Ruta breve para caminar por la Alcarria

viernes, 23 agosto 2013 0 Por Herrera Casado

El monstruo apocalíptico de la iglesia de Valdeavellano

 

Con el tiempo bueno, los días largos, las vacaciones merecidas, y las ganas perennes de ver reir al campo y sonar las panderetas de las nubes, los viajeros que me leen están deseando salir al campo, recorrer caminos de Guadalajara, andarse las trochas por donde se contemplan los mejores paisajes o las más viejas vetusteces de nuestro patrimonio. Podríamos hacer con ese objetivo varias rutas. Esta de hoy es la de la Alcarria. Allá vamos.

Desde Guadalajara, el viajero tiene mil recorridos que poder hacer por la tierra que le rodea. Quizás la comarca más conocida y atrayente sea la Alcarria, la que con su miel, sus olivos y tantos pueblos centenarios cargados de historia y monumentos, hacen de ella un lugar que merece ser visitado y conocido. No es el menor aliciente, por supuesto, la fama que Camilo José Cela le diera con su universal escrito «Viaje a la Alcarria», en el que se daba noticia de paisajes limpios y silenciosos, de gentes bondadosas y monumentos en ruinas.

Saliendo de Guadalajara por la carretera N-320, se llega en primer lugar a Horche, lugar de típicas arquitecturas populares, con una plaza de corte tradicional, en la que para septiembre se celebran emocionantes juegos taurinos. En este lugar cabe admirar algunos paisajes muy bellos, como la «sierra de Horche», junto al valle del río Ungría. Es también una estación de especial interés por su oferta gastronómica.

Antes, yo aconsejaría desviarse un tanto a la izquierda, y llegar hasta Lupiana. No sólo por ver, en la plaza mayor del pueblo, la picota del siglo XVI que pone contrapunto de independencia al Ayuntamiento remozado, o por asombrarse unos instantes ante la portada cuajada de filigranas talladas de su iglesia. No. Yo lo digo principalmente por alcanzar el Monasterio de San Bartolomé, que fue sede inicial y siempre sede capitular de los monjes jerónimos de España, y allí extasiarse viendo las huellas solemnes de tanta grandeza: el claustro principal, obra genial de Alonso de Covarrubias, con su triple nivel de galerías en las que múltiples detalles nos avisan de su estilo plenamente renacentista, italianizante al máximo. O mirando las ruinas de la que fuera iglesia monasterial, elevada y somera como la del Escorial, en la que Felipe II algunas veces rezó y cometió su intento de contactar con Dios. Todo ello está hoy un tanto ruinoso, pero con el brillo perenne de lo que vale la pena. Se visita solamente los lunes por la mañana.

Tendilla se extiende por un estrecho valle, plenamente alcarreño, con su larga calle soportalada, en la que parece vivo el espíritu de los comerciantes de su feria que en el siglo XVI reunía gentes de todos los países. Ofrece en ella la iglesia manierista y el palacio de los Plaza Solano con capilla barroca. En sus cercanías, las ruinas del convento jerónimo de Santa Ana. Merece la pena pararse y andar tranquilamente por sus calles, sobre todo por la mayor soportalada, mirar sus viejas tiendas, departir con la gente que toma el fresco en los oscuros tramos protegidos del sol. Es como volver atrás varios siglos, y adentrarse en el misterio sucinto y cierto del siglo XVI.

Peñalver es conocido por su rica miel, y es dado admirar su encantador aspecto rural, plenamente alcarreño, y entre todos sus edificios el de la iglesia parroquial, con portada plateresca y retablo renacentista. Ahora, además, en la plaza luce un monumento al mielero alcarreño, que tiene por telón de fondo los olivares pardos del entorno.

Pastrana es uno de los puntos obligados de todo recorrido por la Alcarria. El antiguo enclave de los calatravos fue impulsado extraordinariamente por la llegada, en el siglo XVI, de la familia de los Silva y Mendoza. De tal manera que ellos convirtieron lo que fuera un pequeño burgo en una alegre ciudad, superpoblada, con templos, palacios e industrias de todo tipo. Destaca hoy en Pastrana, aparte del sabor auténtico de su urbanismo medieval y la rancia contextura de sus edificios, el gran palacio ducal que preside la Plaza de la Hora. Portada renaciente pura, artesonados en su interior, y un patio de reciente y discutida restauración. La plaza es ancha y siempre llena de vida. Subiendo la calle mayor se llega a la Colegiata, donde puede admirarse una arquitectura manierista de gran envergadura, y especialmente la colección de tapices góticos de fama universal: en ellos se narran las conquistas africanas de Alfonso I de Portugal. Además, un gran museo de arte, y un exquisito retablo de pinturas. Todavía cabe admirar en Pastrana su fuente de los Cuatro Caños, su barroco edificio del Colegio de niños cantores, el monasterio de San José que fundara Santa Teresa para monjas carmelitas, y el soberbio edificio, hoy dedicado a Hospedería, del convento de San Pedro, en el que estuvo San Juan de la Cruz.

La Alcarria ofrece aún muchas sorpresas. Por ejemplo, la villa de Mondéjar, con sus famosos vinos, cuidados en campos protegidos del frío y siempre iluminados por el sol. En este lugar destaca como monumento la iglesia parroquial, bellísimo ejemplar renacentista, y las ruinas del monasterio de San Antonio, uno de los primeros ejemplos del plateresco castellano. Lástima que anda más de la mitad por los suelos, y el entorno que lo rodea no esté todo lo limpio que fuera de desear. En la iglesia son las techumbres de luz ingrávida las que nos embrujan, y aún en las afueras debe hacerse una visita, en la ermita del Santo Cristo, a los famosos judíos de Mondéjar, una colección de figuras hechas en cartón piedra en el siglo XVI por un monje de Lupiana, en las que se representan escenas variadas de la pasión de Cristo.

