Memoria de dos paisanos:El Cid y Alvar Fáñez
Frente a la identidad, al apellido, a la fecha exacta, al siglo fiel, en que se mueve la historia de genialidades y vulgo, aun la tierra de Guadalajara tiene otro modo de expresar su latido humano, su riente canción de sangre y vida. Esa forma es la leyenda, es el rito mágico, es la fábula elaborada con fragmentos de la realidad, de la historia, o del sueño en mezcla cotidiana.
Correr la Alcarria es encontrarse con las huellas de su pasado, en mil piedras o brillos diferentes. La historia, dura y guerrera, de un territorio que se tuvo que hacer y poblar en lucha continua contra un enemigo, se elabora muchas veces con un” tema» constante que sirve de contrapunto o fondo musical a todo cuanto ocurre en él. La Transierra castellana, ganada definitivamente al moro en los últimos años del siglo XI, mezcla su primera historia con algunas hazañas del Cid Campeador don Rodrigo Díaz de Vivar, y de la gente de su particular ejército, muy especialmente con su primo Alvar Fáñez de Minaya. Uno y otro, danzantes guerreros en la mente, necesitada de héroes, de los repobladores de esta Castilla Nueva quedarán durante siglos como protagonistas de cualquier hazaña maravillosa, dificultosa, mágica casi, que en su pequeño territorio pudiera haber ocurrido.
Repasando anales, historias antañonas y susurradas consejas, encontramos a estos personajes ubicados en mil sitios de la tierra alcarreña. Del Cid cuentan y no acaban en Miedes: por aquí, por allá pasó, cruzó esa sierra, bajó ese barranco. Cierto es que Rodrigo atravesó los serrijones de Miedes en su camino de Burgos a Valencia. También en Atienza queda su recuerdo. Pasó junto a la mole soberbia del castillo, sin osar acercarse, por la noche. Le inspiraron cierto respeto aquellas «fuertes torres que moros las han». Bajó hasta Castejón de Henares, donde el Cantar de Mío Cid se entretiene con relato novelesco de argucia y valor. Ante sus muros, por la noche, Rodrigo despide a sus amigos para que bajen el Henares hasta Alcalá, mientras que él espera el nuevo día, observa cómo los pacíficos moros se van a trabajar a sus campos, y cuando la villa queda vacía y las puertas abiertas, él entra por sorpresa con sus hombres. Los guardianes de Castejón huyen despavoridos: Rodrigo Díaz entra a galope con la espada desenvainada y mata a quince moros que encuentra en su camino, quedando dueño de la fortificada villa. Poco después, la abandona a su suerte, Esta misma leyenda la repiten algunos en Jadraque. Pensamos que con mayor fundamento. Pero en el actual Castejón aún muestran la «Casa del Cid» una pura ruina, con un hálito de asombro, digno de mejor suerte. Incluso hace años, unos cuantos mozos se dedicaron varios días a cavar en busca de un hipotético tesoro que el Campeador dejara por aquellos cerros blanquecinos.
Fue luego el Cid a Anguita, y allí enseñan, donde el río Tajuña se estrecha entre roquedas de vertiginosa verticalidad, las «cuevas de Lonzaga», donde dicen que pasó una noche, descansando él y su caballo, entre los recovecos areniscos. Su camino hacia Valencia se va escalonando por lugares diversos del Señorío molinés. En los pinares de Luzaga enseñan, sobre una roca, la inmensa huella de la pezuña de Babieca. Y en Hinojosa se alza vigilante sobre el páramo, un gran cerro testigo al que llaman «cabezo del Cid». En su altura es aun muy visible un castro celtibérico, y la cantidad de armas, monedas y cerámicas halladas hicieron crecer la imaginación popular, en el sentido de afirmar que allá arriba puso Rodrigo Díaz una ciudad fundada. Los de Molina de Aragón insisten en que el Campeador vivió algunas temporadas en el castillo, que entonces ocupaban los reyes moros del territorio. Y en Cubillejo del Sitio, Rodrigo Díaz dejó nada menos que el nombre, pues el apellido de dicho pueblo parece más derivado del Cid que del cerco castellano‑leonés en torno a Zafra.
También su primo Alvar Fáñez de Minaya cuenta con sabrosas, con densas páginas legendarias en la memoria de las Alcarrias. La ciudad de Guadalajara le tiene nada menos que en su escudo de armas. Caballero revestido de guerreros arneses, la noche de San Juan del año 1085 entró con sus valientes por la puerta de Feria, atravesando el barranco de San Antonio, y conquistando la ciudad en un abrir y cerrar de ojos. Desde entonces se le da el nombre de Alvar Fáñez a esa puerta y torreón, lo mismo que a la calle que desde allí nace y sube hacia el mercado. El capitán cidiano bajó con sus tropas, Henares abajo, a hacer algaras por Hita y Alcalá. También la Alcarria fue campo abonado para sus valientes correrías. Diversos pueblos quieren tenerle por su liberador de la morisma. Eso cuentan en Horche, concretando que fue la noche del 23 de junio de 1085, un día antes que Guadalajara, cuando Alvar entró a saco y dejó por siempre cristiana a la villa.
Por la Alcarria y la Campiña corren leyendas en torno a este personaje. Son de anotar las que en Quer le hacen también conquistador del pueblo, diciendo que se quedó una larga temporada a vivir allí, cultivando unos olivares, donde hoy dicen «los olivos de Alvarfáñez» En Romanones se ven aún, sobre un cerro que otea el valle del Tajuña, los restos de un poblado medieval que llaman los Santos Viejos: una sepultura antropomorfa dio pie a la imaginación popular para decir que allí durmió Alvar Fáñez, y en aquel «pesebre» comió su caballo. La baja Alcarria tiene aún en Alcocer un punto donde la veneración por Alvar Fáñez es constante: dicen que reconquistó el pueblo, y pusieron su nombre a una de las puertas, ya derruida, de la villa.
En el mismo castillo de Zorita antes que los calatravos pusieran su fuerte cruz colorada, tuvo Alvar su capitanía clavada. Alcaide de la fortaleza y alférez real del territorio que incluía el fuerte enclave de Santaver, del mítico personaje parecen hoy todavía sus habitantes paisanos bien avenidos. Más lejos aún, en Labros, dedicaron al capitán cidiano un cero: la «cabeza de Alvarfáñez» llaman a una eminencia con pinta castillera. Son, en definitiva, leyendas que cuajaron en la memoria popular, que no renuncia a que tan maravillosos hechos, y tan antiguos, hayan ocurrido al lado de su casa, de su huerto mismo.