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agosto, 2008:

Las entretelas de Hontoba

En el valle del Tajuña, resguardada entre los hondos `pliegues de los cerros que forman otro pequeño valle al estilo de la tierra, se encuentra hontoba, que tiene en estos días el aire festivo y la algarabía que forman sus cada vez más numerosos habitantes.

Hontoba ha crecido de forma exponencial en los últimos años, gracias al aporte de habitantes que les han proporcionado las dos urbanizaciones que en la parte alta de su término se han construido, “El Mirador de Hontoba” y “Los Manantiales”.

Ello supone que en la actualidad esta villa alcarreña tiene el encanto tradicional de sus edificios, entre los que destaca una interesante iglesia románica, una nueva picota, y un parque moderno, y sus calles y edificios muy bien cuidados, como queriendo ser anfitriona de viajeros y excursionistas que se mueven para conocer nuevos espacios.

La historia de Hontoba

Será mañana sábado, y en el salón de su Ayuntamiento, cuando con motivo de las fiestas patronales se presente un libro que tiene por fundamento la “Historia de Hontoba”. Escrito por autor de la tierra, don Aurelio García López, se ofrece esta obra en segunda versión, actualizada, y en sus páginas secuenciada la historia, el patrimonio, y el costumbrismo, de esta villa alcarreña. Que, como dice el autor en su prólogo, nadie hubiera pensado que la humildad de este sitio escondido entre olivares y pinos, pudiera constituirse en un libro tan grueso y con tanta información.

El origen de la villa, cuyo nombre alude a una fuente honda o fuente encañada, fuente de la Toba o fuente blanca, se escapa a todo conocimiento, pero es claro que surgió en época de repoblación, cuando el nacimiento del reino castellano fue predisponiendo, entre fueros y donaciones, la aparición de aldeas que favorecieran el cultivo de la tierra y el afianzamiento humano de señoríos, feudos y del propio reino.

A comienzos del siglo XII, ya figura Hontoba en el territorio dominado, en la Alcarria baja, por la orden Militar de Calatrava. Los comendadores de Zorita ponen justicia, alcalde y alguaciles en este lugar. En el año 1498, por documento escrito en Alcalá, los Reyes Católicos, Isabel y Fernando, conceden a Hontoba el título de Villa, aunque sigue perteneciendo a la Orden de Calatrava, y en el reinado de Carlos I llega a pagar la cantidad de mil y cien ducados a las arcas reales, para no ser desmembrada de la Orden y seguir teniendo por único señor al Emperador. En el siglo XVII, el rey Carlos II decidió entregar el señorío de la villa de Hontoba a un alemán, don Francisco Antonio de Ettenhard y Abarca, caballero calatravo y teniente de la Guardia Alemana, pero la Orden protestó enérgicamente, aunque sin efecto. El señorío pasó luego a diversas familias por ventas y herencias.

El románico de Hontoba

En el capítulo patrimonial, el viajero que se acerque a Hontoba va a encontrarse con un templo cristiano, en el centro mismo de la villa, que obedece en su estructura y adorno al pleno estilo románico, en una línea de ruralismo plena, con añadidos posteriores, pero que en todo caso supone, para los aficionados al arte medieval, la clara expresión de todos los parámetros constructivos del estilo

Dedicada a San Pedro, su cabecera pertenece al final del siglo XII, siendo el resto obra posterior, del siglo XV. Tiene su acceso por el muro de poniente, entre dos gruesos machones. Al norte, muro liso y al sur, en un pequeño jardín, la puerta de arco conopial con adornos góticos. El ábside, orientado a levante, es semicircular, presentando en su centro una ventana aspillerada rodeada de imposta en medio punto. Se divide dicho ábside en cinco porciones separadas por haces de columnas adosadas en grupos de tres, y se remata en capiteles foliados y sencillos modillones. Sobre el arco triunfal de paso al presbiterio, carga la gran espadaña románica de cuatro vanos, ejemplar que sólo puede compararse al existente en Pinilla de Jadraque.

El interior es de tres naves, siendo más alta la central. Están separadas por gruesos pilares octogonales, con remates de alternadas molduras, que sostienen solemnes arcos. Se separa la nave central del presbiterio, que está más elevado, por un gran arco triunfal de cuatro arquivoltas de arista viva, iniciando el arco apuntado, apoyando sobre un par de capiteles foliáceos, sencillos y bellos, a cada lado. El presbiterio se cubre de alta bóveda de sillería, de medio cañón, y el ábside con bóveda de cuarto de esfera del mismo material, dando un aspecto imponente por sus limpias y grises paredes de piedra viva. También se puede admirar, todavía, el gran artesonado mudéjar que cubre la nave central, obra que presenta exquisitas labores de tracería geométrica de los ángulos y tirantes, y cuya fecha de elaboración puede fijarse en los primeros años del siglo XVI.

La picota y otras cosas

Como villa de jurisdicción propia que fue desde la época de los calatravos, Hontoba tuvo alzada una picota en su plaza mayor, en el ángulo justo donde cruzan sus miradas el edificio concejil y el ayuntamiento. De piedra, sobre cuatro gradas, la columna exenta de perfil cilíndrico, y en el remate un capitel cargado de cuatro medios cuerpos de leones que entre sus garras sostienen escudos. Encima de todo, un penacho con bola. Esta picota, de la que aún quedan imágenes antiguas, fue destruida en el tiempo de la Guerra Civil, y perdida por completo. Ha sido en años recientes, y gracias a la iniciativa de sucesivos ayuntamientos, que se ha planificado su reconstrucción y abordado con  toda elegancia su nueva planta en el centro justo del pueblo y de la plaza. Hoy es, sin duda, y más según van pasando los años y estos van dorando su cuerpo pétreo, un símbolo claro y un elemento patrimonial a admirar.

