violante del Castillo, condesa de Moriana.

El viajero, tras cruzar un puentecillo sobre las alborotadas aguas de un arroyo que baja de las serranías, se adentra por las calles y llega a la plaza mayor, formada de sencillas construc­ciones al­deanas, pero en la que destaca, en su extremo noroeste, el gran palacio de los condes de Moriana, o, como le dicen en el pueblo, de los Villadarias. Se trata de un magnífico ejemplo de palacio barroco, con una fachada de un solo piso, en cuyo centro luce portada tallada en piedra con adornos barrocos y gran escudo nobiliario. A los dos extremos de dicha fachada se levantan sendas torres, en la más oriental de las cuales se ven dos re­lojes tallados: uno de sol y otro de luna, lo cual supone un detalle inusual. El edificio, presenta otros interesantes deta­lles decorativos, a base de escudos, grandes ventanales con rejas de la época, etc. Su interior está muy bien conservado.

La iglesia parroquial tiene la advocación de la Cátedra de San Pedro en Antioquía. Consta del cuerpo del edificio, con gran nave, crucero y ábside. Al exterior muestra una alta torre de fábrica de ladrillo y sillarejo. A mediodía destaca el atrio, formado por seis esbeltos arcos semicirculares sobre apoyos de basas, columnas y bellos capiteles renacentistas. En las enjutas, medallones, y a lo largo de ellas la siguiente inscripción: ES/TA OBR/A SE A/CABO/AÑO/DE MD/XL/AÑOS. Por la época de construcción y el estilo de traza, talla y capiteles, es perfectamente atribui­ble a Pedro de la Riba, maestro que trabajó en varios pueblos de la Alcarria a comienzos del siglo XVI. Cubre este atrio un senci­llo y bello artesonado de la época. El ábside de este templo, a base de arcos de ladrillo ciegos, imitaba la tradición mudéjar de la zona; una reciente restauración lo ha rehecho por completo, desvirtuándolo, de tal modo que para cuantos oyeron hablar del ábside románico‑mudéjar de Galápagos, contemplarlo supone una auténtica decepción, pues parece hecho anteayer mismo. De la Edad Media debe conservar el alma, que ya sabemos que es invisible, porque el cuerpo, sin duda alguna, es bastante moderno. 

Pero volviendo ya de Galápagos nos vamos a encontrar con otra sorpresa que bien merece un reposo. Se trata del antiguo castillo de Alcolea, o ciudadela de origen árabe de Alcolea del Torote, situado en una eminencia del terreno, en forma circular, de meseta muy resaltada, junto a la carretera que va de Torrejón del Rey a El Casar, sobre el valle del Torote. En ese lugar, al que se accede fácilmente a pie, y que cuando el viajero lo visitó estaba totalmente cubierto de hierba, estuvo instalada, desde la primera Edad Media, una ciudadela árabe, que por su primitivo nombre de al‑qula’ya, derivado en época cristiana en alcolea, nos orienta en el sentido de que ya por entonces debía tener un castillo de más o menos envergadura.

Lo que sí sabemos por la historia, es que tras la Reconquis­ta, Alcolea del Torote, como se la conoce por los documentos, fué una importante atalaya rodeada por completo de murallas, y prote­giendo en la falta de su cerro y orillas del río a una población de cierta importancia, que vigilaba un vado del río, donde, como hoy, existiría un puente, y que servía de camino desde las sie­rras al valle del Henares. Ese lugar fué de realengo, teniendo un alfoz propio, con aldeas protegidas. Perteneció desde el siglo XIII al monasterio de la Vid, al monasterio de Santa Clara y de Guadalajara, y finalmente a los arzobispos de Toledo. Se sabe que, llevando una vida progresivamente lánguida, quedó despoblado en el siglo XVII, y poco a poco hundidas sus construcciones, usando sus más nobles piedras para construir en el XVIII el Ayuntamiento de Torrejón del Rey.

Paseando por la altura de su meseta, batida por el viento húmedo de la tarde, y dando vistas a los campos rientes y las grises serranías del norte, hemos encontrado bastantes fragmentos de cerámica que corresponden sin duda a la época árabe y medie­val, con algunos elementos vidriados, pintados y esgrafiados interesantes. Prueba evidente, a pesar de la falta de vestigios arquitectónicos, de que allí existió vida y vivienda. Es un lugar hermoso este del cerro de Alcolea, para dar un paseo, vital y nostálgico, por el recuerdo de la Alcarria y sus historias.

