Don Quijote en Valdeconcha
La figura de don Quijote es tan universal, que a nadie debe extrañar el título de esta colaboración. Aunque debería ser más concreto, y anunciar desde el inicio que se refiere a una historia inventada, una elucubración literaria que nos llega de la mano de ese escritor castellano, que es Angel Taravillo Alonso, y que nos acaba de ofrecer otra muestra de su imaginación y dominio del lenguaje.
En Valdeconcha he estado algunas veces, y me ha sorprendido siempre la reciedumbre de sus edificios, lo equilibrado de su urbanismo, y sobre todo las vistas que desde su altura pueden divisarse del entrañable valle del río Arlés, que camina recto y majestuoso hacia el Tajo, dando vida a uno de los paisajes más emblemáticos de la Alcarria, ese que conforman las llanuras cerealistas (las alcarrias) flotando sobre los valles recogidos y huertanos (las vegas).
De Valdeconcha pudiera decirse, en resumidas cuentas, que tras la reconquista de la Alcarria quedó en calidad de aldea de Zorita, que con su fortísimo castillo se constituía en cabeza de extensa región, dominada por la Orden militar de Calatrava, y extendiendo sus fueros hasta todas las aldeas de su jurisdicción. Así permaneció hasta 1495, año en que Fernando el Católico le concedió el privilegio de Villazgo, pasando a tener jurisdicción propia, aunque siempre utilizando el régimen foral de Zorita. En 1542, Carlos I desmembró Valdeconcha de la Orden Calatrava, y la vendió al obispo de Oviedo, don Martín Tristán Calvete, de estirpe hidalga, quien comenzó a construir en esa época un gran palacio en Valdeconcha. Le sucedió su pariente don Juan Calvete, quien terminó de construir el iniciado palacio (del que hoy no queda ni el más leve rastro) y a su muerte quedó sepultado en la iglesia de la villa. Esta permaneció en el señorío de la familia Calvete hasta el siglo XIX.
Pero en realidad hoy estas líneas vienen a cuento porque Taravillo Alonso, que tan bien conoce la Alcarria en que vive, acaba de presentarnos un nuevo libro, dedicado esta vez a la memoria literaria de Valdeconcha. Una obra, que titulada “Cuentos de lumbre y candil de Valdeconcha”, nos ofrece, a modo de colección encadenada de relatos (acordaos de las Mil y Una Noches, o de los Cuentos de Canterbury) una colección de relatos, por él trabajados sobre la urdimbre de la evocación popular e histórica, anclados en los costillares de personajes famosos, pero ubicados en el pueblo: la narración sobre la que gravita el libro es el recibimiento que un veterano valdeconchero hace a un caminante teutón (Hans von Lepizig) que se pierde en medio de una tormenta de nieve y cae por allí, por el caserón grato y cálido de José María Domínguez Díaz.
Para entretener las horas de encierro, mientras la nieve se acumula y el viento grita, el anfitrión alcarreño va desgranando historias, a cual más increíble, sucedidas en tiempos pasados en Valdeconcha, y mostrando al alemán las pruebas existentes –siempre ciertas, palpables– de cuanto ha contado. Así aparece un tal Julián, criado de la Princesa de Éboli, que para vengarse de los maltratos a la que le somete roba una peineta y la guarda (se guarda en Valdeconcha) durante varias generaciones. O se rememora la aventura de Santa Teresa de Jesús y las monjas de San José a las que en un carro saca de la villa ducal y en Valdeconcha han de parar a arreglar una rueda del carro en que viajaban, ocurriendo milagros al final de la aventura. Salen a relucir el bandolero de Monte Anguix, que se enamoró de una valdeconchera, y el “Juglar de la Muerte” que va cantando por toda España. Tenemos noticia, en los relatos que al viajero Hans le cuenta José María Domínguez, de la historia de un autómata, curiosa y surrealista; del milagro de la Virgen de las Candelas, patrona del pueblo, que restituye todas sus alhajas a un santero que las cuidaba; o de la historia desternillante del mago don Pedro que hace prestidigitación con el Sol, y que en realidad se trata de un ejercicio de hipnosis colectiva, con técnicas aprendidas en su juventud por Oriente. Aun nos entretiene otra noche (una historia por jornada, como ocurría con Sherezade en las Mil y Una Noches) con la historia del escultor de tallas en madera, que Taravillo desmenuza en forma de aleluyas, desplegando una asombrosa técnica literaria.
La inventiva de este escritor nos asombra especialmente en dos de sus relatos. De una parte, el que pone por protagonista a Carlo Maria Michelangelo Nicola Broschi, más conocido como Farinelli, un cantante “castrato” de la corte de Felipe V y Fernando VI, al que hace venir a Valdeconcha para buscar en la sacristía de su parroquia unas piezas que le dijeron había compuesto un compositor alcarreño al que se le había perdido la pista. Allí enferma, por ocuparse intensamente en la búsqueda, y allí queda, mientras en la corte el Rey y sus ministros le llaman y presionan para que regrese a Madrid. La curación de sus males (que fue perder la voz, nada menos) la consigue gracias a los consejos de un pastorcillo alcarreño, que le recomienda que beba durante un tiempo agua de la Fuente del Caño. Y con ello cura y vuelve a la Corte con su voz recuperada y nuevo repertorio. Decían en Valdeconcha, y esta historia lo confirma, que “Beber de la fuente del Caño, calma la sed, refresca, aclara la garganta, y hace más bien que daño”. Una forma magistral de colocar a Valdeconcha en el eje del mundo. Al menos en el de la música barroca.
Pero donde Ángel Taravillo Alonso da su “do de pecho”, en este libro que titula “Relatos de lumbre y candil en Valdeconcha” es en el cuento que titula “El Ingenioso Hidalgo San Hambrote de la Alcarria”. Aquí hace un aporte de ingenio, de sutilleza y de fuerza creativa, al reinterpretar el quijote cervantino de la siguiente manera: nos sorprende de entrada con la aparición por el pueblo alcarreño de Valdeconcha de un tal Miguel de Cervantes, quien como recaudador de impuestos llega, –son finales del siglo XVI– por esta localidad a ejercer su oficio de recaudador de impuestos. Allí se encuentra con el pueblo en duelo, porque uno de sus más queridos vecinos, don Joaquín Alonso, se está muriendo. Se acerca a la casa del agonizante, y le cuentan su historia: rico de generaciones, dióle hace tiempo por hacerse santo de caminos, y de tantos rezos, reliquias adoradas y seguimientos religiosos se le fue la cabeza. De “santo viajero” alimentado a pobres fuése este caballero una y dos veces, la segunda acompañado de su convecino Paco Sánchez, a lomos de un borriquillo. Y don Joaquín andando, flaco y devoto siempre. Al final, tras tirar su familia las estampas y las reliquias que le obsesionan, el hombre recupera sus fueros mentales, y muere santamente y sentado en razón. De todo toma buena nota Miguel de Cervantes. Y se lleva en el magín tan sorprendente historia…
No me cabe duda que el libro de Taravillo va a gustar. Especialmente en Valdeconcha, que de esta manera sutil, y bien escrita, entra en la historia de la Literatura. Porque parajes, personajes, ceremonias y recuerdos se ven aquí vestidos de un tono épico, atrayente también, y muy entretenido. Es esta otra forma, y muy efectiva, y sonora, de “hacer Alcarria”, de inyectar savia nueva, velas hinchadas para seguir el trazo, desde su altura, de los siglos que le quedan por delante al pueblo.