CAMILO JOSÉ CELA: Crónica de un homenaje
III- EL VIAJE
Para los coleccionistas de etimológicas finezas tengo aquí una idea que tal vez haga feliz a alguno: se trata de sustantivar la Alcarria, hacerla nombre común y peregrino. Quitarle las mayúsculas y hacerla de ordinario uso. Poder decir de una cosa que es «más alegre que una alcarria», y usar de ella al referirse a algún terreno alto y llano, a cualquier trozo de planeta que tenga caminos largos, infinitos, que siempre acaban en la honda mansedumbre de los valles. Por una alcarria más, por la de las mayúsculas, anduvo Cela hace ya 25 años. El pasado sábado día 7 de octubre nos reunirnos unos cuantos amigos pera andarla de nuevo.
Por la mañana temprano era cuando salía la comitiva rumbo de Torija castillera. El escritor primero, luego la familia, los amigos, los curiosos. Al final, los periodistas: Dámaso Santos y Molleda por “Pueblo”; López de los Mozos y Aberasturi por «Guadalajara»; Villaverde Gil y Sanz Boixareu por «Flores y Abejas», y al fin llegando el último a todos los sitios, gracias a la sorprendente velocidad de su automóvil este cronista piruetero.
Cuando llegamos a Torija, hace Ya rato que Cela se ha encontrado a un paralítico, y le mira por delante y por detrás con curiosidad. No, don Camilo, ese no es ni se parece a Paquito Malpica, el tonto miralunas de esos que babean verde, dulce y suave, como los poetas y las bailarinas de ballet. Este paralítico de Torija es muy serio y circunspecto; tiene cara de ser medallaro y sacristán. Camilo se ha tenido que subir a una escalera para descorrer el velo de la primera placa, tal vez la más hermosa de todas: se ve el castillo dibujado con un sano color terroso, y en ella lee aquello de “la cama es de hierro, grande, hermosa, con un profundo colchón de paja», y en ella se ha echado otra vez el caminante, mientras Santiago Bernal aprovecha y hace fotos de esas inéditas y tal. En la puerta de la posada, el pueblo mira curioso, junto a la carretera, jugándose el tipo con más mérito que un matador de toros. Alonso Gamo echa otra vez unas coplillas y alguna Aleluya o letanía, plasmando el aire popular del momento. Adelante hacia Brihuega. Allá se ve, en el grisáceo redondel que da la sombra de la casa de Portillo, a Cela y los demás, mirando para arriba, para muy arriba, donde la lápida lo conmemora todo: «En esta casa hablaron de todo CJC y su amigo Julio Vacas». El viejo aquel que lo primero que le dijo a Cela, después de darla la bienvenida, fue eso tan conocido de «Yo soy el célebre cicerone que enseña la población” frase de las que merecen música y armonioso contrapunto. Pero hoy todo va por cauces de agilidad y prisa. Poco, duran los momentos briocenses. La comitiva se va para Cifuentes; en el camino, los árboles amarillos del valle y las viñas enrojecidas tenuemente forman la gloría del otoño, tocado con la varita mágica de la neblina mañanera.
En Cifuentes se descubre una placa en la casa del señor Arbeteta. El alcalde actual, don José Diaz García, pequeñito y simpático como una ardilla, lee con raro énfasis un telegrama de Arbeteta hijo y pronuncia con entusiasmo unas palabras. En el bar de la plaza hay escrito un pergamino de mano de Letizia Arbeteta. Se ve que eso de la casta no es mero recurso sociológico. Unos vinos caen al coleto, son los primeros, en el bar de Cifuentes, mientras la gente, distraída y ajena a todo, entra y sale contando maravillas de le guerra.
A Gárgoles de Abajo, «hace algo de fresco y se camina a gusto”, llegan los viajeros enseguida. «Gárgoles es un Pueblo huertano, con el terreno bien trabajado y la gente aplicada a su labor». Otra vez es el señor Díaz García quien echa unas estrofas al aire, y los del pueblo, también los otros, pero sobre todo los del pueblo, aplauden a rabiar, como si quisieran romperse las manos, haciendo visajes con la cara. En la cerámica, en la pared del mesón, han puesto: “un galgo negro ronda al viajero mientras el viajero se come sus sopas de ajo y su tortilla de escabeche».
