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agosto, 2007:

Mucho que ver en un Museo de Tránsitos

 

Lleva ya seis meses abierta (fue el 12 de marzo de este año) la nueva muestra permanente del Museo Provincial de Bellas Artes de Guadalajara. Y desde entonces han pasado por ella miles de personas a contemplar esa parte mueble, perfilada y colorista, de nuestro patrimonio cultural. Acabo de verla con la tranquilidad que da una mañana de sábado veraniego, sin el apretón de las inauguraciones ni el compromiso de los acompañamientos. Y me ha gustado. Porque este nuevo Museo de Guadalajara es un espacio modélico y polémico, que no deja indiferente a nadie. Con unas piezas curiosas, excepcionales algunas, buenas la mayoría, y además bien montado y explicado. Con gracia y con ganas. Hay que ir a verlo.

Algo de historia de este Museo Provincial

Es el más antiguo de los Museos Provinciales de España. Se abrió en 1838, poquísimo después de que la Desamortización de los Bienes Eclesiásticos diseñada por el ministro Mendizábal sacara de las clausuras conventuales miles de cuadros. Se agolparon en almacenes, se hicieron listados que luego cuajaron en catálogos impresos, y enseguida se colgaron en los muros del que era “edificio de usos múltiples” de la primera mitad del siglo XIX. El concepto, ya entonces puesto en marcha, supuso aprovechar el inmenso caserón de las franciscanas de la Piedad, antiguo palacio de don Antonio de Mendoza, para servir de Instituto de Enseñanza Media, de Biblioteca, de Museo, de Cárcel y de Diputación Provincial. Desde entonces, el edificio quedó de propiedad de la primera institución provincial, que albergó cuadros y esculturas en una nave que se hizo nueva y ex profeso para ello en la calle que había sido en la Edad Media eje de la judería y luego fue llamada “del Museo” por colocarlo allí.

Años después se desmontó todo y en 1873 se volvió a abrir en la salas bajas del palacio de los duques del Infantado, cuando el duque de Osuna se lo medio regaló a la ciudad y le dejó al Ayuntamiento un derecho de uso. Allí permaneció hasta 1898 , en que se trasladaron cuadros y esculturas a las dependencias del también vacío convento de la Concepción en la plaza de Moreno, enfrente del recién construido edificio de la Diputación Provincial. Tras derrumbarse las cubiertas de este viejo convento, se recogieron los restos de los cuadros (hay que imaginarse como estarían ya todas las viejas obras de arte, tras recibir cuatro traslados, cuando de todo es sabidos que dos mudanzas equivalen a un incendio) y se depositaron en los sótanos de la Diputación, de donde fueron sacadas y llevadas a restaurar a Madrid, en los inicios de los años setenta del pasado siglo.

El Museo se instaló de nuevo en las salas bajas del palacio del Infantado, siendo nombrada primera directora del mismo doña Juana Quílez, a la sazón directora también de la Biblioteca Provincial, y mujer que tanto hizo por la cultura de nuestra ciudad. Luego ocupó plaza de director, ganada por oposición, don Dimas Fernández-Galiano, quien dio un considerable empujón a la perspectiva investigadora y arqueológica del centro, manteniendo el orden expositivo inicial de las piezas.

Desde la llegada del nuevo director, don Fernando Aguado, se han producido mayores cambios, siendo usado a veces como sede de exposiciones temporales, y ya renovado por completo su perfil, modernizando su didactismo, añadiendo piezas arqueológicas guardadas durante un cuarto de siglo, y pasando lo más señalado del acervo costumbrista que se mantuvo en malas condiciones en la sección Etnográfica que casi siempre permaneció cerrada por humedades en los semisótanos del palacio.

Un nuevo concepto de Museo

Lo más llamativo del Museo Provincial, que toma el nombre de “Tránsitos” como si de una exposición temporal se tratase, pero con el objeto de justificar la distribución  y exposición de sus piezas, es la mezcla de temas, piezas, épocas y calidades de lo expuesto.

Para ser sincero, asombra un tanto encontrarse, nada más entrar a la primera sala de esta magna exposición, con una escultura griega (firmada por Zenón de Afrodisias), frente al cuadro manierista de “Tobías y el Angel” del madrileño Bartolomé Román, a su vez escoltado por una colmena de tronco y una escafandra de apicultor, absolutamente contemporáneas. El resto del museo sigue esta tónica: se exponen piezas de diversos temas, de diferentes épocas y de variadas calidades, juntas (pero no revueltas) en salas que tienen de común el título y la intención interpretativa de la vida humana y sus expresiones metafísicas.

