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diciembre, 2022:

Lecturas de Patrimonio: la Cueva de los Casares

cueva de los casares

Uno de los más señalados monumentos de nuestra provincia, está siempre en la oscuridad, no hay forma de ponerle bombillas: se trata de la Cueva de los Casares, un auténtico santuario del arte rupestre paleolítico. La Cueva de los Casares está siempre llena de misterios. Entre las cien figuras talladas en la roca de su oscuro vientre, hay animales y hombres, hay vida retratada desde hace miles y miles de años. Y aparte de ser crónica de su tiempo, y templo propiciatorio, es también, muy posiblemente, el lugar donde aparece dibujado el mito más antiguo generado por la mente humana: el de la entrada en el caos de la muerte.

La cueva es monumento nacional y merecedora de una atenta visita. Le proviene el nombre de un antiguo poblado árabe que hubo en la ladera sobre la que aparece la cueva, y que se coronaba con gran torre o atalaya vigilante del valle, de arquitectura singular, pues su planta es cuadrada y tiene la entrada a gran altura, orientada al sur, sobre el acantilado, con arco apuntado interior y dos pisos con bóveda, en saledizo que se comunicaban por una escalera hoy perdida. 

Aunque ya hace ya casi 100 años que se conoce la Cueva de los Casares (1928) y casi 90 que fue declarada Monumento Nacional (1935) este elemento patrimonial localizado en Riba de Saelices, aún es desconocida para la mayor parte de los habitantes de Guadalajara. La Cueva de los Casares, en las orillas del río Linares, a 1.162 metros de altitud sobre el nivel del mar, en lo alto de un fuerte recuesto rocoso, es una de las joyas patrimoniales de nuestra tierra, no sólo de Guadalajara provincia, sino de Castilla-La Mancha, y aún de España entera. Quien fue guía oficial de la cueva, Emilio Moreno Foved, me contó hace tiempo que eran más los extranjeros que acudían a visitarla, que españoles. 

La Cueva de los Casares fue habitada por los hombres del Paleolítico Medio desde hace, al menos, 30.000 años. Los estudios de Antonio García Seror, a la espera de nuevas excavaciones y análisis más científicos con métodos que aún no se han puesto en marcha en este caso, hablan de “modernizarla” un tanto. Y podría acercarse esa fecha hasta los 10.000 años antes de Cristo. En esa época se calcula que hicieron sus grabados, en el discurso de ritos propiciatorios de victoria y fecundidad. A lo largo de los 264 metros de longitud/profundidad que tiene la Cueva de los Casares, se encuentran 168 grabados bien identificados y explicados, lo cual pone a Casares en la primera línea de las cuevas con contenido de arte paleolítico de todo el mundo. Aunque las de Peche y Atapuerca ofrecen también buen número de grabados, y otras muchas han ido apareciendo en los últimos decenios por la Península, ninguna iguala en cantidad, calidad y diversidad de temas a la de Riba de Saelices. Se encuentran en ella 9 escenas completas, 72 figuras aisladas, y 40 signos o trazos sueltos. Son 96 figuras claras de animales y 20 antropomorfos indiscutibles los que allí están tallados. De ellos son seguros 25 caballos, 17 ciervos, 1 reno, 6 uros o grandes toros, 8 cabras, 1 bisonte, 2 felinos, 1 rinoceronte lanudo, 1 mamut y un disfraz de mamut, 1 glotón, 1 comadreja, 1 nutria, 2 liebres, 1 ave, 1 serpiente y 21 peces. Entre los antropomorfos, surgen humanos en muy diversas actitudes: desde grupos tirándose al agua, hasta parejas en cópula, danzas rituales, enmascarados y una Venus o mujer de anchas caderas y enorme vientre, que entronca con el canon habitual paleolítico del matriarcado voluminoso. Además, múltiples signos entre los que abundan las mandorlas rayadas de vulvas, como símbolos de la reproducción y la sexualidad.

Fueron don Juan Cabré Aguiló y su hija Encarnación quienes, tras el descubrimiento de la Cueva por el maestro de la Riba, Rufo Martínez, y por el cronista provincial, Francisco Layna, se pusieron de inmediato a realizar el estudio de los grabados, mediante calcos, publicando en revistas de arte y arqueología sus hallazgos, que fueron progresivamente aplaudidos por el mundo científico. Beltrán y Barandiarán, de la Universidad de Zaragoza, años más tarde completaron el estudio con análisis estratigráficos, puramente arqueológicos de superficie. Y otros especialistas han ido a buscar, a medir, a interpretar. Hace 20 años, un núcleo de 25 personas que conformaban la Agrupación de Amigos de la Cueva de los Casares, y tras otro periodo de estudios, fotografías e investigaciones, llegaron a presentar el fruto de su dedicación en un libro fascinante (Aache, 2003).

