CAMILO JOSÉ CELA: Crónica de un homenaje

sábado, 14 octubre 1972 0 Por Herrera Casado

1- LOS DISCURSOS

 

Todo empezó con un papel fuerte amarillento, impreso en rojo y negro como un trapo vencido en cualquier guerra. Era un programa mondo que decía y prometía los encuentros fantasmales de los irredentos muertos con sus sombras. El homenaje a Camilo José Cela ofrecido por la Diputación Provincial de Guadalajara, tierra en la que hace ya 25 años puso su mirada y a la que arrebató la sonrisa y el escalofrío. Yo más bien diría que un sutil ensayo de lo que los alcarreños somos capaces de hacer culturalmente hablando. Dámaso Santos señalaba en «Pueblo Literario» de 10 de octubre que este acto podía considerarse como el más brillante que podía darse de la inauguración del curso en la vida­ cultural del país. Dámaso Santos se equivocaba al circunscribir este «acto» a una época, a un lugar, a una ocasión tan banal como la «inauguración del curso en la vida cultural del país». Porque el pasado sábado día­ 6 estábamos haciendo una singular pirueta incalificable; solemne proclamación de nuestra campechanía alcarreña, y rasgo tenaz de nuestra vocación de místicas locuras.

Poco antes de empezar todo se agolpaban cientos de personas en el Palacio Provincial. Personalidades de la Vida cultural y política del país se codeaban con nosotros y preguntaban al de al lado que a qué hora empezaba aquello. Aquello empezaría cuando al señor Cela le diera la real gana, y así y todo, siempre después de que con tranquilidad se paseara por el vestíbulo alto mirando sus antiguos chismes de viajes, sus viejas botas harapientas que dejaran la piel en los cuestarrones indecisos de la Alcarria, las fotos agrias y titubeantes de Karl Wlasak, el manuscrito pulido y aséptico, el retrato de Camilo a la punta seca por Jaume Pla, y algunas otras cosas que intentaban desviar, sin conseguirlo, nuestra atención de la figura procesional y solanesca, un poco criminal y algo canónica de. Camilo José Cela, que con sus patillas blancas e inconmensurables borraba del ámbito el sonar inquieto de las voces y el nerviosismo por entrar al que se preparaba santuario.

Sentados unos pocos y muchos más en pie, nos disponíamos a oír cosas, a escuchar discursos durante más de dos horas, a levantar con nuestra presencia el pedestal de dotado boj de esas letras cejijuntas y cabales: homenaje a CJC, por los alcarreños.

Don Luís Rodrigo Arribas, diputado provincial encargado de los asuntos culturales de nuestra Diputación, abrió el acto en nombre del Patronato «Marqués de Santillana» y comenzó diciéndonos que «a la imagen sucede la palabra». Llenaba su voz el hondo hueco que hace todavía tan poco tiempo dejó vacío nuestro director José de Juan, a quien tanto debíamos en esos momentos todos (él había sido uno de los primeros entusiastas y promotores de todo lo que estaba ya ocurriendo). José de Juan regresó un momento con nosotros, delante de mí su hijo Ignacio, y un instante de patético silencio pujó por cambiar el rumbo y tino de la fiesta.

Don Miguel Lezcano Quíles se levantó luego y leyó sus cuartillas que titulaba «Esa bendición de los Dioses». Grave y parsimonioso, era el amigo que saludaba al amigo como queriendo dar mucha importancia a una mera charla de contertulios: «Lo hemos querido hacer en señal de amistad, cuando lo teníamos que haber hecho en señal de agradecimiento». Y habló de pagarés y otras metáforas variadas. «Cela nos ha hecho un libro que ha dado la vuelta al mundo y han leído alguien más de 4 o 6 personas importantes». Lezcano entresacó lugares y colores del libro. Trajo a la amistad cogida de una soga y nos la puso delante, desnuda, como un medieval espectáculo de descarnada fuerza. «Ha sido un libro paridor de amistades. Por él nació mi amistad con Cela». Hace luego memoria de vivencias comunes en varios lugares de España. En Soria, en Menorca, en la Mancha. Saca, luego a relucir una carta que Pepe de Juan recibió en 1958 desde Palma de Mallorca contestándole a su petición de algunas cuartillas sobre los personajes de su libro. En ella se autonombraba Cela «el nómada honorario de la Alcarria».