Y una legua más abajo, a orillas ya del anchuroso Tajo, aparece Trillo con sus uniformadas casas y su cascada. El viajero y la familia suben al bar desde donde se ve, más mal que bien, la cascada del río Cifuentes, con sus chorritos laterales de nata y miel.
Delante de le placa allí colocada, otra más de esa maravillosa colección que el bullicio hacer ceramista de los hermanos Chacón nos ha deparado y desde sus públicos emplazamientos sonreirán a todos los futuros viajeros de la Alcarria, Miguel Lezcano, el infatigable amigo del escritor, lee pausada y emocionadamente un gran pedazo del libro.
Recordamos otra vez aquella pregunta que a Cela le hizo Martín el viajante: «‑Oiga usted, perdone la curiosidad, ¿usted cuando come huevos fritos toma siempre cinco?» Luego, en medio de la carretera, Alonso Gamo intenta regalar a Cela un orondo orinal blanco que compró en Brihuega. Por arcanos motivos, al vagabundo de entonces le hace muy Poca gracia la bromita, y corona la alta testa del poeta torijano con el poco decorador aparato.
En La Puerta del sol y pone a secar las telitas verdes de los pastizales. Unas ovejas trotan de alegría por las rocas y en la plaza 10 o 12 personas miran para la carretera, esperando otra vez al viajero de entonces, que no volvió a pasar junto a la iglesia románica del pueblo. El alcalde de aquellos días, cuyo nombre se le escapó al viajero de entonces y el cronista de ahora, plantea un raro problema de erudición y abstractismo: resulta ocurrir que la fecha de la lápida está equivocada. Que CJC no fué por allí el año 1946, sino el siguiente, 1947. CJC, Lezcano y el señor Huarte, pero al fin es él quien gana y todos callan, sin respuesta posible, e las contundentes razones del viejo. Después de ver escudos, ventanas y firmar algunos libros, López de los Mozos lee el fragmento aquél de «el viajero hace unos visajes con la cara y las dos mujeres empiezan a reírse. Sigue un poco más y las mujeres se ríen ya a carcajadas, dándose palmadas en los muslos… al viajero también le dio la risa cuando estaba en cuclillas encima del banco, rascándose la cabeza como un mono. Los gatos huyeron despavoridos y los perros ladraban desde el zaguán». Mientras José Ramón lee estos párrafos, Camilo José sigue haciendo muecas, poniendo caras raras, mirándose al espejo de entonces. Agarrándose con dura fuerza y porfía al pasado que se va.
Después bajamos a Chillarón. Allí, a la orilla de la carretera, hay otra placa sobre una basa de piedra gris y roja. Recuerda la noche que Cela pasó durmiendo en el suelo, “al pie de un espino; no hace frío ninguno. La noche está en calme y estrellada. Una lechuza silba desde un olivo y un grillo canta entre los cardos. El viajero, que está cansado, pronto se duerme con un sueño tranquilo, profundo, reparador…» Don Francisco Gil Vaquero, alcalde de Chillarón, lee un trozo del libro.
Arriba, en Budia, ya nadie esperaba a los del homenaje. El alcalde, el secretario y fuerzas vivas en general se han marchado al campo o a cazar. Solo quedan viejas y niños que reconocen al grande, al panzudo, al orondo viajero. Mientras se descubre una placa encima de la fuente, sospechosamente cerca de la cárcel (de la que ahora sale Cela, como se ve en la foto, junto con sus amigos los señores Colmenar Huerta, Lezcano Quíles y Rodríguez Villasante, que entraron de visiteo y recordanzas), un concejal lee un retazo de la obra. Fotos y más fotos. El pueblo entero se apiña alrededor del famoso. Los chiquillos le tocan y rozan sus mocosas narices en el traje nuevo. Las viejas le arrebatan el libro y reconocen una casa, un muerto, un brillo distinto en las fotos y en las páginas. El tío Tarro flota como un fantasma en el ambiente. Los de la comitiva, mientras tanto, beben tintos en el bar de la plaza; otros, en cambio, se van a la iglesia, a ver las estatuas de Pedro de Mane. Este mundo, como se ve, está lleno de variada gente y antiguas o escabrosas costumbres. Hay que aceptarle como viene, si no, sale úlcera.