Santa Teresa y Pastrana
Una de las figuras más universales de la Iglesia, y al tiempo de las más hondamente hispánicas, es sin duda Teresa de Cepeda y Úbeda, que subió a los altares con el titulo de Santa Teresa de Jesús, y que fue proclamada Doctora de la Iglesia en nuestro siglo. De la santa abulense, abogada celeste de los escritores, cima insuperable de la literatura hispana, carácter entrañable y arrollador, también saben las alcarrias. Porque durante un pequeño instante de su vida -los tres meses del verano de 1569-, vivió en Pastrana y captó allá los paisajes, los personajes, las intrigas y los calores de nuestra tierra. Recordemos, ahora, en breve paso, esa andanza pastranera de Santa Teresa.
En su rincón de Toledo, allá por la Pascua del Espíritu Santo, le llega a Teresa una carta de doña Ana de la Cerda y Mendoza, princesa de Éboli y duquesa de Pastrana. Con su letra nerviosa, e imperante, la recuerda promesa hecha tiempo atrás: la pide que vaya a Pastrana, que llegó la hora de fundar allá un nuevo convento. La santa queda indecisa: está cansada de todo un año gobernando el nacer de la casa de Toledo. Pero los duques están poniendo los basamentos de una gran ciudad en plena Alcarria: tras elevar el palacio, poner fábricas, distribuir moriscos en las huertas y a traerse una pequeña corte de hidalgos, don Ruy Gómez de Silva y su mujer quieren poner a su dominio el brillo de una fundación carmelitana.
Santa Teresa consulta al confesor, y Dios habla por su boca: de parte de Nuestro Señor, que no dejase de ir, que a más iba que a aquella fundación. Y sin conocer la clave de la promesa inicia su camino. Ya en Madrid, y en una casa franciscana que regenta Leonor de Mascareñas Teresa cruzará su senda con la de un hombre muy valioso, Ambrosio Mariano: un ingeniero, sabio y virtuoso italiano, que andaba desde años antes haciendo eremitismo por aquí y allá, y que acudía también a Pastrana a hacerse cargo de una ermita, la de San Pedro, rodeada de cuevas y espesura, que el duque Gómez de Silva le había prometido para instalar allí su refugio de oración.
Enseguida comprendió Teresa el mensaje divino. Su deseo, ya antiguo, de alentar la reforma carmelitana entre los hombres, podría encauzarse a través de éste. Con una charla, breve y profunda, creó en el alma de Ambrosio el deseo de acogerse a la regla del Carmen. Y hacerlo en su pureza primitiva, en la reforma que Teresa llevaba instaurando por Castilla entre las mujeres. Dos espíritus emprendedores y animosos acabaron por cruzar sus manos. En Pastrana, unas jornadas después, se pondría en marcha la operación. Les acompañaban, a ella, dos monjas, y a él otro hermano mancebo, llamado fray Juan de la Miseria gran siervo de Dios y muy simple en las cosas del mundo.
La plaza de armas, delante de la escurialense fachada del palacio ducal, reverberaba de luz: el tono dorado de la piedra cegaba a los caminantes. Los escudos de Mendoza y Silva se alzaban serenos sobre la portada del caserón: hallé allá a la princesa y al príncipe Ruy Gómez, que me hicieron muy buen acogimiento. Reservaron lo mejor de la casa para la santa: todavía andaba doña Ana con obras de reforma y ampliación, porque la parecía pequeño su refugio alcarreño. Y en un aposento apartado pusieron a Teresa, que pasó enseguida a tratar de las condiciones de su fundación.
Durante un par de meses, y a conversación diaria, no hubo forma de llegar a un acuerdo. La severidad y pulcritud de la santa, chocaba con las formas excesivamente mundanas de ver las cosas la princesa. ¿Asuntos de dinero, de jurisdicciones, de preeminencias? Teresa no veía salida a tantas cuestiones, y ansí me determiné a venir de allí sin fundar antes de hacerlo. Pero intervino el duque: Ruy Gómez, a quien la santa califica de hombre cuerdo en alto grado, consiguió que doña Ana cediera. Y el convento de monjas obtuvo la mutua luz verde para su existencia. Quizás la transigencia de la monja se hizo más fácil pensando en su deseo de ver fundado, también en Pastrana, y al mismo tiempo, su primer monasterio varonil de la Reforma. A eso iba.
El 9 de julio de 1569, se abrió con solemne ceremonia el Convento de San José en Pastrana. En la parte baja de la villa, una iglesia estrecha y un acumulo de edificios antiguos daban cobijo a la primitiva comunidad de unas pocas monjas. Los temores de Santa Teresa se vieron confirmados poco después. La inesperada muerte del duque Gómez de Silva llevó a su viuda, la tuerta doña Ana, a entrar en el convento y allí querer pasar el resto de sus días en hábito de penitente dueña: pero los ánimos píos la duraron poco, y enseguida pidió sirvientes, necesitó cortejos y organizó algún que otro escándalo. Teresa decidió con juicio: antes perder un convento que el crédito de toda su obra. Y cerró la casa pastranera, llevándose una noche, sobre un carro, monjas y enseres a Segovia. En 1574. Cinco años duró el experimento. El convento sigue en pie, hoy ocupado de monjas concepcionistas, y respirando el continuo perfume que dejó la Santa andariega por la trocha polvorienta de la Alcarria.