Un zoológico paleolítico

En la larga galería de los Casares, sorprenden las imágenes grabadas de animales desaparecidos hace miles de años. Es cierto que allí se ven, clarísimos, los grandes mamuts del Paleolítico, que sin duda poblaban estas tierras frías del Ducado, y los uros gigantescos, sin olvidar el rinoceronte peludo (rinocherus tichorinus) que habitó por toda la Península Ibérica hasta finales del Solutrense, en los inicios de la última glaciación. Los más abundantes son los caballos, de los que se ven manadas, ejemplares sueltos, cabezas estilizadas y otras minuciosamente talladas, como retratos casi. Hay un glotón, animal perteneciente a la familia de los mustélidos, propio de los climas muy fríos. Su talla dataría de los finales momentos del Solutrense. El resto, como renos gigantes, una leona, liebres, cabras, un bisonte… eran animales a los que tenían que enfrentarse, en lucha y caza, los hombres que habitaban la Cueva de los Casares. En un clima realmente hostil, y con unas condiciones primitivas.

El mito de la zambullida en el caos

Muchos autores, desde remotos tiempos, han explicado la muerte del hombre como la entrada en un espacio caótico, húmedo, en el que los pájaros corren por debajo del agua, y los peces vuelan por el aire. Ese desorden, al que entra el hombre cuando muere, no es otro que el acabamiento de la vida. Los antiguos egipcios decían que la muerte era el cruce del gran río Nilo. En la orilla derecha vivían, en grandes palacios y ciudades, y en la orilla izquierda se enterraban, bajo inmensas montañas de pálidas rocas. El tránsito se hacía sobre el agua, en una barca. Y otro mitos, al parecer más modernos, decían que la muerte era una zambullida en el agua: el hombre desnudo, se lanza desde una roca hacia la masa de agua, que le espera, cuajada de peces, aves y animales. Así lo vemos en unas pinturas murales griegas de Paestum, en la Magna Grecia itálica, y en otras de origen etrusco, de Tarquinia.

El mito de la zambullida en el caos, en la Cueva de los Casares

Pues bien, esa misma imagen, aparece tallada en la pared de la Cueva de los Casares,  en el seno A, y cuenta con una antigüedad mucho mayor: 10.000 años al menos, quizás más, quizás 30.000. Podría ser. Lo que es seguro, es que se trata de la representación más remota de ese mito. Y ello nos lleva al corazón mismo del secreto de la Cueva: ¿Quiénes grabaron aquellas señales, aquellos perfiles, aquellas escenas? Primitivos cromañones que solo cazaban, comían y se reproducían? ¿O seres que tenían ya creado un complejo código de imágenes, de símbolos, de metáforas, y de teorías acerca de su existencia?

Esta es la teoría que desgrana Antonio García Seror en su libro “Ensayos sobre el Hombre” que con el subtítulo de “Arqueología, Antropología y Religión” editó AACHE en 2003, y en él ofrece, además de estudios curiosos sobre el Ejército Romano, la mujer en Mesopotamia, y visiones sobre el antisemitismo, San Pablo y San Agustín, una información muy amplia, y unas reflexiones muy novedosas, sobre la datación de la Cueva de los Casares, la composición de la sociedad que la habitaba, y el sentido último de sus grabados.

La fuente de abajo, de Fuentenovilla

fuentenovilla

Tengo manía de llegarme a las fuentes grandes de los lugares a los que viajo. Hay fuentes que en la Alcarria justifican la vida de un pueblo: como Pastrana, Budia o Albalate. Y otras que dan nombre al pueblo, y le dan silueta, como en Fuentes de la Alcarria, Fuentelencina, y aquí, en Fuentenovilla.

Me consta que mucha gente viaja a Fuentenovilla por ver, centrando su plaza mayor, la monumental picota (más bien rollo) que fue tallada en el siglo XVI por afamados artistas renacentistas, y que es la joya de la corona de las picotas alcarreñas. Sobre la columna de fuste estriado, y sujetando el templete que parece guardar el tesoro de la jurisdicción popular en su entraña, un enorme sustentáculo en funciones de capitel se forma con los cuerpos de cuatro figuras de retorcidos grutescos renacenistas, tallados por mano sabia y experimentada.

Pero me siento en la obligación de avisar a quien va a este pueblo a ver ese monumento, que hay otro singular y que merece también la atención del viajero ilustrado. Y es su fuente de abajo, una preciosa construcción con ya cinco siglos de antigüedad a sus espaldas.

De siempre existió en la villa, pero ahora remozada, limpia y adecuada para descansar junto a ella, una fuente que le da nombre. Es la llamada fuente de abajo, que aparece a unos quinientos metros del casco urbano, en dirección al sur. En un agradable entorno de nuevos árboles, juegos infantiles y barbacoas, la fuente de abajo merece otra visita de los viajeros, que hacen tal y como mandan los cánones: miran y disfrutan, pero no beben agua, eso no, aunque están muertos de sed, porque bien claro pone pintado someramente: No Potable. Se debe referir al agua que mana de los caños de la fuente.