Ahora ya lo es todo en esta tierra crisantémica y ajada. Es vagabundo y señor. Amigo y heridor. Profeta. (Duro oficio, del que huyen los aficionados y, al que se apuntan, con rara asiduidad, los ineptos).

Don Francisco Cortijo Ayuso habló luego en nombre de los personajes del libro. El había sido don Paco, ese «don Paco es un hombre joven, atildado, de sana color y ademán elegante, pensativo y con una sonrisa veladamente, levemente, lejanamente triste». Y ahora decía don Francisco, 25 años después, saltados entre canas y arrugas: «éramos comparsas de la gran tragedia del mundo», «cada uno estábamos haciendo nuestro pobre oficio, de chamarilero a médico». El Dr. Cortijo cogió luego a varios actores de la comedia Celiana. Desmenuzó con gracia y soltura a cada uno y luego se metió con el autor, con aquel joven Camilo, alto y delgado, «siempre de perfil», que miraba profunda y observadoramente que todo lo quería saber, que nunca se quería marchar. «Su boca era una máquina de hacer preguntas». Don Francisco le dice luego al homenajeado que «levantó su vuelo de águila» (Cela serio, en su entierro), “para llegar al merecido Premio Nobel” (Cela macabramente serio, con tres palmos de cálida y maternal arena encima).

Don José Antonio Suárez de Puga leyó luego su «Poema para unas páginas caminantes». En sus cuartetos limpios, endecasilabados con el brillante buril del poeta nacido en primavera, soltó, entre otras felices y andariegas, esa frase: «escribió nuestra gloria y, sacrificio». Toda la Alcarria de caminos rotos y espantados carrascales se clava en el verso dé Suárez de Puga, se alza pálida y ojerosa como una princesa disfrazada.

Después el profesor Laín, catedrático de Historia de la Medicina, miembro de la Academia de la Lengua y gran orador y esteta, nos deleitó con su «Carta de un pedantón a un vagabundo por tierras de España». El discurso de Laín Entralgo fue, en opinión de este cronista (expuesta a todos los errores de su corta mollera) lo mejor de la noche. Laín blanco estaba vestido de negro. Sonreía a veces, no parecía muy decidido a decir ciertas cosas, pero acababa rotundizando y exprimiendo sus cuartillas. Durante 50 minutos habló Laín, y el             respirar de una ciudad se suspendió entretanto. El pedantón de Machado, confesó serlo por oposición y traslado: alardes de erudición y mea culpa, mea culpa, mea culpa. «Soy pendantón profesoral, o sea, de los tolerados». Y quedamos al fin en que se trata solamente de «un pedante intermitente y con tendencia al arrepentimiento». Reconociendo su sacrificio, Laín entra en el mosaico mudéjar de las Españas bien, pues en todo país que literariamente se estime debe haber, es frase suya, pedantes y vagabundos.

Cambia luego el derrotero. Dice Laín coincidir con Cela en su unánime amor a los tontos, No a esos oficialmente admitidos, «asnicultos», «saludaespaldas», «stultus officinalis», sino a los de aldea y suburbio. Esos inmensos tontos puros. «No carecen tus estampas de tontos, de la típica crueldad ibérica. Pero aparece tu ternura y soterraña voluntad de salvación. Y empieza luego a comentar «el relato de tu mejor vagabundez». Glosa del escritor errante, morral al hombro y cuadernillo en el bolsillo. Sus tres divinidades son: el paisaje, los seres inútiles y los niños. Tres altares de gótica o barroca luz.

