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noviembre, 2021:

Don Quijote en Valdeconcha

relatos de lumbre y candil en valdeconcha

La figura de don Quijote es tan universal, que a nadie debe extrañar el título de esta colaboración. Aunque debería ser más concreto, y anunciar desde el inicio que se refiere a una historia inventada, una elucubración literaria que nos llega de la mano de ese escritor castellano, que es Angel Taravillo Alonso, y que nos acaba de ofrecer otra muestra de su imaginación y dominio del lenguaje.

En Valdeconcha he estado algunas veces, y me ha sorprendido siempre la reciedumbre de sus edificios, lo equilibrado de su urbanismo, y sobre todo las vistas que desde su altura pueden divisarse del entrañable valle del río Arlés, que camina recto y majestuoso hacia el Tajo, dando vida a uno de los paisajes más emblemáticos de la Alcarria, ese que conforman las llanuras cerealistas (las alcarrias) flotando sobre los valles recogidos y huertanos (las vegas).

De Valdeconcha pudiera decirse, en resumidas cuentas, que tras la reconquista de la Alcarria quedó en calidad de aldea de Zorita, que con su fortísimo castillo se constituía en cabeza de extensa región, dominada por la Orden militar de Calatrava, y extendiendo sus fueros hasta todas las aldeas de su jurisdicción. Así per­maneció hasta 1495, año en que Fernando el Católico le con­cedió el privilegio de Villazgo, pasando a tener jurisdicción propia, aunque siempre utilizando el régimen foral de Zorita. En 1542, Carlos I desmembró Valdeconcha de la Orden Cala­trava, y la vendió al obispo de Oviedo, don Martín Tristán Calvete, de estirpe hidalga, quien comenzó a construir en esa época un gran palacio en Valdeconcha. Le sucedió su pariente don Juan Calvete, quien terminó de construir el iniciado pala­cio (del que hoy no queda ni el más leve rastro) y a su muerte quedó sepultado en la iglesia de la villa. Esta perma­neció en el señorío de la familia Calvete hasta el siglo XIX.

Pero en realidad hoy estas líneas vienen a cuento porque Taravillo Alonso, que tan bien conoce la Alcarria en que vive, acaba de presentarnos un nuevo libro, dedicado esta vez a la memoria literaria de Valdeconcha. Una obra, que titulada “Cuentos de lumbre y candil de Valdeconcha”, nos ofrece, a modo de colección encadenada de relatos (acordaos de las Mil y Una Noches, o de los Cuentos de Canterbury) una colección de relatos, por él trabajados sobre la urdimbre de la evocación popular e histórica, anclados en los costillares de personajes famosos, pero ubicados en el pueblo: la narración sobre la que gravita el libro es el recibimiento que un veterano valdeconchero hace a un caminante teutón (Hans von Lepizig) que se pierde en medio de una tormenta de nieve y cae por allí, por el caserón grato y cálido de José María Domínguez Díaz.

Para entretener las horas de encierro, mientras la nieve se acumula y el viento grita, el anfitrión alcarreño va desgranando historias, a cual más increíble, sucedidas en tiempos pasados en Valdeconcha, y mostrando al alemán las pruebas existentes –siempre ciertas, palpables– de cuanto ha contado. Así aparece un tal Julián, criado de la Princesa de Éboli, que para vengarse de los maltratos a la que le somete roba una peineta y la guarda (se guarda en Valdeconcha) durante varias generaciones. O se rememora la aventura de Santa Teresa de Jesús y las monjas de San José a las que en un carro saca de la villa ducal y en Valdeconcha han de parar a arreglar una rueda del carro en que viajaban, ocurriendo milagros al final de la aventura. Salen a relucir el bandolero de Monte Anguix, que se enamoró de una valdeconchera, y el “Juglar de la Muerte” que va cantando por toda España. Tenemos noticia, en los relatos que al viajero Hans le cuenta José María Domínguez, de la historia de un autómata, curiosa y surrealista; del milagro de la Virgen de las Candelas, patrona del pueblo, que restituye todas sus alhajas a un santero que las cuidaba; o de la historia desternillante del mago don Pedro que hace prestidigitación con el Sol, y que en realidad se trata de un ejercicio de hipnosis colectiva, con técnicas aprendidas en su juventud por Oriente. Aun nos entretiene otra noche (una historia por jornada, como ocurría con Sherezade en las Mil y Una Noches) con la historia del escultor de tallas en madera, que Taravillo desmenuza en forma de aleluyas, desplegando una asombrosa técnica literaria.