Por aquellos días, salió adelante el otro propósito que animaba a la Madre. La fundación de frailes, en lo que por entonces era una simple ermita -la de San Pedro- a escasos kilómetros de la villa, y en una escarpadura sobre el valle del río Arlés, tuvo lugar enseguida. La propia Teresa se dedicó a componer los vestidos nuevos de los primeros adeptos. En la capilla u oratorio del palacio, bajo el artesonado de valientes y oscuros grutescos, fray Baltasar de Jesús impuso a Ambrosio Mariano y a Juan de la Miseria los pardos sayales del Carmelo. Poco después hicieron su profesión. Y el 13 de julio de ese mismo año, en lucida procesión que, partiendo del palacio ducal recorrió los ondulados olivares y pequeñas huertas, llegaron todos -nobles señores, humildes villanos, monjes, clérigos y aspirantes- a la pequeña ermita y cuevas anejas, donde quedó inaugurado el Convento de San Pedro. Este si prosperó. Y tanto, que ya en 1600 lucia la magnifica iglesia que hoy se conserva, de hermosa fachada carmelitana, y buena porción de dependencias. Sería, andando el tiempo, sede del General y Capitulo de la Reforma. Un gran fruto, frondoso y brillante, de tan sana simiente.
La sandalia de Santa Teresa llevó polvo de la Alcarria. Y nuestra tierra vio ennoblecida su silueta con la mirada y el latido de mujer tan singular. ¿Quedó algo más de ella en estos pagos? Quedaron, en la popular revisión de todas las historias, lugares y objetos a los que la devoción y el sueño asignó orígenes santos, pías funciones: el recuerdo, por una parte, de la campanita de la Santa: en una descripción documental se nos dice que era «de metal, como de unas tres libras de peso poco más o menos, con una cruz incrustada en la misma, una efigie de Nuestra Señora con su Niño, y dos flores de lis». Dice la tradición que esa campana era la que llevaba Santa Teresa a sus fundaciones y quedó en Pastrana por estar allí la sede del Capítulo General de la Orden. Tras la exclaustración, en 1868, se llevó tan preciada reliquia al convento de monjas carmelitas de Ávila. Pero otras muchas huellas siguieron testificando el andariego paso de Teresa por la Alcarria: podrá el viajero encontrar, entre la Colegiata y el Convento de San José, cosas tan peregrinas como el escaño de Santa Teresa, un maderón carcomido en el que, dicen, se sentó nuestra protagonista cuando estuvo en el palacio ducal; hoy le han revestido de barrocas florituras y tallas pomposas, de tal manera que la emoción del encuentro pierde terreno ante el horror del gusto. También se guarda en Pastrana un pequeño trozo de un hueso de la Santa: va engarzado en la macolla de un relicario de plata. De lo que ella trajo desde Toledo, queda un cáliz hermoso, bien trabajado, y también enseñan la reja de confesión que por los caminos, y sobre su mula compañera, llevaba para acudir a lavar, en sacramento itinerante, sus leves faltas. De tanto camino, en Pastrana quedó el bostón que, hoy forrado en plata, dicen le regaló la princesa. Y de tanta amorosa, apasionada escritura, un pedacito de carta con el rasgo sutil de Teresa puede contemplarse entre cristales. Finalmente, en idílica mezcla de espíritu y carne, y dando leves cabezadas al aire de la vega, en la puerta del convento de San Pedro luce hoy el moral de Santa Teresa, que tras varias muertes y renacimientos, sigue dando las moras negras que prometía cuando ella lo plantara. Era el verano, ya tan lejano, siempre tan próximo, de 1569.
Una mirada de bondad y energía se posó sobre Guadalajara. De toda la Alcarria, con sus mil caminos y sus huertos incontables, sólo Pastrana pudo reflejarse en su retina, latir con fuerza en sus recuerdos. Desde entonces, también Santa Teresa fue alcarreña. En la imagen que nos dejó su discípulo fray Juan de la Miseria, late la perspicacia, la voluntad, la santidad incluso. Ella misma dijo que estando en esto, vi sobre mi cabeza una paloma bien diferente de las de acá, y de su boca iban saliendo palabras de alabanza hacia el Señor, pruebas de la confianza en la final victoria del amor entre los seres humanos
Bibliografía:
CORTIJO AYUSO, F.: Santa Teresa y Pastrana. Catálogo de la Exposición de Recuerdos Carmelitanos. Guadalajara, 1982.
HERRERA CASADO, A.: Monasterios y conventos de la provincia de Guadalajara. Guadalajara, 1974.
PÉREZ CUENCA, M.: Recuerdos teresianos en Pastrana, Madrid, 1871.
PÉREZ CUENCA, M.: Historia de Pastrana. Madrid 1871.
SANTA TERESA DE JESÚS: El libro de las fundaciones, capítulo 17.
SANTA TERESA DE JESÚS: La vida de la Santa Madre Teresa de Jesús escrita por ella misma, capítulo 38.