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octubre, 1972:

CAMILO JOSÉ CELA: Crónica de un homenaje

III- EL VIAJE

Para los coleccionistas de etimológicas finezas tengo aquí una idea que tal vez haga feliz a alguno: se trata de sustantivar la Alcarria, hacerla nombre común y peregrino. Qui­tarle las mayúsculas y hacerla de or­dinario uso. Poder decir de una cosa que es «más alegre que una alca­rria», y usar de ella al referirse a al­gún terreno alto y llano, a cualquier trozo de planeta que tenga caminos largos, infinitos, que siempre acaban en la honda mansedumbre de los va­lles. Por una alcarria más, por la de las mayúsculas, anduvo Cela hace ya 25 años. El pasado sábado día 7 de octubre nos reunirnos unos cuantos amigos pera andarla de nuevo.

Por la mañana temprano era cuando salía la comitiva rumbo de Torija cas­tillera. El escritor primero, luego la familia, los amigos, los curiosos. Al final, los periodistas: Dámaso Santos y Molleda por “Pueblo”; López de los Mozos y Aberasturi por «Guadalajara»; Villaverde Gil y Sanz Boixareu por «Flores y Abejas», y al fin llegando el último a todos los sitios, gracias a la sorprendente velocidad de su automóvil este cronista piruetero.

Cuando llegamos a Torija, hace Ya rato que Cela se ha encontrado a un paralítico, y le mira por delante y por detrás con curiosidad. No, don Camilo, ese no es ni se parece a Paquito Malpica, el tonto miralunas de esos que babean verde, dulce y suave, como los poetas y las bailarinas de ballet. Este paralítico de Torija es muy serio y circunspecto; tiene cara de ser medallaro y sacristán. Camilo se ha tenido que subir a una escalera para descorrer el velo de la primera placa, tal vez la más hermosa de todas: se ve el castillo dibujado con un sano color terroso, y en ella lee aquello de “la cama es de hierro, grande, hermosa, con un profundo colchón de paja», y en ella se ha echado otra vez el caminante, mientras Santiago Bernal aprovecha y hace fotos de esas inéditas y tal. En la puerta de la posada, el pueblo mira curioso, junto a la carretera, jugándose el tipo con más mérito que un matador de toros. Alonso Gamo echa otra vez unas coplillas y alguna Aleluya o letanía, plasmando el aire popular del momento. Adelante hacia Brihuega. Allá se ve, en el grisáceo redondel que da la sombra de la casa de Portillo, a Cela y los demás, mirando para arriba, para muy arriba, donde la lápida lo conmemora todo: «En esta casa hablaron de todo CJC y su amigo Julio Vacas». El viejo aquel que lo primero que le dijo a Cela, después de darla la bienvenida, fue eso tan conocido de «Yo soy el célebre cicerone que enseña la población” frase de las que merecen música y armonioso contrapunto. Pero hoy todo va por cauces de agilidad y prisa. Poco, duran los momentos briocenses. La comitiva se va para Cifuentes; en el camino, los árboles amarillos del valle y las viñas enrojecidas tenuemente forman la gloría del otoño, tocado con la varita mágica de la neblina mañanera.

En Cifuentes se descubre una placa en la casa del señor Arbeteta. El alcalde actual, don José Diaz García, pequeñito y simpático como una ardilla, lee con raro énfasis un telegrama de Arbeteta hijo y pronuncia con entusiasmo unas palabras. En el bar de la plaza hay escrito un pergamino de mano de Letizia Arbeteta. Se ve que eso de la casta no es mero recurso sociológico. Unos vinos caen al coleto, son los primeros, en el bar de Cifuentes, mientras la gente, distraída y ajena a todo, entra y sale contando maravillas de le guerra.

A Gárgoles de Abajo, «hace algo de fresco y se camina a gusto”, llegan los viajeros enseguida. «Gárgoles es un Pueblo huertano, con el terreno bien trabajado y la gente aplicada a su labor». Otra vez es el señor Díaz García quien echa unas estrofas al aire, y los del pueblo, también los otros, pero sobre todo los del pueblo, aplauden a rabiar, como si qui­sieran romperse las manos, haciendo visajes con la cara. En la cerámica, en la pared del mesón, han puesto: “un galgo negro ronda al viajero mientras el viajero se come sus sopas de ajo y su tortilla de escabeche».