A esta fuente de Fuentenovilla se le conocía antiguamente como “la fuente de los pilares”. Eso era en los comienzos del siglo XVI, que fue cuando debió construirse, por orden y mandado del señor de Mondéjar y conde de Tendilla, jerarca de la zona. Ahora la vemos bien cuidada y restaurada, y en ella destaca el muro que tiene los dos caños de los que mana el agua, y una distribución de símbolos tallados en la piedra que se muestran ya muy desgastados, del tiempo y de los elementos. En los extremos, dos cabezas de leones, y en el centro una bien perfilada figura de mujer, posiblemente la ninfa de las aguas que siempre presidió el entorno, o la fuente que personifica el lugar, y sobre la que asoma una cabeza de bóvido con dos cuernos exagerados, representando a la novilla que da nombre a la villa, y en el sobretodo las desgastadas armas heráldicas de los Mendoza y Vega, que como señores de Mondéjar también cobraban los impuestos a los vecinos de Fuentenovilla.

Al extremo del muro manadero, firme y cúbica se levanta el arca que almacena el agua, toda ella bien tallada de sillares, con un curioso remate de forma piramidal, y una amplia abertura en el frente. 

Los caños echan el agua sobre un pilón central, que se prolonga en otro lavadero, construido en el siglo XVIII, donde lavaban las mujeres los ajuares domésticos. El conjunto es una obra, elegante y digna, de la ingeniería acuática alcarreña. Que además se completa con otra fuente cercana que alimenta desde un muro de sillería un gran pilón con uso de lavadero.En la revista “La Ilustración” de 22 de noviembre de 1878, el escritor Martínez de Velasco publicó un artículo titulado “Paseo artístico por la provincia de Guadalajara” en el que incluía un grabado de Isidoro Salcedo reproduciendo la fuente de debajo de este pueblo. Haciendo de la misma un breve comentario sobre la antigüedad histórica del pueblo, y describiendo el monumento del que decía que “no solo tiene ricas aguas, sino una ornamentación característica y poco vulgar: sobre el pilón, que es de bien labrada sillería, hállase esculpida una matrona, tamaño natural, con túnica ceñida y anchas mangas, que apoya sus manos en los pechos, por donde arroja dos copiosos caños de agua; sobre dicha figura osténtase el escudo de armas de los Garcilaso de la Vega, orlado de hojas, el cual apoya en una cabeza de toro, cuyas grandes astas rematan igualmente en hojas; a los lados hay dos grandes testas de león, cubiertas con una mitra figurada también de hojas, y por cuyas bocas abiertas lanzan gruesos chorros de agua”. Todo ello concreta muy bien cómo era la fuente cuando se creó, en los inicios del siglo XVI, y más adelante en los finales del XIX, hasta llegarnos hoy algo mutilada en sus detalles, aunque limpia y recompuesta en su ambiente genuino. El artista que la creó, sin duda que tenía magisterio de formas y símbolos. No sería extraño que le cupiese la autoría al artista Nicolás de Adonza, por entonces vecino de Mondéjar, y constructor de su iglesia parroquial. También, al parecer, del rollo jurisdiccional que se alza en la plaza mayor de Fuentenovilla, el más bonito sin duda de toda la provincia.

La de Fuentenovilla es una de las fuentes más curiosas de la provincia de Guadalajara

Los dragones en las bóvedas

dragones

La figura del dragón no precisa definición. Su palabra universal, “draco”, es entendida en todos los idiomas, y significa lo mismo siempre: esencia de “lo animal” como enemigo eterno del hombre. Los antiguos decían que era “el camino a través de todas las cosas”. Relacionado con el sentido de caos y disolución, todos los héroes clásicos y santos cristianos “vencen al dragón”. Cirlot en su “Diccionario de símbolos” le dedica varias páginas abundando en los muchos significados que sobre todo en Oriente, y en la China especialmente, tiene.

En Occidente fue siempre conocido y usado, como símbolo del mal, aunque con los siglos ese sentido fue cambiando. Decía de él San Isidoro, en sus “Etimologías”, que “El dragón es la mayor de todas las serpientes, e incluso de todos los animales que habitan la tierra” y aún añade para definirle que “está dotado de cresta, tiene la boca pequeña, y unos estrechos conductos por lo que respira y saca la lengua…”, aunque es evidente que nunca vió ninguno, porque decía de él que habitaba en Etiopía y en la India, viviendo al calor de los incendios que provoca.

