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enero, 1974:

Recuerdo de Bujalaro

Detalle plateresco y covarrubiesco en la portada de la iglesia parroquial de Bujalaro

 

Pasamos por el pueblo de Bujalaro, en el camino que lleva desde Sigüenza a Jadraque, a través de Mandayona, hace ya algunos meses. Nos llamó la atención, sobre todo, la portada de su iglesia parroquial, de un exquisito arte plateresco, y, por su causa, terminamos recorriendo y anotando el templo todo, lo mismo que el pueblo, de simpáticas gentes y alegre vivir en los días del verano.

Nada cumple ahora decir de su historia (1) sino es que en 1580 era lugar de la jurisdicción de Jadraque, y pertenecía por entero al duque del Infantado. En su principal obra de arte, la parroquia de San Antón, se refleja más la influencia artística que en ese momento extiende Sigüenza por la zona, que cualquier otro detalle dimanado de sus dueños.

Dejando para el final la descripción y comentario de la portada podemos decir de este templo que es de una sola nave, con presbiterio ligeramente elevado al fondo, separados ambos por un arco mayor de medio punto, algo irregular en su terminación. Sobre las jambes se adosan sendas columnas, rematadas en sencilla moldura. Arco y jambas se decoran, tanto interior como exteriormente, por bolas.

El altar, de mala manera empotrado y mal ajustado en el presbiterio, es de arte barroco, muy popular. Está fechado en 1753. Es evidente que procede de otro lugar, muy probablemente del palentino pueblo de Frómista. En su centro aparece una moderna talla de San Antón.

Lo que sí reúne un gran interés, es el artesonado de la nave, todo él de madera, delicadamente ensamblada, oscurecida por los años, y con algunos detalles que permiten asegurar es obra de artífices mudéjares, que durante el siglo XVI aún permanecían dedicados a estos oficios artesanales.

Sobre la madera de la puerta principal, aparece una interesante y valiosa guarnición de clavos en forma de estrella tetrapuntada, con extremidades en relieve, así como sencillas alguazas de la misma época (todo ello es del siglo XVI, cuando se construyó el templo). Algo posteriores son las cerrajas, sencillas pero también interesantes.

Lo más valioso del conjunto es la portada, orientada al norte. Forma parte del gran conjunto de arte plateresco que, escondido y poco conocido, posee nuestra provincia. Afortunadamente, está fechada: 1540 es el año de su construcción. No se cono­ce, en Cambio, el autor que la diseñara, ni los tallistas o artesanos que la hicieron realidad. Indudablemente, alguno de los arquitectos que en Sigüenza trabajaba en esos momentos, o quizás unos años antes, ha de ser el autor de su proyecto. No sería demasiado descabellado sugerir por autor a Alonso de Covarrubias, teniendo en cuenta que trabaja en Sigüenza hasta 1534. La estructura de esta portada de Bujalaro es, de todos modos, muy acorde con la forma de hacer del toledano, y, en este caso concreto, nos recuerda inmediatamente la puerta del convento de la Piedad, en Guadalajara, obra suya documentada, y con idéntica características estructurales.

Sin poder, empero, afirmar rotundamente esta sugerencia, cabe barajar los nombres de otros maestros que en la catedral seguntina trabajan por entonces: Francisco de Baeza, Nicolás Durango, Juan del Pozo… da lo mismo uno u otro. Lo esencial es que la tenemos bien catalogada en tiempo y espacio. Sólo falta que un golpe de suerte quiera algún día descubrir, entro le voluminosa carga de información que atesora el Archivo de la Catedral seguntina, el nombre exacto de su autor.

La estructura de la portada es severa y elegante, como corresponde al estilo toscano introducido en España hacia 1520. Un arco semicircular flanqueado de columnas que apoyan en cortos machones, y que sostienen arquitrabe con leyenda y ornamentación del estilo, coronándose a los extremos por sendos flameros, mientras en el centro se yergue, escoltada por roleos, una hornacina de idénticas características cobijando bajo venera una talle apreciable, aunque ya muy desgastada por la erosión, de la Virgen María.

En el friso de la puerta principal aparece la siguiente leyenda: /»AVE REGINA CELLOR AVE D NANGELOR 1540”/ que desarrollada y traducida significa «Salve Reina de los Cielos, Salve Señora de los Ángeles. 1540. Sobre la hornacina de la virgen hay otra frase de difícil lectura por su desgaste. Y junto a ella, a su izquierda, hay empotrada una lápida de la misma época, o algo posterior, en que se lee (desarrollando las abreviaturas): «Acabóse esta obra Siendo Cura el Reverendo Señor Bachiller Suárez, Deán de Sigüenza y Mayordomo Alonso Martínez Molinero».

Rematando el semicircular arco de la portada, aparece el emblema de Cristo (cinco llagas sangrantes) en prolija cartela sostenida por ángeles. Las enjutas de este arco están ocupadas por San Pedro y San Pablo, cada uno con sus respectivos atributos, y orlados con frutas, verduras y cintas propias de la decoración plateresca. Temas que se repiten, sencillamente y en todo caso exentos de iconografía figurativa, en capiteles y fustes de las columnas, en los que alternan con sencillo motivo ranurado.

Una obra, en suma, que hace del lugar de Bujalaro punto de arribada para todos cuantos deseen conocer, a lo vivo y en su ambiente propio, los modos de hacer de los artistas alcarreños durante la primera mitad del siglo XVI. Y motivo, siempre, de excursión ilustrativa y en todo caso interesante.

