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septiembre, 1983:

Santa Teresa y Pastrana

 

Una de las figuras más universales de la Iglesia, y al tiem­po de las más hondamente hispánicas, es sin duda Teresa de Cepeda y Úbeda, que subió a los altares con el titulo de San­ta Teresa de Jesús, y que fue proclamada Doctora de la Igle­sia en nuestro siglo. De la santa abulense, abogada celeste de los escritores, cima insuperable de la literatura hispana, carácter entrañable y arrollador, también saben las alcarrias. Porque du­rante un pequeño instante de su vida -los tres meses del verano de 1569-, vivió en Pastrana y captó allá los paisajes, los persona­jes, las intrigas y los calores de nuestra tierra. Recordemos, aho­ra, en breve paso, esa andanza pastranera de Santa Teresa.

En su rincón de Toledo, allá por la Pascua del Espíritu Santo, le llega a Teresa una carta de doña Ana de la Cerda y Mendo­za, princesa de Éboli y duquesa de Pastrana. Con su letra ner­viosa, e imperante, la recuerda promesa hecha tiempo atrás: la pide que vaya a Pastrana, que llegó la hora de fundar allá un nuevo convento. La santa queda indecisa: está cansada de todo un año gobernando el nacer de la casa de Toledo. Pero los duques están poniendo los basa­mentos de una gran ciudad en plena Alcarria: tras elevar el palacio, poner fábricas, distribuir moriscos en las huertas y a traer­se una pequeña corte de hidal­gos, don Ruy Gómez de Silva y su mujer quieren poner a su do­minio el brillo de una fundación carmelitana.

Santa Teresa consulta al con­fesor, y Dios habla por su boca: de parte de Nuestro Señor, que no dejase de ir, que a más iba que a aquella fundación. Y sin conocer la clave de la promesa inicia su camino. Ya en Madrid, y en una casa franciscana que regenta Leonor de Mascareñas Teresa cruzará su senda con la de un hombre muy valioso, Am­brosio Mariano: un ingeniero, sabio y virtuoso italiano, que an­daba desde años antes haciendo eremitismo por aquí y allá, y que acudía también a Pastrana a ha­cerse cargo de una ermita, la de San Pedro, rodeada de cuevas y espesura, que el duque Gómez de Silva le había prometido para instalar allí su refugio de ora­ción.

Enseguida comprendió Tere­sa el mensaje divino. Su deseo, ya antiguo, de alentar la refor­ma carmelitana entre los hom­bres, podría encauzarse a través de éste. Con una charla, breve y profunda, creó en el alma de Ambrosio el deseo de acogerse a la regla del Carmen. Y hacerlo en su pureza primitiva, en la reforma que Teresa llevaba ins­taurando por Castilla entre las mujeres. Dos espíritus empren­dedores y animosos acabaron por cruzar sus manos. En Pastra­na, unas jornadas después, se pondría en marcha la operación. Les acompañaban, a ella, dos monjas, y a él otro hermano mancebo, llamado fray Juan de la Miseria gran siervo de Dios y muy simple en las cosas del mundo.

La plaza de armas, delante de la escurialense fachada del pa­lacio ducal, reverberaba de luz: el tono dorado de la piedra ce­gaba a los caminantes. Los escu­dos de Mendoza y Silva se alza­ban serenos sobre la portada del caserón: hallé allá a la princesa y al príncipe Ruy Gómez, que me hicieron muy buen acogimiento. Reservaron lo mejor de la casa para la santa: todavía andaba doña Ana con obras de reforma y ampliación, porque la parecía pequeño su refugio alcarreño. Y en un aposento apartado pusie­ron a Teresa, que pasó enseguida a tratar de las condiciones de su fundación.

Durante un par de meses, y a conversación diaria, no hubo forma de llegar a un acuerdo. La severidad y pulcritud de la san­ta, chocaba con las formas exce­sivamente mundanas de ver las cosas la princesa. ¿Asuntos de dinero, de jurisdicciones, de pre­eminencias? Teresa no veía sa­lida a tantas cuestiones, y ansí me determiné a venir de allí sin fundar antes de hacerlo. Pero in­tervino el duque: Ruy Gómez, a quien la santa califica de hom­bre cuerdo en alto grado, consi­guió que doña Ana cediera. Y el convento de monjas obtuvo la mutua luz verde para su existen­cia. Quizás la transigencia de la monja se hizo más fácil pensan­do en su deseo de ver fundado, también en Pastrana, y al mismo tiempo, su primer monasterio varonil de la Reforma. A eso iba.

