Callejeando por Guadalajara
En los nombres de las calles, y en las de los pagos cercanos a la ciudad, hay depositadas memorias de leyendas, y también alusiones a la realidad cotidiana: al uso de los espacios y callejones, a la proximidad de ríos y conventos. Hoy se dedican las calles a vecinos ilustres y los jóvenes apenas saben referirse a ellas más que por los establecimientos que las ocupan, pero siempre la toponimia y el callejero fueron expresión de una sabiduría honda, de un uso humano y acorde con el medio.
Estas propuestas vienen a cuento de un libro que acaban de escribir y ver publicado dos ilustres investigadores de la filología alcarreña, como son José Antonio Ranz Yubero y José Ramón López de los Mozos, que nos cuentan el por qué de los nombres de pagos y veredas, de calles y plazas, del municipio de Guadalajara, desde su origen en tiempos pretéritos, hasta hoy mismo. Todos ellos extraídos de un antiguo documento en el que aparecen los que entonces se usaban, con diferencia mucho más abundantes que hoy.
Campos y sombras de Guadalajara
En el catastro del Marqués de la Ensenada, que se redactó por orden gubernamental en 1752, anotando en él todos los bienes de los españoles, para sobre ello poner las bases del cobro de impuestos, figuran cientos de nombres de lugares que formaban el municipio de Guadalajara. Exactamente 699. Lo sabemos porque estos autores nombrados, Ranz Yubero y López de los Mozos, los han anotado pacientemente, y los han ordenado por sus letras de inicio. Y además los han explicado en sus significado, que unas veces es claro y meridiano y otras abstruso y misterioso.
Esos nombres, a los que dan el calificativo de “topónimos menores”, se dedican a nombrar espacios “inferiores a un municipio”. Para que cualquiera lo entienda: la toponimia mayor se refiere al estudio de los nombres de poblaciones, aunque ya hayan desaparecido y sean despoblados. Y la toponimia menor es la que nos ofrece los nombres de los lugares, más puntuales y reducidos, del territorio municipal. Finalmente, en el prpio casco urbano existen multitud de nombres que señalan calles, plazas, cuestas y otros espacios que la gente reconoce con personalidad propia. Esta es la denominada toponimia urbana. De las tres dan análisis medido y apasionante los autores de esta obra.
En los alrededores
En los alrededores de la ciudad, en esas sombras que forman los bosquecillos mínimos, y en esos campos anchos y pálidos que la dan horizonte, hay cuestas y vaguadas, arboledas y riachuelos, peñas y sendas que tienen su propio nombre. Ojalá todos los conociéramos y los usáramos, pero la forma de vida actual nos lo impide.
De la larga lista de setecientos nombres que los autores han encontrado en los grandes manuscritos del marqués de la Ensenada, muy pocos usamos hoy en día. Algunos, sin embargo, están de actualidad, y parece como si se hubieran bautizado hace un par de años. Pero no: al menos desde 1752 los usa la gente. Algunos ejemplos: el polígono de “el Ruiseñor” ya existía entonces como espacio de la vega del Henares. Y el lugar de Monjardín (que significa monte ajardinado o monte bonito) también. La apelación de “Aguas vivas” a lo que hoy es una ampliación de la ciudad, al otro lado del barranco del Alamín, existe desde la época de los árabes, pues el mismísimo Ibn-Idrisi en su descripción de la Península Ibérica así lo denomina, y dice que es esa zona, en el costado norte del arroyo que cruza bajo el puente del Alamín, la que da una notoria belleza a la ciudad árabe que visita.
Siguen otros muchos nombres antiguos que hoy usamos, como el sotillo para nombrar al valle por el que asciende la carretera qur sube a la estación del AVE, y que alude en su inicio a la característica geográfica que hoy está perdiendo: pastos con árboles. En el sotillo pastaban libres y a su aire, hace años (yo aún lo he conocido) toros y novillos que luego se usaban para los festejos taurinos de la provincia.
La puentecilla (en femenino porque era recia, y hecha de piedra) de Carrasalinera, daba paso sobre ese arroyo de Alamín al camino que bordeaba la ciudad por Aguas Vivas, y seguía, alejándose en la insondable distancia, hasta las salinas de Riba de Saelices, donde muchas expediciones iban y venían a por el preciado mineral. De ese camino periférico ha recogido hoy su nombre una de las principales avenidas de Aguas vivas. Muchos de los nombres que se han puesto a las calles, recién abiertas y urbanizadas del polígono residencial de las Lomas, han sido tomadas de la tradición y de esa toponimia menor que viene usándose desde hace siglos: el Romeral, las Cañas, el Prado de Taracena, la Hoya de Marchal, el pago de la Bobadilla, las Sendas de las Monjas, etc.