Notas

(1)    Ver las relaciones que este pueblo, envió a Felipe II a fines del siglo XVI, publicadas por don

Manuel Pérez Villamil en el 4º tomo del Memorial Histórico Español, Madrid 1912, pp. 27‑37.

Judios en Brihuega

Unas breves palabras ahora solamente para traer a la memoria algunos datos referentes a la estancia de la raza hebrea, eterna caminante y huidiza, en tierras de la Alcarria. Concretamente en Brihuega. Sabido es el buen ayuntamiento que judíos y árabes hicieron en nuestro suelo hispano desde la invasión de éstos en el siglo VIII. Al entrar los cristianos reconquistadores en territorios ocupados por moros durante siglos, se respetó la vida de unos y otros, quedando importantes núcleos de mudéjares y hebreos en diversas ciudades de Castilla y Aragón. Brihuega no tuvo aljama abundante, pero sí lo suficientemente amplia como para haber contado, sin ningún género de dudas, con mezquita y sinagoga para sus ritos religiosos respectivos.

Su situación social era varia, pero en general se trataba de hombres libres, dueños de tierras, casas y negocios, tal como se Ve en diferentes documentos en que se citan nombres de judíos (Mosé Torrijos, Mosé Calay, Yucas Capanche, Zulema Francisco, «que debía ser de los más honrados del lugar», etc.). Algunos, incluso, ejercían por la comarca la recaudación de los impuestos reales, tal como desde el siglo XII era tradicional que los monarcas castellanos concedieran estos cargos. El recibidor de cuentas del arcedianato de Guadalajara, en el primer cuarto del siglo XIV, era el hebreo David Abudarhan.

En el Fuero de Brihuega, concedido a la villa por su señor, el arzobispo toledano don Rodrigo Ximénez de Rada, hacia 1242, aparece dispuesto que «todos los omnes que moraren en briuega o en su término, xristianos e judíos e moros, todos ayan un fuero». Las condiciones establecidas son iguales para todos. Es más, en algunas ocasiones, hasta se tiene en cuenta la religión hebraica, y se cambia la fecha del mercado de Brihuega para que a él puedan asistir los judíos sin transgredir los preceptos de su rito: se celebraba normalmente en sábado el mercado briocense, pero el arzobispo don Pedro Tenorio, en 1386, accede a cambiarlo al miércoles, para que puedan venir judíos a él.

De todos modos, este trato favorable hacia la raza hebraica estuvo en todo momento vigilado muy de cerca por las autoridades religiosas, que veían un serio, peligro en el contacto continuo de unos y otros, para la salud espiritual de los cristianos. Así, el chantre y visitador seguntino Mateo Sánchez, a raíz de la inspección que realizó a Brihuega en 1436, dispuso varias cláusulas en, las que trataba de apartar del trato a ambas razas. Entre otras cosas, estipulaba «que físico (médico) ninguno o carpentero que fuesse judío o moro que no entrasse en monasterio de dueñas salvo con un cristiano e non de otra manera», y que antes de la Navidad deberían los cristianos apartar sus viviendas de las de moros y judíos, salvo pena de excomunión. Aunque no existe documento probatorio alguno, es tradición en Brihuega que, a raíz de aquélla visita, la población judía fue la que salió del pueblo y fue a residir al barrio extramuros de San Pedro. Entonces empezó la inestabilidad social de la raza hebrea, que en ese mismo siglo, y por orden de los Católicos monarcas Isabel y Fernando, saldrían expulsados de España si no tenían intención de convertirse al cristianismo. Los cuatro siglos que en Brihuega, residieron los judíos, le hicieron con absoluta libertad de ritos, teniendo su templo en el centro de la villa, en la que hoy se conoce con el nombre de «Calle de la Sinagoga», aunque de la tal Sinagoga no quede ya el menor rastro (1). De todos modos, nunca debió ser muy abundante la colonia hebrea briocense. En el «Pa­drón de los judíos de Castilla», que con objeto fiscal se elaboró en 1290, la judería de Brihuega aportaba tan sólo 304 maravedises, una cantidad irrisoria si la comparamos con los 13.588 que en ese mismo año cotizaban los judíos de Hita, o los 4.588 que pagaban los de Almoguera. En el «Repartimiento» que, con el mismo objeto, se hizo en 1474, la aljama Brihuega figura con 1000 maravedises. (2)

Hoy no queda de esta presencia hebraica sino leyendas absurdas y malas interpretaciones, que con estas breves pero fidedignas líneas esperamos caminen hacia sus justos cauces.

 Notas

(1)      Don Rodrigo, Amador de los Ríos publicó un estudio sobre «La Sinagoga Mayor de Brihuega» en La Ilustración Española y Americana, Septiembre de 1903, pág. 171, en el que se declara partidario, en contra de la opinión del Cronista provincial don Juan Catalina García, de que el templo briocense de San Simón, fuera desde el siglo XIV sinagoga judía. Nada queda de este edificio para poder opinar al respecto.

(2)      Según el mismo Amador de los Ríos, en su «Historia social, política y religiosa de los judíos de España y Portugal», tomo II, pág. 53, y tomo III, pp. 599‑600, en este «Repartimiento» de 1474, los judíos de Brihuega se equiparaban en cantidad «a los que moran en Madrid, é en Ciempozuelos, é en Pinto, é en Barajas, é en Torrejón de Velasco».