La misión del dragón, en las culturas antiguas, era la de “guardar tesoros” (las manzanas de oro de las islas Hespérides, por ejemplo) y su poder letal y terrible venía de su omnipresencia, pues moraba tan pronto sobre la tierra, como en el aire, o en las aguas del mar. Con sus cola causaba tifones y tempestades. En suma, era la explicación de los sofocos y violencias de la Naturaleza. 

El “Fisiólogo” (un bestiario primitivo del siglo II d. de C.) le consideraba el enemigo de los animales benéficos. Era el símbolo viviente, sobre la tierra, de las fuerzas animales del planeta, con las que debe enfrentarse el espíritu humano, para finalmente hallar el Tesoro del Bien, y la Salvación.

Fue muy utilizado como elemento decorativo en la Antigüedad, en la Edad Media europea (especialmente en el mundo anglosajón) y llega a ser figura habitual del arte románico, apareciendo en códices, esculturas de capiteles, pinturas murales… casi siempre en relación con la Bestia Apocalíptica del Evangelio de San Juan. De ese monstruo tenemos una interesante representación en la viga del coro de la iglesia alcarreña de Valdeavellano.

Pero a lo largo de los siglos le vemos evolucionar, al menos en el significado de sus manifestaciones gráficas, y alcanza a ser, en la Baja Edad Media e inicios del Renacimiento, un elemento claramente apotropaico, protector del templo en que se representa, y de los fieles que en él se refugian. Existen numerosos lugares, en la Europa occidental y área del Mediterráneo, en los que el dragón es profusamente representado pictóricamente en las bóvedas de capillas y templos. Adquiriendo un sentido protector, similar al que los hombres salvajes tienen, de espacios, emblemas, templos incluso. Emparejando ese destino de benéfica protección con el de los grifos, que pasaron de ser anmales terribles llegados del Oriente, a protectores de caminos, salones y patios, como el de los Leones en el palacio del Infantado de Guadalajara.

Dragones en Iberia

Son muchos los templos que muestran dragones pintados en las bóvedas de iglesias y palacios, en épocas que van del siglo XIV al XVI. Y de esa abundancia conviene destacar las bóvedas de la iglesia de Santa Clara la Real de Murcia o la iglesia de Santiago en Jumilla; los de Magallón y Borja en Zaragoza, y el templo de San Pere en Ripoll; también en la iglesia de San Andrés de Tabliega (Burgos) los hay, y en la iglesia de San Bartolomé, en Toledo. Muy singulares, y más próximos a nosotros, son los dragones pintados en las bóvedas de la iglesia parroquial de Robledo de Chavela, en Madrid, y en la misma comunidad en Villa del Prado, que fue señorío de los Mendoza, y cuyos escudos de armas y símbolos del marqués de Santillana y el primer duque del Infantado aparecen pintados en muros y bóvedas de su iglesia.

Dragones en Guadalajara

Conviene ya finalmente decir en qué lugares de Guadalajara encontramos dragones pintados en bóvedas de templos, y su tipo, y cantidad. En la provincia de Guadalajara he encontrado tres lugares, en los que siempre estuvieron, desde el siglo XV en que fueron pintados, y modernamente recuperados y dotados de vívida repintura que nos los hace más llamativos y comprensibles.

Uno de ellos es la capilla mayor de la iglesia de San Francisco, que fue construida en la Edad Media, y siempre cuidada, y mejorada, por sus patronos, los Mendoza, la casa madre de los duques del Infantado. En ese presbiterio se constituyó de inicio el panteón mortuorio de la familia, y el cardenal Mendoza, en el último cuarto del siglo XV, mandó poner un gran retablo del que aún quedan algunas tablas por ahí guardas, o mostradas. En esa época debió decorarse la cúpula de crucería que con elegancia remata el noble espacio. Sobre los nervios de la cúpula, en un predominante color verde intenso, surgen las figuras de 128 dragones, que se representan con cortos cuerpos serpentiformes, fauces de afilados incisivos, grandes hocicos, orejas puntiagudas y ojos que expulsan llamas de fuego. De las encrucijadas salen sus cuerpos que se expanden sobre los nervios, dando un rumor continuo de vida sobre el silencio del templo.

Cabezas de dragones pintados en la cubierta de la capilla gótica del hidalgo Diego de Guadalajara en la iglesia de Santiago.

El segundo, también en la ciudad de Guadalajara, está en la iglesia de Santiago, que fue convento de monjas de Santa Clara, y en cuya capilla que remata la nave de la epístola hay dos espacios (capilla y antecapilla) mandada construir y luego decorar por el consejero real y caballero hidalgo don Diego García de Guadalajara, según conté con detalle en un artículo de “Nueva Alcarria” el 10 de marzo de 2018. Es este el conjunto más espectacular de todos, porque ambos espacios albergan un total de 140 dragones, de colores más vívidos aún, con las claves de las bóvedas adornadas de escudos familiares. No se cansa el espectador de mirar aquel denso movimiento pictórico, que consigue aunar la viveza artística con el sentido iconográfico de la protección intensa.