Retrato del cantante Farinelli

La inventiva de este escritor nos asombra especialmente en dos de sus relatos. De una parte, el que pone por protagonista a Carlo Maria Michelangelo Nicola Broschi, más conocido como Farinelli, un cantante “castrato” de la corte de Felipe V y Fernando VI, al que hace venir a Valdeconcha para buscar en la sacristía de su parroquia unas piezas que le dijeron había compuesto un compositor alcarreño al que se le había perdido la pista. Allí enferma, por ocuparse intensamente en la búsqueda, y allí queda, mientras en la corte el Rey y sus ministros le llaman y presionan para que regrese a Madrid. La curación de sus males (que fue perder la voz, nada menos)  la consigue gracias a los consejos de un pastorcillo alcarreño, que le recomienda que beba durante un tiempo agua de la Fuente del Caño. Y con ello cura y vuelve a la Corte con su voz recuperada y nuevo repertorio. Decían en Valdeconcha, y esta historia lo confirma, que “Beber de la fuente del Caño, calma la sed, refresca, aclara la garganta, y hace más bien que daño”. Una forma magistral de colocar a Valdeconcha en el eje del mundo. Al menos en el de la música barroca.

Pero donde Ángel Taravillo Alonso da su “do de pecho”, en este libro que titula “Relatos de lumbre y candil en Valdeconcha” es en el cuento que titula “El Ingenioso Hidalgo San Hambrote de la Alcarria”. Aquí hace un aporte de ingenio, de sutilleza y de fuerza creativa, al reinterpretar el quijote cervantino de la siguiente manera: nos sorprende de entrada con la aparición por el pueblo alcarreño de Valdeconcha de un tal Miguel de Cervantes, quien como recaudador de impuestos llega, –son finales del siglo XVI– por esta localidad a ejercer su oficio de recaudador de impuestos. Allí se encuentra con el pueblo en duelo, porque uno de sus más queridos vecinos, don Joaquín Alonso, se está muriendo. Se acerca a la casa del agonizante, y le cuentan su historia: rico de generaciones, dióle hace tiempo por hacerse santo de caminos, y de tantos rezos, reliquias adoradas y seguimientos religiosos se le fue la cabeza. De “santo viajero” alimentado a pobres fuése este caballero una y dos veces, la segunda acompañado de su convecino Paco Sánchez, a lomos de un borriquillo. Y don Joaquín andando, flaco y devoto siempre. Al final, tras tirar su familia las estampas y las reliquias que le obsesionan, el hombre recupera sus fueros mentales, y muere santamente y sentado en razón. De todo toma buena nota Miguel de Cervantes. Y se lleva en el magín tan sorprendente historia…

No me cabe duda que el libro de Taravillo va a gustar. Especialmente en Valdeconcha, que de esta manera sutil, y bien escrita, entra en la historia de la Literatura. Porque parajes, personajes, ceremonias y recuerdos se ven aquí vestidos de un tono épico, atrayente también, y muy entretenido. Es esta otra forma, y muy efectiva, y sonora, de “hacer Alcarria”, de inyectar savia nueva, velas hinchadas para seguir el trazo, desde su altura, de los siglos que le quedan por delante al pueblo.

Lectura de Patrimonio: el castillo de Hita

castillo de hita

De los lugares emblemáticos, visibles, destacados, y prominentes de la Alcarria, el cerro de Hita es quizás el más señalado. Con su gallarda estampa señorea el entorno, y desde cualquier remoto punto de la comarca se le ve altivo. En su torno creció una villa principal, y en lo alto de su caliza, un castillo del que hoy recordamos algunos datos.

Mantiene hoy Hita su simbólica preponderancia sobre el entorno. Ha pasado a ser un pueblo sin apenas población, pero con un atractivo turístico y emblemático innegable, rememorando siempre aquella importancia que durante la Edad Media tuvo, por estar enclavado en un punto estratégico, eje de caminos, de atalayas visuales, de intereses señoriales y dinásticos. 

La historia de Hita la ha contado, mejor que nadie, el profesor Manuel Criado de Val, que trató de tú a tú al Arcipreste, y con él se aventuró a indagar en la densidad de sus propósitos biográficos, porque una villa tan grande y señera tiene una historia como un general, cuajada de batallas y en las alforjas unas cuantas victorias y alguna que otra derrota. La del tiempo es la peor, para Hita, porque ha sido la que dejado al lugar silencioso, aunque todavía brillante en el atardecer de Castilla. 