Ese árbol: la sabina

 

La estrecha y jugosa piel vegetal que cubre el mundo, es en Guadalajara un elemento más que requiere nuestra atención y nuestros cuidados. Incluida en el adusto corazón de la España seca, la provincia de Guadalajara es pródiga en desiertos páramos y dilatadas extensiones donde la piedra y el montaraz tomillo son únicos y lacrimosos habitantes.

Tenemos, sin embargo, una interesante carga forestal entre nuestros muros, que, aun siendo muy escasa en extensión y densidad, sí lo es en vejez y, si se quiere, en sentimentalismo. Se trata de los bosques de enebros y sabinas, de medieval acento cargadas sus presencias, que aún descansan y ondulan serranías y longevas distancias con el verde oscuro de su intangible encanto.

La sabina está escrita en viejo pergamino amarillento; con su rama discretamente etérea toca el filo de cada siglo; a su sombra descansa el juglar, el arriero, el fatigado monje; con su madero ardiendo brotan las leyendas de eterna tradición, mientras afuera cae la nieve mansamente. Los bosques de sabinas, en los que el sol y la luna siempre han campado con tranquilidad, están hechos para perseguir al traidor que se ha escondido; para contar los lustros con relojes de arena; para azotar y acariciar el aire con su severa presencia patriarcal y austera. La sabina, el árbol más antiguo que por nuestra, tierra aún habita, merece el recuerdo de este nuestro ajetreado siglo. Seamos justos con ella, con los escasos restos que de su alto cuerpo nos quedan.

La sabina pertenece al género Juníperus, dentro del que entran a formar parte varias especies, de todas las cuales existen ejemplares en nuestra tierra. Digamos que es, en general, toda la faja norte de la provincia, la que corre desde Cantalojas y Villacadima hasta Setiles, Orca y Tordesilos, la que encierra este interesante muestrario forestal.

El más común de estos arbustos es la «sabina roma» (Juníperus thurifera, L.) que forma pequeñas manchas, sin llegar nunca a la categoría de bosques, en la parte oriental de la serranía del Ocejón, y, muy especialmente en la cuenca del río Mesa. También se ve en ciertos puntos del curso del Tajo, como en Escalera, pero aquí asociada al «pino albar». Mezclada con el enebro se la ve en Tamajón y su comarca, y en Mochales, sobre el aragonés valle del Mesa, también alterna con el «enebro albar».

Los bosques que hoy restan de la sabida común, extensos en zonas como es la parte alta del Mesa (Balbacil, Turmiel, Concha, Amayas, Labros, Milmarcos), están diciendo a voces el secular asesinato que contra ellos se ha cometido. La madera de sabina es excepcional para la construcción de edificios, por su resistencia casi eternal, y su imputresfactibilidad (recordamos ahora cómo la ermita de Santa Catalina, en el término molinés de Hinojosa, tiene toda su techumbre revestida al interior de ramas secas de sabina, lo mismo que muchos pajares y parideras de aquélla zona) y, al mismo tiempo, goza de gran aprecio como material combustible, en especial por el magnífico aroma de que deja impregnada la atmósfera en derredor. Estos dos puntos nos permiten comprender fácilmente la devastación continua a que han estado sometidos estos bosques durante siglos y siglos. Lo que hoy nos queda es casi un milagro. Ante su pérdida de valor como elemento de construcción y combustión en nuestra época, debemos poner nuestro empeño mayor en la salvaguarda de los restos que han quedado. Sobre todo de algunos ejemplares, que personalmente hemos medido, en el hoscal de Labros‑Hinojosa y en el de la zona de Aragoncillo, cuyos troncos miden hasta metro y medio, y aún dos metros, de circunferencia.

La especie llamada «enebro albar» (Jeríperus phoenica, L.) es de menor envergadura y más escasa. Se acerca a la región del olivo, y se la puede ver por Ruguilla y Sotoca, y, aún más al sur. El enebro (J. communis, L.) es de extensión muy amplia, pero de es casa cantidad allí donde aparece, sin que llegue a formar ni tan siquiera rodales. Se le encuentra en alturas que oscilan desde los 850 metros de Hueva hasta los 1.500 de los términos de Campisábalos y Villacadima.

Aún existe otra variación de sabina, la que llaman «rastrera» (J. sabina, L. variación humilis, Endl.) por ser de muy corta alzada y aparecer cubriendo el suelo en los montes de roble y pino. Se extiende también por grandes zonas del señorío de Molina, desde los pinares de Zaorejas y Villanueva de Alcorón, pasando por las parameras de Setiles y Tordesilos y llegando hasta el cerro de San Marcos y Sierra Menera, que divide las provincias de Guadalajara y Teruel. Finalmente, del J. oxycedrus, variación rufescens, existen algunos, muy escasos, ejemplares, por Ruguilla, Viana y Almonacid de Zorita.

Es el objetivo final de este brevísimo repaso al mundo forestal de ¡a sabina, árbol tan delicado, bello y escaso, que ya sólo se encuentra en nuestra patria, prácticamente en las provincias de Guadalajara y Soria, el llamamiento a cuantos alcarreños sienten de verdad el latido incansable de su tierra, para que eviten su destrucción paulatina y desaparición total. Ya para nada sirven estos árboles, si no es para sentir correr por nuestras médulas el río ancho y caliente de nuestra herencia terral. ¿Por qué no conservarlos con mimo? No estorban, sí no que embellecen el paisaje. Son duros y por sí aguantarán otra decena de siglos. Dejémoslas, pues, a las sabinas, que anden proclamando durante mucho tiempo su limpia sangre medieval y alcarreñista, la verde fábula de su redondo corazón sin mancha.