El 9 de julio de 1569, se abrió con solemne ceremonia el Con­vento de San José en Pastrana. En la parte baja de la villa, una iglesia estrecha y un acumulo de edificios antiguos daban cobijo a la primitiva comunidad de unas pocas monjas. Los temores de Santa Teresa se vieron con­firmados poco después. La ines­perada muerte del duque Gómez de Silva llevó a su viuda, la tuerta doña Ana, a entrar en el convento y allí querer pasar el resto de sus días en hábito de penitente dueña: pero los áni­mos píos la duraron poco, y enseguida pidió sirvientes, necesi­tó cortejos y organizó algún que otro escándalo. Teresa decidió con juicio: antes perder un con­vento que el crédito de toda su obra. Y cerró la casa pastranera, llevándose una noche, sobre un carro, monjas y enseres a Sego­via. En 1574. Cinco años duró el experimento. El convento sigue en pie, hoy ocupado de monjas concepcionistas, y respirando el continuo perfume que dejó la Santa andariega por la trocha polvorienta de la Alcarria.

Por aquellos días, salió ade­lante el otro propósito que ani­maba a la Madre. La fundación de frailes, en lo que por enton­ces era una simple ermita -la de San Pedro- a escasos kiló­metros de la villa, y en una es­carpadura sobre el valle del río Arlés, tuvo lugar enseguida. La propia Teresa se dedicó a com­poner los vestidos nuevos de los primeros adeptos. En la capilla u oratorio del palacio, bajo el artesonado de valientes y oscu­ros grutescos, fray Baltasar de Jesús impuso a Ambrosio Maria­no y a Juan de la Miseria los pardos sayales del Carmelo. Po­co después hicieron su profesión. Y el 13 de julio de ese mismo año, en lucida procesión que, partiendo del palacio ducal re­corrió los ondulados olivares y pequeñas huertas, llegaron todos -nobles señores, humildes villanos, monjes, clérigos y aspiran­tes- a la pequeña ermita y cuevas anejas, donde quedó inaugu­rado el Convento de San Pedro. Este si prosperó. Y tanto, que ya en 1600 lucia la magnifica iglesia que hoy se conserva, de her­mosa fachada carmelitana, y buena porción de dependencias. Sería, andando el tiempo, sede del General y Capitulo de la Re­forma. Un gran fruto, frondoso y brillante, de tan sana simiente.

La sandalia de Santa Teresa llevó polvo de la Alcarria. Y nuestra tierra vio ennoblecida su silueta con la mirada y el latido de mujer tan singular. ¿Quedó algo más de ella en estos pagos? Quedaron, en la popular revisión de todas las historias, lugares y objetos a los que la devoción y el sueño asignó orígenes santos, pías funciones: el recuerdo, por una parte, de la campanita de la Santa: en una descripción do­cumental se nos dice que era «de metal, como de unas tres libras de peso poco más o menos, con una cruz incrustada en la mis­ma, una efigie de Nuestra Seño­ra con su Niño, y dos flores de lis». Dice la tradición que esa campana era la que llevaba Santa Teresa a sus fundaciones y quedó en Pastrana por estar allí la sede del Capítulo General de la Orden. Tras la exclaustra­ción, en 1868, se llevó tan pre­ciada reliquia al convento de monjas carmelitas de Ávila. Pe­ro otras muchas huellas siguie­ron testificando el andariego pa­so de Teresa por la Alcarria: po­drá el viajero encontrar, entre la Colegiata y el Convento de San José, cosas tan peregrinas como el escaño de Santa Teresa, un maderón carcomido en el que, dicen, se sentó nuestra protagonista cuando estuvo en el palacio ducal; hoy le han revestido de barrocas florituras y tallas pomposas, de tal manera que la emoción del encuentro pierde te­rreno ante el horror del gusto. También se guarda en Pastrana un pequeño trozo de un hueso de la Santa: va engarzado en la macolla de un relicario de pla­ta. De lo que ella trajo desde To­ledo, queda un cáliz hermoso, bien trabajado, y también ense­ñan la reja de confesión que por los caminos, y sobre su mula compañera, llevaba para acudir a lavar, en sacramento itineran­te, sus leves faltas. De tanto ca­mino, en Pastrana quedó el bos­tón que, hoy forrado en plata, dicen le regaló la princesa. Y de tanta amorosa, apasionada es­critura, un pedacito de carta con el rasgo sutil de Teresa pue­de contemplarse entre cristales. Finalmente, en idílica mezcla de espíritu y carne, y dando leves cabezadas al aire de la vega, en la puerta del convento de San Pedro luce hoy el moral de Santa Teresa, que tras varias muertes y renacimientos, sigue dando las moras negras que prometía cuando ella lo plantara. Era el vera­no, ya tan lejano, siempre tan próximo, de 1569.