En el cómputo histórico de la Alcarria y la Campiña, señoreadas ambas por Hita, el linaje de Mendoza aparece sin remedio, desde el siglo XIV. Entre otras cosas porque fue a uno de los que hicieron de cabeza de la familia, el guerrero, poeta y diplomático don Pedro González de Mendoza, a quien el rey Juan I de Castilla concedió el título de “señor de Hita y Buitrago”, el primero de los grandes títulos que atesoró el linaje. De ahí que los titulares mendocinos tuvieran siempre como predilecto ese lugar de la Alcarria, y le protegieran con dádivas, con repoblaciones y monumentos. El más destacado, por ser el más alto, y el eje de su poder, fue el castillo.

Al que he subido en mañana otoñal cuando todavía los horizontes se funden en gris con el cielo amaneciente. La mejor forma de subir hasta lo alto del cerro de Hita, hasta las ruinas –tan evidentes– de su castillo, es partiendo de la iglesia de San Juan, tomando un camino empinado con rumbo norte, pero fácil de seguir, y al final, cuando se ve la punta castillera encima, trepar entre los yesares como se pueda, siempre agarrando en la mano algún matojo para no resbalarse. La cota máxima de este monumento es de 981 metros sobre el nivel del mar, elevándose unos 150 metros sobre el resto del entorno, viendo como el pueblo se arracima en el costado meridional de su ancha falda.

Este castillo tuvo antecedente en algún castro ibérico. Las formas de vida de la Prehistoria daban al lugar un valor estratégico indudable. De esa tradición surgió el uso del enclave, que fue para los romanos atalaya de observación, y para los árabes también lugar de asentamiento, de frontera (uno más de esos castillos/fortaleza sobre la orilla izquierda del Henares que conformaron el apelativo de Wad-Al-Hayara “Valle de los Castillos y Fortalezas”). Pero que tras la Reconquista de esta Transierra y este valle capital para el recorrido sobre Hispania, fue destinado a seguir ejerciendo de vigilante sobre el enorme territorio que desde su altura se vislumbra.

En las prospecciones y estudios que en el siglo pasado realizó “in situ” el investigador don Basilio Pavón Maldonado, aparecieron abundantes restos de cerámica musulmana de los X y XI, así como algunas monedas islámicas, lo que evidencia la ocupación intensa de este castillo por los guardianes norteños de la Marca Media de Al Andalus.

No sería hasta el siglo XV que se planteara hacer de Hita un bastión inexpugnable. La intención surgió de don Íñigo López de Mendoza, primer marqués de Santillana, además de poseedor del mayorazgo mendocino, y por tanto del título de Señor de Hita. Reforzó el viejo torreón árabe dando forma a un castillete, que es lo que hemos subido a ver. Y reforzando y amurallando por completo la villa, “en fondón bien poblado”, levantando murallas, construyendo puertas, dedicando iglesias, y creando un burgo dinámico, en el que “las tres culturas” convivieron en armonía durante varias décadas. Una descripción de la villa y su castillo en el siguiente siglo, hacia 1517, nos la da Hernando Colón (el hijo erudito y bibliófilo del Almirante Cristóbal Colón) diciendo de ella que es “Una fortaleza muy fuerte armada sobre peña que dentro de la fortaleza se siembra mas de veinte fanegas de pan… (está situada) sobre una peña redonda e la cerca e cyñe el castillo con la villa e la cerca baxa casy hasta el pie del cerro”.

Lo que hoy queda de este castillo es construcción de mampostería con verdugada doble de ladrillos, sistema que también se empleó en los lienzos del castillo. Este tipo de construcción se hace evidente especialmente en un paño muy grande que aún se mantiene entero delimitando el coronamiento del cerro por su vertiente occidental, y que es lo único que queda del primitivo hins o fortaleza musulmana, aunque todos los restos son propios del siglo XIII y siguiente, cuando los Mendoza se enseñorearon del lugar y propusieron la construcción de una castillo en toda regla.