Chillarón: viaje al barroco

 

En la orilla del embalse de Entrepeñas se encuentra anclado el pueblo de Chillaron del Rey, uno más de los que pueblan esta Alcarria sin límites y sin banderas. Abrigado del viento frío del norte por un montachón de yeso que allí llaman «El Cimajo», su vida transcurre tranquila al sol amable de los inviernos y un tanto violento del estío. Por su calle mayor, larga y recta, cubiertas las casas de antiguas rejas y jugosas parras, con algún que otro blasón sobre sus portalones, pasa y repasa el son tranquilo del agua de su acequia, que hará reverdecer luego todos los hortales de los contornos.

Llegados a este simpático y, acogedor enclave de valle del Tajo, nos encaminarnos directamente a lo más alto de la villa, donde la gran mote de su iglesia parroquial, con él título de Nuestra Señora de los Huertos, nos recibe. Se trata de un colosal edificio, levantado a mediados del siglo XVI en estilo severo y, geométrico, con una portada de sencillo renacentismo y unas cúpulas nervadas características del construir de la época.

Es aún muy importante la colección de obras de arte que en su interior se atesoran, pues solamente con los pequeños altares barrocos de nave y crucero se reúne una colección estimable de este estilo, dentro del aire popular del centro de España. Tan sólo una imagen de entre ellos, la de, San Antonio, es anterior a la guerra del 36, en la que fue destruido gran parte de lo que en ella se almacenaba. Otro cuadro representando el triunfo de la Eucaristía, que remata un altarcillo del crucero, es también de interés.

Pero lo que atrae la atención primera del visitante es  el gran altar mayor del templo, una de las más importantes muestras del arte barroco con que cuenta la provincia de Guadala­jara.

Construido, tanto en estructura como en ornamentación, de acuerdo con la más complicada expresión del barroco que creara Churriguera, su fecha de construcción hay que situarla en la primera mitad del siglo XVIII, más concretamente hacía 1730. Por desgracia, no podemos concretar ni la fecha exacta ni el nombre del autor o autores que hicieron realidad tal cúmulo de tallas en madera. Tuvo que ser alguien que se moviera, es indudable, en el círculo de los Churriguera y Ribera, que en esa época impregnaban con sus obras y sus Ideas el ámbito artístico madrileño y de regiones circundantes. Pero la ausencia de los libros de fábrica de la parroquia de Chillarón nos impide ser más concretos.

Recordamos ante esta gran mole de madera tallada lo que decía Luís Araujo ­Costa: «que la curva es siempre la compañera del barroco, cual expresión de lo dinámico». El retablo de Chillarón perece estar bullendo, gritando, contorsionándose sin cesar. Está cargado de vida, de sorda música de violoncellos, de aparatosas consejas de Quevedo. Es, como todo el barroco español, el grito de la Contrarreforma y la decidida manifestación de un catolicismo de savia nacional, un tanto me­siánico en todas sus representaciones artísticas.

Brevemente describiremos esta obra: toda ella construida con madera de salmimbre, que tanto abundaba en las orillas del Tajo antes de realizarse el embalse de Entrepeñas. A excepción de dos estatuas, el cuerpo inferior y la hornacina de la Virgen, todo lo demás está con el color primitivo de la madera, sin dorar, lo que la confiere una grandiosidad y recio aspecto. Para nuestro gusto, es preferible así. El cuerpo inferior alborga las grandes ménsulas de decoración vegetal en que apoyan las columnas del segundo cuerpo. Posee también dos grandes medallones policromados, en los que aparecen las escenas de la Anunciación (izquierda) y la Visitación (derecha) orladas de abundante ornamentación y algo mutiladas desde el año1936. Son de mediano valor artístico.

El segundo cuerpo, parta principal del retablo, posee, seis grandes columnas, en las  que el barroco se imprime con fuerza absoluta: de contorsión salomónica, se revistan todas ellas de abundante decoración vegetal, apareciendo en las centrales de cada lado, abundante copia de angelillos en escorzo. Escoltando este cuerpo aparecen dos columnas estípites, una a cada lado. Todos los capitales son de orden compuesto y sobre ellos corre un gran arquitrabe, poblando también del mismo clamor decorativo que el resto del conjunto. En los paramentos laterales Aparecen sendas estatuas policromadas, con túnicas blancas, representando a San Pedro y San Pablo. Destruidas en lo guerra del 36 las originales, éstas que vemos hoy se pusieron, nuevas, en agosto de 1963. Afean considerablemente el conjunto del retablo

En la parte alta y central de este cuerpo de altar aparece una, pequeña hornacina polic­romada y de moderna construcción, que alberga en su interior a la patrona del, pueblo y, titular de la iglesia: Nuestra Señora de los Huertos. Es ésta una Imagen que no podemos catalogar con exactitud debido a su inaccesible posición, pero que por las fotografías obtenidas se aprecia ser una talla bastante interesante de un románico avanzado: siglo XIII en sus finales o comienzos del XIV. De hierática mirada, esbozando una sonrisa, la Virgen sostiene sobre su rodilla izquierda al Niño. Se cubre de túnica y manta, con pliegues bastante acusados, y en su mano derecha sostiene una manzana. Mientras unos afirman que es de madera de encina, otros aseguran que está construida con yeso, seguramente, mediante molde. La policromía que la recubre no permite pronunciarse en ningún sentido, aunque más nos inclinamos por la primera posibilidad. Es, de todos modos, una interesante muestra del arte medieval alcarreño.