También lo es alguna que otra casona de adovelados dinteles y escudos tallados. Y el urbanismo sereno de calles en cuesta y callejones estrechos, que rememoran unos siglos lejanos y unas formas de vivir sencillas. Quizás a destacar también sería la ermita de la Virgen de los Llanos, patrona del pueblo y que a pesar de su nombre vigila desde un alto cerro el hondo valle donde asienta la villa. Ese lugar fue tradicionalmente considerado el de la aparición de la Virgen, en un contexto de pastoreo local, y allí se puso primitiva ermita que, con los años, se renovó y acabó siendo enorme templo barroco, por el que también pasaron desamortizaciones, abandonos y destrucciones, dando hoy el resultado de una romántica ruina en medio de un denso carrascal. El sitio de los Llanos perteneció a los monjes jerónimos de Tendilla, que allí pusieron una especie de mini-convento, que servía para el retiro de algunos monjes que a su vez cuidaban de las ceremonias litúrgicas de la ermita.

Y aun el viajero puede encontrar en Hontoba, si tiene buenas piernas y tiempo para caminar el campo a través del término, infinidad de construcciones que allí llaman “tinadas” y que se forman de conjuntos de cabañas, corrales y colmenares, hechas con piedras y argamasa, y que se distribuyen, a docenas, por los altos de la alcarria hontobeña. En el libro que ahora se presenta, el autor se ha entretenido en reseñar y describir todas estas construcciones, y en ofrecerlas fotografiadas, seguro que en primicia, por lo que para los amantes de la arquitectura popular ya solo ese dato puede servirles de reveladora sorpresa.

Fiesta y rito de verano

Como en tantos lugares de nuestra tierra, Hontoba tiene en estos días del verano su fiesta mayor, en este caso dedicada a honrar su advocación mariana, que es la Virgen María en apelación de los Llanos. En esta ocasión se reúnen las familias, los grupos de amigos, y se acude a las ceremonias religiosas (novena y función mayor) culminando con la procesión con posterior subasta de las andas.

La verdad es que el peso de esas andas es liviano, porque la imagen de la patrona, la Virgen de los llanos, no puede ser más pequeño. Apenas 10 centímetros mide de alto, y está tallada en alabastro, rudimentariamente, en tipología clara de las “vírgenes de arzón” que en la Edad Media solían llevar los guerreros combatientes como talismán protector, clavada en la montura de su caballo.

Hay fiesta de toros, hay fuegos artificiales y hay esa serie de celebraciones que tratan de contentar a todos y a todas las edades: payasos en la calle, rastrillo solidario, música en vivo, baile nocturno, jolgorio para los pequeños y homenaje a la tercera edad. Este año, además, el rito cultural tendrá una excepcional relevancia, con la presentación del libro que he dicho al principio que con este motivo aparece: la “Historia de Hontoba” en segunda y renovada edición, de la mano de quien más sabe de este tema, y que además es hijo de la villa: el historiador alcarreño don Aurelio García López. Será mañana sábado, por la tarde, y en todo caso un buen momento para vivir el bullicio de la fiesta hontobeña.

Para saber más

El libro de Hontoba

La edición de este libro, titulado “Historia de Hontoba” y cuyo autor es Aurelio García López, ha sido patrocinada por el Ayuntamiento de la villa, y ha corrido a cargo de la editorial AACHE de Guadalajara que le ha incluido en su colección “Tierra de Guadalajara” como número 70 de la misma. Tiene un total de 320 páginas y en muchas de ellas aparecen fotografías en color, antiguos planos, detalles del arte y la arquitectura popular, etc., completándose con interesantes Aumentos Documentales y cuidada bibliografía. El prólogo del libro corre a cargo de Angel López Delgado, actual alcalde de la villa. Y en la cubierta, sobre fondo “rojo calatravo” una imagen del templo románico que caracteriza a la villa.

Letras, palabras, libros… de Juan Luis Francos

Por muchas razones me ocupo hoy de recordar a un escritor que ha sido de la tierra a todos los efectos. Pues aunque nacido en Santiago de Compostela, el ritmo de su corazón y sus querencias le trajeron a la Alcarria, donde quedó vinculado y ha dejado lo mejor de su existencia. Me estoy refiriendo al horchano Juan Luis Francos Brea, y las razones por las que debe salir en estas crónicas, son casi innumerables.

La primera de ellas es que ha muerto: de forma repentina, por enfermedad ya conocida pero desbaratada en el último momento, le hemos perdido bruscamente, el mes pasado, encontrándome yo de viaje por lejanas tierras.

La segunda razón es por haber mantenido, desde hace muchos años, el espíritu de trabajo a favor de la Alcarria, de practicar esa militancia, que sigue siendo necesaria, y que no muchos siguen, del alcarreñismo puro. Desde Horche a Almonacid, y desde la Casa de Guadalajara en Madrid hasta todos y cada uno de los pueblos de la Alcarria, Francos Brea ha viajado, los ha estudiado y ha divulgado sus méritos y desvelado sus secretos.

La tercera se supone por haber sido compañero, conmigo, en la Real Academia de la Historia, como representante de Guadalajara, y cumpliendo siempre a la perfección la misión de un correspondiente, advirtiendo de hallazgos y previniendo de peligros. Pero, sobre todo, participando activamente en uno de los proyectos más grandes que ha emprendido la Real Academia Española de la Historia, como es el “Diccionario Biográfico Español” y que, ya concluido, falta muy poco para que sea publicado. En él colaboró, redactando numerosas biografías, Juan Luis Francos. Supongo que alguien habrá redactado la suya en ese diccionario, pues le debe mucho a su interés, de años, porque esa enorme aventura llegara a puerto.