Y una legua más abajo, a orillas ya del anchuroso Tajo, aparece Trillo con sus uniformadas casas y su cascada. El viajero y la familia suben al bar desde donde se ve, más mal que bien, la cascada del río Cifuentes, con sus chorritos laterales de nata y miel.

Delante de le placa allí colocada, otra más de esa maravillosa colección que el bullicio hacer ceramista de los hermanos Chacón nos ha deparado y desde sus públicos emplazamientos sonreirán a todos los futuros viajeros de la Alcarria, Miguel Lezcano, el infatigable amigo del escritor, lee pausada y emocionadamente un gran pedazo del libro.

Recordamos otra vez aquella pregunta que a Cela le hizo Martín el viajante: «‑Oiga usted, perdone la curiosidad, ¿usted cuando come huevos fritos toma siempre cinco?» Luego, en medio de la carretera, Alonso Gamo intenta regalar a Cela un orondo orinal blanco que compró en Brihuega. Por arcanos motivos, al vagabundo de entonces le hace muy Poca gracia la bromita, y corona la alta testa del poeta torijano con el poco decorador aparato.

En La Puerta del sol y pone a secar las telitas verdes de los pastizales. Unas ovejas trotan de alegría por las rocas y en la plaza 10 o 12 personas miran para la carretera, esperando otra vez al viajero de entonces, que no volvió a pasar junto a la iglesia románica del pueblo. El alcalde de aquellos días, cuyo nombre se le escapó al viajero de entonces y el cronista de ahora, plantea un raro problema de erudición y abstractismo: resulta ocurrir que la fecha de la lápida está equivocada. Que CJC no fué por allí el año 1946, sino el siguiente, 1947. CJC, Lezcano y el señor Huarte, pero al fin es él quien gana y todos callan, sin respuesta posible, e las contundentes razones del viejo. Después de ver escudos, ventanas y firmar algunos libros, López de los Mozos lee el fragmento aquél de «el viajero hace unos visajes con la cara y las dos mujeres empiezan a reírse. Sigue un poco más y las mujeres se ríen ya a carcajadas, dándose palmadas en los muslos… al viajero también le dio la risa cuando estaba en cuclillas encima del banco, rascándose la cabeza como un mono. Los gatos huyeron despavoridos y los perros ladraban desde el zaguán». Mientras José Ramón lee estos párrafos, Camilo José sigue haciendo muecas, poniendo caras raras, mirándose al espejo de entonces. Agarrándose con dura fuerza y porfía al pasado que se va.

Después bajamos a Chillarón. Allí, a la orilla de la carretera, hay otra placa sobre una basa de piedra gris y roja. Recuerda la noche que Cela pasó durmiendo en el suelo, “al pie de un espino; no hace frío ninguno. La noche está en calme y estrellada. Una lechuza silba desde un olivo y un grillo canta entre los cardos. El viajero, que está cansado, pronto se duerme con un sueño tranquilo, pro­fundo, reparador…» Don Francisco Gil Vaquero, alcalde de Chillarón, lee un trozo del libro.

Arriba, en Budia, ya nadie esperaba a los del homenaje. El alcalde, el secretario y fuerzas vivas en general se han marchado al campo o a cazar. Solo quedan viejas y niños que reconocen al grande, al panzudo, al orondo viajero. Mientras se descubre una placa encima de la fuente, sospechosamente cerca de la cárcel (de la que ahora sale Cela, como se ve en la foto, junto con sus amigos los señores Colmenar Huerta, Lezcano Quíles y Rodríguez Villasante, que entraron de visiteo y recordanzas), un concejal lee un retazo de la obra. Fotos y más fotos. El pueblo entero se apiña alrededor del famoso. Los chiquillos le tocan y rozan sus mocosas narices en el traje nuevo. Las viejas le arrebatan el libro y reconocen una casa, un muerto, un brillo distinto en las fotos y en las páginas. El tío Tarro flota como un fantasma en el ambiente. Los de la comitiva, mientras tanto, beben tintos en el bar de la plaza; otros, en cambio, se van a la iglesia, a ver las estatuas de Pedro de Mane. Este mundo, como se ve, está lleno de variada gente y antiguas o escabrosas costumbres. Hay que aceptarle como viene, si no, sale úlcera.