Sobre la hornacina de la Virgen, una cenefa rectangular cobija una barroca talla del Espíritu Santo. Sobre ella y el arquitrabe que remata las columnas aparece el tercer cuerpo del retablo, el más rico y deslumbrante en, cuanto a decoración. En forma de cuarto de esfera, se adapta por completo a la cúpula del presbiterio. El pedestal se constituye por una serie de sustentáculos trimensulados, en los que apoyan Imágenes y de los que arrancan los correspondientes arcos, que van a confluir en la estructura más elevada y central del conjunto, que es el llamado pinjante, constituido en este caso por la cabeza de un ángel alado, al que escoltan, otros siete angelillos.

La imagen central de este cuerpo es una movida estatua del arcángel San Miguel, que, armado de escudo y llameante espada, vestido con traje guerrero y celeste a un tiempo aplasta bajo sus pies un gracioso demonio con cola dracontea. Todo el grupo se enmarca por ovalada cenefa vegetal. A sus lados aparecen des ángeles músicos (uno con guitarra y otro con Vihuela) por cada costado, y aun a cada extremo de ellos aparecen las imágenes, también de cuerpo entero, de dos santos, venerables: San Basilio y San Blas. El primero, a la Izquierda del espectador, y tal como puede verse en la fotografía adjunta, ostenta su cruz arzobispal y el libro con la Regla de sus fundaciones. Frente, a él aparece San Blas, con báculo, mitra obispal su derecha y el cuervo con el panecillo en el pico que tradicionalmente le acompaña. Aún más externamente a estas Imágenes aparecen, otras dos más de ángeles.

El conjunto, como puede apreciarse, es de una gran variedad de temas, y de muy alto valor para el conjunto del patrimonio artístico de nuestra provincia. Por ello es que, nos permitimos señalar el peligro evidente en que se halla esta obra tan interesante, Grandes grietas han aparecido en la pared del muro posterior de la iglesia de Chillarón, justo en el lugar correspondiente a este altar, por la parte externa. Con ello se compromete la estabilidad general del templo y muy en especial la homogénea permanencia del  grandioso retablo barroco. Tal vez haya sido una primera advertencia del serio peligro que corre el hecho reciente de la caída de uno de los ángeles músicos concretamente el inmediato al arcángel por la derecha, que se destrozó el caer al suelo y ha sido reconstruido magníficamente por el soñar cura párroco, esperando ocasión propicia para colocarlo de nuevo en su lugar, al tiempo de proteger todo el conjunto de un derrumbe imprevisto

Queda, pues, dada, la voz de alarme sobre si peligro que corro esta joya de nuestro arte provincial. Vuestra visita, amigos lectores, no debe demorarse. Y la puesta en marcha de medidas protectores, tampoco.

El calendario románico de Beleña de Sorbe (Guadalajara)

Portada de la iglesia de San Miguel de Beleña del Sorbe, en cuyo arco aparecen tallados los símbolos de los meses del año. Dibujo cedido por José María Antón Ávila.

 

Pertenece Beleña de Sorbe al partido judicial de Cogo­lludo. Durante la Edad Media fue un lugar próspero, con un codiciado castillo en lo más alto, del que hoy nos restan dos paredones. Aun en el siglo pasado contaba con 40 veci­nos y 515 fanegas de labor dedicadas a la producción de trigo, vino y aceite. 

En la vieja iglesia parroquial se conserva la portada de ingreso, valioso ejemplar del arte románico castellano, fechable en el límite de los siglos XII y XIII. De su esculpido rosario de los meses me ocuparé en este trabajo, para tratar de completar algunos aspectos parciales que el estudio del Dr. Layna dejó sin tocar. 

La portada, resguardada de las inclemencias atmosféri­cas por un atrio porticado, también románico, consta en esencia de cuatro arcos semicirculares en degradación, sien­do el interno y externo de arista viva descansando sobre lisas jambas. La segunda arquivolta presenta una moldu­ración sencillísima de corte cilíndrico, y es en la tercera en la que aparecen sus dovelas esculpidas con las representa­ciones de los diversos meses del año. Dos capiteles a cada lado las sostienen: a la izquierda son dos escenas muy difíciles de interpretar fidedignamente, y que dejo en blanco por no ser amigo de conjeturas. El más interno de los de la derecha presenta tres figuras de simbolismo desconocido, mientras que es muy claro el contenido del más externo: las tres santas mujeres ante el vacío sepulcro de Cristo, y una colección de realistas soldados medievales, caídos en el sue­lo ante la presencia de Dios resucitado. No es tarea la de estas páginas tratar sobre estos capiteles. 

Son los otros, los catorce relieves de la arquivolta, los que con su color gris están pidiendo ser colocados en el lugar interpretativo que les corresponde. Y esto se sale por completo del reducido ámbito de la región y el pueblo de Beleña, para entrar de lleno en la ancha corriente histórica que nace en el mundo pagano de la península Itálica y cuaja finalmente en el crisol medieval de la Europa cristiana. Vamos a ver de qué manera son esos catorce relieves de Beleña un oleaje, más de un ancestralismo folklórico, lite­rario y artístico que ha ido dejando múltiples huellas por todo el mundo de herencia latina. 

