El Obispo albañil, don Juan Díaz de la Guerra
Nos encontramos, en este año de 1988, ante la celebración del segundo centenario de la muerte del que fue uno de los reyes españoles de mejor recuerdo y más extraordinaria actividad social y constructiva: Carlos III. En su época surge la Ilustración en España con toda su fuerza, y el país se encuentra inmerso en un proceso de modernización que se transmite a múltiples instancias. Una de ellas ha de ser, incluso, la de los estamentos eclesiásticos. Y uno de esos eclesiásticos, ilustrado como el que más, habría de ser el Obispo de Sigüenza don Juan Díaz de la Guerra, de cuya figura queremos ocuparnos en las líneas siguientes, pues bien lo merece lo interesante de su actuación en tierras de la actual provincia de Guadalajara.
La lista de los prelados que la diócesis de Sigüenza ha tenido a lo largo de su anchurosa historia es larga y polifacética, desde que allá por 1124 don Bernardo de Agen pusiera la espada junto a la mitra y se declarara conquistador a la par que obispo. Desde santos varones a políticos sin escrúpulos; desde historiadores de nota a fervientes aficionados a la construcción y las obras públicas. Han pasado por allá personalidades de todo pelaje.
Dentro del grupo de los benéficos, cabe destacar, como uno de los más activos y dignos de recuerdo, al obispo D. Juan Díaz de la Guerra, que ocupó la silla episcopal seguntina en el último cuarto del siglo XVIII, dejando por la ciudad y su diócesis múltiples huellas de su decidido afán constructor.
Díaz de la Guerra nació en Jerez de la Frontera, en 1726, de una familia de rancio abolengo hidalgo y con muchos haberes pecuniarios. Era, según dicen sus biógrafos, heredero de Cristóbal Colón, y todos sus ascendientes poseían un largo historial de servicios a la Monarquía y a España. De inteligencia despierta y con gran espíritu de trabajo, estudió en Granada, haciéndose sacerdote, y llegando pronto a diversos puestos en el Cabildo de la iglesia primada, en Toledo. Carlos III le confió una plaza de Auditor de la Sagrada Rota en Roma, obteniendo además la Abadía de la insigne Colegiata de Santa Ana en Barcelona. El mismo monarca, pagado de la valía del Sr. Díaz de la Guerra, le presentó para obispo de Palma de Mallorca, cargo que comenzó a ejercer en 1772. Los roces continuos con las gentes isleñas, por cuestión del culto que allí daban a Raimundo Lulio, le hizo desistir de su puesto, en el que ya comenzó a dar señales de su preocupación por las obras públicas, pues aportó más de 30.000 pesos para la habilitación y reforma del puerto de la ciudad de Alcudia.
Nombrado obispo de Sigüenza, hizo su entrada pública en la Ciudad Mitrada el 20 de diciembre de 1778. Ocupó el cargo durante 22 años, pues en él permaneció hasta su muerte en 29 de noviembre de 1800. Aparte de su benéfica y pastoral actuación en todos los frentes de la vida espiritual del Obispado de Sigüenza, la memoria de D. Juan Díaz de la Guerra quedará siempre unida a una amplia tarea de promoción y aliento, de ayuda económica y de imaginativa iniciativa, en el campo de las construcciones comunitarias y obras públicas.
Aunque sería muy prolijo enumerar, y aún examinar detenidamente, una por una todas las actuaciones arquitectónicas y constructoras del obispo, una somera relación de ellas prueba con creces el calificativo que para él hemos reservado de el obispo‑ albañil. Quizás sea la más conocida de todas sus obras el barrio de San Roque, en la ciudad de Sigüenza. Lo hizo en 1781, consiguiendo un ámbito urbano de moldeada hechura barroca, con casas alineadas de gran categoría, un espacio (las ocho esquinas) de gran prestancia, y varias construcciones que completaban el conjunto y avaloraban su utilidad: un cuartel para el Regimiento de la tropa suiza que el Rey Carlos aceptó aunque luego no se utilizó conforme a lo previsto; un parador amplísimo para viajeros; y el magnífico Colegio de Infantes de Coro, con su portada barroca diseñada por Luís Bernasconi, su patio interior, sus galerías…
En el mismo Sigüenza, Díaz de la Guerra hizo también notables reformas en el castillo‑palacio de los Obispos, hoy ocupado por el Parador Nacional. Levantó un edificio para granero, y sobre él muchas y espaciosas habitaciones; también unas oficinas para el provisorato, e incluso una tahona. En la ciudad inició la construcción de una gran iglesia que sirviera de parroquia para el Arrabal de los labradores, poniéndola por título el de Santiago, y siendo terminada, ya en el siglo XIX, por el Obispo Sr. Fraile.