El Obispo albañil, don Juan Díaz de la Guerra

 

Nos encontramos, en este año de 1988, ante la celebración del segundo centenario de la muerte del que fue uno de los reyes españoles de mejor recuerdo y más extraordinaria actividad social y constructiva: Carlos III. En su época surge la Ilustración en España con toda su fuerza, y el país se encuentra inmerso en un proceso de modernización que se transmite a múltiples instancias. Una de ellas ha de ser, incluso, la de los estamentos eclesiásti­cos. Y uno de esos eclesiásticos, ilustrado como el que más, habría de ser el Obispo de Sigüenza don Juan Díaz de la Guerra, de cuya figura queremos ocuparnos en las líneas siguientes, pues bien lo merece lo interesante de su actuación en tierras de la actual provincia de Guadalajara.

La lista de los prelados que la diócesis de Sigüenza ha tenido a lo largo de su anchurosa historia es larga y polifacéti­ca, desde que allá por 1124 don Bernardo de Agen pusiera la espada junto a la mitra y se declarara conquistador a la par que obispo. Desde santos varones a políticos sin escrúpulos; desde historiadores de nota a fervientes aficionados a la construcción y las obras públicas. Han pasado por allá personalidades de todo pelaje.

Dentro del grupo de los benéficos, cabe destacar, como uno de los más activos y dignos de recuerdo, al obispo D. Juan Díaz de la Guerra, que ocupó la silla episcopal seguntina en el último cuarto del siglo XVIII, dejando por la ciudad y su diócesis múltiples huellas de su decidido afán constructor.

Díaz de la Guerra nació en Jerez de la Frontera, en 1726, de una familia de rancio abolengo hidalgo y con muchos haberes pecuniarios. Era, según dicen sus biógrafos, heredero de Cristó­bal Colón, y todos sus ascendientes poseían un largo historial de servicios a la Monarquía y a España. De inteligencia despierta y con gran espíritu de trabajo, estudió en Granada, haciéndose sacerdote, y llegando pronto a diversos puestos en el Cabildo de la iglesia primada, en Toledo. Carlos III le confió una plaza de Auditor de la Sagrada Rota en Roma, obteniendo además la Abadía de la insigne Colegiata de Santa Ana en Barcelona. El mismo monarca, pagado de la valía del Sr. Díaz de la Guerra, le presen­tó para obispo de Palma de Mallorca, cargo que comenzó a ejercer en 1772. Los roces continuos con las gentes isleñas, por cuestión del culto que allí daban a Raimundo Lulio, le hizo desistir de su puesto, en el que ya comenzó a dar señales de su preocupación por las obras públicas, pues aportó más de 30.000 pesos para la habilitación y reforma del puerto de la ciudad de Alcudia.

Nombrado obispo de Sigüenza, hizo su entrada pública en la Ciudad Mitrada el 20 de diciembre de 1778. Ocupó el cargo durante 22 años, pues en él permaneció hasta su muerte en 29 de noviembre de 1800. Aparte de su benéfica y pastoral actuación en todos los frentes de la vida espiritual del Obispado de Sigüenza, la memo­ria de D. Juan Díaz de la Guerra quedará siempre unida a una amplia tarea de promoción y aliento, de ayuda económica y de imaginativa iniciativa, en el campo de las construcciones comuni­tarias y obras públicas.

Aunque sería muy prolijo enumerar, y aún examinar detenida­mente, una por una todas las actuaciones arquitectónicas y cons­tructoras del obispo, una somera relación de ellas prueba con creces el calificativo que para él hemos reservado de el obispo‑ albañil. Quizás sea la más conocida de todas sus obras el barrio de San Roque, en la ciudad de Sigüenza. Lo hizo en 1781, consi­guiendo un ámbito urbano de moldeada hechura barroca, con casas alineadas de gran categoría, un espacio (las ocho esquinas) de gran prestancia, y varias construcciones que completaban el con­junto y avaloraban su utilidad: un cuartel para el Regimiento de la tropa suiza que el Rey Carlos aceptó aunque luego no se utili­zó conforme a lo previsto; un parador amplísimo para viajeros; y el magnífico Colegio de Infantes de Coro, con su portada barroca diseñada por Luís Bernasconi, su patio interior, sus galerías…

En el mismo Sigüenza, Díaz de la Guerra hizo también nota­bles reformas en el castillo‑palacio de los Obispos, hoy ocupado por el Parador Nacional. Levantó un edificio para granero, y sobre él muchas y espaciosas habitaciones; también unas oficinas para el provisorato, e incluso una tahona. En la ciudad inició la construcción de una gran iglesia que sirviera de parroquia para el Arrabal de los labradores, poniéndola por título el de Santia­go, y siendo terminada, ya en el siglo XIX, por el Obispo Sr. Fraile.