Los doce meses del año. El semicircular regocijo de los trabajos y los goces anuales. La petrificada fragancia de una vida alegre y sin complicaciones. Comenzando por la izquier­da su revista, aparece en primer lugar un ángel rudo y sen­cillísimo. Enero es simbolizado por una escena de la matan­za del cerdo. En febrero aparece un viejo calentándose al fuego, junto a una pequeña hoguera. De marzo se trae la poda de los arbustos y árboles. En abril se ve a una joven con ramos de flores en ambas manos. Y en mayo un caba­llero montado sobre un jamelgo descabezado, sostiene en su mano un halcón. Junio se representa por un hombre en las faenas de la escarda. En julio aparece el segador cortando la mies. En agosto se pasea un aldeano, sentado en un trillo, y arrastrado por una pareja de bueyes. Septiembre se sim­boliza por un hombre que arranca el fruto de la vid y lo deposita en cestos de mimbre. Octubre, por otra figura masculina que vuelca en una cuba el contenido líquido y oloroso de su odre. Noviembre se presenta por la tarea de arar el campo, que aquí lo hace un hombre con un par de bueyes, esta vez vistos en proyección vertical (tanto ésta como la dovela de agosto son de doble dimensión que las demás). En diciembre se pone a un hombre feliz tras una mesa colmada de alimentos. El último relieve es el de una cara de buen trazado, con labios gruesos y pelo rizado. 

Hasta aquí la descripción sucinta. Ahora viene la inter­pretación de algunas de estas escenas y figuras que aún esperan el momento de decirnos su escondido mensaje. Interpretaba bien el Dr. Layna las dos figuras extremas del mensario de Beleña: aunque el ángel primero es de clara y fácil identificación, no lo era tanto esa cabeza del extremo derecho, de ensortijados cabellos y abultada prominencia labial. Era el diablo, sí. Durante la Edad Media europea es comúnmente representado el Malo con los rasgos de la ne­gritud. Herencia de antigua filosofía segregacionista, en la que se quería mostrar a los seres de raza negra como carentes de alma y, más aún, poseídos por el Demonio. En ladoctrina simbólica tradicional, las razas oscuras son hijas de las tinieblas, aludiendo la representación del negro a la parte más instintiva y baja del hombre. No es extraño, pues, que a un ángel se contraponga un negro: son el Bien y el Mal para el anónimo escultor de Beleña. El hecho, aún, de que estos dos simbolismos abran y cierren el coto circular de los meses, nos hace meditar todavía: sabido de todos es que el nombre del mes de enero, en todos los idiomas euro­peos, es derivado muy directo del nombre del dios Jano (January, Janvier, Januar, etc.) habiendo perdido en caste­llano la jota inicial por la que, aun siendo también deriva­do suyo, no lo parece. El dios Jano era para los romanos el encargado de regir el destino, el tiempo como camino recorrido y por recorrer. Sus dos rostros unidos miraban al pasado y al futuro, por lo que, desde muy remotos tiem­pos, se le eligió para ser representación del comienzo del año, y así aparece en muchos mensarios romanos y, por tradición conservada, en otros medievales ya cristianos. En algunos, como en el de la catedral de Pamplona, situado en las claves circulares de su bóveda, aparece enero repre­sentado por un hombre con dos cabezas, y sosteniendo una gran llave en cada mano. Con ellas se pueden abrir la «puerta del Cielo y la puerta del Infierno» («Janua Caeli» y «Janua Inferni»), según la representación pseudocristiana de algunas leyendas. Creo que en Beleña es claro el co­metido de esas dos rudas figuras: enero se desdobla en ellas, adquiere carácter de sucinta homilía y recuerda que en el principio de la vida hay ya dos puertas, dos caminos: el del cielo y el del infierno; que no son mitos: que están, de verdad, al comienzo y al fin da cada año, esperando su cosecha de seres humanos. 

La siguiente escena, de una traza excesivamente popular y ruda, viene a mostrarnos un aldeano sacrificando con su cuchillo a un cerdo. Colocado en el primer lugar dçl men­sario, creo que su identificación con el mes de enero no puede admitirse de ninguna manera. Más aún: su puesto de diciembre está ocupado en Beleña por una escena (el hombre sentado a la mesa bien repleta) que tradicional­mente se coloca en enero. El problema, pues, es bien senci­llo: el diseñador y escultor realizó la representación de los meses con arreglo al códice tradicional por él conocido. Fue después cuando, en un descuido suyo, el obrero encargado de colocar las dovelas trastocó las de estos dos meses. No tiene mayor importancia. Veamos, de todos modos, las razo­nes que argumentan esta teoría. En el llamado «Libro de Aleixandre», popular recopilación de poesías medievales castellanas, aparece una relación de los meses del año en la que hablando de Enero dice: 

 Estava don Ianero a dos partes catando, çercado de çecinas, çepas acarreando. Teníe gruesas gallinas, estavalas asando, estava de la percha las longanisas tirando. 

lo que se identifica totalmente con la habitual representación de este mes en forma de escena doméstica con hombres y mujeres sentados a la mesa bien provista, recordando esta época, sobre todo en sus primeros días, de grandes fiestas familiares. En el mensuario mural que existe en el castillo de Alcañiz, antaño perteneciente a los caballeros sanjuanis­tas, aparece enero representado por un hombre en alegre banquete. Y en las coloreadas miniaturas de un gran códice de comienzos del siglo XVI, de la catedral de Toledo, se ven un hombre y una mujer de saludable aspecto sentados a una mesa en la que otra pareja sirve abundante comilona: así ilustran a enero en dicho códice. Otros muchos ejemplos se podrían poner aún. 