Y el tercero, espectacular coronando el conjunto plateresco de sus muros y altares, en la capilla de la Concepción del claustro de la catedral de Sigüenza. Allí fue el eclesiástico y abad de Santa Coloma don Diego Serrano, quien hacia 1510 mandó decorar su recién acabada bóveda, con un total de 56 dragones, de similares características a los anteriores, surgiendo de la clave central en que destaca el escudo del Cabildo seguntino, el jarrón de azucenas, a las que los dragones multicolores parecen dar veneración incluso. La describo con detalle en mi libro “La catedral de Sigüenza” (Aache, 2016)

Todos ellos son ejemplos de decoración solemne, espectacular, muy llamativa, que desde el mismo día en que se pintaron llamaron la atención de las gentes, y recibieron el beneplácito de sus comitentes, los clérigos de Guadalajara y Sigüenza que dieron el visto bueno para su pintura, porque la explicación que de ellos daban hacía referencia a su poder benéfico, a su capacidad protectora, a la defensa de almas y fieles que cobijaban, porque su ferocidad la ejercían contra el mal externo, protegiendo el espacio que remataban.

Estas líneas son, por tanto, una invitación a que mis lectores acudan a esos tres lugares mencionados, eleven las cabezas hacia lo alto de las bóvedas referidas, y se asombren ante la multitud (son 324 contados) de dragones fieros, cabezas amenazadoras, fauces, morros y llamas con los que adornan techumbres y las dan un encanto nuevo. Como todo en arte, solo hace falta fijarse, admirar, interpretar (y finalmente proteger a través del conocimiento de las cosas).

El museo de arte sacro de Mondéjar

museo de arte sacro de mondejar

En el verano de 2021 pudo inaugurarse el Museo Parroquial de Arte Sacro de Mondéjar, que en estos días he podido visitar, y admirar en su conjunto y detalles, sacando en conclusión la estupenda obra de recuperación, y de salvaguarda de un patrimonio rico y llamativo, que se ha hecho, y que merece ser conocido por todos.

Cualquiera que llegue a Mondéjar, y pretenda admirar un pueblo de antigua tradición y elementos patrimoniales llamativos, surgidos de los avatares históricos de este lugar estratégico, lo va a tener muy fácil, porque todos ellos están en evidente oferta cuidadosa, restaurados, ilustrados con cartelas informativas, incluso con una red inalámbrica a base de códigos QR que a través del teléfono de cada visitante puede guiarnos con detalle en la visita.

No debe dejar de admirarse en Mondéjar la plaza mayor, de cuajado encanto castellano, y sus calles donde surgen edificios clásicos, algunos palacios con fachadas pétreas, muchos escudos heráldicos y, sobre todo, un limpio entorno cuidado. Deberán ser admiradas las ruinas de su antiguo convento franciscano de San Antonio, joya de la arquitectura del primer Renacimiento hispano, y la ermita de San Sebastián, con sus “judíos” que en grupos coloristas interpretan la Pasión de Cristo en el subsuelo de su templo.

Pero sin duda el elemento más espléndido es la iglesia parroquial, dedicada a Santa María Magdalena, y que supone un hito de la arquitectura renacentista en Castilla, promovida por el señor de la villa, y virrey de Granada, don Luis Hurtado de Mendoza y Pacheco, segundo marqués de Mondéjar y tercer conde de Tendilla. Para proyectarla y dirigir su construcción trajo a dos de los mejores arquitectos andaluces de la época, a Cristóbal de Adonza y su hijo Nicolás, así como para construir, pintar y decorar el retablo mayor, al pintor Juan Correa de Vivar y  los escultores Nicolás de Vergara y Juan Bautista Vázquez, todos ellos glorias del arte andaluz y español de todos los tiempos.

El emplazamiento

Pero de lo que quiero hablar ahora es del Museo de Arte Sacro que se ha colocado en lo que fue coro alto, a los pies del templo, un enorme espacio que hoy alberga docenas de piezas, sobre sus muros colgadas, o en vitrinas contenidas. Desde hace muchos años, todo se conservaba acumulado en armarios y cajones, con cierta dificultad para verlo, porque no había lugar adecuado a su muestra. Hace ya muchos años tuve ocasión de poder admirar este conjunto de piezas renacentistas, y fotografiarlas, gracias a la ayuda y generosidad de algunos de sus párrocos. Pero ahora se imponía esta muestra pública, lo que se ha conseguido con el apoyo del Ayuntamiento y la colaboración de numerosas personas.