CAMILO JOSÉ CELA: Crónica de un homenaje

(II) LA CENA

«El escritor, algún día no más que en oficio de amigo el más alto de los oficios, ha de volver a la ciudad que amó…» decía Cela hace ya bastante tiempo en su «Cajón de sastre», y ha sido verdad, ha vuelto desnudo de sus retóricas fáciles y sus calculados alambiques de procaz donosura. Ha vuelto callado y amasado, como un pan para ser comido a pequeños trozos por todos los que le miraban asombrados. Sus palabras de entonces han sido buenas ahora, otra vez. «Y el escritor, a la vera de sus amigos de la Alcarria, vivió, quizás apresuradamente, las horas deleitosas del vino y de la poesía compartidas con justicia y buena fe, como los panes del viejo testamento y el agua bendita de las bodas».

Después de la intelectual algarada que supuso el solemnísimo acto literario del Palacio Provincial, Cela y su comitiva se dirigieron al Mesón Hernando, dispuestos todos a compartir ese pan blanco de la amistad, ese pescado amargo y gris de las recordanzas. Entre el calor de la multitud y el humo de muchos cigarros, pasada ya la medianoche, ¿cómo habría descrito Camilo aquella reunión? Éramos más de doscientos entre señoras, señores y condecoraciones; variada fauna poblando los salones, un pintor de rara barba y estúpida mirada de felino, contrapartida de algún otro cauto, casto y proveedor; camareros de azul como aves mesopotámicas y autoridades suavemente atildadas a la discursiva usanza. Todos me fuerzan a que diga burradas, insulseces de subido color, algún que otro palabro que yo, triste y atónito como estoy, no soy capaz de pronunciar. Nadie comprende ahora al escritor, al vagabundo y danzarín Cela; nadie cae en la cuenta de que estoy asustado y sin explicación de todo esto. Que la Abeja de Oro que me han puesto en la solapa me está ya pesando demasiado. Que soy un señor vulgar y corriente, excepto cuando voy de escaparate. Y hoy no lo quiero estar.

Pero los comensales acuden a su mesa, a que les firme libros, a que les diga alguna palabra, alguna frase que poder luego contar a los amigos. Los convecinos le miran y se ríen, provocando su agudeza. Las luces pálidas del comedor le iluminan y oscurecen a un tiempo. Y Cela va quedándose solo, ingenuamente pretérito de sí mismo, ruinosamente abandonado de togas y laureles vanos. Se está convirtiendo en el hombre puro, en el hombre que ha pisado todos los caminos, y es éste de las cenas el que peor sienta a sus za­patos.

La cena es una cena multitudinaria; las gentes hablan entre sí del libro del homenajeado; cada uno se acuerda de un pasaje o una anécdota; alguien dice haber hablado con él en cierta ocasión; otros aprovechan para hacer la rosca al importante vecino de mesa; todos esperan las palabras de Camilo, a ver si por fin escatológicas y desternillantes. Su imagen de histrión es esperada. Pero acabado el festín es don Mariano Colmenar quien se levanta y echa su larga parrafada de honores y vicisitudes. El alcalde de Guadalajara, don Antonio Lozano, recita su discurso medido y grato al suave ritmo de un metrónomo interior. Después sube al estrado García Nieto, el poeta de todo y para todos, que recita algunas líneas bien pegadas unas a otras, como para que no se escapen del salón. Alonso Gamo nos recuerda alguna anécdota londinense, como intentando dejar mal a Cela (favor que al día siguiente sería recompensado como se merecía). José María Luelmo, salido de algún rincón dormido, recitó algunos versitos de tres al cuarto que fueron ovacionados. Finalmente, Jesús García Perdices, «el poeta de la honda voz católica» como le decía hace años el mismo Cela, «tocó los corazones con la varita mágica de su verso ceñido». Era el colofón literario, la madura fruta de la palabra y el verso, al prosaico devenir, ir y venir, bajar y subir, de las mandíbulas. Premio de consolación para quien alegaba haber dejado su panza injustamente a medioIlenar; y justo doblez para las servilletas, que en llegando las doce se encuentran sospechosamente a gusto en el regazo de los comensales.