Una mirada de bondad y ener­gía se posó sobre Guadalajara. De toda la Alcarria, con sus mil caminos y sus huertos incontables, sólo Pastrana pudo refle­jarse en su retina, latir con fuer­za en sus recuerdos. Desde en­tonces, también Santa Teresa fue alcarreña. En la imagen que nos dejó su discípulo fray Juan de la Miseria, late la perspicacia, la voluntad, la santidad incluso. Ella misma dijo que estando en esto, vi sobre mi cabeza una pa­loma bien diferente de las de acá, y de su boca iban saliendo palabras de alabanza hacia el Señor, pruebas de la confianza en la final victoria del amor en­tre los seres humanos

Bibliografía:

CORTIJO AYUSO, F.: Santa Teresa y Pastrana. Catálogo de la Exposición de Recuerdos Car­melitanos. Guadalajara, 1982.

HERRERA CASADO, A.: Mo­nasterios y conventos de la pro­vincia de Guadalajara. Guadala­jara, 1974.

PÉREZ CUENCA, M.: Recuer­dos teresianos en Pastrana, Ma­drid, 1871.

PÉREZ CUENCA, M.: Historia de Pastrana. Madrid 1871.

SANTA TERESA DE JESÚS: El libro de las fundaciones, ca­pítulo 17.

SANTA TERESA DE JESÚS: La vida de la Santa Madre Te­resa de Jesús escrita por ella misma, capítulo 38.

Posadas de la Alcarria

 

En la tierra de Guadalajara, no saben lo que es un mesón, tampoco un parador. Aquí solamente existen posadas. O existían, porque con los tiempos modernos, han ido evolucionando a hoteles por un lado, y a pensiones o casa de huéspedes por otro, y aquel sabor del tráfico arriero, comercial o viajero ha desaparecido de las esquinas de los pueblos. Se acabaron las posadas son que nadie encontraran un réquiem para ellas.

Quizás uno de los últimos cantores de estos lugares ha sido Camilo José Cela. En su insuperable «Viaje a la Alcarria» visitó algunos, de los que quedaban en los años cuarenta, y los des­cribe con mano genial. Refres­quemos la memoria dando un vistazo sobre el libro que se re­lee siempre con gusto:

En Torija duerme el viajero en su parador, donde hay una «cama de hierro, grande, hermo­sa, con un profundo colchón de paja». Será luego en Gárgoles de Abajo, donde parará en el case­rón de junto a la carretera. Cela sigue llamándole «parador» y se da cuenta que por poco se queda sin albergue por no llamarlo po­sada. En adelante es ese el úni­co nombre que utiliza. El de Gár­goles «tiene una gran puerta claveteada, noblemente antigua, que parece la puerta de un casti­llo». Más abajo, en Trillo, en­cuentra posada. Es allí donde se encontró con dos viajantes de comercio: uno de ellos, el más viejo, «leía un periódico que se llama «Nueva Alcarria».

Pasado el Tajo, Cela viajero si­gue encontrando posadas en su camino. En La Puerta, pero no hay en ella qué comer. Duerme sin embargo en «una habitación inmensa, destartalada, en una cama con cinco colchones de pa­ja y grande como una plaza de toros». Tras tanta grandiosidad, de la posada de Budia no dice nada el viajero. En Pareja des­cansa en la fonda, y allí traba conocimiento de las mocitas Ele­na y María, que le dan pie a es­cribir las más hermosas páginas del libro. Luego en Casasana en­cuentra también una humilde posada y en Sacedón se alberga en la «posada de Francisco Pé­rez» que a la sazón regentaba su hijo Antonio Pérez, lo que alegró mucho al escritor. De Tendilla, donde Cela recogió ma­las caras solamente, nos refiere que existía una fonda «muy peripuesta, con baldosines en el suelo y retratos con marco do­rado en las paredes». Y es en Pastrana, donde con don Móni­co y don Paco se adentra en las profundidades de la historia y el arte, donde Cela da remate a su viaje durmiendo en la fonda de la plaza.

