Luis Monje Ciruelo, un escritor alcarreño
Un recuerdo entrañable para un compañero de páginas, un escritor de raza, una referencia en el periodismo y la historia reciente de Guadalajara: obligado y sentido, va este mínimo epitafio que nunca hubiera querido escribir.
A la hora que escribo aún está tibio el cuerpo de Monje, y a la que se publica sobre papel, ya lleva días bajo tierra. Parecía que nos iba a sobrevivir a todos, pero al final le ha llegado esa hora en la que se deja de sentir y se penetra en el túnel que lleva al país de la luz y los recuerdos. El corazón de Monje ha dejado de palpitar, pero ahora se ve que sigue vivo, porque lo está en la memoria de los demás. De los que se quedan en pie, y andan, cuando uno está ya parado y en silencio.
Tras haber entrado, hace pocas fechas, en el año número 99 de su vida, Monje ha fallecido. Lo he sentido hondamente, porque he tenido que despedir para siempre a un buen amigo, y ahora veo que por haberle admirado tanto, he escrito mucho sobre él, y sin embargo no me vienen las palabras que en este momento debiera dedicarle. Pero sí que quiero, en brevedad e intensidad, pfrecerle el recuerdo que supone centrar su vida, su obra, y dejarla en la memoria de otros.
Dos fueron los pilares en que descansó el discurrir vital de Luis Monje Ciruelo: primero la observación y el análisis de cuanto le rodeaba. Que era todo próximo y sencillo. La actualidad de Guadalajara, las historias de su tierra, las leyendas, los relatos, los personajes, los edificios, los aconteceres… Segundo, la descripción y escritos de cuanto veía.
Mirar y escribir, componiendo un oficio que se ha dado en llamar periodismo, porque su resultado aparecía pronto impreso sobre las páginas de los periódicos (de este Nueva Alcarria, más concretamente, y especialmente, en el que redactó sus primeros ensayos y análisis). Pero también de muchos otros, porque escribió en ABC, y en La Vanguardia, y hasta fundó una Revista [Badiel], en los años en que se reinstauró la democracia. Monje escribió, cada día de su vida, algunos renglones, haciendo buena la sentencia de Apeles de Colofón que según Plinio decía “Nulle die sine línea” y que es el pedestal sobre el que se alzan las merecidas estatuas. Empezó a escribir cuando los requetés avanzaron sobre Palazuelos, su pueblo, donde escuchó los primeros tiros de una guerra fratricida. Y después dejó plasmados sus recuerdos en aquellas maravillosas “Memorias de un niño de la guerra”. Yo mismo empecé a publicar artículos en este periódico de su mano, por su generosidad, y luego he sido editor de todos sus libros, en una tarea consensuada, de colaboración permanente: calibrando cada página, conduciendo presentaciones y aplausos. De algunos tuve el honor de ser prologuista, y de todos sin excepción su sencillo admirador.
Hoy todos aplauden, porque así sucede cuando uno muere, pero en años anteriores Luis Monje tuvo enemigos furibundos, gentes que le echaron en cara que dijera en público lo que pensaba. Y eso fundamentalmente en dos épocas: en la de su juventud, cuando solo eran válidas las ideas del sistema, y en la de su madurez, cuando muchos otros pensaban que los ciudadanos solo pueden hablar depositando su voto en una urna. Monje habló siempre, dijo lo que pensaba, y lo dijo honradamente. Y eso hay quien no lo perdona nunca.
Y dicho esto, recordando las charlas y los viajes con él, sus entusiasmos por la tierra en que nació, sus dedicaciones incansables a escribir y memorar, a divulgar y enaltecer, quiero rescatar algunas frases que le dediqué en otros artículos, prólogos y discursos. Si escribió desde los 16 años, completando una ruta, y en el mismo periódico, de 83 anualidades; si publicó una docena de libros, todos voluminosos y cuajados de buenas letras y cumplidas informaciones, era lógico que algunos le admirásemos. Y por eso dejé dicho en el prólogo que dediqué a su primer libro “Guadalajara a mi través” que “El autor de estas páginas ha sido un andarín de mucho fundamento. Ahí donde lo tienen -cambiada la edad por experiencia- sigue andando y mirando. A pie siempre. Porque para ver mucho hay que andar mucho. Guadalajara se conoce así, a puro golpe de calcetín… y cuando la tierra vibra en el alma, y se la quiere mirar y comprender entera, hay que verla en directo, palmo a palmo, y eso se hace andando. Así lo ha hecho Monje, y así le han salido sus crónicas paisajísticas, húmedas y brillantes, llenas de vida.” Y aún añadía, en el que sirvió de portada a su última ofrenda literaria, los “Clamores por los pueblos muertos”: “A Monje Ciruelo, al que todos admiramos por su amor a la tierra en la que nace, por lo bien que la conoce y lo mejor que la cuenta, hay que aplaudirle por muchos motivos. Por su saber, su estudiar, su fino humor, y su entereza. Pero (para eso estamos casi rematando el primer cuarto del siglo XXI) por su “resiliencia”, esa extraña palabra que se ha colado en nuestras conversaciones, destilada de otros tantos titulares, y que viene a dar novedosa definición a lo que en Monje es permanente y demostrada veteranía: la capacidad de seguir en marcha, de escribir cada día, de estar atento a lo que ocurre y de aportar soluciones. O sea, la de permanecer vivo, a costa de matar días. Y ello saliendo más fuerte de lo que es cotidiana apretura”.
Sirvió esta postrer edición, cuando el autor andaba ya escaso de fuerzas, pero con su mente lúcida sabiendo donde iba, para homenajear en Monje la veteranía y el entusiasmo permanente. La calidad que, a costa de cifras que son fechas, y de iniciales que son nombres, demostrar cómo se puede escribir en un mismo periódico 83 años seguidos, batiendo un “record guinnes” que no ha sido reconocido oficialmente por el agobio de la burocracia que hoy nos embarga, pero que ahí están las fechas: empezó en 1939 a aparecer en los primeros números de “Nueva Alcarria” y acabó la tarde del día en que falleció. Así le decía yo: “Cronista de verdad, testigo fiel, escritor de raza y humano caminante que ha mirado Guadalajara y nos la ha contado. Eso es Luis Monje en este libro, y eso es este libro que ahora resulta ser el penúltimo: un documento genial que servirá de fedatario de una época cuando de ella no se acuerden ya, ni los más viejos del lugar…” El libro ha resultado ser el último, aunque su intención era seguir, siempre adelante.