Horche y sus metáforas

De la incansable actividad de Juan Luis Francos como valedor de la cultura y la historia de la Alcarria, donde más saben es en Horche. De la vecina localidad era su Cronista, lo cual supone el mérito de dedicarse a estudiar, a propagar, a defender y a divulgar todo lo relativo a su esencia (que es como debe resumirse el conjunto de cosas que brotan de su historia, su patrimonio, su costumbrismo y su naturaleza). Y tanto sabía de Horche que había iniciado, a mis ruegos, la redacción de una “Historia de Horche” que fuera actual y definitiva, que diera evidencia de lo que fray Juan de Talamanco en el siglo XVIII había escrito, y de lo que desde entonces, hasta hoy mismo, ha ocurrido en esa villa de nuestro entorno. La llevaba  muy adelantada, y debía ser un empeño del pueblo, con su Ayuntamiento a la cabeza, concluirla y publicarla, bajo su nombre, por supuesto.

Antes se había ocupado Francos de otras parcelas de Horche. Desde su puesto de corresponsal, desde hace muchos años, de este diario provincial, nada de lo que ocurría en Horche dejaba de tener reflejo en estas páginas. Muchas veces añadido de evocaciones, fiestas, anécdotas, siluetas de personajes y proyectos. Él fue uno de los que animó a Juan Francisco Ruiz Martínez para realizar la nueva versión de la picota, que seguramente pronto tendrá silueta en alguna plaza horchata. Él fue quien ha presidido la Asociación Cultural Juan Talamanco en los últimos años, homenajeando a todo y a todos cuantos han tenido que ver con Horche. Él ha sido, y esta me parece batalla difícil de ganar, y más con su ausencia, quien ha defendido la caligrafía de Horche sin hache, en base a que así se escribía en documentos antiguos. La hache muda, y con el solo objeto de adornar las palabras, es bandera del idioma castellano que a va a ser difícil de arriar, a no ser que se empeñen en ello los más encendidos enemigos de nuestras cosas, que los hay y cada vez más numerosos.

Memorias de otros horchanos

Debería ser tenido Juan Luis Francos como horchano de pro. Porque uno es de donde deja su corazón y sus amores. De donde la tierra y su memoria le hace vibrar. De la Alcarria toda era, sin duda, cuando ha ocupado (hasta el día de su muerte) el cargo de vocal de Cultura de la Casa de Guadalajara en Madrid. Y de Horche, por tanto estudio y tanta inclinación, que se ha reflejado a lo largo de los años, en la publicación de varios libros atenientes a sus más caracterizados personajes.

Fue el primero el análisis biográfico de Ignacio Calvo, un alcarreño que dejó escritas `páginas singulares sobre muchos aspectos de Horche, que también inició, y dejó escrita gran parte de la historia de esta villa, habiéndose perdido finalmente su manuscrito. Y que puso traducido al latín [macarrónico] el Quijote bajo ese título que se ha hecho finalmente tan conocido, “Historia Domini Quijoti Manchegui”, cuya última edición fue también prologada por Juan Luis.

De otras figuras horchanas se ocupó en varios libros: del torero Saleri II, del fraile Tomás Moral y su Diario, y del soldadito Víctor Muñoz que murió en Filipinas defendiendo en Asia la bandera española.

Y al fin los toros

Pero donde ha destacado Juan Luis Francos sobre cualquier otro aspecto, y así quedará en la memoria de muchos, ha sido en la historia de la tauromaquia alcarreña. Primero en un libro titulado “Los toros en Guadalajara” y que fue editado en 2002 por la Casa de Guadalajara en Madrid, y luego con el mismo tema, pero ampliado y perfeccionado hasta el infinito, con la “Enciclopedia Taurina de Guadalajara”

Que fue sacado a la luz por este diario “Nueva Alcarria” en forma de fascículos, entre 2005 y 2006, con casi 400 páginas cuajadas de noticias, datos, anécdotas e imágenes que retratan para siempre ese mundo de los toros, las plazas, las fiestas y las capeas, los grandes toreros y los ignorados maletillas, que en Guadalajara han tenido razón y han encontrado vida.

Pueblos como Sacedón, Jadraque, Mondéjar y Sigüenza, por decir los más señalados, sin olvidar a El Casar, Marchamalo, Junquera y Peñalver, son analizados meticulosamente en la obra de Juan Luis Francos.

Habló con todos los que tuvieron que ver algo, desde hace más de un siglo, con la fiesta taurina. Y dejó esa memoria fiel escrita, para que nadie la olivde. Porque aunque el tema taurino sea de los más populares en Guadalajara, las fiestas van y vienen como un papel en el viento, y tiene que haber alguien que lo rememore, loo analice y lo escriba.

Tantas cosas, tantos personajes, tantos edificios y tanta vida que analizó Juan Luis Francos, a quien hemos despedido con el dolor de saber que ha desaparecido no solo un escritor, un cronista, un académico, o un gestor cultural, sino fundamentalmente un hombre cabal, una buena persona, y, sobre todo, un gran amigo.

Callejeando por Guadalajara

En los nombres de las calles, y en las de los pagos cercanos a la ciudad, hay depositadas memorias de leyendas, y también alusiones a la realidad cotidiana: al uso de los espacios y callejones, a la proximidad de ríos y conventos. Hoy se dedican las calles a vecinos ilustres y los jóvenes apenas saben referirse a ellas más que por los establecimientos que las ocupan, pero siempre la toponimia y el callejero fueron expresión de una sabiduría honda, de un uso humano y acorde con el medio.

Estas propuestas vienen a cuento de un libro que acaban de escribir y ver publicado dos ilustres investigadores de la filología alcarreña, como son José Antonio Ranz Yubero y José Ramón López de los Mozos, que nos cuentan el por qué de los nombres de pagos y veredas, de calles y plazas, del municipio de Guadalajara, desde su origen en tiempos pretéritos, hasta hoy mismo. Todos ellos extraídos de un antiguo documento en el que aparecen los que entonces se usaban, con diferencia mucho más abundantes que hoy.