Por el sur, en terrenos que poco a poco van a ir diluyéndose entre rascacielos y urbanización semiindustrial al otro lado de la carretera N-II, aún reconocemos el barranco de los Mandambriles (según los autores significaría “monte propiedad de Ambril, un caudillo beréber”) y la Huerta de la Limpia, el camino de Azurraque y la casa del almendro.
Algunos de estos nombres usados en el Catastro (y usados, por tanto, por nuestros antepasados del siglo XVIII y anteriores) se siguen utilizando, a veces sin saber muy bien a qué aluden: la Carrera, en pleno centro, era el lugar en el que el día de San miguel se hacía el alarde de los caballeros y entre ellos “echaban carreras” con sus cabalgaduras. Las “Heras de la Carrera” cuyo nombre ya no se usa, terminó siendo el Parque de la Concordia, al que pusieron ese nombre, los políticos de mitad del siglo XIX, capitaneados por el gobernador Jáudenes, para demostrar que tan alta aspiración de la política hispana se había conseguido.
El camino de la Pedrosa y la Bajada de la Rambla siguen existiendo, como El Clavín, nueva ciudad residencial, que ha modernizado el nombre/es que tuvo durante siglos, desde la vieja Edad Media: el Ceclavín, al que también llamaban Zurraque, era un cerro que probablemente fue colonizado por gentes venidas de la Extremadura, y con ello quisieron nombrar espacios donde se almacenaban productos del campo. Lo mismo que La Celada, cercana hoy y sede de otra urbanización, fue antiguamente lugar defensivo, de grandes vistas sobre el Henares, y sede de un pequeño asentamiento urbano. Es curioso que, sin embargo, otros nombres que usamos hoy, y que son meramente populares, no lo usaban todavía en 1752, y por ello son más modernos. Así “Las Cruces”, el bulevar más elegante y antiguo, oficialmente dedicado a Fernández Iparraguirre, copió este nombre de las cruces que había en las tapias del cercano convento de los Carmelitas. Y el “monte o cerro de San Cristóbal” que dejamos a la derecha según se sube a la estación del AVE, fue antiguamente denominado “el cerro Redondel”. Realmente es un billete para el “viaje en el tiempo” sin salir de casa, lo que nos ofrecen Ranz Yubero y López de los mozos en este libro que se han trabajado a fondo y hoy nos sirve de entretenimiento y aprendizaje.
Además nos dan, en el inicio, porque es muy poco lo que en un solo término municipal puede hablarse de toponimia mayor, lo que ellos deducen del nombre de Guadalajara (la antigua Arriaca de los romanos, de la que sacamos nuestro gentilicio actual) del río Henares, y de los tres espacios habitados que hubo en tiempos: El Cañal, Cervantes y Zayde.
Calles y plazas de la ciudad
A la toponimia urbana le dedican estos investigadores del lenguaje la segunda parte de su obra, después de listar nada menos que 834 apelativos para los espacios urbanos que conformaban Guadalajara en 1752.
Además del recio pilar de las denominaciones que aparecen en el Catastro esgrimen el plano callejero de Emilio Valverde, que se publicó en 1886, en el contexto del libro “Plano y Guía del viajero en Alcalá de Henares, Guadalajara y Sigüenza”. Y de ambas fuentes sacan un jugoso análisis de los por qués de los nombres de las calles.
El desenraizamiento de los habitantes que hoy pueblan nuestra ciudad, ha llevado a que mucha gente ignore los nombres de las calles y plazas en las que habitualmente viven, aunque en compensación las dotan de otros con los que se entienden: la plaza mayor para muchos es la plaza del Ayuntamiento, y las Cruces es el Bulevar de la Plaza de Toros. Es cierto que el tiempo y las gentes dan vida y nombre a los sitios, pero es una lástima que se olviden, por no usarlos, esos nombres que Ranz y López de los mozos rescatan de los viejos documentos, y que servían de habitación a las idas y venidas de nuestros abuelos: el arrabal de San roque, el paseo de las Tapias, el callejón de los Frailes, la cuesta del Matadero, la calle del Barrio Nuevo, el callejón de Abrazamozas y la plazuela de la Cotilla.
Para saber más
Un libro documental
El libro que nos ha servido para hacer estas evocaciones, lleva por título “Toponimia menor y urbana de la ciudad de Guadalajara según el Catastro del marqués de la Ensenada (1752) y son sus autores José Antonio Ranz Yubero y José Ramón López de los Mozos Jiménez. Lo ha editado el Patronato Municipal de Cultura del Excmº Ayuntamiento de Guadalajara, como número 1 de la Colección “Monografías de Guadalajara”, tiene 176 páginas, y se han impreso mil ejemplares del mismo. Ofrece además de lo referido, una buena cantidad de planos y mapas de la ciudad y su término, así como una abundante bibliografía donde los autores han bebido.