Dos poetas de la tierra: Juan Ruiz y José Antonio Ochaita
En estos días que han sido dedicados a la eterna poesía, y andando en lecturas, de patrimonio y de historia, de literatura y evocaciones, me han saltado a las manos los nombres -y las obras- de dos poetas alcarreños; de dos escritores grandes, con proyección y mito. Qué fácil es recordarlos, leer sus obras, disfrutar de sus decires, tan simpáticos, tan optimistas, tan estupendamente españoles.
El Arcipreste de Hita
Me refiero a Juan Ruiz, un clérigo que vivió en el siglo XIV, por el valle del Henares y el Tajo, entre Guadalajara y Alcalá, Hita y Mohernando, Toledo y Talavera. Uno de los nuestros. Se movió mucho, siempre a pie, o en borrico. No creo que fuera en mula, porque solo la usaban los altos dignatarios. Subió a los puertos de la sierra, pasó frío, cantó y bailó siempre que pudo, comió bien siempre, y de vez en cuando se sentaba a escribir poemas, que trataban de loar a la Virgen, cantar a la buena vida y advertir de los peligros (y las oportunidades) que daba la vida disipada.
Nacido en Alcalá de Henares, hacia 1283, murió en este entorno, en 1351. Su título, de Arcipreste de Hita, se refiere a que tenía un puesto en el cabildo catedralicio de Toledo, titulado así, con el de arcipreste de uno de los lugares señeros del reino toledano. Entresacando datos (que son mínimos) de su biografía, nos enteramos de que estudió en Toledo, en Alcalá, y en algún momento (y quizás por su expresión libertina y poco considerada) fue encarcelado por orden del señor territorial, el arzobispo don Gil de Albornoz, a quien él ridiculizaba en sus escritos. Debió ser muy entendido en música, lo que entonces se llamaba trovador: porque en su obra da razones muy detalladas de los instrumentos, las melodías y el proceso armónico de entonces.
La única obra conocida de Juan Ruiz es el “Libro de Buen Amor”. Del que nos han llegado hoy tres códices completos, especialmente notable el de la Universidad de Salamanca, en el que se basan las ediciones modernas. Ya el marqués de Santillana le conoció, y le llamaba “el Libro del Arcipreste”, pero fue en 1898 que Ramón Menéndez Pidal le diço el nombre con que hoy se le conoce. Está redactado entre 1330 y 1343, y se imprimió por primera vez en 1790, por Tomás Antonio Sánchez, con el título de “Poesías”.
El personaje ha quedado desdibujado por la leyenda, y lo único concreto que de él sabemos es que fue un clérigo del arzobispado toledano, que aparece en algún documento nombrado como “Johanne Roderici archipresbitero de Fita” haciendo de testigo en algún juicio. Quizás fue sobrino y por tanto protegido del obispo seguntino don Simón de Cisneros, pasando luego al cortejo del obispo toledano don Gil de Albornoz, con quien anduvo caminos, y quizás hasta le acompañó a Concilios (Aviñón, Roma…) aunque siempre se movió en el ámbito de los valles de Tajo, Manzanares, Jarama y Henares.
El Libro de Buen Amor de este arcipreste castellano está escrito a lo largo de una vida, en diferentes épocas, lugares y momentos inspirativos. No encaja con claridad en una corriente literaria medieval, creando por sí mismo una nueva fórmula: el compendio de temas, de géneros, y síntesis de todo lo hecho hasta entonces, Con fuerza argumental y descriptiva, el autor se pone, en primera persona, como sujeto activo, y pasivo, de amores varios. El protagonista, es un clérigo, un arcipreste, y se muestra como un persistente y tenaz amante, que una y otra vez trata de alcanzar la plenitud del amor, aunque, consciente de sus peligros y contradicciones, no logra sino cosechar un fracaso tras otro.
Ese amor es ambiguo, se mueve entre el “buen amor” acordado con la ley de Dios, y el “loco amor”, que es pecaminoso, rechazable, aunque siempre tiende (el autor y el sujeto humano) a caer en el segundo, aún pretendiendo mantenerse en el primero. En la famosa copla 71 viene a resumir ese trabajo y ambivalencia: «Como dize Aristótiles, cosa es verdadera, / el mundo por dos cosas trabaja: la primera, / por aver mantenencia; la otra cosa era / por aver juntamiento con fembra plazentera». Muy diversas figuras femeninas entran a formar parte del repertorio. Así aparecen la dueña rica y noble, la panadera Cruz, la viuda doña Endrina, la dueña de pocos años, las serranas, la viuda lozana y rica, la monja doña Garoza, la mora… todas sus aventuras terminan en fracaso. No es cuestión aquí de analizar obra tan compleja, a la par que grandiosa. Solamente animar a los lectores a discurrir por sus páginas, a reir con sus trances, y, sobre todo, a admirar el lenguaje castellano, espléndido, rico y sugerente. Es, además, un libro culto, repleto de citas bíblicas, con alusiones a los autores clásicos, a la Biblia, a San Pablo, a Santo Tomás, a Aristóteles, al Ovidio medieval, a Esopo, a los trovadores, a las Decretales.