Esas salas se nombran así, sucesivamente: “La Vida”, “La muerte”, “Espacios y Objetos sagrados” y “El cielo en la tierra”. No tiene nada de extraño que cualquiera se sorprenda. Esto no es habitual, al menos en un Museo Provincial de Bellas Artes, en el que se supone que las cosas deben estar organizadas conforme a otros patrones de tiempo, estilo, intenciones y didactismo aplicado. Ya digo que no lo considero equivocado, simplemente que sorprende.

La forma de ligar los objetos de arqueología (todos ellos interesantísimos, bien documentados, muy ilustrativos de culturas diversas como la céltica, o la visigoda más la judía y árabe), con las obras de arte góticas, renacentistas y barrocas, junto a numerosos elementos del costumbrismo alcarreño, entre los que cabe destacar una preciosa colección de máscaras de botarga, cascos de soldados y adornos de traje de novia, se hace en este Museo a base de un malabarismo ontológico que no deja de llamar la atención: el tránsito de la vida a la muerte, y otros tránsitos. Eso es lo que justifica la disposición de las piezas.

Seguro que cuando el Museo Provincial de Guadalajara disponga de todo el palacio del Infantado para él, -que es a lo que se está esperando- habrá oportunidad de introducir más piezas, más espacio entre ellas, y quizás un orden más clarificador de las mismas.

Objetos preciosos de nuestro pasado

Añadidos a lo que ya conocíamos del anterior Museo, aparece en “Tránsitos” alguna pieza nueva que nos interesa sobremanera. De entrada, todo lo arqueológico es nuevo, expuesto por primera vez, y con piezas magníficas, como las espadas de antenas celtibéricas, la reproducción de la “espada de Guadalajara” con empuñadura de oro, o las joyas halladas en Recópolis, entre las que destaca ese precioso colgante en forma de hoja que parece diseñado por el más moderno de los orfebres. Es precioso el anillo judío procedente del “Prao de los Judíos” de Molina, el tesoro de Jirueque (que está llamando al tesorillo de trientes de Recópolis, que permanece en Madrid) y es maravillosa, por supuesto, la estatua tallada por Zenón de Afrodisias, originaria de un taller de la Magna Grecia en la costa occidental de Turquía, y traída a España por algún mercader que se la ofreció a los duques de Medinaceli para adornar su palacio renacentista de Cogolludo, donde apareció en las recientes excavaciones allí realizadas.

El “caballero medieval” procedente del templo de la Virgen de la Antigua (o sea, de la primitiva iglesia mudéjar de Santo Tomé) y que ya fue expuesto anteriormente en el Museo, ahora luce dignamente y nos destapa la curiosidad de saber a quién tapó en su muerte tanta piedra seria: caballero de alguna Orden que habrá que identificar a través de la cruz que cuelga de su cuello, con una gran espada en la mano, y tocado con un copete de cuero que tanto recuerda al del Doncel, al de Campuzano, y a otros varios salidos, en estatua, del taller de Sebastián de Almonacid, que lo tuvo en Guadalajara y que bien pudiera ser el lugar donde esta figura yacente se tallara.

Es de admirar el gran escudo imperial de Carlos I procedente de la portada del monasterio cisterciense de Pinilla de Jadraque, donde estuvo mucho tiempo, junto con otro medallón representando a San Bernardo, y otro la insignia de Calatrava, a merced del pillaje. Fue finalmente el propio dueño el que los retiró y ahora lo vemos, el escudo principal, en este Museo. En él se ve claramente que la fecha de inauguración de esa reforma monacal fue el 21 de mayo de 1551.

Y también es novedad, y de las buenas, el fragmento de yeso policromado procedente de la sinagoga de Molina de Aragón, obtenida con muchas otras piezas arqueológicas, algunas sorprendentemente conservadas como elementos médicos y quirúrgicos o joyas personales, de la excavación del “Prao de los Judíos” bajo el alcázar molinés. En ese fragmento aparecen frases en hebreo de gran nitidez y perfección, como vemos en las imágenes adjuntas.

