Hontanillas, un pueblo abandonado

sábado, 7 octubre 1972 1 Por Herrera Casado

 

«Tiernas flores de la humanidad, que al mundo aparecéis en brazos de la dulzura y de la esperanza, yo os consagro este librito, primer fruto de mis tareas literarias». Estas son las primeras palabras que brotan entre las ruinas pobres y lastimosas de Hontanillas. El viajero ha cogido del suelo un libro pequeño, arrugado y carcomido que empieza con ellas, y las ha leído en voz alta, delante de sus compañeros, sin que ni siquiera el eco, que lógicamente debiera haber sido lastimero, se molestara en acudir retumbando por las casi borradas callejas. «Las páginas de la infancia», por don Ángel María Terradillos, Madrid 1865, son el úl­timo trozo de cartón y leyenda que ha quedado intacto en esta larga agonía. Los niños se marcharon también un día, dejando allí sus botas oscuras, sus lápices sus juegos de bolas y sus carcomidas sonrisas en alguna cruel fotografía que el viento ha hecho bailar cientos de veces.

A este lugar triste llegó el viajero, junto con tres amigos, una calurosa mañana de verano, después de andar un larguísimo trecho de monte y abandonados campos, sin una gota de agua que llevarse a los labios y casi sin la menor idea del sitio a donde iban. Es ésta una Alcarria muy brava y engreída, que otea el Tajo desde ciertos sitios y tiene por telón definitivo los altos cielos, nada más (y nada menos). Y andando desde Alique se han venido estos cuatro buenos señores, por ver, oler y tocar el santuario ya consagrado de la soledad y la ruina. Por sentir sobre la piel el sin par roce de los fantasmas, la dulce sensación de las apariciones, a medio camino entre lo triste y lo macabro.

Y apariciones han tenido. Con una grave voz de flores ajadas y todavía olorosas han encontrado sobre las paredes de algunas casas, almanaques con estampas del Sagrado Corazón y la Virgen del Pilar; collares de plástico azul, rotos espejos en que mirar el desencanto, rancios retratos de boda, gallardas poses de soldados coloniales. Y el cielo blandiendo su boca, sus dientes, su garganta redonda y su estómago hambriento. Siempre, detrás de alguna puerta, el cielo pidiendo más, aun más venganza.

Rotas zoquetas que amasaron el rubio grano, recordatorios de muertes y desconsolaciones, no lloréis, sed buenos, voy a unirme con Dios y os espero en el cielo, cuidado ahí, ese suelo está que se desploma de un momento a otro, la cocina abandonada como a toque de campana batida, hasta una olla queda sobre el hogar; cubierto con su negro manto de carne de gallina muerta, en el pueblo de Pareja el día 18 de febrero de 1943 se ha efectuado la compraventa de una mula de más de catorce años de edad, un metro y treinta y tres centímetros de alzada, capa parda y pelos blancos accidentales, entre don Fulgencio del Abril, vecino de Pareja como vendedor y don Fulgencio Sanz, vecino de Hontanillas como comprador en el precio de tasación de setecientas pesetas, una culebra se ha deslizado por la sombra de las habitaciones frescas, hacia alguna bodega donde aún tendrán vino las tinajas, y un conejo saltando de montón en montón, ¿será el alma de otro Alejandro Ramírez, de estado soltero mayor de edad de profesión sacerdote que va a pedirle las ocho pesetas veinticinco céntimos a esa mujer enlutada y no demasiado triste que se las adeuda por los sufragios hechos a su esposo y que a pesar de los recados amistosos no le han sido satisfechas? no se sabe, sólo hay montones de cascotes, montones de adobe disuelto, montones de nostalgia, un cementerio, junto a las rocas todavía asombrado de que el pueblo le haya quitado su mortal preeminencia, montones de madera que antes fueron sillas, fueron mesas, fueron baúles donde la recién casada guardó su ajuar entre manzanas, montones de papeles que fueron periódicos diarios con espantables noticias, que fueron boletines piadosos, que fueron recibos de aprovechamiento de pastos, que fueron cartas angustiadas escritas desde Madrid en esa dificilísima posguerra, me dice que está pasando mucha hambre, así que por fabor os pido si podéis llebarle algo de pan y unas bellotas si las ay oslo agradeceré infinito, cartas colmadas de angustias y nostalgia, de temblores aún, de lágrimas, ¿Cómo está la Irene y Agustinita y Alfonsito? estarán muy gorditos, ¡Viba España! los viajeros han comido su tortilla de patatas y sus rajas de chorizo junto a la fuente del pueblo, sentados en unas piedras muy a la medida, debajo de unos árboles, en un paraje que se mantiene, como un milagro bíblico, todavía vivo y engrasado, pidiendo un calor de voces y miradas, y arriba del todo, esa iglesia, esa espadaña con su torcida veleta que ni sabe a donde apuntar su dedo oxidado, perdidas las referencias y el empuje ese medio podrido diccionario de latín, Cleromantia, ae, f. g. Adivinación por suertes, Multi thyrsigeri, pauci Bacehi: Muchos se gradúan, y saben lo que su mula, no val inventar ni siquiera los nombres es algo más triste, algo más oscuro y polvoriento que un simple epitafio; es todo un pueblo vacío, señores, un entorno donde hubo gente que descubrió el mundo, unas calles donde se cruzaron las primeras miradas los enamorados, unas buhardillas donde los niños descubrieron el largo vivir de las cosas viejas de los tatarabuelos, unos tapiales donde al amanecer se posaba la urraca presumida y solterona, unos caminos donde andar y volver a casa a por el agua fresca, a por la mesa recién puesta, a por la tertulia, a por el gritar de los hijos, a por las manos de la mujer, libro de actas de las sesiones celebradas por la Junta local de defensa contra las plagas del Campo, da principio en 2 de mayo de 1909 en la villa de Hontanillas, llegarán las noticias, tamizadas y legendarias, de la guerra de Marruecos y el lloro de Nicolasa por el hijo que, según dicen allí murió, y nunca volverá a ver, el viajero se santigua con reverencia cuando contempla estas casas, cuando escucha estas historias, cuando siente el soplo gris y frío de los fantasmas en su nuca. Desde el cerro de enfrente, al otro lado del Vallejo donde las grises ruinas de Hontanillas huelen a humedad y a mejorana el viajero saca su libro, casi de oraciones, en que Fray Antonio de Guevara hace el Menosprecio de Corte y la alabanza de aldea, y lee, a la luz rojiza de los últimos soles, «en el aldea no ay ventanas que sojuzguen tu casa, no hay gente que te dé codazos, no ay cavallos que te atropellen, no ay pajes que te griten, no ay justizias que te atemoricen, no ay señores que te precedan, no ay ruydos que te espanten, no ay alguaciles que te desarmen, y, lo que es mejor de todo, no ay truhanes que te cohechen ni aun damas que te pelen».