Para hacer la historia o glosa de las posadas de la Alcarria, las páginas de Cela serán en su día valiosísimas. Como lo son las que escribió en el siglo XIV Tomás de Iriarte en un breve «Viaje por la Alcarria» en el que aparecen vivas estas instituciones aldea­nas. O lo que de ellas refieren en sus crónicas otros viajeros de si­glos pasados, apareciendo retratadas en general como lugares sórdidos, pero alegres; oscuros, pero llenos de vida. Con un ir y venir de gentes, con un escu­charse continuo de canciones, de viejas historias, de mil y un mis­terios.

El viajero que hoy recorra la Alcarria va a encontrar ya muy pocas posadas en funcionamien­to. En pie permanecen algunas, pero sin su vaivén de gentes de antaño. En el recuerdo aparece­rían, si nos pusiéramos a rebus­car entre los viejos papelotes de los archivos, algunas famosas posadas y ventas de camino: en la ciudad de Guadalajara, y según documentos del Archivo de Protocolos Provincial, se encuen­tran datos, a veces minuciosos, sobre dos famosas ventas que en el siglo XVI había. Por supuesto, estaban a la entrada del burgo, recibiendo el tráfico de gentes que por aquí pasaban y hacían su camino. Era una de ellas la po­sada de San Juan, pegada a los muros de la puerta de Bejanque. Y otra el mesón del León, en el arrabal de San Francisco. Sus dueños, o arrendatarios en su caso, figuraban como personas adineradas. En aquella época, se trataba de un floreciente nego­cio tener posada abierta en un cruce de caminos.

Todavía puede el viajero o cu­rioso encontrar hoy algunas po­sadas en pie. Generalmente cerradas, medio hundidas, dedicadas a vivienda exclusivamente.

­Parecen sombras grises y pardas de otros días de bullicio. La posada del Cordón, en Atienza, en la calle cuestuda que sube hacia las plazas, es un bello ejemplar de los tiempos góticos. Aquí ve­mos dibujada la ventana doble desde la que arrieros y caballeros mirarían el paisaje bravío de las sierras atencinas. Sobre su portón principal, un grueso cordón franciscano tallado. Algunas ventanillas apuntadas, y este va­no tan hermoso, con letras góti­cas indescifrables, unas llaves signo de curato y un escudo sin armas. Hoy está desmontada es­ta ventana, la guardan en el ayuntamiento descompuesta en piezas. Espera (y lleva a años esperando) que la Diputación Provincial reconstruya el edificio y lo acondicione para Parador u Hostal como se acordó en su día.

Otras posadas, viejas y ame­nazantes de ruina, encontrará el viajero por las Alcarrias: la grande de la plaza de Gárgoles de Abajo, todo un monumento a la arriería; la del Reloj en Gua­dalajara, viva y útil como pocas; la del Sol en Sigüenza, vieja co­mo la que más, abandonada y triste; la de San Juan en Alove­ra, junto a la carretera nacional, cerrada desde hace años, pidien­do su reapertura y acondiciona­miento a los tiempos actuales, la de Torija, soñadora la del Pu­ñal en los altos de la Alcarria, sólo con el nombre antiguo; la que a la salida de Molina direc­ción a Monreal puso el Consejo desde siglos… y tantas otras, por las que merece echarse a los ca­minos y revivir sus estampas, sus historias, su pálpito de otros días.

Memoria de dos paisanos:El Cid y Alvar Fáñez

 

Frente a la identidad, al apellido, a la fecha exacta, al siglo fiel, en que se mueve la historia de geniali­dades y vulgo, aun la tierra de Gua­dalajara tiene otro modo de expresar su latido humano, su riente canción de sangre y vida. Esa forma es la leyenda, es el rito mágico, es la fá­bula elaborada con fragmentos de la realidad, de la historia, o del sueño en mezcla cotidiana.