Todo ello supone que el Museo de Guadalajara ha recuperado el protagonismo que siempre tuvo en la vida cultural de la ciudad. Un Museo vivo, con luces y sombras como todo lo humano, pero que está bien llevado y bien montado, y que, -esto es lo más importante- denota la riqueza de nuestra historia y el mérito de los artistas que entre nosotros, y en siglos pasados, dejaron su huella emotiva y su intento comunicacional.

Apunte

Cómo visitar el Museo

Situado en la Plaza de los Caídos, tiene acceso por la puerta principal del palacio de los duques del Infantado, o para minusválidos a través de rampa por la lonja lateral. Los lunes está cerrado, como todos los museos. De martes a sábados, abre de 10 a 14 por las mañanas y de 16 a 19 por las tardes. En verano, del 15 de junio al 15 de septiembre, solamente por las mañanas. Los domingos, solamente por las mañanas. Es gratuita su entrada. El contacto telefónico es a través del 949 213 301 y 949 227 446. Por Internet, se puede consultar con el Museo a través de la dirección museo-guadalajara@jccm.es.

Un viejo castillo en el Tajuña: Casasola

 

Aunque esta que ahora pisamos es tierra de Madrid, término de Chinchón, y mientras miles de personas se entretienen viendo el concurso de recortadores que se celebra en su famosa Plaza Mayor que sirve también de corral de comedias y universal albero, vamos a descubrir para los alcarreños lectores un espacio que forma parte de su esencia histórica y patrimonial: el castillo de Casasola, una de las dos “columnas de Hércules” (la otra era el castillete de Bayona, hoy Titulcia, casi enfrente situado) que escoltaban la entrada al valle del Tajuña desde el más ancho del Jarama.

Es esta tierra de Alcarria (la de Madrid) y tiene en sus esencias paisajísticas, históricas y patrimoniales mucho de común con la nuestra, la de Guadalajara. El castillo de Casasola, impresionante en su alzado roquedal, vigilante atento desde hace un montón de siglos del paso por el valle más alcarreño, es nuestro destino.

El castillo de Casasola

Es muy fácil llegar a Casasola. Desde Chinchón, saliendo en dirección a Titulcia, y tras bajar una leve cuesta (el arroyo de las Carcabillas le llaman) hacia el Tajuña, poco antes de cruzar el río por el puente del Molincaído, sale un camino de tierra a la derecha que va subiendo junto a la orilla izquierda del río. A un par de kilómetros está la fortaleza medieval.

A la izquierda del viajero quedan los anchos términos de regadío de la vega, donde se forman grandes charcas, con calificación de “lagunas de tránsito de aves migratorias” por parte de los ecologistas, y a la derecha, sobre un farallón rocoso calizo, de imponente aspecto, se alza el castillo. En el cruce, un cartel de piedra tallada anuncia el sitio, rematado por una corona. Hay que subir andando, porque la carreterilla que asciende a la fortaleza tiene al inicio una señal de tráfico que prohíbe el paso a los vehículos, dado que es finca particular. En la tarde de agosto en que los viajeros han subido, el sol estremece el camino y hace penosa la ascensión, pero si la excursión se prepara para el otoño, no habrá problema alguno.

El castillo de Casasola es todo un espectáculo, de esos perdidos, desconocidos, esplendorosos en su descubrimiento. Es verdad que de este edificio se viene hablando desde hace siglos, y que la bibliografía sobre el mismo es abundante, lo que supone que mucha gente antes que este cronista ha llegado hasta su imponente masa, y ha investigado, y la ha fotografiado, y visitado. Pero también es verdad que para quien llega allí por primera vez todo se le va en admiraciones. Por eso las pongo aquí.

Desde el valle, Casasola es un roquedal enorme, oscuro, con mucha vegetación en torno, sobre el que asoman viejos muros desportillados del medieval castillo. Subiendo el camino y llegando a su altura, el viajero comprobará que la fortaleza está construida, aislada, sobre un roquedal, cortado en pico por todos sus límites, y que para entrar a él se debe hacer a través de un viejo puente, de fábrica hoy (en la Edad Media sería levadizo) que salva el hondo foso. No pudieron entrar los viajeros al castillo, porque es propiedad particular y no dejan. Pero desde fuera se ve perfectamente lo que de él queda, y se hace uno la idea de lo que fue, a pesar de que las nuevas construcciones particulares, alteran un tanto su primitivo aspecto.