Restos de muralla del torreón central del castillo de Hita

La estructura, pues, del castillo de Hita consiste en una pequeña torre central, en la que hubo un aljibe que todavía vemos, excavado en el terreno, y protegidas sus paredes interiores por una densa capa de almagre, y fuertemente amurallada con mampostería y ladrillo. Rodeando el cono central ocupado por esta torre, hubo un recinto más amplio, de forma aproximadamente cuadrilátera, que hoy se evidencia por restos fragmentarios de amurallamiento. El hundimiento del conjunto ha hecho que el cerro esté colmatado en esa zona, y por ello en la excavación que se hizo en su extremo norte se ha evidenciado un nivel de incendio que pudo haberse producido en los finales del siglo XI, cuando el cambio de posesión (llegan cristianos, se van los árabes). 

Todavía hubo de vivir el castillo de Hita un nuevo episodio bélico y que demostró su valor estratégico. Esto ocurrió durante la contienda de la Guerra Civil, cuando sobre este empinado enclave se puso un centro de observación y oteo  próximo a la línea del frente y al lugar donde se desarrolló la Batalla de Guadalajara. En el cerro de la Hita se instalaron dos observatorios, uno de los cuales servía para control de fuego de una batería de obuses de 11,43 mm. En la cara sur del cerro también se situó la estación principal de heliógrafos y aparatos de luces de la red óptica de comunicaciones de la 35ª Brigada Mixta de la 12ª División del Ejército Popular de la República. Realizando en el cerro la construcción del observatorio H-35 y profundas trincheras, que son todavía visibles y que nos retrotraen a los años 1937 y 1938, en los que Hita fue bastión capital del frente sufriendo tremendas mutilaciones en sus edificaciones, hasta el punto de que habiendo quedado prácticamente en ruinas, el Estado franquista la incluyó en su programa de Regiones Devastadas, construyendo un nuevo pueblo, humilde pero bien urbanizado, junto a la carretera. Posteriormente, y gracias entre otras cosas al auge que los Festivales Medievales de Hita le han dado a la Villa, esta se ha ido rehaciendo en su lugar primigenio, viendo reconstruida en su formato original la Puerta de Santa María, por la que se produce el clásico avistamiento de la plaza mayor, con el recuerdo de su Arcipreste.

El púlpito mendocino de El Burgo de Osma

burgo de osma pulpito mendocino

Un viaje rápido a la vecina Soria me ha dado la posibilidad de volver a admirar la ciudad de El Burgo de Osma, herencia incansable del celtiberismo puro. Su catedral, sus palacios, hospital y universidad le dan un aire solemne. En la catedral, portadas y salas capitulares, claustro y retablos, insisten en su voz plena de patrimonio vivo. Y en medio de la gran nave, un mensaje que nos lanza el Cardenal Mendoza.

No hay que volver a recordar la biografía de Pedro González de Mendoza, uno de los hijos (el más principal) del marqués de Santillana. Nacido y fallecido en Guadalajara, es quizás el más destacado de los hijos de nuestra ciudad. Pro sí que conviene recordar algunas fechas en relación con la ocupación de puestos de categoría en el gobierno de la iglesia, y, sobre todo, en el disfrute de sus prebendas. Consiguió la abadía de Fècamp (en Normandía) y el abadengo de San Zoilo, en Carrión de los Condes. También obtuvo el abadiato de Moreruela. Gracias al apoyo dado a los Reyes Católicos en su crucial batalla de Toro (1476) consiguió la administración (que no obispado) de la diócesis de Osma, entre 1473 y 1487 (según Layna) y entre 1478 y 1483 (según otros autores) aunque finalmente consiguió ser nombrado Obispo de El Burgo de Osma, y tras serlo también de Calahorra y Sigüenza, alcanzó el arzobispado de Toledo en 1482, gracias al constante apoyo de los monarcas de Castilla y Aragón. De lo que no hay duda es que Pedro González de Mendoza obtuvo tantas prebendas (de autoridad e ingresos) cuantas quiso. Solo le faltó alcanzar el Pontificado, al que aspiró y para lo que (según apuntan modernas investigaciones) viajó a Roma en algún momento.

En El Burgo de Osma dejó Mendoza algunas muestras de su magnífica protección, como la portada de San Miguel, en la que luce el escudo mendocino bajo la talla del Salvador, en el parteluz central, y, sobre todo, el gran púlpito gótico de la nave principal.