Campos y sombras de Guadalajara

En el catastro del Marqués de la Ensenada, que se redactó por orden gubernamental en 1752, anotando en él todos los bienes de los españoles, para sobre ello poner las bases del cobro de impuestos, figuran cientos de nombres de lugares que formaban el municipio de Guadalajara. Exactamente 699. Lo sabemos porque estos autores nombrados, Ranz Yubero y López de los Mozos, los han anotado pacientemente, y los han ordenado por sus letras de inicio. Y además los han explicado en sus significado, que unas veces es claro y meridiano y otras abstruso y misterioso.

Esos nombres, a los que dan el calificativo de “topónimos menores”, se dedican a nombrar espacios “inferiores a un municipio”. Para que cualquiera lo entienda: la toponimia mayor se refiere al estudio de los nombres de poblaciones, aunque ya hayan desaparecido y sean despoblados. Y la toponimia menor es la que nos ofrece los nombres de los lugares, más puntuales y reducidos, del territorio municipal. Finalmente, en el prpio casco urbano existen multitud de nombres que señalan calles, plazas, cuestas y otros espacios que la gente reconoce con personalidad propia. Esta es la denominada toponimia urbana. De las tres dan análisis medido y apasionante los autores de esta obra.

En los alrededores

En los alrededores de la ciudad, en esas sombras que forman los bosquecillos mínimos, y en esos campos anchos y pálidos que la dan horizonte, hay cuestas y vaguadas, arboledas y riachuelos, peñas y sendas que tienen su propio nombre. Ojalá todos los conociéramos y los usáramos, pero la forma de vida actual nos lo impide.

De la larga lista de setecientos nombres que los autores han encontrado en los grandes manuscritos del marqués de la Ensenada, muy pocos usamos hoy en día. Algunos, sin embargo, están de actualidad, y parece como si se hubieran bautizado hace un par de años. Pero no: al menos desde 1752 los usa la gente. Algunos ejemplos: el polígono de “el Ruiseñor” ya existía entonces como espacio de la vega del Henares. Y el lugar de Monjardín (que significa monte ajardinado o monte bonito) también. La apelación de “Aguas vivas” a lo que hoy es una ampliación de la ciudad, al otro lado del barranco del Alamín, existe desde la época de los árabes, pues el mismísimo Ibn-Idrisi en su descripción de la Península Ibérica así lo denomina, y dice que es esa zona, en el costado norte del arroyo que cruza bajo el puente del Alamín, la que da una notoria belleza a la ciudad árabe que visita.

Siguen otros muchos nombres antiguos que hoy usamos, como el sotillo para nombrar al valle por el que asciende la carretera qur sube a la estación del AVE, y que alude en su inicio a la característica geográfica que hoy está perdiendo: pastos con árboles. En el sotillo pastaban libres y a su aire, hace años (yo aún lo he conocido) toros y novillos que luego se usaban para los festejos taurinos de la provincia.

La puentecilla (en femenino porque era recia, y hecha de piedra) de Carrasalinera, daba paso sobre ese arroyo de Alamín al camino que bordeaba la ciudad por Aguas Vivas, y seguía, alejándose en la insondable distancia, hasta las salinas de Riba de Saelices, donde muchas expediciones iban y venían a por el preciado mineral. De ese camino periférico ha recogido hoy su nombre una de las principales avenidas de Aguas vivas. Muchos de los nombres que se han puesto a las calles, recién abiertas y urbanizadas del polígono residencial de las Lomas, han sido tomadas de la tradición y de esa toponimia menor que viene usándose desde hace siglos: el Romeral, las Cañas, el Prado de Taracena, la Hoya de Marchal, el pago de la Bobadilla, las Sendas de las Monjas, etc.

Por el sur, en terrenos que poco a poco van a ir diluyéndose entre rascacielos y urbanización semiindustrial al otro lado de la carretera N-II, aún reconocemos el barranco de los Mandambriles (según los autores significaría “monte propiedad de Ambril, un caudillo beréber”) y la Huerta de la Limpia, el camino de Azurraque y la casa del almendro.

Algunos de estos nombres usados en el Catastro (y usados, por tanto, por nuestros antepasados del siglo XVIII y anteriores) se siguen utilizando, a veces sin saber muy bien a qué aluden: la Carrera, en pleno centro, era el lugar en el que el día de San miguel se hacía el alarde de los caballeros y entre ellos “echaban carreras” con sus cabalgaduras. Las “Heras de la Carrera” cuyo nombre ya no se usa,  terminó siendo el Parque de la Concordia, al que pusieron ese nombre, los políticos de mitad del siglo XIX, capitaneados por el gobernador Jáudenes, para demostrar que tan alta aspiración de la política hispana se había conseguido.

El camino de la Pedrosa y la Bajada de la Rambla siguen existiendo, como El Clavín, nueva ciudad residencial, que ha modernizado el nombre/es que tuvo durante siglos, desde la vieja Edad Media: el Ceclavín, al que también llamaban Zurraque, era un cerro que probablemente fue colonizado por gentes venidas de la Extremadura, y con ello quisieron nombrar espacios donde se almacenaban productos del campo. Lo mismo que La Celada, cercana hoy y sede de otra urbanización, fue antiguamente lugar defensivo, de grandes vistas sobre el Henares, y sede de un pequeño asentamiento urbano. Es curioso que, sin embargo, otros nombres que usamos hoy, y que son meramente populares, no lo usaban todavía en 1752, y por ello son más modernos. Así “Las Cruces”, el bulevar más elegante y antiguo, oficialmente dedicado a Fernández Iparraguirre, copió este nombre de las cruces que había en las tapias del cercano convento de los Carmelitas. Y el “monte o cerro de San Cristóbal” que dejamos a la derecha según se sube a la estación del AVE, fue antiguamente denominado “el cerro Redondel”. Realmente es un billete para el “viaje en el tiempo” sin salir de casa, lo que nos ofrecen Ranz Yubero y López de los mozos en este libro que se han trabajado a fondo y hoy nos sirve de entretenimiento y aprendizaje.

