CAMILO JOSÉ CELA: Crónica de un homenaje

sábado, 21 octubre 1972 0 Por Herrera Casado

(II) LA CENA

«El escritor, algún día no más que en oficio de amigo el más alto de los oficios, ha de volver a la ciudad que amó…» decía Cela hace ya bastante tiempo en su «Cajón de sastre», y ha sido verdad, ha vuelto desnudo de sus retóricas fáciles y sus calculados alambiques de procaz donosura. Ha vuelto callado y amasado, como un pan para ser comido a pequeños trozos por todos los que le miraban asombrados. Sus palabras de entonces han sido buenas ahora, otra vez. «Y el escritor, a la vera de sus amigos de la Alcarria, vivió, quizás apresuradamente, las horas deleitosas del vino y de la poesía compartidas con justicia y buena fe, como los panes del viejo testamento y el agua bendita de las bodas».

Después de la intelectual algarada que supuso el solemnísimo acto literario del Palacio Provincial, Cela y su comitiva se dirigieron al Mesón Hernando, dispuestos todos a compartir ese pan blanco de la amistad, ese pescado amargo y gris de las recordanzas. Entre el calor de la multitud y el humo de muchos cigarros, pasada ya la medianoche, ¿cómo habría descrito Camilo aquella reunión? Éramos más de doscientos entre señoras, señores y condecoraciones; variada fauna poblando los salones, un pintor de rara barba y estúpida mirada de felino, contrapartida de algún otro cauto, casto y proveedor; camareros de azul como aves mesopotámicas y autoridades suavemente atildadas a la discursiva usanza. Todos me fuerzan a que diga burradas, insulseces de subido color, algún que otro palabro que yo, triste y atónito como estoy, no soy capaz de pronunciar. Nadie comprende ahora al escritor, al vagabundo y danzarín Cela; nadie cae en la cuenta de que estoy asustado y sin explicación de todo esto. Que la Abeja de Oro que me han puesto en la solapa me está ya pesando demasiado. Que soy un señor vulgar y corriente, excepto cuando voy de escaparate. Y hoy no lo quiero estar.

Pero los comensales acuden a su mesa, a que les firme libros, a que les diga alguna palabra, alguna frase que poder luego contar a los amigos. Los convecinos le miran y se ríen, provocando su agudeza. Las luces pálidas del comedor le iluminan y oscurecen a un tiempo. Y Cela va quedándose solo, ingenuamente pretérito de sí mismo, ruinosamente abandonado de togas y laureles vanos. Se está convirtiendo en el hombre puro, en el hombre que ha pisado todos los caminos, y es éste de las cenas el que peor sienta a sus za­patos.

La cena es una cena multitudinaria; las gentes hablan entre sí del libro del homenajeado; cada uno se acuerda de un pasaje o una anécdota; alguien dice haber hablado con él en cierta ocasión; otros aprovechan para hacer la rosca al importante vecino de mesa; todos esperan las palabras de Camilo, a ver si por fin escatológicas y desternillantes. Su imagen de histrión es esperada. Pero acabado el festín es don Mariano Colmenar quien se levanta y echa su larga parrafada de honores y vicisitudes. El alcalde de Guadalajara, don Antonio Lozano, recita su discurso medido y grato al suave ritmo de un metrónomo interior. Después sube al estrado García Nieto, el poeta de todo y para todos, que recita algunas líneas bien pegadas unas a otras, como para que no se escapen del salón. Alonso Gamo nos recuerda alguna anécdota londinense, como intentando dejar mal a Cela (favor que al día siguiente sería recompensado como se merecía). José María Luelmo, salido de algún rincón dormido, recitó algunos versitos de tres al cuarto que fueron ovacionados. Finalmente, Jesús García Perdices, «el poeta de la honda voz católica» como le decía hace años el mismo Cela, «tocó los corazones con la varita mágica de su verso ceñido». Era el colofón literario, la madura fruta de la palabra y el verso, al prosaico devenir, ir y venir, bajar y subir, de las mandíbulas. Premio de consolación para quien alegaba haber dejado su panza injustamente a medioIlenar; y justo doblez para las servilletas, que en llegando las doce se encuentran sospechosamente a gusto en el regazo de los comensales.

Finalmente levantado el escritor, como montaña vieja y verdemente cuajada de tomillos, dijo algunas palabras en las que manifestaba su extrañeza “ante este suceso”. No entiendo nada de lo que está pasando, dijo Cela. Otra prueba más de que estábamos sumidos en un «tempus» inmaterial y perdido, donde el escritor afirmaba, con sorna y pena, «ya camino irreversiblemente hacia el planeta de las fuerzas vivas». Camilo José Cela se convertía en un ser importante, muy importante, y afanoso buscaba la materia donde descansar de tanto colosal vagabundeo su patricia cabeza casi cana.

Al final repartieron puros para todos. En la vitola, oro y carmín al estilo de la Habana, se leía «Homenaje Camilo José Cela 6‑10‑72 Guadalajara», y el cronista se lo guardó por si acaso algún día se lo piden a la entrada del Averno.