Correr la Alcarria es encontrarse con las huellas de su pasado, en mil piedras o brillos diferentes. La his­toria, dura y guerrera, de un terri­torio que se tuvo que hacer y po­blar en lucha continua contra un enemigo, se elabora muchas veces con un” tema» constante que sirve de contrapunto o fondo musical a todo cuanto ocurre en él. La Tran­sierra castellana, ganada definitiva­mente al moro en los últimos años del siglo XI, mezcla su primera his­toria con algunas hazañas del Cid Campeador don Rodrigo Díaz de Vivar, y de la gente de su particular ejército, muy especialmente con su primo Alvar Fáñez de Minaya. Uno y otro, danzantes guerreros en la mente, necesitada de héroes, de los repobladores de esta Castilla Nueva quedarán durante siglos como protagonistas de cualquier hazaña mara­villosa, dificultosa, mágica casi, que en su pequeño territorio pudiera haber ocurrido.

Repasando anales, historias anta­ñonas y susurradas consejas, encontramos a estos personajes ubicados en mil sitios de la tierra alcarreña. Del Cid cuentan y no acaban en Miedes: por aquí, por allá pasó, cru­zó esa sierra, bajó ese barranco. Cierto es que Rodrigo atravesó los serrijones de Miedes en su camino de Burgos a Valencia. También en Atienza queda su recuerdo. Pasó junto a la mole soberbia del castillo, sin osar acercarse, por la noche. Le inspiraron cierto respeto aquellas «fuertes torres que moros las han». Bajó hasta Castejón de Henares, donde el Cantar de Mío Cid se en­tretiene con relato novelesco de argucia y valor. Ante sus muros, por la noche, Rodrigo despide a sus amigos para que bajen el Henares hasta Alcalá, mientras que él espera el nuevo día, observa cómo los pacífi­cos moros se van a trabajar a sus campos, y cuando la villa queda va­cía y las puertas abiertas, él entra por sorpresa con sus hombres. Los guardianes de Castejón huyen des­pavoridos: Rodrigo Díaz entra a ga­lope con la espada desenvainada y mata a quince moros que encuentra en su camino, quedando dueño de la fortificada villa. Poco después, la abandona a su suerte, Esta misma leyenda la repiten algunos en Jadra­que. Pensamos que con mayor fun­damento. Pero en el actual Castejón aún muestran la «Casa del Cid» una pura ruina, con un hálito de asombro, digno de mejor suerte. In­cluso hace años, unos cuantos mo­zos se dedicaron varios días a cavar en busca de un hipotético tesoro que el Campeador dejara por aquellos cerros blanquecinos.

Fue luego el Cid a Anguita, y allí enseñan, donde el río Tajuña se es­trecha entre roquedas de vertigino­sa verticalidad, las «cuevas de Lon­zaga», donde dicen que pasó una noche, descansando él y su caballo, en­tre los recovecos areniscos. Su ca­mino hacia Valencia se va escalo­nando por lugares diversos del Se­ñorío molinés. En los pinares de Luzaga enseñan, sobre una roca, la inmensa huella de la pezuña de Babieca. Y en Hinojosa se alza vigilante sobre el páramo, un gran cerro testigo al que llaman «cabezo del Cid». En su altura es aun muy visible un castro celtibérico, y la cantidad de armas, monedas y cerámicas halladas hicieron crecer la imaginación popular, en el sentido de afirmar que allá arriba puso Rodrigo Díaz una ciudad fundada. Los de Molina de Aragón insisten en que el Campeador vivió algunas tempo­radas en el castillo, que entonces ocupaban los reyes moros del terri­torio. Y en Cubillejo del Sitio, Ro­drigo Díaz dejó nada menos que el nombre, pues el apellido de dicho pueblo parece más derivado del Cid que del cerco castellano‑leonés en torno a Zafra.