Es de planta irregular, debido a que se adapta por completo al perfil del terreno sobre el que se asienta. Frente a la entra­da principal se excavó un profundo foso que obliga a entrar en el castillo mediante un puente apoyado en dos ar­cos de piedra. Dos torres, una a la dere­cha, muy próxima al referido puente, y otra a la Izquierda, más alejada, prote­gen la puerta en la que un rótulo recuerda el nombre de Juan de Contreras, su constructor en el siglo XV.

La parte mejor conservada es la que mira hacia el Norte, a la derecha del su­sodicho puente. De entre las cosas que llaman la atención de los viajeros, una es la existencia de una to­rre cuadrada, de considerable altura, que hace las veces de torre del homenaje. A sus pies se ha encajado un recinto cua­drangular, más pequeño, que abre al foso mediante un arco escarzado, en el que posiblemente corriera, en sus viejos tiempos, un rastrillo o reja de las que se dejaban caer desde arriba. Este arco se protege de la torre del homenaje y de otro torreón de planta circular que se le adosa.

En esta parte oriental de Casasola aparece aún en buen estado un largo lienzo de muralla sobre la que se alza otra torre, pentagonal, de imponente presencia. Toda la obra de este castillo es de mampostería, no apareciendo buena sillería por parte alguna. Está claro que ha sufrido reformas, ampliaciones y, -ya en los últimos siglos- arruinamientos, que han marcado su presencia un tanto destartalada. Es precisamente la parte que da al valle del río Tajuña, la más empinada sobre la roca, la que peor está conservada, y donde se alzan las casas de los propietarios actuales.

En el interior, simplemente las trazas de lo que se ve por fuera, y una curiosidad que todos refieren, aunque este autor no ha podido ver: el misterioso pasadizo, o escalerón en forma de caracol cuadrado, que desde el patio de armas profundiza en la roca y alcanza más de 7 metros de profundidad. ¿a dónde iba este pasadizo vertical? Es muy posible que bajara a un pozo manantial porque a ese nivel ande el freático abastecedor. De almenas, en los muros y torres, ninguna queda. Y de escudos, adornos, gallardías y pendones, nada de nada. Pero la historia y el aspecto de Casasola bien merecen una visita.

La historia de Casasola

Casasola fue territorio que desde la Reconquista y posterior repoblación perteneció a la Comunidad de Villa y Tierra de Segovia, que se extendía mucho más allá de los puertos y cumbres del Guadarrama, hacia el sur. Madrid mismo fue primero aldea y luego villa de esa Comunidad. De ella recibía la ley (el Fuero segoviano) y a ella pagaba los impuestos. Hay un documento de 1302 que menciona a Casasola como término independiente de los anejos de Bayona y Chinchón, hoy villas enteras circundantes, formando todas ellas en el sesmo de Valdemoro, de dicha Comunidad. En las “Ordenanzas de la población de Segovia” se menciona Casasola, que aparece en la historia como propiedad de un caballero segoviano, Juan de Contreras el Viejo, que se hizo con el lugar no se sabe muy cómo.

La construcción del castillo se debe a aquella época, primera mitad del siglo XV. De entonces han quedado documentos en que los vecinos del término se quejaban ante el concejo segoviano, porque “les prende a los vecinos los ganados, y les impone a estos pe­nas desaguisadamente sin atenerse a la ordenanza de la ciudad de Segovia». En todo caso, por el aspecto de la fortaleza y su situación, hemos de pensar que ejerció más bien la misión de vigilancia, a la entrada del valle del Tajuña, tan transitado, teniendo su dueño el poder de controlar pasos de ejércitos y mercancías.

La hija de Juan de Contreras vendió los terrenos y el castillo de Casasola a Diego Arias Dávila, conde de Puñoenrostro, inte­grándose el edificio, a partir de la segunda mitad del siglo XV, en la órbita señorial. A partir de entonces se transmitió a sus descendientes con todas las propiedades que esta familia tenía en las tierras del Sur de Madrid. Edward Cooper, en su conocido estudio sobre los “Castillos señoriales de Castilla”, dedica un buen estudio al de Casasola, del que aporta dos fotografías de comienzos del siglo XX, una de ellas el curioso pasadizo vertical que pudo ver. Sus informaciones las extrae de un estudio previo hecho por el marqués de Lozoya, que era (además de un gran historiador del arte castellano) heredero directo de ese primer fundador del castillo alcarreño. Y el marqués nos cuenta, basándose en dos obras inéditas del siglo XVII, la “Genealogía Historiada de los Contreras” de Juan de Diego de Colmenares y las “Noticias Genealógicas del Linaje de Segovia” de Juan Román y Cárdenas, que fue el caballero segoviano Juan de Contreras quien haciendo uso de su influencia sobre los órganos de poder de Segovia, decidió instaurar un nuevo señorío en la zona del Tajuña.  La construcción de la fortaleza fue muy rápida, y los de Chinchón se quejaron al príncipe de Asturias (el futuro rey Enrique IV, señor de Segovia a la sazón) en la que relataban la situación sobrevenida por la llegada de Juan de Contreras, quien «puso fortaleza», que «hoy es enhiesta».  En la misiva hacían referencia a protestas anteriores.  El príncipe contestaba en diciembre de 1449, recomendando al concejo atajar por todos los medios los desmanes de Contreras. 