En las cercanías de Sigüenza, y recién ocupado el sillón episcopal, en 1779, puso en marcha la que desde entonces se llama Obra del Obispo, consistente en una gran huerta, unos dos kilóme­tros río arriba, en la orilla izquierda del Henares, conformando un cuadrado perfecto, en el que cabían cien fanegas de sembradu­ra, y cuyo coste fué de más de un millón de reales. Puso alrede­dor unas tapias tan fuertes y vistosas  ‑dicen los cronistas‑  que excedían a las de los Sitios Reales, levantando dos puertas de entrada (a poniente y mediodía) estilo barroco y rejas de magnífico diseño, decorando las tapias con pinturas imitando columnas y pilastras salomónicas, y colocando sendas fuentes en la parte norte y sur del recinto, de manera que el agua que de ellas manaba surgía para uso de viandantes y luego caía dentro de la huerta para llenar dos estanques y regar el suelo. Dentro de la huerta plantó 3000 moreras, sembrando también alfalfa, maíz, gualda, rubia, alazor y otras simientes. Al construir el ferroca­rril de Madrid a Barcelona, se inutilizó la parte norte de la Huerta, desmontando la fuente y tapia de aquel extremo. Hoy han levantado en su interior un moderno edificio los religiosos Maristas.

Por el resto de la diócesis expresó también D. Juan Díaz de la Guerra su ímpetu constructor. Un fuego violentísimo, propagado desde el inmediato pinar, destruyó por completo en 1796 el pue­blecito de Iniéstola, siendo reconstruido íntegramente por el prelado. En Jubera, a orillas del Jalón, y cinco leguas al este de Sigüenza, poseían los obispos seguntinos una heredad con ermita y restos de castillo, pero improductiva. Este prelado levantó la iglesia y construyó un pueblo con 24 cómodos y amplios edificios, todo ello bien urbanizado, colocando en medio, y junto al camino real, un mesón para los viajeros. En Molina de Aragón, en el barrio de San Francisco, mandó levantar una magnífica y típica «casona» para que en ella se alojaran los administradores de los bienes de la Mitra en el señorío molinés. Aún llegó su celo al extremo de poner en marcha fábricas diversas, como la de papel en Gárgoles de Abajo, donando en 1793 todas las rentas de la productiva industria al Hospital de San Mateo.

En cuanto a obras públicas, es de destacar también cómo se ofreció, e inició, la construcción del camino que hiciera cómodo el acceso a Sigüenza desde el camino real de Aragón, que cruzaba por las altas mesetas de Algora y Alcolea. El mandó tender puen­tes y allanar sendas, haciendo la base de lo que hoy es carretera desde Medinaceli, por Horna, a Sigüenza, y hasta Almadrones por La Cabrera, Aragoza, Mandayona y Mirabueno.

El escudo de D. Juan Díaz de la Guerra, consistente en un óvalo mostrando cuatro soles y cinco flores de lis, con bordura de aspas y castillos, aparece hoy todavía en muchas de las cons­trucciones que este prelado mandó levantar. Su espíritu ilustra­do, de auténtico deseo de mejorar las condiciones de vida del pueblo, quedará siempre como un ejemplo preclaro de su época, y las huellas del «obispo‑albañil» que dan un carácter tan peculiar a la ciudad y diócesis seguntina, permanecerán durante siglos. Es un recuerdo más de ese «Siglo de las Luces» que bajo el cetro de Carlos III llenó hace ahora 200 años de dinamismo y modernidad a España.

La casa del Doncel sufre un atentado

 

Aunque el título de nuestro «Glosario» de hoy pueda ser un tanto alarmante, por desgracia debo comenzar diciendo que no he exagerado nada. Atentado es toda aquélla actividad que se realiza, por el procedimiento que sea, «contra alguien o contra algo». La intención de lo que se ha hecho en la casa de Doncel de Sigüenza, por muy buena intención que se llevara en un principio, ha resultado finalmente un atentado, pues ha ido «contra» ella, y no a favor de ella, eso es evidente.