El púlpito que adorna hoy la nave principal de la catedral oxomense, adherido al grueso pilar arracimado del lado de la epístola, está tallado en alabastro de tonos grisáceos, y fue colocado en ese lugar a principios del siglo XVI, que es cuando se acabaría de tallar. Si don Pedro González de Mendoza falleció en 1495, muy posiblemente no llegó a verlo, aunque él lo encargó y alguien de su entorno familiar vigiló la terminación de la obra. Que debió correr a cargo de algún miembro de la familia de los Colonia, tan activos en esa época dedicados –en Burgos– a la decoración de la catedral y algún que otro retablo tallado sobre piedra, tal como el portentoso de San Nicolás en esa parroquia. La estilización de las figuras, los adornos geométricos y vegetales de los fondos y encuadres, incluso la vestimenta, un tanto agermanada, de los personajes, hacen pensar en que uno de los Colonia actuaría con su gubia en el manso alabastro que terminó siendo un púlpito.

Que muestra una singular iconografía, muy similar a la que el propio Mendoza mandó destacar en su predicatorio de la catedral de Sigüenza. Como él tiene cinco paneles, siendo el primero el que de madera sirve para acceder desde la escalera a la plataforma de predicación. A continuación aparece un panel, de cuadradas proporciones, en el que una mujer sostiene en la mano izquierda tres gruesos clavos, y en la derecha, hoy apretada pero vacía, debió mostrar una cruz. Es representación de Santa Elena, la esposa del emperador Constancio y madre del gran Constantino, y que fue afamada por haber descubierto la cruz de Cristo en lo alto del monte Calvario. Aquí aparece porque uno de los títulos del Gran Mendoza fue el de Cardenal de la Santa Cruz.

Le sigue el panel central del predicatorio, en el que aparece tallada la imagen estilizada de María Virgen y Madre de Cristo, apoyada sobre una contundente media luna tumbada que le sirve de escabel. Sería la representación del título de Cardenal de Santa María que tuvo el clérigo alcarreño.

Más allá el panel que sigue representa a un guerrero con armadura, larga cruz y gran escudo que alancea a un dragón al que pisotea y vence. Es la representación del Santo y mártir romano Jorge que vivió y padeció en el Oriente Próximo, y que se pone en este púlpito porque el tercer título cardenalicio de González de Mendoza fue el de San Jorge.

Para remate de los cinco paneles del púlpito oxomense, vemos el escudo del eclesiástico, el de Mendoza y Vega simple, los linajes de sus ancestros más ilustres, sostenido de dos angelotes que al escultor le han salido un tanto gordotes y abultados de formas, en una estética muy septentrional.

En la pestaña del púlpito, recorriéndola entera sobre los cuatro paneles últimos, corre la frase annuncia populo meo scelera eorvm, que es la clásica sentencia de Isaías (58,1) que puede traducirse por “Anuncia a mi pueblo sus pecados” y que ha sido clásica alusión al poder benéfico que tiene la predicación al pueblo pecador desde la virtud del oficiante.

Paneles del púlpito mendocino de El Burgo de Osma

El conjunto de esta decoración del púlpito mendocino de Burgo de Osma es sorprendentemente similar a la del predicatorio de la epístola de la catedral de Sigüenza. Se puso ese monumento a finales del siglo XV, tras haber sido tallado por Mateo Alemán o alguien de su taller, al que se había encargado hacer sobre madera (hay ahora una versión que dice que fue obra de un tal “maestro Gaspar”) por decisión del obispo en una visita que hizo a su sede seguntina acompañando a los Reyes Católicos, y quizás él no llegara a verlo terminado, como tampoco el del Burgo, porque ambos fueron acabados en el último suspiro del siglo XV, entre 1495 y 1500.

La obra de Sigüenza, que aquí recuerdo, es también una bellísima obra de arte que apoya sobre un gran capitel sustentador cuajado de cardinas y hojarasca, como el de El Burgo. Los cinco tableros seguntinos rebosan gracia gótica en todos sus detalles. Los de los lados presentan sendos escudos cardenalicios de Mendoza, y en los centrales aparecen tres figuras. El central muestra una dulce Virgen María que sustenta, en sus brazos, y algo apoyado en su cadera izquierda, un Niño Jesús que juguetea con el manto de su madre. La Virgen apoya sus pies sobre un objeto que es –sin duda–, una barca o nao medieval. A su derecha, una mujer con corona muestra un libro abierto, y en su mano derecha aprieta el resto de un palo, sin duda más largo, hoy quebrado y desaparecido. A la izquierda de la Virgen, un joven con gran capote sobre la armadura de guerrero, se toca con sencillo bonete de la época. A sus pies, por él pisoteado, un dragón se retuerce. 