Composiciones líricas se derraman por el texto, como una lluvia mansa de sorpresas. Unas son de carácter religioso, otras profano. Algunas son de inspiración devota, como los Gozos y Cánticas de loores de Santa María, al comienzo y el final del libro, o las coplas a la Pasión de Cristo, ofrecidas a la Virgen en Santa María del Vado, expresando un real sentimiento religioso: “A ti, noble Señora, Madre de piedat, / luz luziente del mundo, del çielo claridat…” Las profanas podrían ser representadas por la «troba cazurra» a la panadera Cruz, las cánticas de serrana y los cantares de escolares y de ciegos. La parodia campa por todo el libro, lo mismo que el deseo de provocar, de suscitar controversia. Nos ha quedado la constancia de “El Libro de Buen Amor”, pero carecemos de las opiniones de la gente de entonces sobre él ¿Qué opinarían de Juan Ruiz, de su libro, los coetáneos? ¿Qué los reyes, los obispos, los profesores, los caballeros? No lo sabemos, pero la polémica surgió, eso es seguro. Aunque, como sabemos, era muy poca gente la que leía: el pueblo en general estaba a expensas de que juglares y ciegos por las plazas de los pueblos les cantaran/contaran lo que Juan Ruiz había escrito.
Lo que permanece claro es la fuerza del Arcipreste, su vinculación con esta tierra de la Alcarria, donde tuvo “su lugar y refugio secreto” en Valdevacas, donde siempre que podía se retiraba a descansar, y su asombro por los lugares de junto al Henares, de la Sierra del Guadarrama, de Alcalá y Segovia, de Sotosalbos y El Vado. En muchos sitios vemos alusiones a su presencia, a su escritura, a su pasar -tan lejano- por ellos. En Hita, concretamente, parece palpitar su presencia en el aire de la plaza, o al cruzar bajo el arco de Santa María que salva la muralla. Pero aún no ha recibido, en nuestra tierra, ese homenaje que merece, ni se le ha asignado relieve a la Ruta que Juan Ruiz vitaliza con sus andares y descripciones. Quizás esa sería la última y pendiente tarea que a los nuestros queda por honrar su memoria literaria y vital.
José Antonio Ochaita
De los alcarreños que han ejercido, con lustre y sabiduría, el oficio de escribir, de transmitir en palabras su sentimiento, su conocimiento y su opinión, quizás uno de los más señalados sea José Antonio Ochaita, un hombre nacido en Jadraque, en 1903, que desde muy pequeño quedó aficionado a la literatura y el arte.
Nacido en una familia de buen pasar, le llevaron a Madrid a estudiar, donde se licenció en Filosofía y Letras, dedicándose enseguida a la enseñanza por diversas ciudades españolas, dirigiendo también varios periódicos. En Cádiz tuvo una Academia y en Vigo fue redactor y director de un conocido diario. Su afición a la poesía le llevó a componer multitud de letras para canciones de corte español, que luego famosas tonadilleras repitieron por el ancho mundo: algunas de las más conocidas canciones de Concha Piquer, Juanita Reina y Lola Flores fueron escritas por José Antonio Ochaita, y su composición de «El Porompompero» fue universalmente repetida. Junto a los maestros Quiroga y Rafael de León, puede decirse que el arsenal de la más genuina «canción española» salió de la mano de este escritor alcarreño.
Pero no paró ahí su inspiración y maestría. Dedicado también a la creación literaria, produjo estimables obras de teatro, como la tragedia en verso «Canela», que escribió con Rafael de León y estrenó María Fernanda Ladrón de Guevara, y su famosa «Doña Polisón», drama de tintes hispánicos. Fue nombrado miembro de la Real Academia de Buenas Letras de Sevilla, y alcanzó muchas otras distinciones, entre las que debe destacarse muy merecidamente la de Cronista Oficial de la Ciudad de Guadalajara.