Finalmente levantado el escritor, como montaña vieja y verdemente cuajada de tomillos, dijo algunas palabras en las que manifestaba su extrañeza “ante este suceso”. No entiendo nada de lo que está pasando, dijo Cela. Otra prueba más de que estábamos sumidos en un «tempus» inmaterial y perdido, donde el escritor afirmaba, con sorna y pena, «ya camino irreversiblemente hacia el planeta de las fuerzas vivas». Camilo José Cela se convertía en un ser importante, muy importante, y afanoso buscaba la materia donde descansar de tanto colosal vagabundeo su patricia cabeza casi cana.

Al final repartieron puros para todos. En la vitola, oro y carmín al estilo de la Habana, se leía «Homenaje Camilo José Cela 6‑10‑72 Guadalajara», y el cronista se lo guardó por si acaso algún día se lo piden a la entrada del Averno.

CAMILO JOSÉ CELA: Crónica de un homenaje

1- LOS DISCURSOS

 

Todo empezó con un papel fuerte amarillento, impreso en rojo y negro como un trapo vencido en cualquier guerra. Era un programa mondo que decía y prometía los encuentros fantasmales de los irredentos muertos con sus sombras. El homenaje a Camilo José Cela ofrecido por la Diputación Provincial de Guadalajara, tierra en la que hace ya 25 años puso su mirada y a la que arrebató la sonrisa y el escalofrío. Yo más bien diría que un sutil ensayo de lo que los alcarreños somos capaces de hacer culturalmente hablando. Dámaso Santos señalaba en «Pueblo Literario» de 10 de octubre que este acto podía considerarse como el más brillante que podía darse de la inauguración del curso en la vida­ cultural del país. Dámaso Santos se equivocaba al circunscribir este «acto» a una época, a un lugar, a una ocasión tan banal como la «inauguración del curso en la vida cultural del país». Porque el pasado sábado día­ 6 estábamos haciendo una singular pirueta incalificable; solemne proclamación de nuestra campechanía alcarreña, y rasgo tenaz de nuestra vocación de místicas locuras.

Poco antes de empezar todo se agolpaban cientos de personas en el Palacio Provincial. Personalidades de la Vida cultural y política del país se codeaban con nosotros y preguntaban al de al lado que a qué hora empezaba aquello. Aquello empezaría cuando al señor Cela le diera la real gana, y así y todo, siempre después de que con tranquilidad se paseara por el vestíbulo alto mirando sus antiguos chismes de viajes, sus viejas botas harapientas que dejaran la piel en los cuestarrones indecisos de la Alcarria, las fotos agrias y titubeantes de Karl Wlasak, el manuscrito pulido y aséptico, el retrato de Camilo a la punta seca por Jaume Pla, y algunas otras cosas que intentaban desviar, sin conseguirlo, nuestra atención de la figura procesional y solanesca, un poco criminal y algo canónica de. Camilo José Cela, que con sus patillas blancas e inconmensurables borraba del ámbito el sonar inquieto de las voces y el nerviosismo por entrar al que se preparaba santuario.

Sentados unos pocos y muchos más en pie, nos disponíamos a oír cosas, a escuchar discursos durante más de dos horas, a levantar con nuestra presencia el pedestal de dotado boj de esas letras cejijuntas y cabales: homenaje a CJC, por los alcarreños.