En una campaña que el anterior Ayuntamiento de Sigüenza llevó a cabo, de información y facilidad al turista para reconocer los monumentos y entornos más importantes de la Ciudad Mitrada, se procedió a la realización de unas placas en cerámica blanca, con letreros en azul, el escudo de la ciudad, y unos marcos de hierro forjado. Esas placas se colocaron, inmediatamente, sobre los referidos monumentos. Y lo que en otro contexto hubiera quedado hecho una preciosidad, hay que reconocer que, en la mayoría de los casos, ha quedado hecho un auténtico pegote, pues sobre las homogéneas superficies pétreas y doradas de los edificios seguntinos (sobre el Ayuntamiento, sobre las casas de los canónigos, sobre los pilares de la Alameda, o sobre el mismo castillo) la mancha blanquinegra de esas placas hieren desde lejos el conjunto, y agreden, al menos visualmente, la entereza y prestancia de sus siluetas.

Pero una de esas placas ha ido algo más allá que a la agresión visual: la placa puesta sobre la fachada principal de la Casa del Doncel, en la plazuela de su nombre, en la parte alta del burgo medieval seguntino, ha tenido que encontrar, a duras penas, un hueco entre todos los elementos de arte y arquitectura que conforman el monumento, y allí donde hubo un espacio mínimo para ella, y tras horadar la piedra con los imprescindibles tornillos para fijarla, ha quedado rasgando el ámbito severo, ocre y silencioso de la plaza con su grito blanco, su descarado reclamo de algo que no lo necesita, y su información exagerada y superflua: «CASA del DONCEL ‑ Época: Siglo XV ‑ Constructores: los próceres Bedmar».

¿Era realmente necesario agredir visualmente la estampa de la Casa del Doncel para decir que lo es? ¿Era, además, impres­cindible lesionarla y deteriorarla para clavar en sus muros esa placa de cerámica blanca? 

Aun cuando, repito, la generalidad de las placas informativas que se han puesto a los monumentos de Sigüenza son innecesarias, y en su mayoría violentan su aspecto y le degradan, algunas realmente se han excedido en el pecado, y no les queda otra alternativa que la de desaparecer cuanto antes. ¿No es realmente ridículo que un cartel atornillado a una esquina del castillo seguntino, al que hay que acercarse a escasos metros para poder leerlo, y tras haber dejado el monumento en la retina del visitante su imagen espléndida y paradigmática, le informe de que «Esto es el Castillo de Sigüenza”? Peor aún es lo de la Casa del Doncel. Cuando el Ayuntamiento de Sigüenza ha dado una muestra de exquisita sensibilidad hacia su patrimonio, y hacia la función que realmente debe cumplir el Concejo de una ciudad que es única en el mundo por su riqueza monumental e histórica, comprando para la comunidad del burgo esa Casa donceliana que estaba en venta, debería completar esa buena imagen de sensibilidad y buen criterio quitando lo antes posible esa placa que hiere, que atraviesa, las venerables piedras de tan singular edificio. La Ciudad y cuantos la amamos en su medida justa, se lo agradeceremos eternamente.

Tres iglesias románicas de Atienza, en peligro

 

Se vuelve a Atienza, una y otra vez, aunque sólo sea por tener de nuevo la sensación de plenitud, de gozo posesivo, de felicidad auténtica, que da el contemplar en la lejanía el penacho de rocas y edificios que conforma esta noble villa castellana. Subiendo la cuesta que lleva desde fuera de la muralla a las plazas interiores, el viajero va descubriendo las huellas del pasado. (Otras veces descubre las huellas del presente, como esa «Posada del Cordón», que ha surgido ex novo donde antes hubo un venerable edificio, y después un vacío solar. Y ahora «eso» que resiste a toda calificación).

Pero vamos de iglesias. En Atienza, donde allá por el siglo XIV existían docena y media de templos, y un Cabildo eclesiástico poblado de más de un centenar de individuos, quedan aún los vestigios más o menos aparentes de siete edificios religiosos, la mayoría de ellos de época románica. A tres de ellos nos dirigimos, por recordar sus detalles, por degustar sus maravillas ornamentales, su estructura, el encanto de sus ámbitos o entornos. Por ver si es cierto eso de que andan sobreviviendo, simplemente.