En las cercanías de Sigüenza, y recién ocupado el sillón episcopal, en 1779, puso en marcha la que desde entonces se llama Obra del Obispo, consistente en una gran huerta, unos dos kilómetros río arriba, en la orilla izquierda del Henares, conformando un cuadrado perfecto, en el que cabían cien fanegas de sembradura, y cuyo coste fué de más de un millón de reales. Puso alrededor unas tapias tan fuertes y vistosas ‑dicen los cronistas‑ que excedían a las de los Sitios Reales, levantando dos puertas de entrada (a poniente y mediodía) estilo barroco y rejas de magnífico diseño, decorando las tapias con pinturas imitando columnas y pilastras salomónicas, y colocando sendas fuentes en la parte norte y sur del recinto, de manera que el agua que de ellas manaba surgía para uso de viandantes y luego caía dentro de la huerta para llenar dos estanques y regar el suelo. Dentro de la huerta plantó 3000 moreras, sembrando también alfalfa, maíz, gualda, rubia, alazor y otras simientes. Al construir el ferrocarril de Madrid a Barcelona, se inutilizó la parte norte de la Huerta, desmontando la fuente y tapia de aquel extremo. Hoy han levantado en su interior un moderno edificio los religiosos Maristas.
Por el resto de la diócesis expresó también D. Juan Díaz de la Guerra su ímpetu constructor. Un fuego violentísimo, propagado desde el inmediato pinar, destruyó por completo en 1796 el pueblecito de Iniéstola, siendo reconstruido íntegramente por el prelado. En Jubera, a orillas del Jalón, y cinco leguas al este de Sigüenza, poseían los obispos seguntinos una heredad con ermita y restos de castillo, pero improductiva. Este prelado levantó la iglesia y construyó un pueblo con 24 cómodos y amplios edificios, todo ello bien urbanizado, colocando en medio, y junto al camino real, un mesón para los viajeros. En Molina de Aragón, en el barrio de San Francisco, mandó levantar una magnífica y típica «casona» para que en ella se alojaran los administradores de los bienes de la Mitra en el señorío molinés. Aún llegó su celo al extremo de poner en marcha fábricas diversas, como la de papel en Gárgoles de Abajo, donando en 1793 todas las rentas de la productiva industria al Hospital de San Mateo.
En cuanto a obras públicas, es de destacar también cómo se ofreció, e inició, la construcción del camino que hiciera cómodo el acceso a Sigüenza desde el camino real de Aragón, que cruzaba por las altas mesetas de Algora y Alcolea. El mandó tender puentes y allanar sendas, haciendo la base de lo que hoy es carretera desde Medinaceli, por Horna, a Sigüenza, y hasta Almadrones por La Cabrera, Aragoza, Mandayona y Mirabueno.
El escudo de D. Juan Díaz de la Guerra, consistente en un óvalo mostrando cuatro soles y cinco flores de lis, con bordura de aspas y castillos, aparece hoy todavía en muchas de las construcciones que este prelado mandó levantar. Su espíritu ilustrado, de auténtico deseo de mejorar las condiciones de vida del pueblo, quedará siempre como un ejemplo preclaro de su época, y las huellas del «obispo‑albañil» que dan un carácter tan peculiar a la ciudad y diócesis seguntina, permanecerán durante siglos. Es un recuerdo más de ese «Siglo de las Luces» que bajo el cetro de Carlos III llenó hace ahora 200 años de dinamismo y modernidad a España.
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