Además nos dan, en el inicio, porque es muy poco lo que en un solo término municipal puede hablarse de toponimia mayor, lo que ellos deducen del nombre de Guadalajara (la antigua Arriaca de los romanos, de la que sacamos nuestro gentilicio actual) del río Henares, y de los tres espacios habitados que hubo en tiempos: El Cañal, Cervantes y Zayde.

Calles y plazas de la ciudad

A la toponimia urbana le dedican estos investigadores del lenguaje la segunda parte de su obra, después de listar nada menos que 834 apelativos para los espacios urbanos que conformaban Guadalajara en 1752.

Además del recio pilar de las denominaciones que aparecen en el Catastro esgrimen el plano callejero de Emilio Valverde, que se publicó en 1886, en el contexto del libro “Plano y Guía del viajero en Alcalá de Henares, Guadalajara y Sigüenza”. Y de ambas fuentes sacan un jugoso análisis de los por qués de los nombres de las calles.

El desenraizamiento de los habitantes que hoy pueblan nuestra ciudad, ha llevado a que mucha gente ignore los nombres de las calles y plazas en las que habitualmente viven, aunque en compensación las dotan de otros con los que se entienden: la plaza mayor para muchos es la plaza del Ayuntamiento, y las Cruces es el Bulevar de la Plaza de Toros. Es cierto que el tiempo y las gentes dan vida y nombre a los sitios, pero es una lástima que se olviden, por no usarlos, esos nombres que Ranz y López de los mozos rescatan de los viejos documentos, y que servían de habitación a las idas y venidas de nuestros abuelos: el arrabal de San roque, el paseo de las Tapias, el callejón de los Frailes, la cuesta del Matadero, la calle del Barrio Nuevo, el callejón de Abrazamozas y la plazuela de la Cotilla.

Para saber más

Un libro documental

El libro que nos ha servido para hacer estas evocaciones, lleva por título “Toponimia menor y urbana de la ciudad de Guadalajara según el Catastro del marqués de la Ensenada (1752) y son sus autores José Antonio Ranz Yubero y José Ramón López de los Mozos Jiménez. Lo ha editado el Patronato Municipal de Cultura del Excmº Ayuntamiento de Guadalajara, como número 1 de la Colección “Monografías de Guadalajara”, tiene 176 páginas, y se han impreso mil ejemplares del mismo. Ofrece además de lo referido, una buena cantidad de planos y mapas de la ciudad y su término, así como una abundante bibliografía donde los autores han bebido.

Las Minas de Hiendelaencina

En las pasadas semanas ha vuelto a ser motivo de conversación la posibilidad de que nlas minas de plata de Hiendelaencina recobren su ritmo frenético de hace decenios. Lo cierton es que una empresa minera alemana ha solicitado (simplemente eso) permiso para iniciar trabajos de estudio sobre el terreno para comprobar la viabilidad, y por supuesto la rentabilidad, de volver a explotar aquellos ricos e inmensos filones de plata que la Serranía de Guadalajara guarda en sus arcanos. Posiblemente, además de la plata haya otros minerales que hoy tienen más valor que el blanco metal.

Y precisamente en estos días, y por eso vuelve Hiendelaencina a ser actualidad, se presenta en la villa serrana un libro que trata de la historia de aquellas minas, de su grandiosidad y miserias, de sus dimensión y producción auténticas. Abelardo Gismera Angona, que fue maestro y es natural del pueblo, ha visto por fin en la calle su “obra de toda una vida”, y con ese impresionante volumen bajo el título de “Hiendelaencina y sus minas de plata”, que mañana será presentado en el Ayuntamiento de la localidad, ofrece la realidad de aquel mundo, que dio para vivir, soñar y aun enriquecerse a muchas gentes de hace ahora un siglo.

La historia de Hiendelaencina

Sobre la oscura planicie que bordea los hondos barrancos del Bornova y sus microscópicos afluentes, con los picos de la sierra encima, y la silueta de las viejas casas de pizarra contrastadas con las medio derrumbadas chimeneas de los complejos mineros, se alza hoy Hiendelaencina, que tiene en todo caso siglos de antigüedad, porque perteneció en su origen al Común de Villa y Tierra de Atienza, rigiéndose por su Fuero. En 1269 aparece citada en documentos como Loin del Encina (más tarde será nombrada Allende la Encina), y quedando luego adscrita al Común de Villa y Tierra de Jadraque, en su sesmo del Bornova. Con él pasó a propiedad y señorío de don Gómez Carrillo, en 1434, por donación que de toda esta tierra hizo el rey don Juan II y su esposa a este magnate castellano al casar con doña María de Castilla. Como el resto de la tierra jadraqueña, Hiende­laencina pasó a poder del cardenal Mendoza, éste instituyó mayorazgo con el título de conde del Cid para su hijo Rodrigo, por cuya vía vino a quedar, mediado el siglo XVI, en poder de los duques del Infantado, hasta el siglo XIX.

Fue en esta centuria cuando la villa conoció el inicio y apogeo de toda su prosperidad, al ponerse en explotación a gran escala las minas de plata que por su término se distribuyen, y que ya eran conocidas desde la época de la dominación romana. Faltas de una utilización y trabajo opor­tuno, habían quedado muchos filones sin ser nunca aprove­chados. La perspicacia y afán emprendedor de un navarro, don Pedro Esteban Gorriz, hizo que éste “descubriera” en 1844 el filón de Canto Blanco, creando una sociedad para su explotación, e iniciando ese mismo año la extracción del mineral en la llamada Mina Santa Cecilia. Es curiosa la rela­ción de los siete valientes que forman esta sociedad, porque está formada por gentes de muy variada condición y procedencia, unidos solamente por la fe en eso que estaba tan de moda en el siglo XIX: el progreso.