Don Luís Rodrigo Arribas, diputado provincial encargado de los asuntos culturales de nuestra Diputación, abrió el acto en nombre del Patronato «Marqués de Santillana» y comenzó diciéndonos que «a la imagen sucede la palabra». Llenaba su voz el hondo hueco que hace todavía tan poco tiempo dejó vacío nuestro director José de Juan, a quien tanto debíamos en esos momentos todos (él había sido uno de los primeros entusiastas y promotores de todo lo que estaba ya ocurriendo). José de Juan regresó un momento con nosotros, delante de mí su hijo Ignacio, y un instante de patético silencio pujó por cambiar el rumbo y tino de la fiesta.

Don Miguel Lezcano Quíles se levantó luego y leyó sus cuartillas que titulaba «Esa bendición de los Dioses». Grave y parsimonioso, era el amigo que saludaba al amigo como queriendo dar mucha importancia a una mera charla de contertulios: «Lo hemos querido hacer en señal de amistad, cuando lo teníamos que haber hecho en señal de agradecimiento». Y habló de pagarés y otras metáforas variadas. «Cela nos ha hecho un libro que ha dado la vuelta al mundo y han leído alguien más de 4 o 6 personas importantes». Lezcano entresacó lugares y colores del libro. Trajo a la amistad cogida de una soga y nos la puso delante, desnuda, como un medieval espectáculo de descarnada fuerza. «Ha sido un libro paridor de amistades. Por él nació mi amistad con Cela». Hace luego memoria de vivencias comunes en varios lugares de España. En Soria, en Menorca, en la Mancha. Saca, luego a relucir una carta que Pepe de Juan recibió en 1958 desde Palma de Mallorca contestándole a su petición de algunas cuartillas sobre los personajes de su libro. En ella se autonombraba Cela «el nómada honorario de la Alcarria».

Ahora ya lo es todo en esta tierra crisantémica y ajada. Es vagabundo y señor. Amigo y heridor. Profeta. (Duro oficio, del que huyen los aficionados y, al que se apuntan, con rara asiduidad, los ineptos).

Don Francisco Cortijo Ayuso habló luego en nombre de los personajes del libro. El había sido don Paco, ese «don Paco es un hombre joven, atildado, de sana color y ademán elegante, pensativo y con una sonrisa veladamente, levemente, lejanamente triste». Y ahora decía don Francisco, 25 años después, saltados entre canas y arrugas: «éramos comparsas de la gran tragedia del mundo», «cada uno estábamos haciendo nuestro pobre oficio, de chamarilero a médico». El Dr. Cortijo cogió luego a varios actores de la comedia Celiana. Desmenuzó con gracia y soltura a cada uno y luego se metió con el autor, con aquel joven Camilo, alto y delgado, «siempre de perfil», que miraba profunda y observadoramente que todo lo quería saber, que nunca se quería marchar. «Su boca era una máquina de hacer preguntas». Don Francisco le dice luego al homenajeado que «levantó su vuelo de águila» (Cela serio, en su entierro), “para llegar al merecido Premio Nobel” (Cela macabramente serio, con tres palmos de cálida y maternal arena encima).

Don José Antonio Suárez de Puga leyó luego su «Poema para unas páginas caminantes». En sus cuartetos limpios, endecasilabados con el brillante buril del poeta nacido en primavera, soltó, entre otras felices y andariegas, esa frase: «escribió nuestra gloria y, sacrificio». Toda la Alcarria de caminos rotos y espantados carrascales se clava en el verso dé Suárez de Puga, se alza pálida y ojerosa como una princesa disfrazada.

Después el profesor Laín, catedrático de Historia de la Medicina, miembro de la Academia de la Lengua y gran orador y esteta, nos deleitó con su «Carta de un pedantón a un vagabundo por tierras de España». El discurso de Laín Entralgo fue, en opinión de este cronista (expuesta a todos los errores de su corta mollera) lo mejor de la noche. Laín blanco estaba vestido de negro. Sonreía a veces, no parecía muy decidido a decir ciertas cosas, pero acababa rotundizando y exprimiendo sus cuartillas. Durante 50 minutos habló Laín, y el             respirar de una ciudad se suspendió entretanto. El pedantón de Machado, confesó serlo por oposición y traslado: alardes de erudición y mea culpa, mea culpa, mea culpa. «Soy pendantón profesoral, o sea, de los tolerados». Y quedamos al fin en que se trata solamente de «un pedante intermitente y con tendencia al arrepentimiento». Reconociendo su sacrificio, Laín entra en el mosaico mudéjar de las Españas bien, pues en todo país que literariamente se estime debe haber, es frase suya, pedantes y vagabundos.