También su primo Alvar Fáñez de Minaya cuenta con sabrosas, con densas páginas legendarias en la me­moria de las Alcarrias. La ciudad de Guadalajara le tiene nada menos que en su escudo de armas. Caballero revestido de guerreros arneses, la noche de San Juan del año 1085 en­tró con sus valientes por la puerta de Feria, atravesando el barranco de San Antonio, y conquistando la ciudad en un abrir y cerrar de ojos. Desde entonces se le da el nombre de Alvar Fáñez a esa puerta y to­rreón, lo mismo que a la calle que desde allí nace y sube hacia el mer­cado. El capitán cidiano bajó con sus tropas, Henares abajo, a hacer algaras por Hita y Alcalá. También la Alcarria fue campo abonado para sus valientes correrías. Diversos pueblos quieren tenerle por su libe­rador de la morisma. Eso cuentan en Horche, concretando que fue la no­che del 23 de junio de 1085, un día antes que Guadalajara, cuando Alvar entró a saco y dejó por siempre cris­tiana a la villa.

Por la Alcarria y la Campiña co­rren leyendas en torno a este personaje. Son de anotar las que en Quer le hacen también conquistador del pueblo, diciendo que se quedó una larga temporada a vivir allí, culti­vando unos olivares, donde hoy di­cen «los olivos de Alvarfáñez» En Romanones se ven aún, sobre un cerro que otea el valle del Tajuña, los restos de un poblado medieval que llaman los Santos Viejos: una sepultura antropomorfa dio pie a la imaginación popular para decir que allí durmió Alvar Fáñez, y en aquel «pesebre» comió su caballo. La baja Alcarria tiene aún en Alcocer un punto donde la veneración por Al­var Fáñez es constante: dicen que reconquistó el pueblo, y pusieron su nombre a una de las puertas, ya de­rruida, de la villa.

En el mismo castillo de Zorita antes que los calatravos pusieran su fuerte cruz colorada, tuvo Alvar su capitanía clavada. Alcaide de la for­taleza y alférez real del territorio que incluía el fuerte enclave de San­taver, del mítico personaje parecen hoy todavía sus habitantes paisanos bien avenidos. Más lejos aún, en La­bros, dedicaron al capitán cidiano un cero: la «cabeza de Alvarfáñez» llaman a una eminencia con pinta castillera. Son, en definitiva, leyen­das que cuajaron en la memoria po­pular, que no renuncia a que tan maravillosos hechos, y tan antiguos, hayan ocurrido al lado de su casa, de su huerto mismo.

Sigüenza, núcleo románico

 

En el pasado mes de agosto, en el que nuestra provincia se ha llenado de visitantes y gentes que disfrutan del verano en el clima amable de la tierra alca­rreña, uno de los puntos de más afluencia, incluso después de ce­lebradas sus fiestas patronales, ha sido la ciudad de Sigüenza. Inacabable en recursos turísti­cos, vamos hoy a repasar brevemente los detalles más signifi­cativos que Sigüenza ofrece en el campo del arte románico.

Es lógico que la ciudad del al­to Henares haya tenido, y aún tenga, numerosos edificios y ele­mentos del estilo que mejor cum­plía con la Edad Media: el ro­mánico. Fundamentalmente por que creció con vigor en la época en que tal modo de construir estaba de moda. Los siglos siguien­tes en los que hubo más riqueza y dinamismo, hicieron derribar iglesias, hospitales y edificios por considerarlos viejos, construyen­do en estilo renaciente. Pero de lo primitivo románico han que­dado varios monumentos, que en un conjunto muy homogéneo y de interés subido, hoy puede admirarse en fiel reflejo de una época, la del primer siglo de episcopado y nacimiento ciuda­dano: la XII centuria hizo cre­cer estos templos: la catedral, San Vicente y Santiago, funda­mentalmente.

A media ladera sobre el río, la iglesia dedicada a Santa María por el obispo don Bernardo de Agén llegó al carácter de cate­dral inmediatamente. Los planos que la presentaban con tres grandes naves, fachada escolta­da de torres, y cabecera con cin­co ábsides, demuestran que el primer impulso dado a este tem­plo catedralicio fue extraordina­rio. El obispo aquitano hizo ve­nir de su tierra arquitectos y ta­llistas, constructores y técnicos, que pusieron en marcha un edi­ficio de neto perfil franco. Pos­teriormente modificado el inicial impulso, la planta quedó conser­vada y en la gran fachada de po­niente se pusieron ya las tres puertas que han llegado hasta nosotros. De dichas puertas, la más grande y destrozada es la central, mientras que las latera­les muestran aún con tersura su carácter románico pleno: arcos semicirculares, arquivoltas multiplicadas y baquetonadas, y una ornamentación de tipo geométrico, con ciertos visos orientali­zantes, que nos recuerdan algu­nos monumentos y detalles del mudéjar aragonés. Esta fachada y sus puertas se hacen en la se­gunda mitad del siglo XII, épo­ca en la que tanto obreros fran­ceses como aragoneses han veni­do a la ciudad en gran numero. De entonces es posible que daten algunos apellidos, hoy netamen­te seguntinos, con ciertas re­membranzas del pirineo franco­aragonés.

