Memoria de dos paisanos:El Cid y Alvar Fáñez

viernes, 9 septiembre 1983 0 Por Herrera Casado

 

Frente a la identidad, al apellido, a la fecha exacta, al siglo fiel, en que se mueve la historia de geniali­dades y vulgo, aun la tierra de Gua­dalajara tiene otro modo de expresar su latido humano, su riente canción de sangre y vida. Esa forma es la leyenda, es el rito mágico, es la fá­bula elaborada con fragmentos de la realidad, de la historia, o del sueño en mezcla cotidiana.

Correr la Alcarria es encontrarse con las huellas de su pasado, en mil piedras o brillos diferentes. La his­toria, dura y guerrera, de un terri­torio que se tuvo que hacer y po­blar en lucha continua contra un enemigo, se elabora muchas veces con un” tema» constante que sirve de contrapunto o fondo musical a todo cuanto ocurre en él. La Tran­sierra castellana, ganada definitiva­mente al moro en los últimos años del siglo XI, mezcla su primera his­toria con algunas hazañas del Cid Campeador don Rodrigo Díaz de Vivar, y de la gente de su particular ejército, muy especialmente con su primo Alvar Fáñez de Minaya. Uno y otro, danzantes guerreros en la mente, necesitada de héroes, de los repobladores de esta Castilla Nueva quedarán durante siglos como protagonistas de cualquier hazaña mara­villosa, dificultosa, mágica casi, que en su pequeño territorio pudiera haber ocurrido.

Repasando anales, historias anta­ñonas y susurradas consejas, encontramos a estos personajes ubicados en mil sitios de la tierra alcarreña. Del Cid cuentan y no acaban en Miedes: por aquí, por allá pasó, cru­zó esa sierra, bajó ese barranco. Cierto es que Rodrigo atravesó los serrijones de Miedes en su camino de Burgos a Valencia. También en Atienza queda su recuerdo. Pasó junto a la mole soberbia del castillo, sin osar acercarse, por la noche. Le inspiraron cierto respeto aquellas «fuertes torres que moros las han». Bajó hasta Castejón de Henares, donde el Cantar de Mío Cid se en­tretiene con relato novelesco de argucia y valor. Ante sus muros, por la noche, Rodrigo despide a sus amigos para que bajen el Henares hasta Alcalá, mientras que él espera el nuevo día, observa cómo los pacífi­cos moros se van a trabajar a sus campos, y cuando la villa queda va­cía y las puertas abiertas, él entra por sorpresa con sus hombres. Los guardianes de Castejón huyen des­pavoridos: Rodrigo Díaz entra a ga­lope con la espada desenvainada y mata a quince moros que encuentra en su camino, quedando dueño de la fortificada villa. Poco después, la abandona a su suerte, Esta misma leyenda la repiten algunos en Jadra­que. Pensamos que con mayor fun­damento. Pero en el actual Castejón aún muestran la «Casa del Cid» una pura ruina, con un hálito de asombro, digno de mejor suerte. In­cluso hace años, unos cuantos mo­zos se dedicaron varios días a cavar en busca de un hipotético tesoro que el Campeador dejara por aquellos cerros blanquecinos.

Fue luego el Cid a Anguita, y allí enseñan, donde el río Tajuña se es­trecha entre roquedas de vertigino­sa verticalidad, las «cuevas de Lon­zaga», donde dicen que pasó una noche, descansando él y su caballo, en­tre los recovecos areniscos. Su ca­mino hacia Valencia se va escalo­nando por lugares diversos del Se­ñorío molinés. En los pinares de Luzaga enseñan, sobre una roca, la inmensa huella de la pezuña de Babieca. Y en Hinojosa se alza vigilante sobre el páramo, un gran cerro testigo al que llaman «cabezo del Cid». En su altura es aun muy visible un castro celtibérico, y la cantidad de armas, monedas y cerámicas halladas hicieron crecer la imaginación popular, en el sentido de afirmar que allá arriba puso Rodrigo Díaz una ciudad fundada. Los de Molina de Aragón insisten en que el Campeador vivió algunas tempo­radas en el castillo, que entonces ocupaban los reyes moros del terri­torio. Y en Cubillejo del Sitio, Ro­drigo Díaz dejó nada menos que el nombre, pues el apellido de dicho pueblo parece más derivado del Cid que del cerco castellano‑leonés en torno a Zafra.

También su primo Alvar Fáñez de Minaya cuenta con sabrosas, con densas páginas legendarias en la me­moria de las Alcarrias. La ciudad de Guadalajara le tiene nada menos que en su escudo de armas. Caballero revestido de guerreros arneses, la noche de San Juan del año 1085 en­tró con sus valientes por la puerta de Feria, atravesando el barranco de San Antonio, y conquistando la ciudad en un abrir y cerrar de ojos. Desde entonces se le da el nombre de Alvar Fáñez a esa puerta y to­rreón, lo mismo que a la calle que desde allí nace y sube hacia el mer­cado. El capitán cidiano bajó con sus tropas, Henares abajo, a hacer algaras por Hita y Alcalá. También la Alcarria fue campo abonado para sus valientes correrías. Diversos pueblos quieren tenerle por su libe­rador de la morisma. Eso cuentan en Horche, concretando que fue la no­che del 23 de junio de 1085, un día antes que Guadalajara, cuando Alvar entró a saco y dejó por siempre cris­tiana a la villa.

Por la Alcarria y la Campiña co­rren leyendas en torno a este personaje. Son de anotar las que en Quer le hacen también conquistador del pueblo, diciendo que se quedó una larga temporada a vivir allí, culti­vando unos olivares, donde hoy di­cen «los olivos de Alvarfáñez» En Romanones se ven aún, sobre un cerro que otea el valle del Tajuña, los restos de un poblado medieval que llaman los Santos Viejos: una sepultura antropomorfa dio pie a la imaginación popular para decir que allí durmió Alvar Fáñez, y en aquel «pesebre» comió su caballo. La baja Alcarria tiene aún en Alcocer un punto donde la veneración por Al­var Fáñez es constante: dicen que reconquistó el pueblo, y pusieron su nombre a una de las puertas, ya de­rruida, de la villa.

En el mismo castillo de Zorita antes que los calatravos pusieran su fuerte cruz colorada, tuvo Alvar su capitanía clavada. Alcaide de la for­taleza y alférez real del territorio que incluía el fuerte enclave de San­taver, del mítico personaje parecen hoy todavía sus habitantes paisanos bien avenidos. Más lejos aún, en La­bros, dedicaron al capitán cidiano un cero: la «cabeza de Alvarfáñez» llaman a una eminencia con pinta castillera. Son, en definitiva, leyen­das que cuajaron en la memoria po­pular, que no renuncia a que tan maravillosos hechos, y tan antiguos, hayan ocurrido al lado de su casa, de su huerto mismo.