Cambia luego el derrotero. Dice Laín coincidir con Cela en su unánime amor a los tontos, No a esos oficialmente admitidos, «asnicultos», «saludaespaldas», «stultus officinalis», sino a los de aldea y suburbio. Esos inmensos tontos puros. «No carecen tus estampas de tontos, de la típica crueldad ibérica. Pero aparece tu ternura y soterraña voluntad de salvación. Y empieza luego a comentar «el relato de tu mejor vagabundez». Glosa del escritor errante, morral al hombro y cuadernillo en el bolsillo. Sus tres divinidades son: el paisaje, los seres inútiles y los niños. Tres altares de gótica o barroca luz.

Para asumir con totalidad la humanización de la tierra, dice el profesor Laín, hay que situarse desde la ilusión o desde el desengaño. «Desde la primera postura lo hacen Azorín, Baroja y Unamuno. También tú». El paisaje es en Cela «apoyo de la vida» o sostén y aparición de leves sorpresas flores y animales.

Luego surge el carnaval de los inútiles, léase tontos y folclóricos, matusalenes y escarabajudos, tan contentos ellos y suficientes. ¿Qué razón hay, se pregunta el profesor, para que con tanta asiduidad aparezcan en tus obras? La pregunta queda en el aire para luego ser contestada como merece.

Para los niños tiene también Laín su cumplido recuerdo. «Niños arriscados y caminantes, niños listorros, niños paralíticos y tristes». En los pueblos de la Alcarria, en los pueblos de España toda, no hay niños. Son homúnculos y ­aprendices de hombres. Pero niños, no. El niño es una creación del pensamiento cursi y burgués de los siglos XVIII y XIV. Sólo en los ambientes burgueses existen los niños. En España, por lo tanto, no los hay. Porque aquí sólo hemos tenido «una, tenue película burguesa sobre nosotros». ¿Por qué entonces, Camilo, tu preocupación por esos aprendices de la vida?

«Tal vez nos digas tus razones algún día, pero yo no las espero». Y en la espera, Laín expone sus dos soluciones, tal vez demasiado esteticistas, inválidas dentro del onírico y faunesco planeta de Cela: «por una parte, niños y tontos son objetos muy adecuados para realizar un aura literaria en torno a un hombre. Para lucirse escribiendo, vamos. Y Cela, siempre según Laín, ha esgrimido su proclividad estilística con ellos. «Por otra parte, tienes la resuelta voluntad de salvación, la gran ternura».

El profesor Laín resume «el auténtico problema de España y de los españoles». Es ese amor de salvación por la tierra, por los seres inútiles y por los niños, lo que practicado con asiduidad y de común acuerdo nos llevará a la amistosa repartición de los panes y los peces.

Y acaba Laín a lo pedantón, como campesino pagado de si: «Y sin más por hoy, recibe un abrazo de tu amigo que lo es, Fulano de Tal, tu amigo que lo es».

Camilo ha mirado atentamente a todos los conferenciantes. Son ya las nueve y media de la tarde y en su cuello se ha pintado la tortícolis. Pero llega el momento del abrazo cordial y el homenaje más íntimo y dilatado: la imposición de la Abeja de Oro en la solapa del viajero. Aplausos, fogonazos azules, emoción. A continuación usa de la palabra el excelentísimo señor Colmenar Huerta, presidente de la Diputación Provincial de Guadalajara, quien glosa brevemente la tierra de la Alcarria, que él lleva tan dentro, y la figura de Cela.