El significado de esas tres figuras, que son las mismas (en esencia) en ambos púlpitos, y están dispuestas en el mismo orden, resulta sencillo y muy entroncado con la biografía del donante del púlpito. El Cardenal don Pedro González de Mendoza, hijo del primer marqués de Santillana, fue un hombre de una gran inteligencia y de un indomable espíritu de superación, en el que también cabía la ambición. Tuvo asegurado el aprecio de los Papas, especialmente el del valenciano Alejando Borgia, y así consiguió nada menos que tres títulos cardenalicios: fue el primero el de Santa María in Dominica, recibido el 7 de marzo de 1473, y a poco, el Rey Enrique IV de Castilla, que le había nombrado recientemente su Canciller Mayor, ordenó que le fuera dado el nombre de Cardenal de España. Más tarde, Mendoza recibió otro título cardenalicio: el de Santa Cruz, advocación a la que era devotísimo, por haber nacido un 3 de mayo (1428), celebración de la Santa Cruz. Recibió además el título de Cardenal de San Jorge.

Son estos nombramientos los que don Pedro González de Mendoza manda representar en los púlpitos que regala a sus catedrales de Osma y Sigüenza. La figura del panel central es Santa María. La figura de la derecha no es otra que Santa Elena, reina y llevando en su mano derecha una cruz, hoy rota y desaparecida en la imagen del púlpito seguntino mientras que en la de Osma luce tres clavos y se toca de un gorro muy peculiar, netamente germánico. Finalmente, la figura de la izquierda en el púlpito seguntino es la de San Jorge, caballero armado que mata a un dragón, y que en el caso de Osma se protege de un escudo también muy nórdico, con un rostro sonriente y narigudo ocupando su estrecha superficie. Son, pues, los tres títulos cardenalicios que don Pedro González de Mendoza obtuvo a lo largo de su triunfante carrera eclesiástica.

No cabe duda que este púlpito de la catedral de El Burgo de Osma ahora analizado, que se corresponde tan fielmente en estructura e iconografía con el de Sigüenza, es una joya del arte medieval que merece ser contemplado y degustado en sus mínimos detalles. Porque todo ello hace alusión a la historia en común que tenemos con las tierras de Castilla.

Trazabilidad de algunas piezas del Museo de Guadalajara

escudo imperial en monasterio de san salvador de Pinilla de Jadraque

En las Aulas, –virtuales y presenciales– de Auladade, paseo cada semana a la búsqueda de nuevos saberes. Y este año, el curso que está dando el profesor Javier Blanco, va de analizar un tema que, antiguo y disperso, da para un curso entero: es el de “Arte itinerante: peripecias del patrimonio artístico”, en el que, desde la primera lección, aparece una cuestión que me lleva a pensar sobre su vigencia en tierras de nuestra provincia: la trazabilidad de las piezas de arte.

Es esa trazabilidad el camino que ha llevado cualquier manifestación del arte humano desde que fue creada hasta que asienta en un lugar, hoy por hoy, definitivo. Por ejemplo, algunas piezas que se muestran en el Museo de Guadalajara (ese que abre sus salas en la planta baja del palacio del Infantado) tiene una trazabilidad que merece ser analizada, porque en la peripecia de su viaje encontramos evidencias de la consideración que al arte y sus manifestaciones físicas se le ha tenido a lo largo de los años.

El escudo imperial de Pinilla de Jadraque

Por empezar con un ejemplo, que bien conozco, traigo aquí como primer capítulo la trazabilidad del escudo del Emperador Carlos V que tallado sobre caliza muestra de clara piedra nos vigila iluminado en una de sus salas.