El 9 de agosto de 1844 quedó constituida esta primera sociedad explotadora, formada por: don Pedro Esteban Gorriz, agrimensor oficial desde 1840 por varios pueblos de la provincia de Guadalajara, hombre muy aficionado a la minería, y dedicado con pasión al estudio de los suelos y sus propiedades; Francisco Salván, murciano, que trabajaba en Sigüenza como empleado de Rentas Estan­cadas; Ignacio Contreras, natural de Torremocha del Campo donde se ocupaba del tradicional pluriempleo de ser sacristán y maestro de primeras letras; Galo Vallejo, cura párroco de Ledanca; Eugenio Pardo y Adán, sacristán de Bujarrabal, y contador oficial en la catedral de Sigüenza; Francisco Cabre­rizo, leonés, empleado en la cárcel de Valladolid, y Antonio Orfila, mallorquín, administrador en Guadalajara de los du­ques del Infantado, buen conocedor también del terreno y hermano del famoso Mateo Orfila, catedrático de química en París y autor de numerosos tratados científicos, a quien fue­ron enviadas las primeras muestras del mineral extraído, y que, al contestar afirmativamente respecto a su riqueza, dio el espaldarazo definitivo a tan magna empresa.

El patrimonio minero

Si hay pueblos de Guadalajara que tienen un patrimonio románico que les hace destacar entre todos (Pinilla, Albendiego, Carabias…) o un patrimonio renacentista que les lleva a todos los capítulos que tratan de ese tema (Cogollado, Mondéjar…) el patrimonio de Hiendelaencina es el minero, por supuesto.

Para el viajero de hoy no dirá nada su iglesia parroquial moderna y sin arte, o el conjunto de calles y plazas que muy bien arregladas permiten a sus habitantes vivir a gusto, pero perdido ya el aire que tenían en tiempos pasados. Aún se ven algunas casas o, sobre todo, algunas tinadas y corrales viejos construidos al serrano modo, con sus muros de gneis y sus tejados de pizarra. El auténtico patrimonio de Hiendelaencina, a medio hundir y desaparecer, pero testigo aún de su pasado glorioso, son los edificios de sus minas, que se reparten por el término, y que este libro de Gismera Angona rescata, organiza, explica y ofrece en su dimensión auténtica. Valgan las siguientes líneas como memoria apretada de los mejor del conjunto.

Porque de todo ello es sin duda la fábrica de La Constante uno de los elementos claves de esta zona minera. Surge a raiz de la llegada, en 1845, de los ingleses a Hiendelaencina. Durante 30 años, y hasta 1877, es la empresa del señor Pórtland y su compañía quienes se dedican, con los mejores aparatos y elementos técnicos de la época, a extraer y depurar la plata que sale de la tierra. Se calcula que en solamente entre 1854, recién abierto el conjunto, y 1859, se obtuvieron 500.000 quintales de plata por un valor de unos cinco millones de reales. Se creó la Sociedad “La Bella Raquel” y a la fábrica le denominaron “La Constante”, elevando una serie de edificios junto al río Bornova, en la cara sur de la sierra del Alto Rey, en término de Gascueña, y dotando al lugar de todas las comodidades imaginables para la época. Con los años llegó a ser una gran factoría  con amplias naves y altas chimeneas, instalando más tarde dos máquinas de vapor.  En 1868 la Sociedad “La Bella Raquel” compró otras minas del conjunto: Santa Catalina, Perla, Tempestad, y más tarde Unión, Verdad de los Artistas,  Suerte y San Carlos. Todo se vió paralizado, por agotamiento de los filones, hacia 1877 en que la Sociedad prácticamente abandonó “La Constante”, levantando casi todas las instalaciones siendo finalmente vendida a muy bajo precio a los siguientes propietarios y explotadores, los señores Bontoux y Rotschild, que la mantuvieron, a pesar de los problemas de la primera Guerra Mundial, en funcionamiento hasta 1926. Fue adquirida luego por un segoviano, Gregorio Lobo, que arregló una parte para vivienda y planto chopos junto al río, pero luego todo quedó abandonado y aquellos no es hoy más que un montón de evocadoras ruinas. Como todo el resto de bocas de mina, fábricas e ingenios productivos.

Proyectos para Hiendelaencina

El actual Ayuntamiento de Hiendelaencina tiene muchos proyectos para su pueblo. Ya desde antes de saber que esa empresa alemana quería iniciar sus investigaciones para una posible apertura de la minería argentífera.

Se está elaborando un proyecto, y ya existe el local –un edificio consistente- para que pueda tomar cuerpo, de crear un “Museo de las Minas” en la villa. Esto de los museos sí que es un filón que aún no ha sido explotado por nuestros pueblos, más atentos (durante todo el año) a la celebración de unas sonadas fiestas, que se van tan rápido como han venido, disueltas en el humo de los últimos cohetes, que a la tarea de crear anclaje de sus gentes y a la atracción de otras que pasen.

No hace mucho realicé un viaje por Francia, por esa Francia rural y limpia de la Auvernia, el Allier y el Bourbonais, y en muchos de sus pueblos existen pequeños museos que ofrecen la memoria expresa de sus más característicos elementos, históricos y patrimoniales. Están siempre llenos, hay colas para entrar y en todo caso dinamizan los lugares en que están.

Precisamente el libro que acaba de aparecer y va a presentarse, voluminoso y cuajado de antiguas imágenes y datos, está hecho con la mira de ser el referente de ese Museo, de tener por una parte su archivo de datos bien concreto y manejable, y por otra servir de alimento patrocinador, pues por parte del autor sus derechos los ha cedido para apoyar la puesta en marcha de ese Museo.