Por ejemplo: la Trinidad. Al final de la calle Cervantes, que es la que surge desde la plaza del Trigo en dirección al castillo, y tras ver las balconadas severas, los escudos de los Montero, de los Elgueta y de los Manrrique, tras pasar la mole sonriente de la «casa del abad de la Caballada», aparece ese ábside monumental y sonoro, en el que capiteles e impostas compiten por entregarnos la flor más rara, la curva más perfecta. Esta iglesia, que aparte de su cabecera románica, tiene muchas otras singularidades del arte pretérito, tras haber recibido la imprescindible restauración de su torre, ahora hace aguas por varias zonas del tejado: el párroco eleva no ya preces a Dios, que le tiene a favor siempre, sino solicitudes a los ministerios y las consejerías, para que le lleven algunos dineros con que tapar esos agujeros. Son para todos, porque de todos son estos templos antiguos. A ver si le hacen caso, y se ponen pronto a retejar y proteger humedades.

Otro ejemplo: San Bartolomé. Ya en la parte baja y septentrional de la villa, aislada y encantadora como una flor en un prado, surge la iglesia románica de San Bartolomé, precedida de un ámbito verdeante y arbolado, rodeado de una fuerte valla de piedra y de hierro. El atrio porticado con sus arcadas semicirculares, su portalón también románico con esculturas, trazados geométricos y múltiples  ofertas ornamentales, es la delicia final del viajero. En su interior, donde se guarda, en capilla recargada y barroca al Santo Cristo de Atienza, son amenazantes las muestras de pre‑ruina. En la sacristía hay cascotes derribados del techo, y en el muro norte la hendidura que se abrió hace años y que sigue creciendo, amenaza con echar al suelo este soberbio ejemplo de la arquitectura medieval. Se pidió, se obtuvo, y se concedió un presupuesto para arreglarla. Nunca llegaron los operarios. Nadie abrió la puerta para decir: «Aquí estamos. Venimos a arreglar San Bartolomé». Aquello sigue, pues, profetizando su hundimiento.

Un tercer caso: la ermita del Val. Lejos ya de Atienza, junto al camino que venía de Burgos, de Soria, de la vieja Castilla, la primera estación pía de la villa era este templo, grande como una iglesia, pero siempre con el calificativo mínimo de ermita. Se trata de un ejemplar soberbio de la arquitectura románica: en su portada sobre todo, se explaya la hermosura y el donaire, la imaginación y el guiño de los tallistas medievales. En la arquivolta interna de la puerta principal, semicircular, rodeando al exento baquetón una decena de figurillas se contorsionan en un doblez imposible, retorciéndose sobre sus espaldas y poniendo de este modo sus pies sobre las cabezas. Hay hombres y mujeres. Moros y cristianos. Tristes y alegres. Una corte de los milagros que puede decirse única en todo el románico español. Al Val un buen día le salieron grietas, se pidió ayuda, se concedió, vinieron los obreros a empezar el arreglo, desmontaron las tejas, desarmaron el tejado…. y ahí se acabó todo. Desde el pasado otoño todo está paralizado, el agua y la nieve colándose al iluminado interior. Y llamando, con mayores voces que antes, a la ruina definitiva.

Tres ejemplos que hemos encontrado en Atienza. Hace unos días. Tres despropósitos que costaría trabajo creer si no los hubiéramos visto directamente. Tres puntos por donde nuestro patrimonio monumental, tan rico y prodigioso, hace aguas y puede hacer, en un futuro, bastante ruido (el del hundimiento). Seguro que son solo detalles, pequeños, administrativos. Algún insignificante problema burocrático que se resolverá en un suspiro. Todo por conseguir que Atienza se salve. Que aunque ahora ya sea un rincón serrano y último al que solo van turistas los domingos, tenga en su dignidad de siglos el acicale que merece, el barniz de pulcritud que nuestro país, en conjunto, necesita que esos pequeños lugares le confieran. Las iglesias románicas son también necesarias en este fin de siglo. El Mercado Común, las Olimpiadas de Barcelona y la Expo’92 no serían lo mismo, es indudable, si faltasen la Trinidad, San Bartolomé y el Val de Atienza.