En la imagen adjunta aparece el escudo del que trato. Aparecen las armas de Castilla y León, brisadas de la Granada recién conquistada, acolada del águila bicéfala del Imperio más las columnas del Non Plus Ultra, y en letras capitulares esta leyenda arriba: “Acabóse esta obra a 21 de mayo de 1551 años”, haciendo referencia a la fecha de conclusión de las obras de la portada norte del Monasterio de monjas cistercienses (calatravas) que venía existiendo, desde tres siglos antes, en Pinilla de Jadraque bajo la advocación de San Salvador. El monasterio, de arquitectura románica, le añadió un ala de hospedería al norte a mediados del siglo XVI, y sobre esa puerta se colocó el escudo. Las monjas marcharon pronto a Almonacid de Zorita, con traslado concedido por Felipe II, y a mediados del siguiente siglo, gracias a la buena voluntad de Felipe IV, volvieron a viajar, esta vez a Madrid, poniendo su convento en la calle Alcalá, intramuros, y allí sigue el suntuoso edificio y templo, el de “las calatravas”. En Pinilla, la Desamortización acabó con estas “manos muertas” perdidas en el monte, y el conjunto ya arruinado pasó a manos particulares. Allí ví, el siglo pasado, la portada renacentista con sus tallas de santos bernardos y el escudo imperial, que a la intemperie hubiera quedado muy expuesto a la rapiña, por lo que fueron los propios dueños los que lo desmontaron, guardándolo e intentándolo vender, aunque al final decidieron que lo mejor era depositarlo en el Museo de Guadalajara, donde hoy se admira.

Escudo imperial que estuvo en la portada del monasterio cisterciense de San Salvador de Pinilla

Los arcángeles de Bartolomé Román

Un camino diferente llevaron los tres grandes cuadros que nos sorprenden con ángeles pintados sobre lienzo. Tres espléndidas muestras de la iconografía angélica militante en el arte barroco castellano, debidas al pincel de Bartolomé Román (1587-1647). Pintó este artista varias series angélicas en la primera mitad del siglo XVII, con gran repercusión en el mundo del arte. De este autor de series angélicas conserva el Museo de Guadalajara tres obras atribuidas: el Arcángel Gabriel, Tobías y el Arcángel Rafael y un Arcángel San Miguel que es un buen ejemplo de la manera de componer y representar a los ángeles coronados con guirnaldas de flores y vestidos amplios, tratados en un ambiente vaporoso de este artista de la Escuela Madrileña. Las dimensiones de estos cuadros son de 1,90 mts. de alto y 1,30 mts. de ancho. Y su trazabilidad es bien simple: encargados por algún convento (posiblemente carmelita, con los que tenía buena relación Román) o por algún cortesano con destino a un convento. Los cuadros fueron recogidos como “botín liberal” por el Estado tras la Desamortización de Mendizábal y traídos a la capital de la provincia, con cientos de obras más procedentes de los monasterios y conventos suprimidos. Expuesto una temporada, y en malas condiciones, en las salas destinadas a Museo Provincial en el viejo convento de la Piedad, se recogieron, enrollándose de mala manera, y se trasladaron a los sótanos de la Diputación Provincial, donde acumularon polvo por más de un siglo. Al abrirse el nuevo/actual Museo de Guadalajara en las salas bajas del palacio del Infantado, los cuadros de estos tres arcángeles, obra cuidada y hermosa de Bartolomé Román, se pusieron definitivamente en valor y hoy se admiran en el recorrido de lo Tránsitosde este Museo.

El enterramiento de doña Aldonza

Otra pieza que ha viajado varias veces, desde que fue tallada por ignota mano artística de escuela toledana, mediado el siglo XV, hasta hoy en la primera sala del Museo de Guadalajara, es el enterramiento alabastrino de doña Aldonza de Mendoza, hermanastra del marqués de Santillana, e hija primera del gran Almirante de Castilla don Diego Hurtado de Mendoza y María Enríquez de Castilla.

Esta importante pieza de la estatuaria funeraria medieval fue labrada, en alabastro blanco, cuando falleció la duquesa. Ella misma mandó mil florines de oro para hacerlo, ordenando se fabricara de manera «convenyble a my persona», y se situara en el centro de la nave de la iglesia conventual de los jerónimos de Lupiana. No se llegó a colocar allí, sino en el muro de la izquierda del presbiterio, de donde fue retirada en 1835, a raíz de la Desamortización de los bienes eclesiásticos, y trasladada al Museo Arqueológico Nacional, donde durante más de un siglo permaneció en un discreto semiolvido del que vino a salir cuando en 1972 se inauguró el recuperado Museo de Guadalajara en las salas bajas del Palacio del Infantado.