Sin querer sentar ninguna cátedra en el tema, me atrevería a dar un posible esquema de ese Museo, en el que cabrían, de entrada, una o varias salas explicativas de la evolución histórica de las minas (descubrimiento, descubridores, primeros pasos, épocas de apogeo, ruina…) seguido de otra sala, que tendría que jugar con numerosos gráficos, explicando los volúmenes de extracción, y la riqueza producida por épocas. Un tercer espacio estaría dedicado a las fotografías, imágenes, dioramas, maquetas, de los edificios que dieron vida a aquellas instalaciones. Una cuarta zona podría dedicarse a mostrar los espacios geográficos y posibles rutas, bien indicadas, para recorrer a pie (casi no hay otra posibilidad de hacerlo) los lugares donde quedan ruinas y vestigios. Finalmente, una zona “estrella” del Museo sería la reproducción completa de un modelo, se supone que reducido, de las antiguas minas, bajando a él mediante un descensor de la época, y viendo en directo aquellos sistemas de galería, vagonetas, etc., con lo que el visitante tendría una imagen muy viva de cómo era aquel mundo que ya solo se evoca.

Para saber más

El libro de las Minas

El libro que mañana se presenta en Hiendelaencina está escrito por Abelardo Gismera Angona, se titula “Hiendelaencina y sus minas de plata” y tiene 416 páginas con una gran cantidad de imágenes, tanto fotografías antiguas y recientes, comomplanos originales, gráficos de producción, etc. Está editado por AACHE de Guadalajara, y por cuantos lo han visto ha sido calificado de auténtica “enciclopedia de las minas”, tanto por lo que abulta como por la increíble información que aporta. No le falta nada, y anima después de hojearlo a iniciar el viaje a Hiendelaencina, a visitar en directo lo que allí se narra.

Tras los pasos del Marqués de Santillana

Aunque este año la Fiesta de la Historia en Torija se ha dedicado al guerrillero (y luego Mariscal) Juan Martín el Empecinado, por aquello del 200 aniversario del inicio de la guerra de la Independencia, y porque en Torija este “terror de los franceses” defendió a la nación derribando y dinamitando el castillo, muy bien podría haberse dedicado al Marqués de Santillana, protagonista  también del castillo torijano por haberlo reconquistado a mitad del siglo XV a los navarros, y luego haberlo reconstruido al gusto opulento de la familia. Eso significa que Torija tiene historia para dar y tomar, historia en su plaza, en la memoria de sus murallas, y en el meollo de su esencia. Torija ha dado así la respuesta justa a tanta “fiesta medieval” que sin ton ni son se usa por esos pueblos, y que aquí tiene ya una consistencia que cada año va a más. Es una “fiesta de la historia” que se amasa con la propia sustancia de la villa. Cada año más recia y más “puerta de la Alcarria”.

Aniversario mendocino

Casi ha pasado desapercibido este año un aniversario de nota en los fastos históricos de nuestra tierra. Por eso no podía estar este rincón que cuida de las memorias propias sin hacer alusión, aunque fuera muy por encima, a don Iñigo López de Mendoza, el que fuera primer marqués de Santillana, e iniciador de tantas cosas en nuestro país. Nació don Iñigo en Carrión de los Condes, en 1398, y murió en su palacio de Guadalajara, por mayo de 1458, esto es, hace exactamente 550 años. De él se ha escrito un caudal de historias, de comentarios, de apreciaciones. De él se ha dicho que fue introductor del Renacimiento en España, pues fue político (maquiavélico si se quiere, aún sin él saberlo) y poeta, el primero que usó los modos itálicos. Que fue magnate coleccionista de arte, y creador de un sistema familiar de cohesión perfecta. Apoyo de su rey, Juan II, y capitán en la Reconquista de Al Andalus. Guerrero por tanto, en esa mezcla tan renacentista de hombre de acción y de pensamiento.

Semblanza rápida

Según Hernando del Pulgar era «de mediana estatura, proporcionado en la compostura de sus miembros y hermoso en las facciones de su rostro … era hombre agudo y discreto, de tan gran coraje que ni las graves cosas le alteraban ni en las pequeñas le placía entender … fablava muy bien … fue muy templado en comer y beber … Tuvo en su vida dos notables ejercicios: uno en la disciplina militar, otro en el estudio de la ciencia … ni su osadía era sin tiento ni en su cordura se metió jamás punto de cobardía … muy celoso de las cosas que a varón pertenecía facer … tenía gran copia de libros y dábale al estudio especialmente de la filosofía moral y de cosas peregrinas y antiguas … no puedo negar que no tuviera algunas tentaciones de las que esta nuestra carne suele dar a nuestro espíritu y que algunas veces fuese vencido, quier de ira, quier de luxuria … fenesció sus dias en edad de setenta y cinco años con gran honra y prosperidad».

Es curioso que Hernando del Pulgar menciona claramente ese signo del hombre grande: “hablaba muy bien”, en contra de otros autores que dijeron de don Iñigo que “con su fabla casi extranjera…” probablemente porque su forma de escribir, en nuevos modos de rima, suponían una extrañeza sobre lo que se estaba acostumbrado, en la Castilla del siglo XV, a entender como poesía y prosa clásica.

Una breve biografía

Iñigo López de Mendoza, primer marqués de Santillana, nació en Carrión de los Condes (Palencia) en1398 y murió en Guadalajara en 1458. Poeta, político, humanista del siglo XV, que vivió en Guadalajara, en su viejo palacio, donde formó la gran biblioteca de los Mendoza, y escribió sus famosas Serranillas. Enterrado en el mausoleo de los Mendoza del Monasterio de San Francisco, es una de las mayores glorias literarias de la tierra alcarreña.

Hijo del almirante Diego Hurtado de Mendoza y de Leonor de la Vega. Casó con Catalina de Figueroa (1412), hija del maestre de Santiago, Lorenzo Suárez de Figueroa, con lo que pudo aumentar su gran patrimonio, hasta el punto de convertirse en uno de los grandes de España más poderosos e influyentes del siglo XV castellano.