 Por otra parte, el ya mencionado poema del «Libro de Aleixandre» dice refiriéndose a diciembre: 

 Matava los puercos diziembre por la mañana, almorçaba los fígados por matar la lagaña… 

 y es, también, abundantísima la cantidad de monumentos españoles y europeos en que diciembre se representa con la matanza del cerdo. Los ciclos griegos y romanos no utili­zan esta escena en sus mensarios (tan sólo la «puerta de marzo», de Reims, del siglo III, la posee), aunque era fre­cuente que en estas fechas del fin del año se sacrificaran animales, con fin religioso, a Cronos y Deméter. Pero es el caso que hasta el siglo IX, en territorio del imperio caro­lingio, no comienza a utilizarse esta representación de signo doméstico, siendo multitud inacabable la de ejemplos que se podrían aducir a este respecto, pues es rara la unanimidad con que diciembre se asocia a la matanza del puerco.Una de sus primeras alusiones en el arte es la del poema «Officia XII mensium», fechable a mediados del siglo IX, y atribuido a un monje de la abadía de Fleury‑sur‑Loire, en el que se dice «More sues proprio mactat December adul­tas». Es casi un rito, de un indudable origen galo, éste de la matanza invernal, que aún se celebra en muchos de nues­tros pueblos de Guadalajara. 

Después aparece febrero, que en Beleña se representa como un viejo aldeano calentándose al fuego. Aunque esta representación es también muy habitual en los mensarios románicos y góticos europeos, creo que puede hablarse en este caso de una clara herencia bizantina. Así aparece representado el mes en cuatro copias miniadas del «Octateuque», de la Biblioteca marciana de Venecia, y en un manuscrito del convento de Vatopedi, en el monte Athos. La cultura del imperio romano de Oriente solía comenzar oficialmente el año en nuestro mes de marzo y, paralela­mente, febrero era para ellos el último del año. A esa idea de lo caduco asociaban la representación ‑de un viejo, «el año que se acaba», y que, por otra parte, encajó perfecta­mente en nuestra cultura occidental, en la que al viejo per­sonaje se le acerca al fuego para que el viento helado de febrero, el mes más frío del año en nuestras latitudes, no le dé el achazo definitivo. 

El mes de marzo se representa en Beleña por un hombre barbudo que se dedica a podar pequeños arbustos y arbo­lillos. No ofrece ningún contrasentido con la general repre­sentación que de los meses hace el arte románico y gótico en general. Así aparece en los ya mencionados mensarios de la catedral de Pamplona, de la portada del monasterio de Ripoll, de la capilla de los reyes en San Isidoro de León, del códice toledano del siglo XVI, etc. Incluso en la ilustra­tiva serie de nombres que el idioma vasco utiliza para deno­minar los meses del año, el «epailla» viene a ser la luna o mes de la corta, de la poda. 

El mes de abril se representa por una joven muchacha que lleva en sus manos sendos ramos de flores, como pre­sentándolos al espectador con gozo. Es ésta una forma de personalizar al mes de abril muy común en el arte románico y gótico de toda Europa, pues ya en los mensarios de las catedrales de Chartres, París, Amiens o Cambrai se ven muchachos y muchachas coronadas de flores, o llevando hierbas en las manos. También en España se da esta repre­sentación: así, en la capilla de los reyes de San Isidoro de León aparece dibujado en abril un hombre con una planta en cada mano, mostrando de ellas hasta las raíces. En el mensario de Pamplona es una jovencita la que muestra los trofeos vegetales. Pero de todos modos, aún podemos avan­zar un poco más en la interpretación de esta escena, tenien­do como base la nomenclatura vasca de los meses, en la que abril se denomina, entre otras maneras, «opeilla» o mes de las tortas; también de las ofrendas, siendo muy frecuentes en aquella parte de España las fiestas votivas (el bollo de San Marcos, la torta de Pascua, etc.). Pensamos entonces en la posibilidad de unión de dos tendencias: junto a la más europea, heredada de la latinidad, de culto a la flor y a la juventud en esta primavera que nace, la otra de represen­tación votiva y oferente. 

Y luego mayo, con un cazador montado y su halcón en la mano. El papel de este caballero en medio de la repre­sentación de otros meses por concretas escenas de vida rural y doméstica aldeana, no deja de ser sorprendente. En Cam­pisábalos, en esta misma provincia, aparece también un maltratado mensario en el que se incluye parecida repre­sentación caballeresca. El Dr. Layna arguye como razón explicativa «la convivencia y fraternidad entre señores y vasallos, productores éstos gracias a su trabajo, y el noble protector de los villanos mediante su bravura y poderío». No podemos estar conformes con esta interpretación: el simbolismo románico circula por más recónditos y ances­trales caminos, ajeno casi totalmente a una realidad social que le resbala en lo más íntimo, aunque externamente no lo parezca. ¿ Por qué, repito, un caballero cazador, unos guerreros, entre el sencillo discurrir agrícola y ganadero del año ? 

Ni siquiera el conocido etnólogo don Julio Caro Baroja, en el estudio que realizó al respecto, llegó a profundizar en este tema. Fue Henri Stern quien analizó arqueológicamente el asunto, dando las líneas generales para su interpreta­ción. Antes de él, el austriaco Riegl sentó las bases com­parativas de las representaciones de los meses en la anti­guedad clásica y en el Medievo europeo, proveniendo de sus estudios las bases par las que nos hemos guiado para el análisis de la representación del mes de mayo en el men­sario de Beleña. 