La conservación de la escultura es perfecta. Se ignora su autor y el año exacto de su construcción, aunque no se haría mucho después de su muerte. Podría fecharse su talla entre el 1435 en que, muere doña Aldonza y el 1440; y esto sin posibilidades de error por cuanto la moda femenina medieval es tajante en la utilización de sus patrones. El cinturón alto, bajo el pecho, y el vestido recorrido de pliegues perfectos, que, sin embargo, no llegan hasta el borde inferior del vestido. Es la moda usada en los años treinta del siglo XV. Descansa la cabeza de doña Aldonza, cubierta de sencilla toca, sobre un par de almohadones prolijamente tallados. Sostiene entre sus manos ‑derecha sobre izquierda‑ un rosario en dos vueltas. El borde inferior de su vestido está también cubierto de minuciosa decoración mientras los pies se elevan unos centímetros sobre el plano del sarcófago, para proporcionar más perfecta horizontalidad al cuerpo de la difunta. A lo largo del reborde del catafalco corre una inscripción de letras góticas, pintada en negro sobre el alabastro, que dice así: «doña aldoça de mendoça qe dios aya duqesa de arjona mujer del duqe don fadrique fino sabado XVIII días del mes de junio año del nascimiento del nro salvador ihu. Xpo de mil e quatrocietos e XXXV años». Es curioso observar que, conforme a lo que casi siempre ocurre en la escultura funeraria, se representa al difunto con los rasgos más acentuados de la vida. La duquesa de Arjona está viva en el alabastro. Y más joven aún de como sería en su muerte, acaecida cuando frisaba los cincuenta años: su garganta llena, sus labios frescos, su nariz tersa, sus ojos turgentes y su frente sin arrugas son la misma imagen de la belleza serena, del plácido sueño reposado.

Al reorganizarse el contenido de este Museo, la primera directora, que fue doña Juana Quílez, pidió al director del Arqueológico Nacional que volviera esta pieza, propiedad de Diputación, al palacio en que se estaba montando la muestra. Se accedió a ello en Madrid, y aquí quedó. Un viaje, pues, desde Lupiana a Guadalajara, con una etapa intermedia de más de un siglo en la Calle Serrano de Madrid.

Los primeros pasos de Jesús

Dos esculturas de la sevillana Luisa Roldán Villavicencio, “la Roldana”, se admiran hoy en el Museo de Guadalajara. Dos exquisitas tallas en madera que tallara La Roldana mediado el siglo XVII, y que fueron adquiridas, o donadas por alguien, al Monasterio de Santa María de Sopetrán en término de la villa de Hita. Una representa a los ancianos San Joaquín y Santa Ana cuidando a su única hija, María, que intenta dar sus primeros pasos. La otra muestra a Jesús en esa circunstancia, correteando inseguro entre los brazos de su padre, San José, y de su madre María. En ambos casos, una pareja de ángeles asombrados cierran la escena. Las piezas, de madera y talla exquisita, muy bien estofadas y policromadas, nunca se perdieron: del convento de Sopetrán, suprimido, pasaron directamente a los almacenes de obras de arte religioso depositadas en la Diputación Provincial. Y enseguida alguien las vio tan estupendas y manejables, que decidieron ponerlas en el despacho de la Presidencia. Aunque en principio estaban catalogadas como de autor anónimo, durante algunos años, por supuesto toda la segunda mitad del siglo XX, estas tallas se podían admirar encima de sendos armarios del despacho del respectivo presidente de la Diputación. Cuando se decidió montar el Museo de Guadalajara en las salas bajas del recién restaurado palacio del Infantado, se llevaron ambas piezas de sus salas, viéndose hoy cuidadas e iluminadas a la perfección en los Tránsitos de este Museo.

La escultura de Zenón de Afrodisias

No quiero dejar esta relación huérfana de uno de los más curiosos casos de complicada trazabilidad de sus piezas. Se trata de la estatua de arte griego que representando a una vestal tallara en el siglo II d. de C. el escultor anatolio Zenón de Afrodisias. Traída y llevada desde la Antigüedad, por museos y colecciones, acabó en el siglo XVIII en la colección que montaba por entonces del duque de Medinaceli y alojaba en su palacio ducal de Cogolludo. Al vaciarse este y dejar de ser residencia ducal, siendo usado para cometidos tan variados como el de Mesón, y aún plaza de toros municipal el patio posterior, la escultura quedó perdida y sepultada entre montañas de escombros, apareciendo en la última de las restauraciones de este palacio, y siendo llevada al Museo, donde (a falta de cabeza y manos) luce el estudio preciosísimo de las vestiduras talladas en mármol, y sobre la peana la inscripción, en griego, que dice “Zenón de Afrodisias me hizo”.

Todos estos han sido mínimos ejemplos de un tema amplio y cuajado de curiosidades: la trazabilidad de las obras de arte, de la que en Guadalajara hay ejemplos por todas partes.