Desde muy joven intervino en la compleja política de su tiempo, primero con don Fernando de Antequera, más tarde con su hijo, el Infante Enrique, y posteriormente al lado de Alvaro de Luna. Participó en todas las ligas y alianzas que el bloque de señores feudales de Castilla formó para unas veces apoyar y otra batallar al monarca del reino. Pero don Iñigo mantuvo a lo largo de su vida la fidelidad a Juan II, aunque se enemistó con Álvaro de Luna a partir de 1431. En la crucial batalla de Olmedo (1445) permanece en el bando real, y fue por ello que tras la victoria, a la que él contribuyó personalmente, el rey le concedió el título de marqués de Santillana, para que además lo pudiera transmitir a sus descendientes. Don Iñigo contribuyó decididamente a la caída del Condestable don Álvaro (1453), y a partir de entonces comienza a retirarse de la política activa. Su última gran aparición se produce en la campaña de Granada de 1455, ya bajo el reinado de Enrique IV, retirándose tras ella a su palacio de Guadalajara donde pasó en paz, quizás enfermo dada su edad avanzada, los últimos años de su vida.

Escritor y poeta

Sería prolijo analizar aquí la obra literaria del marqués de Santillana. Realmente es difícil encontrar hoy quien la analice, porque ya está hecha esa tarea, y escritos los libros que en profundidad la han visto. Podríamos resumir diciendo que fue poeta sobre los modelos petrarquistas y dantescos dando al mundo sus cuarenta y dos sonetos «al itálico modo», primeros en la lírica española tras un par de Villalpando. En un tono más antiguo, moralizante y simple están escritos su Doctrinal de privados (nítido ataque contra el Condestable don Alvaro), los Proverbios de gloriosa doctrina y el Diálogo de Bías contra Fortuna, en el que claramente ofrece su visión medieval y antigua de la obsesión que los hombres del Medievo tienen acerca de “la Fortuna”, ese azar forzoso que al hombre encumbra primero y luego hunde en la miseria. La visión del ser humano como inmerso en esa batalla de “lucha contra la Fortuna” es lo que supone el meollo de la obra. Finalmente, están sus poesías de tema amoroso al modo cancioneril: entre ellas tienen encanto y relieve sus serranillas (donde el tradicional encuentro amoroso de serrana y señor se estiliza mucho sobre los modelos anteriores) y el Villancico a sus tres hijas, que da de forma elegante la conjunción del modo clásico de cancioncilla con la visión cortesana de un ambiente.

Luchas fratricidas

No podemos obviar, en este recuerdo, las luchas que asumió contra su hermanastra, doña Aldonza de Mendoza. Aunque al comienzo de su carrera política sólo le reconocieran por señor los concejos de Hita y Buitrago, desde esta base, poco a poco, comenzó a recuperar todo el patrimonio paterno. Su madre logró para sus hijos Elvira e Iñigo una conveniente doble boda de hermanos con los hijos del extremeño Maestre de Santiago don Lorenzo Suarez de Figueroa. Tras ello, la familia y él mismo iniciaron la búsqueda de apoyos políticos y militares, que inicialmente se hizo con los Infantes de Aragón y luego alternativamente con el rey Juan II y con su valido Alvaro de Luna, logrando recuperar su solar original en Alava, (la preciosa casa de Mendioz, en la vega de Vitoria) más los Señoríos del Real de Manzanares, la herencia materna de los valles de Santillana, sus posesiones en la ciudad de Guadalajara y los pueblos de la provincia, entre los que destacaba el castillo y villa de Tendilla, pero no consiguió controlar la fuerte villa amurallada de Cogolludo y su tierra, que quedó en mano de su odiada hermanastra doña Aldonza, y tampoco pudo recuperar el título de Almirante de Castilla, que había ostentado su padre, y que se perdió, en beneficio de los Enríquez, por su minoría de edad. Participó activamente en las luchas contra los moros granadinos, y así mandó en 1431 sus tropas a la batalla de La Higueruela, en la frontera del nazarita reino de Granada, aunque él no pudo participar personalmente por encontrarse enfermo. En 1438 dirigió la lucha en la frontera granadina consiguiendo la conquista de Huelma.

Huella mendocina

La huella del marqués ha perdurado en nuestra tierra en forma de bastiones, templos y castillos, murallas y palacios. No es mucho lo que hoy puede verse que saliera de su iniciativa, pero sí el recuerdo de cuanto hizo. En Torija, y de ahí ha nacido este recuerdo, levantó el castillo tras su violenta conquista de cuatro años de asedio. La forma que hoy tiene este castillo que en su origen nacería como una “torrija” o pequeña atalaya de los templarios, con su actual gran torre del homenaje, se debe a la idea del atalayamiento guerrero del marqués.

También la villa de Hita y su castillo fue erigida por don Iñigo. No el pueblo, que ya existía desde mucho antes, sino la necesidad de amurallarle. El lo promovió, dio sus dineros, y hasta pudo utilizarla como refugio frente a enemigos. De su tiempo sería, y hoy así se le recuerda, la gran puerta de acceso a la villa, coronada de almenas y escudos mendocinos.

También a Palazuelos, cerca de Sigüenza, dio vida el marqués, mandando construir la muralla entera, con sus cuatro puertas en cada uno de los puntos cardinales, y el castillo breve pero poderoso en el extremo.

Para terminar, recordar cómo “las casas mayores” o palacio del marqués de Santillana en Guadalajara, donde él vivió y se refugió entre batalla y batalla, y donde murió finalmente, entre libros y amigos, no fue el actual palacio del Infantado que hoy admiramos. Se trataba de un viejo palacio, construido en el siglo XIV por sus antecesores, enclavado en el mismo lugar que el actual, pero ya tan viejo que fue precisamente su hijo quien decidió tirarlo, y su nieto quien gloriosamente llevara a cabo la idea, encargando al arquitecto Juan Guas que, tras poner por los suelos las casas de sus mayores, levantara aquella nueva mansión para gloria eterna de su linaje.