Desde el apogeo de la cultura helénica, posteriormente adoptada por el imperio romano, fueron los meses del año y sus estaciones motivo suficiente para que el arte de la poesía, de la pintura y la escultura hicieran con ellos todo tipo de manipulaciones. En esa base pagana se centra la posterior evolución de sus representaciones europeas: tami­zadas, lógicamente, por el cristianismo triunfante en dos frentes: el oriental bizantino y el occidental carolingio. Es en la corte del gran Carlomagno donde gira el concepto de estas representaciones: aparece un nuevo tono bárbaro, galo, agrícola, ovidando las elaboradas escenas latinas. 

Pero vamos al caballero, a ése que con un halcón en la mano se pasea en mayo por los campos de Beleña. Se re­monta a la antigua Grecia la costumbre de emprender las campañas guerreras al término del invierno. Cuando los rigurosos fríos han pasado y la lluvia va abandonando los horizontes, el guerrero heleno y romano se prepara a la batalla. Los generales romanos realizaban en esta fecha la revista militar de sus tropas; era el «campus Martius», la revista de Marte, dios de la guerra. De ahí derivó el nom­bre del mes: marzo. Es la época del año en que renace la naturaleza junto al espíritu guerrero. Late, pues, un doble motivo ancestral en el corazón de los hombres: primavera y batalla, conjuntadas. Los poetas latinos también aúnan sus palabras en el cántico de ambos aconteceres. Pero es a partir del año 755, en Francia, cuando Pepino el Breve cambia tan antigua tradición, y decide comenzar sus anuales campañas guerreras en el mes de mayo. Los caballos nece­sitan abundante alimentación vegetal, y ésta no aparece bien cuajada hasta el mes de mayo: es en él cuando realiza su » campus Maiius «, o » Campus Medius «, la revista prelimi­nar de sus campañas. Será, pues, en este mes, cuando a par­tir de entonces se aparejará el sentimiento primaveral con el renacer guerrero. La literatura y el arte carolingio así lo adoptan, y de él se extenderá la costumbre al resto del mundo románico occidental. En unas miniaturas carolin­gias (conocidas con el nombre de «miniaturas de Salzbur­go») que se dibujaron en dicha ciudad austriaca a comien­zos del siglo IX, siguiendo modelos de Saint‑Amand o de Corbie, y que hoy se conservan en la Bib]ioteca Nacional de Viena, se representa mayo con un hombre que lleva flores o hierbas en sus manos. En el ya aludido poema «Officia XII mensium», se dice del mes de mayo: «Maius hinc gliscens herbis generat nigra bella». Aquí radica, pues, la costumbre románica occidental de representar el mes de mayo con un guerrero o caballero cazador (esta última es imagen degenerada de la primera). Sin salir de España, vemos cómo en la capilla de los reyes de San Isidoro de León, el mes de mayo se representa, en el mensario pictórico de esta sala, por un caballero que, a pie en el suelo, deja pacer al animar hierbas muy altas. ¿Qué mejor representa­ción plástica del poema carolingio? En el castillo de Alcañiz queda otro mensario mural: mayo se representa por un rey que caza a caballo con un halcón en la mano. En el mensa­rio de la bóveda de la catedral de Pamplona, correspon­diendo a mayo aparece un hombre a caballo con un ave de presa en la mano. Representación más moderna, pero de idéntico significado ancestral, es la del ya mencionado códice de la catedral de Toledo: con gran cantidad de colores aparece representado un caballero, sobre blanco corcel, pre­cedido de su perro y seguido por su criado, que se dispone a la caza de cetrería…; así podríamos aportar gran cantidad de ejemplos que redudan en el mismo concepto que en Beleña aparece ante nosotros. 

Creo que ahora queda bien claro el papel que ese caba­llero, noble hidalgo cazador, juega entre el resto de aldeanas actividades del mensario alcarreño: toda una corriente lati­na, carolingia, llega hasta nosotros atravesando previamente Navarra y Cataluña. No traduce una realidad social contem­poránea de la obra: se limita a guardar fielmente una tradición artística. 

Siguiendo con el resto de las representaciones mensuales de Beleña, poca novedad o apuntamiento simbólico nos queda ya por resenar. En junio aparece un hombre arran­cando cardos de entre los trigos que ya maduran. Esta tarea de la escarda, tan común en el antiguo sistema agrícola, puede todavía interpretarse con arreglo al simbolismo de esta planta: el cardo simboliza al sol en muchas culturas antiguas, y se halla relacionado con los ritos solsticiales del día de San Juan. De todos modos, nos parece también, en este caso, excesivamente rebuscada dicha interpretación, y nos quedamos con la más simple de la tarea agrícola. 

Vienen después una serie de escenas de conmovedora sencillez y auténtico verismo. La ingenuidad de rostros, de atavíos y actividades es lo que, de común con cuantos han escrito sobre este mesario, nos sorprende y cautiva. Julio con la siega; agosto con la trilla, en la que aparece ese artilugio aldeano (¡es el siglo XIII!) que aún se ve en algunos de nuestros pueblos; septiembre con la felicidad de la des­carga de los racimos de uva, recién cortados de la viña, en un cesto; octubre transportando el vino nuevo del odre a la cuba; noviembre, en fin, con otra pareja de bueyes, ahora vista desde una proyección vertical, arando el campo otoñal y ya húmedo de nuevo… 

El mensario de la portada de Beleña queda así un poco más desmenuzado, un tanto más querido de todos, que ahora le mirarán con nuevos ojos, con distinto y renacido pálpito. Es difícil, sí, llegar a él, pero siempre se escuchan las mis­mas palabras al final del camino: que bien merece la pena un sacrificio cuando el alma va a salir, tras él, más grande y rejuvenecida.