Tres iglesias románicas de Atienza, en peligro

jueves, 5 mayo 1988 0 Por Herrera Casado

 

Se vuelve a Atienza, una y otra vez, aunque sólo sea por tener de nuevo la sensación de plenitud, de gozo posesivo, de felicidad auténtica, que da el contemplar en la lejanía el penacho de rocas y edificios que conforma esta noble villa castellana. Subiendo la cuesta que lleva desde fuera de la muralla a las plazas interiores, el viajero va descubriendo las huellas del pasado. (Otras veces descubre las huellas del presente, como esa «Posada del Cordón», que ha surgido ex novo donde antes hubo un venerable edificio, y después un vacío solar. Y ahora «eso» que resiste a toda calificación).

Pero vamos de iglesias. En Atienza, donde allá por el siglo XIV existían docena y media de templos, y un Cabildo eclesiástico poblado de más de un centenar de individuos, quedan aún los vestigios más o menos aparentes de siete edificios religiosos, la mayoría de ellos de época románica. A tres de ellos nos dirigimos, por recordar sus detalles, por degustar sus maravillas ornamentales, su estructura, el encanto de sus ámbitos o entornos. Por ver si es cierto eso de que andan sobreviviendo, simplemente.

Por ejemplo: la Trinidad. Al final de la calle Cervantes, que es la que surge desde la plaza del Trigo en dirección al castillo, y tras ver las balconadas severas, los escudos de los Montero, de los Elgueta y de los Manrrique, tras pasar la mole sonriente de la «casa del abad de la Caballada», aparece ese ábside monumental y sonoro, en el que capiteles e impostas compiten por entregarnos la flor más rara, la curva más perfecta. Esta iglesia, que aparte de su cabecera románica, tiene muchas otras singularidades del arte pretérito, tras haber recibido la imprescindible restauración de su torre, ahora hace aguas por varias zonas del tejado: el párroco eleva no ya preces a Dios, que le tiene a favor siempre, sino solicitudes a los ministerios y las consejerías, para que le lleven algunos dineros con que tapar esos agujeros. Son para todos, porque de todos son estos templos antiguos. A ver si le hacen caso, y se ponen pronto a retejar y proteger humedades.

Otro ejemplo: San Bartolomé. Ya en la parte baja y septentrional de la villa, aislada y encantadora como una flor en un prado, surge la iglesia románica de San Bartolomé, precedida de un ámbito verdeante y arbolado, rodeado de una fuerte valla de piedra y de hierro. El atrio porticado con sus arcadas semicirculares, su portalón también románico con esculturas, trazados geométricos y múltiples  ofertas ornamentales, es la delicia final del viajero. En su interior, donde se guarda, en capilla recargada y barroca al Santo Cristo de Atienza, son amenazantes las muestras de pre‑ruina. En la sacristía hay cascotes derribados del techo, y en el muro norte la hendidura que se abrió hace años y que sigue creciendo, amenaza con echar al suelo este soberbio ejemplo de la arquitectura medieval. Se pidió, se obtuvo, y se concedió un presupuesto para arreglarla. Nunca llegaron los operarios. Nadie abrió la puerta para decir: «Aquí estamos. Venimos a arreglar San Bartolomé». Aquello sigue, pues, profetizando su hundimiento.

Un tercer caso: la ermita del Val. Lejos ya de Atienza, junto al camino que venía de Burgos, de Soria, de la vieja Castilla, la primera estación pía de la villa era este templo, grande como una iglesia, pero siempre con el calificativo mínimo de ermita. Se trata de un ejemplar soberbio de la arquitectura románica: en su portada sobre todo, se explaya la hermosura y el donaire, la imaginación y el guiño de los tallistas medievales. En la arquivolta interna de la puerta principal, semicircular, rodeando al exento baquetón una decena de figurillas se contorsionan en un doblez imposible, retorciéndose sobre sus espaldas y poniendo de este modo sus pies sobre las cabezas. Hay hombres y mujeres. Moros y cristianos. Tristes y alegres. Una corte de los milagros que puede decirse única en todo el románico español. Al Val un buen día le salieron grietas, se pidió ayuda, se concedió, vinieron los obreros a empezar el arreglo, desmontaron las tejas, desarmaron el tejado…. y ahí se acabó todo. Desde el pasado otoño todo está paralizado, el agua y la nieve colándose al iluminado interior. Y llamando, con mayores voces que antes, a la ruina definitiva.

Tres ejemplos que hemos encontrado en Atienza. Hace unos días. Tres despropósitos que costaría trabajo creer si no los hubiéramos visto directamente. Tres puntos por donde nuestro patrimonio monumental, tan rico y prodigioso, hace aguas y puede hacer, en un futuro, bastante ruido (el del hundimiento). Seguro que son solo detalles, pequeños, administrativos. Algún insignificante problema burocrático que se resolverá en un suspiro. Todo por conseguir que Atienza se salve. Que aunque ahora ya sea un rincón serrano y último al que solo van turistas los domingos, tenga en su dignidad de siglos el acicale que merece, el barniz de pulcritud que nuestro país, en conjunto, necesita que esos pequeños lugares le confieran. Las iglesias románicas son también necesarias en este fin de siglo. El Mercado Común, las Olimpiadas de Barcelona y la Expo’92 no serían lo mismo, es indudable, si faltasen la Trinidad, San Bartolomé y el Val de Atienza.