Se accede al espacio museístico a través de una portada de elegante solución renacentista, con elementos tallados que revelan el arte de los Adonza. Cuatro grandes vitrinas centrales dan visibilidad a las piezas más llamativas de su tesoro de orfebrería, y de las vestimentas sacras, mientras que por las paredes cuelgan cuadros, cruces, crucifijos y piezas arquitectónicas procedentes del convento de San Antonio y de la propia parroquia. Desde la baranda o antepecho del coro, se puede contemplar el gran retablo, que hoy luce gracias al apoyo del pueblo entero, que con sus donativos hizo posible su reconstrucción, fidedigna, a partir de las fotografías existentes antes de la Guerra, época en la que fue quemado y destruido. El taller de carpintería artística de Martínez en Horche, y los pinceles de Rafael Pedrós son los responsables de esta nueva versión, que iluminada resulta como un sueño aparecido.

Piezas destacadas

De la orfebrería, destaca con mucho la cruz procesional, en plata sobredorada, que fue ejecutada en sus más mínimos detalles por Juan Francisco Faraz, el más destacado miembro del taller familiar de orfebres que se desarrolló en la Alcalá de Henares de mediado el sigo XVI.

No hace mucho volvía a describirla en mi estudio sobre la Orfebrería de Guadalajara, tomando las notas que en su día saqué, cuando esta cruz apenas había sido entrevista por Layna, y pocos más, en la visita rápida que hizo a Mondéjar hace 90 años. Y es que la filigrana que Faraz consigue con la plata en este monumental documento, es algo que por sí solo merece la visita de este museo.

Restaurada y afianzados sus elementos, muestra gran riqueza de ornamentación plateresca, abundantes grutescos, plenos de fuerza e imaginación, sobre la superficie de los brazos. En el anverso puede admirarse un magnífico Cristo crucificado. En los medallones: arriba, San Francisco; derecha, la Magdalena; izquierda, un santo; abajo, San Jerónimo. En el reverso, al centro, sobre placa cuadrada, el Descendimiento de la Cruz. En los medallones se distinguen algunos santos, Santiago entre ellos. Ocupando las superficies de los brazos, se desarrollan majuestuosos grutescos con animales fantásticos. En la macolla, y distribuidos a lo largo de sus dos pisos, aparecen los doce apóstoles. Mide 1,08 metros de altura y 52 cm. de envergadura. 

Aunque no se ve punzón ni marca, es obra muy probable del platero toledano Juan Francisco Faraz, por semejanza con otras obras documentadas de este autor.

También llama la atención del visitante la gran custodia procesional que en otra vitrina se muestra. Del siglo XVII, es debida al arte de Damián Zurreño.

Este platero madrileño la construyó en 1667, cobrando por ella 28.405 reales. Su parte central, cuajada de piedras preciosas, representa un sol, escoltado por dos angelillos de cuerpo entero, portando un incensario cada uno. La base se compone de dos bichas enfrentadas, y el pie lo constituyen cuatro angelillos. Por fin, como expresión de las ricas piezas donadas por los marqueses de Mondéjar a su iglesia patrocinada mediado el siglo XVI, se ven en sendas vitrinas una serie de prendas litúrgicas, entre las que destacan el terno del Ave María, de seda y brocado, blanco, con escudos de la familia Mendoza y el terno rico o de los apóstoles, que consta de casulla, capa y dos dalmáticas, de brocado y seda rojos con multitud de grandes medallones bordados representando apóstoles, mártires, padres de la Iglesia, y uno especialmente hermoso, en la capa, con la imagen de Santa María Magdalena. Fueron ejecutadas también en Alcalá de Henares, por el taller de un bordador también llamado Covarrubias. 

Del Archivo parroquial se exponen también, a más de numerosos libros antiguos, varios pergaminos de época de Reyes Católicos, y encuadernaciones suntuosas, como una que muestra en placa de plata al centro de la cubierta de terciopelo rojo, a la Magdalena penitente.

Resumiendo, y voy deprisa, este Museo parroquial de Arte Sacro, de Mondéjar, que puede visitarse acudiendo directamente a la iglesia, donde ahora radica la Oficina de Turismo, merece una visita detenida. Y un fuerte aplauso por haber llegado a consumarse de forma tan acertada y brillante.

Brihuega y su conjunto de templos medievales

templo de san simon en brihuega

A Brihuega hay que llegarse ahora, en la tranquilidad del invierno, cuando el trajín de los fastos lavanderos se escucha lejano, y lo que destaca (en el silencio de sus callejas cuestudas) es la densa conversación de piedras medievales, puestas en racimo para construir uno de los conjuntos arquitectónicos más interesantes de Castilla. Concretamente sus iglesias de origen románico y cisterciense concitan la atención sucesiva de nuestras miradas.