Para asumir con totalidad la humanización de la tierra, dice el profesor Laín, hay que situarse desde la ilusión o desde el desengaño. «Desde la primera postura lo hacen Azorín, Baroja y Unamuno. También tú». El paisaje es en Cela «apoyo de la vida» o sostén y aparición de leves sorpresas flores y animales.

Luego surge el carnaval de los inútiles, léase tontos y folclóricos, matusalenes y escarabajudos, tan contentos ellos y suficientes. ¿Qué razón hay, se pregunta el profesor, para que con tanta asiduidad aparezcan en tus obras? La pregunta queda en el aire para luego ser contestada como merece.

Para los niños tiene también Laín su cumplido recuerdo. «Niños arriscados y caminantes, niños listorros, niños paralíticos y tristes». En los pueblos de la Alcarria, en los pueblos de España toda, no hay niños. Son homúnculos y ­aprendices de hombres. Pero niños, no. El niño es una creación del pensamiento cursi y burgués de los siglos XVIII y XIV. Sólo en los ambientes burgueses existen los niños. En España, por lo tanto, no los hay. Porque aquí sólo hemos tenido «una, tenue película burguesa sobre nosotros». ¿Por qué entonces, Camilo, tu preocupación por esos aprendices de la vida?

«Tal vez nos digas tus razones algún día, pero yo no las espero». Y en la espera, Laín expone sus dos soluciones, tal vez demasiado esteticistas, inválidas dentro del onírico y faunesco planeta de Cela: «por una parte, niños y tontos son objetos muy adecuados para realizar un aura literaria en torno a un hombre. Para lucirse escribiendo, vamos. Y Cela, siempre según Laín, ha esgrimido su proclividad estilística con ellos. «Por otra parte, tienes la resuelta voluntad de salvación, la gran ternura».

El profesor Laín resume «el auténtico problema de España y de los españoles». Es ese amor de salvación por la tierra, por los seres inútiles y por los niños, lo que practicado con asiduidad y de común acuerdo nos llevará a la amistosa repartición de los panes y los peces.

Y acaba Laín a lo pedantón, como campesino pagado de si: «Y sin más por hoy, recibe un abrazo de tu amigo que lo es, Fulano de Tal, tu amigo que lo es».

Camilo ha mirado atentamente a todos los conferenciantes. Son ya las nueve y media de la tarde y en su cuello se ha pintado la tortícolis. Pero llega el momento del abrazo cordial y el homenaje más íntimo y dilatado: la imposición de la Abeja de Oro en la solapa del viajero. Aplausos, fogonazos azules, emoción. A continuación usa de la palabra el excelentísimo señor Colmenar Huerta, presidente de la Diputación Provincial de Guadalajara, quien glosa brevemente la tierra de la Alcarria, que él lleva tan dentro, y la figura de Cela.

Este, gordo ya, importante ya, académico y otras zarandajas ya, confiesa venir aquí a rendir cuentas y hacer examen de conciencia. A ver a los amigos de entonces. Y a recordar a los muertos, que em­piezan a ser legión blanca y brillante. Salta al aire de la engolada y bienpuesta reunión la figura trágica de Fabián Gabarda, de cuya enfermedad y muerte lee Cela el magno cronicón. Lanza su recuerdo de Montes el talabartero, de Quico el de Trillo, de Demetrio el alcalde de Budia, de don Severino el médico del mismo pueblo, de la dueña del parador antiguo de Tendilla, de Julio Vacas, de Brihuega, y, finalmente, de nuestro fallecido director Pepe de Juan «modelo de amigos y espejo de caballeros». Con el pájaro albino de las muertes flotando en la sala, Camilo José Cela da las gracias, serio y gris, a la Diputación y al público. Aplausos y tierra caen sobre él, para taparle.

El excelentísimo señor don Carlos Montoliu Carrasco, gobernador civil de la provincia, cerró el acto con unas breves palabras. El público, entre los que se encontraban algunos alcarreños salió despacio, con cierto amargor y una huesuda entretristeza cabalgándoles los lomos. 25 años después, las luces y los damascos servían de lucido féretro para el volar antiguo del Vagabundo.