Brihuega también merece ser conocida por el viajero. Encaramada sobre la ladera del río Tajuña, ofrece una historia rica y un buen conjunto de monumentos. Así el castillo de la Peña Bermeja, donde vivieron largos siglos los arzobispos toledanos. Las iglesias románicas de transición de Santa María, de San Felipe, de San Miguel. Y la bella conjunción de arte y naturaleza que supone la Fábrica de Paños, donde se conjuga la arquitectura industrial de la Ilustración española con la suave belleza nostálgica de los jardines versallescos. Murallas, portones, palacios y la gran Plaza del Coso, con su arquitectura típica, completan el recorrido por este sin igual enclave.

Muchos otros lugares merecen ser visitados en la Alcarria: desde Valfermoso de Tajuña, con su añejo castillo avizor del hondo valle, hasta Cifuentes, donde el recuerdo del infante guerrero don Juan Manuel se materializa en la altura ampulosa de su castillo; desde Budia a Sacedón, con sus embalses de Entrepeñas y Buendía, paraíso de los deportes acuáticos. En Sacedón llegan pronto, a la semana que viene, las fiestas patronales, con su acreditada feria taurina centenaria. Y en Alocén, mirador de Entrepeñas, se impone pasear sus empinadas calles y encontrarse con la esencia de la arquitectura popular de la comarca. Se trata, en fin, de un inacabable listado de propuestas para viajar por esta tierra de sorpresas inagotables. La Alcarria es todo un tapiz de infinitas ofertas que se abren ante nuestros ojos, dispuestas a ser admiradas con mansedumbre y alegría.

Una sorpresa románica en la Alcarria: la viga de Valdeavellano

En la localidad de Valdeavellano, que está en la meseta alcarreña entre los valles del Ungría y el Tajuña, puede el viajero admirar, entre otras cosas su iglesia parroquial, que es de estilo románico, del que conserva original su enorme portada con arcos semicirculares de talladas arquivoltas y capiteles historiados. En su interior, oscuro y silencioso, y bajo el coro, teniendo a un lado la vieja pila bautismal, puede el viajero admirar, si se dedica a ello, la más antigua pintura que existe en la Alcarria, una escenas de mitos y juegos medievales, coloristas y vivaces sobre la viga enorme que sostiene el coro. Al revés, eso sí, porque cuando la colocaron tras unas obras de mantenimiento, se les fue la postura y la dejaron invertida.

Sobre una superficie que mide aproximadamente dos metros  y medio de larga por medio metro de alta, aparecen  diversas figuras que fascinan por la fuerza de su temática, de su  colorido y de la viveza con que están representadas. Forman el conjunto una serie de elementos vegetales, animales y antropomorfos. Los roleos vegetales que  se ven en esta pintura son de pura tradición románica, con  volutas continuas y formaciones de grandes hojas que surgen de  tallos. Un elemento muy similar se puede ver, tallado en piedra,  en las portadas de la catedral de Sigüenza y en la iglesia de San  Vicente de esa misma ciudad, ambas obras del siglo XIII en sus  comienzos.

El elemento animal es fantástico, y representa un largo dragón  que muestra dos patas, un enorme cabeza de aspecto canino, unas cortas alas y una cola que acaba en seis cabezas pequeñas de dragoncitos, aunque originalmente tendría seguramente siete, en  recuerdo de las siete cabezas del dragón del Apocalipsis. Este  animal fantástico se está comiendo a un ser humano, del que solo  se ven el cuerpo y las piernas, pues la cabeza y brazos los ha  engullido ya el dragón.

Finalmente, los elementos antropomorfos son ocho personajes en  posturas y actividades varias: uno es caballero armado con escudo  y lanza sobre caballo a la carrera; cuatro son figuras que tocan  instrumentos musicales, de los cuales tres son de cuerda y uno de  viento (laúdes y flauta, respectivamente); otros dos personajes,  al parecer femeninos, abren sus brazos y ofrecen en sus manos  unos bultos que podrían ser (de acuerdo con un ritual de danza  medieval) ramos de flores, o posiblemente crótalos, completando  con éllos el grupo de músicos; finalmente, otro personaje es un contorsionista, y aparece en forzada postura doblando su cuerpo  en hiperextensión sobre la charnela lumbar.

Todas estas representaciones son elementos muy elocuentes del  mal, según el concepto de la Edad Media. El dragón engullendo a  un ser humano, es expresión simbólica del pecado de la lujuria, y así se ve en multitud de representaciones románicas y góticas en  todo el arte medieval europeo. Los personajes que le acompañan  son individuos en actitudes reprobables según ese mismo concepto  moral. Todo lo que no sea actividad piadosa es pecaminosa. Y por  tal se tenían los ejercicios de torneos y justas (como la que realiza el caballero), de danzas femeninas, de músicas y canciones trovadorescas, y de ejercicios acrobáticos, circenses y  contorsionistas. Todas estas actividades debían realizarse fuera  de las iglesias, y son las imágenes más elocuentes que del pecado  y la vida laica podían acentuar, dentro de un templo, el discurso  moralizante del ministro católico.

La obra es de la segunda mitad del siglo XIII o poco después, momento en el que además se levantó la iglesia toda, de la que hoy se conserva portada y ábside. Una poderosa razón para que, en el discurso de vuestro viaje por la Alcarria, hagáis un desvío hacia Valdeavellano.