Cuatro son esos templos que cabe admirar. Los cuatro construidos casi al mismo tiempo, en los del obispo toledano (y señor de la villa, como sus antecesores y continuadores, durante siglos) Rodrigo Jiménez de Rada, colaborador íntimo y canciller del rey Fernando III, e introductor de un estilo que prosperó en muchos otros lugares del nuevo Reino de Toledo, desde su capital, hasta pueblos menores (como Uceda, por ejemplo, entre nosotros, y muchos otros que recibieron la sobria decoración del Císter sobre las plantas y alzados del más puro románico).

Brihuega sería, como Teresa Valdehíta, concejala de cultura briocense, ha calificado recientemente, “un crisol de cultura en la Edad Media”. Gracias a ese caballero, obispo e intelectual que fue Jiménez de Rada, el políglota autor de la “Historia gótica de España” e impulsor del Fuero de Brihuega, que recientemente ha recuperado la villa en su documento más espléndido.

El primero de los templos a admirar es el que hoy sirve de parroquia a la villa, la iglesia de Santa María de la Peña. Situada en el llamado Prado de Santa María, al extremo sur de la población, cuenta con una puerta principal orientada al norte y cobijada por atrio porticado.

Dicha puerta consta de un gran portón abocinado, con varios arcos apuntados en degradación, exornados por puntas de diamante y esbozos vegetales, apoyados en columnillas adosadas, que rematan en capiteles ornados con hojas de acanto y alguna escena mariana, como es una ruda Anunciación. El tímpano se forma con dos arcos también apuntados que cargan sobre un parteluz imaginario y entre ellos un rosetón en el que se inscriben cuatro círculos. 

La cabecera del templo está formada por un ábside de planta semicircular, que al exterior se adorna con unos contrafuertes adosados, y esbeltas ventanas cuyos arcos se cargan con decoración de puntas de diamante.

El interior es de gran belleza y puro sabor medieval. El tramo central es más alto que los laterales, estando separados unos de otros por robustas pilastras que se coronan con varios conjuntos de capiteles en los que sorprenden sus motivos iconográficos, plenos de escenas medievales, religiosas y mitológicas. La capilla mayor, compuesta de tramo presbiterial y ábside poligonal, es por demás hermosa. Se accede a ella desde la nave central a través de un arco triunfal apuntado formado por archivoltas y adornos de puntas de diamante. Esbeltas columnas adosadas en su interior culminan en nervaturas que se entrecruzan en la bóveda. Su muro del fondo se abre con cinco ventanales de arcos semicirculares, adornados a su vez con las mismas puntas de diamante. 

El alzado del templo nos muestra una nave central más alta que las laterales, enlazando así con el carácter de la arquitectura propiamente gótica, en la que los avances técnicos se plasman en una nueva estética. Las grandes arcadas que separan las naves, todas ellas de medio punto, hacen perder al conjunto el neto carácter románico de muro que pesa posibilitando un nuevo tratamiento estético. 

Las techumbres de las naves se forman con nervaturas góticas. Sobre la entrada a la primera capilla lateral de la nave del Evangelio se muestra una gran ventana gótica, elemento cumbre del resto de vanos apuntados que ofrecen también el valor, nuevo en el gótico, de la luz como elemento ornamental e incluso simbólico.

En la iglesia de Santa María de la Peña de Brihuega destaca como en pocos sitios el carácter netamente cisterciense de la arquitectura de transición del románico al gótico que promovió en sus territorios toledanos el arzobispo Ximénez de Rada. La escasez de ornamentación, su rigidez y parquedad, es propia de este momento, y del concepto de pureza y renovación que se quiere difundir.

En las molduras y arquivoltas de sus puertas y ventanales, así como en buena cantidad de capiteles se encuentran con exclusividad decoraciones a base de puntas de diamante, hojillas, y pequeños triló­bulos que se ven también en muchos otros lugares de la baja Alcarria y territorio de Cuenca, como Santa María de Alcocer, monasterio cisterciense de Monsalud, etc.

Respecto a los capiteles de este templo, se encuentran algunos elementos iconográficos que brillan por su ausencia en el resto de las iglesias de Brihuega. Dentro de la gran variedad existente en su temática vegetal, pueden encontrarse tres grupos que ofrecerían, respectivamente, una traza fina y muy cuidada, que recuerda a los capiteles de las gran­des catedrales francesas; una flora más jugosa que la acerca a un estilo más rural; y finalmente un grupo de capiteles rústicos que de mano popular y tomando por motivo los anteriores modelos, se repiten en infinitas fajas.

Muchos elementos zoomorfos se ven en este templo tallados: unos proceden de la rica fauna románica, como toros alados, cerdos de gran tamaño que ocu­pan la casi totalidad de la superficie del capitel, de los que, en menor tamaño, y de una forma más naturalista, surgen entre las hojas: pájaros, monos, linces o perros acompañados a veces de hombres. La interpretación de estos anima­les, más de que símbolos abstractos, es simplemente de signos maléficos y benéficos.