Este, gordo ya, importante ya, académico y otras zarandajas ya, confiesa venir aquí a rendir cuentas y hacer examen de conciencia. A ver a los amigos de entonces. Y a recordar a los muertos, que em­piezan a ser legión blanca y brillante. Salta al aire de la engolada y bienpuesta reunión la figura trágica de Fabián Gabarda, de cuya enfermedad y muerte lee Cela el magno cronicón. Lanza su recuerdo de Montes el talabartero, de Quico el de Trillo, de Demetrio el alcalde de Budia, de don Severino el médico del mismo pueblo, de la dueña del parador antiguo de Tendilla, de Julio Vacas, de Brihuega, y, finalmente, de nuestro fallecido director Pepe de Juan «modelo de amigos y espejo de caballeros». Con el pájaro albino de las muertes flotando en la sala, Camilo José Cela da las gracias, serio y gris, a la Diputación y al público. Aplausos y tierra caen sobre él, para taparle.

El excelentísimo señor don Carlos Montoliu Carrasco, gobernador civil de la provincia, cerró el acto con unas breves palabras. El público, entre los que se encontraban algunos alcarreños salió despacio, con cierto amargor y una huesuda entretristeza cabalgándoles los lomos. 25 años después, las luces y los damascos servían de lucido féretro para el volar antiguo del Vagabundo.

Hontanillas, un pueblo abandonado

 

«Tiernas flores de la humanidad, que al mundo aparecéis en brazos de la dulzura y de la esperanza, yo os consagro este librito, primer fruto de mis tareas literarias». Estas son las primeras palabras que brotan entre las ruinas pobres y lastimosas de Hontanillas. El viajero ha cogido del suelo un libro pequeño, arrugado y carcomido que empieza con ellas, y las ha leído en voz alta, delante de sus compañeros, sin que ni siquiera el eco, que lógicamente debiera haber sido lastimero, se molestara en acudir retumbando por las casi borradas callejas. «Las páginas de la infancia», por don Ángel María Terradillos, Madrid 1865, son el úl­timo trozo de cartón y leyenda que ha quedado intacto en esta larga agonía. Los niños se marcharon también un día, dejando allí sus botas oscuras, sus lápices sus juegos de bolas y sus carcomidas sonrisas en alguna cruel fotografía que el viento ha hecho bailar cientos de veces.

A este lugar triste llegó el viajero, junto con tres amigos, una calurosa mañana de verano, después de andar un larguísimo trecho de monte y abandonados campos, sin una gota de agua que llevarse a los labios y casi sin la menor idea del sitio a donde iban. Es ésta una Alcarria muy brava y engreída, que otea el Tajo desde ciertos sitios y tiene por telón definitivo los altos cielos, nada más (y nada menos). Y andando desde Alique se han venido estos cuatro buenos señores, por ver, oler y tocar el santuario ya consagrado de la soledad y la ruina. Por sentir sobre la piel el sin par roce de los fantasmas, la dulce sensación de las apariciones, a medio camino entre lo triste y lo macabro.

Y apariciones han tenido. Con una grave voz de flores ajadas y todavía olorosas han encontrado sobre las paredes de algunas casas, almanaques con estampas del Sagrado Corazón y la Virgen del Pilar; collares de plástico azul, rotos espejos en que mirar el desencanto, rancios retratos de boda, gallardas poses de soldados coloniales. Y el cielo blandiendo su boca, sus dientes, su garganta redonda y su estómago hambriento. Siempre, detrás de alguna puerta, el cielo pidiendo más, aun más venganza.