Sin embargo, toda la inspiración, la sabiduría y la gran cultura de José Antonio Ochaita se volcó en su quehacer poético, dedicando muchas de sus composiciones a las tierras y personajes de la Alcarria, donde se desbordó en forma de recitales, pregones y actuaciones múltiples. Es un tanto lamentable que apenas nos haya quedado obra impresa de este magnífico escritor. Un «Desorden» fue su primer libro de versos, dedicado a la madre que marcó su vida. Siguieron «Turris fortíssima» y «Ansí pintaba don Diego«, rarísimos hoy de encontrar. La «Poetización de Jaén» vio la luz gracias al apoyo de su amigo Juan Manuel Pardo Gayoso, jiennense que fue gobernador civil de Guadalajara en los años sesenta, y un pequeño opúsculo sobre «Jadraque, balcón de la Alcarria» se repartió en minúsculo formato por la Diputación Provincial. La Caja de Ahorro y Monte de Piedad de Zaragoza, Aragón y Rioja, le publicó su encendido canto al río Henares, «…conjunción de huertos y castillos«, y aún el Ayuntamiento de Guadalajara hizo una corta tirada del texto del pregón que, bajo el título de «Guadalajara de todas las estrellas» pronunció en 1969 para anunciar las Ferias y Fiestas de la ciudad desde el balcón del Ayuntamiento. Algunos poemas y romances vieron la luz en la gran «Antología de la Poesía Española» dirigida por Federico Carlos Sáinz de Robles, y en el libro «Guadalajara en la poesía» que seleccionó José María Alonso Gamo aparecen las increíbles composiciones con que Ochaita ganó los premios provinciales de poesía en 1966 (Molina de Aragón) y 1973 (Guadalajara) cantando al Señorío molinés y en una «septena» a los castillos provinciales, respectivamente. Su última aparición impresa, siempre en «exposición colectiva» fue en la obra «Cien Poetas en Castilla-La Mancha» que editada por Enjambre dirigió Alfredo Villaverde. Y nada más.
La noche del 17 de julio de 1973, en el transcurso de una más de aquellas clásicas veladas literarias que bajo el título de «Versos a medianoche» y con un marcado carácter provincianista y carmelitano organizaba el Núcleo «Pedro González de Mendoza», José Antonio Ochaita dijo adiós a la vida mientras recitaba, como si fuera una llama leve, su poema «Manos nuevas, para mi tierra vieja«. En un momento de su intervención, cuando alzaba su pequeña figura que parecía querer ascender tras las nerviosas manos gesticulantes, se le paró el corazón, quedando un instante en silencio, y cayendo al suelo, ya sin vida.
Le vi caer, se me quedó grabada en la memoria, como a fuego, su última frase, la que tanto se ha repetido, en que decía “tengo la Alcarria entre mis manos”, y aquella noche de verano muchos quedamos sin respiración casi al ver cómo se pasa de la plena vida a la muerte eterna en un instante tan fino, tan medido a compás, tan ¿preparado? Porque nunca olvidaré la frase que el propio José Antonio Ochaita, con quien cené dos horas antes en la fonda “La Favorita” de Pastrana, me confesó en directo: –“A mí, como me gustaría morir, es recitando versos …”
Por entonces le había pedido a Dios «¡Que me pongan encima de los huesos, / cuando me entierren, el candente broche / de una piedra cualquiera del desmoche / de tu castillería…!» Se refería a los castillos de Guadalajara, de los que sabía historias y leyendas, y las sabía decir como ninguno. Y acababa, en ese continuo hablar con las altas instancias: «¡Padre y Maestro, / te traigo de la Alcarria este disloque / para forjar tu eternidad completa…!«. Y así a miles. Pero, inexplicablemente, la gran Antología Poética de José Antonio Ochaita, uno de los más grandes escritores que nuestra tierra de Guadalajara ha dado a la literatura española, todavía no se ha hecho.
Hace años, en 1998, la todavía funcionante Institución «Marqués de Santillana» decidió poner en un libro lo más granado de los escritos ochaitescos. Muy pocas personas tenían acceso a sus manuscritos, unos leídos y otros, muchos, inéditos. Aquel volumen, que se agotó enseguida, e iba prologado por Carlos Murciano, llevaba por título “Antología poética de José Antonio Ochaita”, y me consta que la mayor parte de sus ejemplares se fueron a México, donde tenía, y aún tiene, legión de admiradores.
¿Será posible hoy, ‑antes de que la incuria cultural de nuestra tierra le sepulte definitivamente en el olvido‑ que alguien, alguna institución, algún organismo con responsabilidades culturales de corte alcarreñista, se decida a poner en un libro lo mejor de la poesía y la prosa de José Antonio Ochaita? Ojalá se resuelva esta duda, porque hay quien puede y debe hacerlo. Para mí (y quiero pensar que para muchos de quienes ahora me leen) será un placer supremo poder leer de nuevo los poemas únicos y extraordinarios de este jadraqueño inolvidable, de Ochaita.