También se ven múltiples elementos antropomorfos: gentes aisladas y escenas complejas nos sorprenden talladas con tosquedad en la múltiple riqueza de los capiteles de Santa María. Unas escenas están rígidamente enmarcadas, como la de la Anunciación, mientras que otras como el banquete se muestran en total libertad compositiva. A pesar de la riqueza de imágenes que en este templo se advierte, no encontramos un claro programa iconográfico que las unifique. Parece como si los autores hubieran querido simplemente recordar los hitos principales del Antiguo y Nuevo Testamento, sin más hilación entre ellos. Hay un predominio de los temas marianos, dada la advocación del templo, y destaca el conjunto que representa a Sansón y el león, tema iconográfico que fue desvelado hace unos años por Pablo Aparicio Resco.

Es digno de ser destacado el hecho de que este templo, aun con ser iglesia parroquial de una villa, sobrepasa por sus dimensiones y disposición lo que era tradicional en el siglo XIII en la Alcarria, donde aún se construía habitualmente en estilo románico, con galería porticada al sur, y una sola nave. Las edificaciones litúrgicas promovidas por el arzobispo Jiménez de Rada (Brihuega, Uceda, etc.) tienen tres naves y una funcionalidad que supera lo meramente parroquial, intentando alcanzar un grado más alto, como pequeñas catedrales, respecto al entorno en que asientan.

El segundo de los templos medievales briocenses es el de San Felipe, en la parte alta de la población, junto al muro oriental de su muralla, de tal modo que la torre se construyó sobre un primitivo cubo defensivo.

Yo lo tengo por el templo más bello de Brihuega. Construido en la misma época que los otros, en la primera mitad del siglo XIII, presenta la portada principal orientada al oeste, cobijada en cuerpo saliente que se cubre de tejaroz pétreo sustentado por canecillos zoomórficos, alzándose las apuntadas arcadas que nacen de los capiteles vegetales y culminado el muro con tres rosetones, el central calado con semicírculos formando una estrella. Al sur existe otra puerta, más sencilla, pero también de estilo tradicional. El interior ofrece un aspecto de autenticidad y galanura medieval como es muy difícil encontrar en otros sitios. Se estructura en tres naves esbeltas, la central más alta que las laterales, que se separan por pilares con decoración vegetal y se recubren con artesonado de madera. Al fondo, el presbiterio, con su tramo recto inicial, y la capilla absidial, semicircular, de muros lisos, cinco ventanales aspillerados y cúpula de cuarto de esfera, completa el conjunto que sorprende por su aspecto románico de transición, netamente medieval. 

El tercero es el de San Miguel, que de nuevo va a recibir un tratamiento reconstructivo para poder ser visitado. Maña mismo estará abierto al público, en ocasión de un acto cultural anunciado para el mediodía.

Está situada esta iglesia en la parte baja de la villa, camino ya de Cifuentes. Aunque generalmente se encuentra cerrada, puede verse su grandiosa portada abierta al muro de poniente, en limpio estilo románico de transición, con sencillos capiteles y múltiples arquivoltas apuntadas, y otra puerta sobre el muro meridional, del mismo estilo pero más sencilla. A levante se alza el ábside poligonal de traza mudéjar, construido de ladrillo descubierto, con múltiples contrafuertes adosados y sin ventanas. El interior, en el que prácticamente han quedado tan sólo los muros y los pilares que separaban las tres naves, muestra completa la cabecera, a la que se accede a través de un arco triunfal apuntado que apoya en columnas y pilastras con capiteles de decoración vegetal, y se cubre en su parte absidal mediante una hermosa bóveda nervada de ladrillo, en forma de estrella de seis puntas, lo mismo que el tramo recto del presbiterio. El estilo que inspiró este templo estaba netamente en conexión con el más puro mudéjar toledano, al que recuerdan las escasas estructuras que aquí quedan. La torre de las campanas está adosada al lado norte del templo.

El cuarto y último es San Simón, del que solo puede hablarse en futuro, porque todavía anda en tareas de restauración completa. Durante muchos años oculto entre construcciones particulares, y sabiendo todos que allí estaba el cuerpo tapado de una posible antigua sinagoga, o mezquita, pero que con toda seguridad fue también, al menos desde el siglo XIII, iglesia.

templo de san simon en brihuega

Hoy ya hemos podido ver su estructura, de corta nave cubierta de bóveda de crucería, y amplio y espléndido presbiterio, cubierto su interior de una cúpula de seis nervios de sección cuadrada, y cuajado al exterior en forma de ábside con la viveza del ladrillo visto en sus muros, recordando la arquitectura románica de transición del ámbito toledano que don Rodrigo Jiménez estimuló. Los ventanales, en que se luce bien el estilo mudéjar, complementan la arquitectura gótica primitiva, y le dan un carácter nuevo, aun dentro de la misma corriente que las otras iglesias medievales briocenses.