Rotas zoquetas que amasaron el rubio grano, recordatorios de muertes y desconsolaciones, no lloréis, sed buenos, voy a unirme con Dios y os espero en el cielo, cuidado ahí, ese suelo está que se desploma de un momento a otro, la cocina abandonada como a toque de campana batida, hasta una olla queda sobre el hogar; cubierto con su negro manto de carne de gallina muerta, en el pueblo de Pareja el día 18 de febrero de 1943 se ha efectuado la compraventa de una mula de más de catorce años de edad, un metro y treinta y tres centímetros de alzada, capa parda y pelos blancos accidentales, entre don Fulgencio del Abril, vecino de Pareja como vendedor y don Fulgencio Sanz, vecino de Hontanillas como comprador en el precio de tasación de setecientas pesetas, una culebra se ha deslizado por la sombra de las habitaciones frescas, hacia alguna bodega donde aún tendrán vino las tinajas, y un conejo saltando de montón en montón, ¿será el alma de otro Alejandro Ramírez, de estado soltero mayor de edad de profesión sacerdote que va a pedirle las ocho pesetas veinticinco céntimos a esa mujer enlutada y no demasiado triste que se las adeuda por los sufragios hechos a su esposo y que a pesar de los recados amistosos no le han sido satisfechas? no se sabe, sólo hay montones de cascotes, montones de adobe disuelto, montones de nostalgia, un cementerio, junto a las rocas todavía asombrado de que el pueblo le haya quitado su mortal preeminencia, montones de madera que antes fueron sillas, fueron mesas, fueron baúles donde la recién casada guardó su ajuar entre manzanas, montones de papeles que fueron periódicos diarios con espantables noticias, que fueron boletines piadosos, que fueron recibos de aprovechamiento de pastos, que fueron cartas angustiadas escritas desde Madrid en esa dificilísima posguerra, me dice que está pasando mucha hambre, así que por fabor os pido si podéis llebarle algo de pan y unas bellotas si las ay oslo agradeceré infinito, cartas colmadas de angustias y nostalgia, de temblores aún, de lágrimas, ¿Cómo está la Irene y Agustinita y Alfonsito? estarán muy gorditos, ¡Viba España! los viajeros han comido su tortilla de patatas y sus rajas de chorizo junto a la fuente del pueblo, sentados en unas piedras muy a la medida, debajo de unos árboles, en un paraje que se mantiene, como un milagro bíblico, todavía vivo y engrasado, pidiendo un calor de voces y miradas, y arriba del todo, esa iglesia, esa espadaña con su torcida veleta que ni sabe a donde apuntar su dedo oxidado, perdidas las referencias y el empuje ese medio podrido diccionario de latín, Cleromantia, ae, f. g. Adivinación por suertes, Multi thyrsigeri, pauci Bacehi: Muchos se gradúan, y saben lo que su mula, no val inventar ni siquiera los nombres es algo más triste, algo más oscuro y polvoriento que un simple epitafio; es todo un pueblo vacío, señores, un entorno donde hubo gente que descubrió el mundo, unas calles donde se cruzaron las primeras miradas los enamorados, unas buhardillas donde los niños descubrieron el largo vivir de las cosas viejas de los tatarabuelos, unos tapiales donde al amanecer se posaba la urraca presumida y solterona, unos caminos donde andar y volver a casa a por el agua fresca, a por la mesa recién puesta, a por la tertulia, a por el gritar de los hijos, a por las manos de la mujer, libro de actas de las sesiones celebradas por la Junta local de defensa contra las plagas del Campo, da principio en 2 de mayo de 1909 en la villa de Hontanillas, llegarán las noticias, tamizadas y legendarias, de la guerra de Marruecos y el lloro de Nicolasa por el hijo que, según dicen allí murió, y nunca volverá a ver, el viajero se santigua con reverencia cuando contempla estas casas, cuando escucha estas historias, cuando siente el soplo gris y frío de los fantasmas en su nuca. Desde el cerro de enfrente, al otro lado del Vallejo donde las grises ruinas de Hontanillas huelen a humedad y a mejorana el viajero saca su libro, casi de oraciones, en que Fray Antonio de Guevara hace el Menosprecio de Corte y la alabanza de aldea, y lee, a la luz rojiza de los últimos soles, «en el aldea no ay ventanas que sojuzguen tu casa, no hay gente que te dé codazos, no ay cavallos que te atropellen, no ay pajes que te griten, no ay justizias que te atemoricen, no ay señores que te precedan, no ay ruydos que te espanten, no ay alguaciles que te desarmen, y, lo que es mejor de todo, no ay truhanes que te cohechen ni aun damas que te pelen».