También en la catedral desta­ca un elemento de estilo romá­nico que puede calificarse como uno de los más hermosos de Es­paña en su estilo: es el rosetón que ilumina el crucero desde el muro meridional del templo. Re­producido junto a estas líneas, dicho rosetón consta de 12 arcos que rodean a un círculo central, sobre los que posan un doble nu­mero de arcos y sobre ellos nu­merosos círculos, confiriendo a la pieza un aire de ingenuidad y prodigio muy sobresalientes.

Si la construcción de la cate­dral prosiguió a lo largo de los siguientes siglos, lo hizo ya con otro estilo, como el gótico de sus bóvedas y el renacimiento de sus altares. Pero en el momento de la Baja Edad Media en que sus puertas más características se han levantado, otras iglesias sur gen en los barrios altos de la población, necesarias para atender al cada vez más denso vecinda­rio de las zonas en torno al cas­tillo. Allí fundó don Cerebruno las parroquias a San Vicente (patrón de Sigüenza) y a San­tiago (siempre en el candelero de los santos hispánicos medie­vales), también mediado el si­glo XII, haciéndoles construir en el estilo románico en que se es­taba haciendo la catedral, si bien con las dimensiones más modestas propias de templos me­nores.

En San Vicente, se ha conser­vado el templo entero, práctica­mente sin modificar, y que gra­cias a reciente restauración de su párroco ha evidenciado neta­mente su carácter medieval completo. La portada es también de arcos semicirculares, con arqui­voltas baquetonadas, en las que surgen decoraciones geométri­cas, a base de hojas, estrellas o simples líneas entrecruzándose. Columnas que sujetan capiteles con temas vegetales, y el interior de una sola nave, con pilares adosados a los muros y un arco triunfal, valiente y apoyado en capiteles enormes, dando paso al irregular presbiterio alto. Puede mostrarse a San Vicente de Si­güenza como una iglesia de gran carácter medieval, y muy suge­rente del arte románico francés trasladado a Castilla.

Todavía debe el viajero bus­car el templo de Santiago, en el cuestarrón que une la catedral con el castillo. Fuera de uso esta iglesia actualmente, se encuen­tra en período de restauración. Se admira la portada, con una profusión espléndida de decora­ción geométrica y vegetal, que se sujeta prendida a las anchas arquivoltas. Su aspecto equili­brado, elegante y austero, hacen de este elemento arquitectónico todo un paradigma del románi­co seguntino. De aquí surgirán luego muchas otras portadas, ya meras copias desafortunadas por los pueblecillos de la dióce­sis. El interior de esta iglesia es­ta, con la restauración actual, imposible de visitar. Puede, y debe, verse también el ábside de Santiago, que con planta cua­drada se asoma sobre el profun­do arroyo Vadillo. En su muro mayor se abre una gran ventana escoltada de pilares con capite­les vegetales, y rematando en multiplicadas arquerías baqueto­nadas que, a pesar de la distan­cia con que el espectador debe contemplarla, la confieren una gracia muy especial.

Y esto es todo cuanto la ciudad  de Sigüenza da de si en lo que se refiere al estilo románico. Que no es poco. Irradiado desde ella, el foco constructivo medieval se extiende a su estrecha comarca en derredor, y casi todos los pue­blecillos que dependieron jurídi­ca y económicamente de la mitra seguntina, muestran todavía hermosos ejemplares de templos románicos, que van desde los muy completos de Jodra del Pi­nar, Saúca o Carabias, a los más simples, pero también expresi­vos, de Pelegrina, Pozancos, Cu­billas o Alcuneza. Son también éstas, oportunidades de captar de un modo más amplio el senti­do único, fuerte y genuino de una época tan dinámica e interesante como la Baja Edad Me­dia seguntina.