Galápagos y su Castillo de Alcolea

viernes, 27 mayo 1988 1 Por Herrera Casado

 

Se anima el viajero, en la tarde verde y húmeda de la primavera, a dar un paseo por las riberas silenciosas del río Torote. No está lejos de Guadalajara el valle de este río, que habitualmente baja de las serranías grises del Ocejón, casi huérfano de aguas. Ahora resulta venir sonoro y cuajado. En las orillas nacen los juncos, la hierba cubre las llanadas próximas, y los encinares de las vertientes están como siempre oscuros y rumorosos.

Se llega fácilmente hasta Galápagos, puesta la villa a la orilla derecha del río, bien pavimentada y ordenada, como ya es habitual en los pueblecillos de nuestra provincia. Por todas partes surge el agua, mientras las nubes en lo alto se empujan y de vez en cuando sueltan su mensaje. Antes de entrar al pueblo, vemos el nuevo Camping‑Caravaning que se ha instalado, y que tiene el aspecto de ser muy completo en la oferta de servicios para este tipo de turismo en contacto con la naturaleza. ¿No se ha estado repitiendo durante años que para cuando en Guadalajara la necesaria iniciativa de un Camping? Pues ahí está, el primero.

Galápagos perteneció, desde la época de la Reconquista, a la jurisdicción de la villa de Alcolea de Torote. Junto a ella, fue primero del señorío del Monasterio de La Vid, cercano a Aranda de Duero. Pasó en 1311 a poder de las monjas de Santa Clara de Guadalajara, quienes por no saber gobernarlo lo cedieron a censo al Arzobispado de Toledo, en 1332. Desde entonces Galápagos permaneció en la jurisdicción de dicha villa de Alcolea y en el señorío de los arzobispos toledanos. En 1430 el rey Juan II concedió las tercias reales que debería pagar este pueblo al monasterio de Lupiana. En 1585, Felipe II lo eximió de su ante­rior sometimiento jurisdiccional y señorial, dándola el título de Villa. En 1698, el Concejo vendió la villa a don Juan de Orcasi­tas y Avellaneda, conde de Moriana del Río, en cuya familia permaneció largos años. En 1752 era señorío de doña Violante del Castillo, condesa de Moriana.

El viajero, tras cruzar un puentecillo sobre las alborotadas aguas de un arroyo que baja de las serranías, se adentra por las calles y llega a la plaza mayor, formada de sencillas construc­ciones al­deanas, pero en la que destaca, en su extremo noroeste, el gran palacio de los condes de Moriana, o, como le dicen en el pueblo, de los Villadarias. Se trata de un magnífico ejemplo de palacio barroco, con una fachada de un solo piso, en cuyo centro luce portada tallada en piedra con adornos barrocos y gran escudo nobiliario. A los dos extremos de dicha fachada se levantan sendas torres, en la más oriental de las cuales se ven dos re­lojes tallados: uno de sol y otro de luna, lo cual supone un detalle inusual. El edificio, presenta otros interesantes deta­lles decorativos, a base de escudos, grandes ventanales con rejas de la época, etc. Su interior está muy bien conservado.

La iglesia parroquial tiene la advocación de la Cátedra de San Pedro en Antioquía. Consta del cuerpo del edificio, con gran nave, crucero y ábside. Al exterior muestra una alta torre de fábrica de ladrillo y sillarejo. A mediodía destaca el atrio, formado por seis esbeltos arcos semicirculares sobre apoyos de basas, columnas y bellos capiteles renacentistas. En las enjutas, medallones, y a lo largo de ellas la siguiente inscripción: ES/TA OBR/A SE A/CABO/AÑO/DE MD/XL/AÑOS. Por la época de construcción y el estilo de traza, talla y capiteles, es perfectamente atribui­ble a Pedro de la Riba, maestro que trabajó en varios pueblos de la Alcarria a comienzos del siglo XVI. Cubre este atrio un senci­llo y bello artesonado de la época. El ábside de este templo, a base de arcos de ladrillo ciegos, imitaba la tradición mudéjar de la zona; una reciente restauración lo ha rehecho por completo, desvirtuándolo, de tal modo que para cuantos oyeron hablar del ábside románico‑mudéjar de Galápagos, contemplarlo supone una auténtica decepción, pues parece hecho anteayer mismo. De la Edad Media debe conservar el alma, que ya sabemos que es invisible, porque el cuerpo, sin duda alguna, es bastante moderno. 

Pero volviendo ya de Galápagos nos vamos a encontrar con otra sorpresa que bien merece un reposo. Se trata del antiguo castillo de Alcolea, o ciudadela de origen árabe de Alcolea del Torote, situado en una eminencia del terreno, en forma circular, de meseta muy resaltada, junto a la carretera que va de Torrejón del Rey a El Casar, sobre el valle del Torote. En ese lugar, al que se accede fácilmente a pie, y que cuando el viajero lo visitó estaba totalmente cubierto de hierba, estuvo instalada, desde la primera Edad Media, una ciudadela árabe, que por su primitivo nombre de al‑qula’ya, derivado en época cristiana en alcolea, nos orienta en el sentido de que ya por entonces debía tener un castillo de más o menos envergadura.

Lo que sí sabemos por la historia, es que tras la Reconquis­ta, Alcolea del Torote, como se la conoce por los documentos, fué una importante atalaya rodeada por completo de murallas, y prote­giendo en la falta de su cerro y orillas del río a una población de cierta importancia, que vigilaba un vado del río, donde, como hoy, existiría un puente, y que servía de camino desde las sie­rras al valle del Henares. Ese lugar fué de realengo, teniendo un alfoz propio, con aldeas protegidas. Perteneció desde el siglo XIII al monasterio de la Vid, al monasterio de Santa Clara y de Guadalajara, y finalmente a los arzobispos de Toledo. Se sabe que, llevando una vida progresivamente lánguida, quedó despoblado en el siglo XVII, y poco a poco hundidas sus construcciones, usando sus más nobles piedras para construir en el XVIII el Ayuntamiento de Torrejón del Rey.

Paseando por la altura de su meseta, batida por el viento húmedo de la tarde, y dando vistas a los campos rientes y las grises serranías del norte, hemos encontrado bastantes fragmentos de cerámica que corresponden sin duda a la época árabe y medie­val, con algunos elementos vidriados, pintados y esgrafiados interesantes. Prueba evidente, a pesar de la falta de vestigios arquitectónicos, de que allí existió vida y vivienda. Es un lugar hermoso este del cerro de Alcolea, para dar un paseo, vital y nostálgico, por el recuerdo de la Alcarria y sus historias.