La posesión de Casasola por los Contreras se mantuvo durante dos generaciones: Blasco de Contreras, hijo de Juan y de María de Guzmán, reunió bajo su persona hasta cuatro señoríos: Puebla de Orcaxada, Alcobendas, Bayona (Titulcia) y Casasola, y actuó como capitán de las tropas que tomaron el castillo de Perales de Tajuña por orden de Enrique IV. Metido en prisión este don Blasco por haberse puesto del lado de Isabel la Católica en las guerras civiles castellanas, obligó a su hija a vender la fortaleza y señorío al Conde de Puñoenrostro, Diego Arias Dávila, en 1523.

En 1648 se creó el Marquesado de Casasola en favor de los Dávila. Otra leyenda o conseja que corre por los papeles es la de que este fantástico castillo sirvió en 1869 como lugar secreto para las reuniones de los partidarios de la Restauración borbónica en la persona de Alfonso XII. Ello supone que en esa época aún estaría el castillo en condiciones de habitabilidad. Antes de la Guerra Civil fue propiedad de la duquesa de la Conquista, aunque al parecer ya nunca fue habitado. Después ha pasado por varias manos hasta llegar a las de sus actuales propietarios.

Apunte

Lagunas de Casasola

En las inmediaciones del castillo de Casasola, y en las orillas del río Tajuña, que anda por aquí en valle todavía recogido y estrecho, se pueden visitar también unas zonas de interés ecológico, como sos sus lagunas, protegidas actualmente. Una es la Laguna de San Galindo y otra la de la Espadaña, situadas en las márgenes del Río Tajuña, formadas por láminas de agua y extensos carrizales. Cuentan con un soto que es uno de los núcleos arbóreos más importantes de este tramo del Tajuña. Viven en ellas importantes poblaciones de aves migratorias y nidificantes.

A los pies del castillo se ve la Laguna de Casasola, que consiste en un carrizal que rodea una pequeña cubierta de agua dulce, de carácter temporal, reduciéndose la vegetación arbórea a algunos frutales, carrizo y juncos. Aunque no atrae a gran número de aves, destaca un dormidero de estorninos y la presencia de aves palustres y anátidas, que la ocupan en ocasiones de tiempos húmedos.

Viaje a la sierra por Almiruete

 

Museo del Carnaval

Se agradecen las temperaturas que en los altos serranos de nuestra sierra del Ocejón se disfrutan estos días. En la caída pizarrosa del gran monte, en su vertiente oriental, en un escalofrío del terreno, entre arboledas y jarales, aparece encantador Almiruete, como un sueño de sencillez y silencio. Por las calles corren arroyos, que bajan desde el alto cerro, y sus edificios mantienen el rigor solemne y colorista de siglos pasados, huellas de una época de aislamiento y pobreza, pero hoy evidencia de un buen cuidado urbanismo, presto a mostrar al viajero las formas de vida antañonas.

Almiruete se encuentra en plena “ruta” de la Arquitectura Negra de la provincia, que cada vez acapara la atención de más viajeros y excursionistas. Estos días se encuentra pleno de visitantes y gentes que tienen allí su casa, a la que sacan el provecho de estas jornadas veraniegas en las que hay que echarse hasta manta por las noches.

El atractivo añadido de Almiruete, desde el año pasado, es su Museo del Carnaval, situado en un viejo edificio pizarroso. En él se celebran actos culturales en verano, como el “Curso de Pintura sobre Seda” que tuvo lugar el pasado mes de julio, o la “Jornada de Amor al Libro” que va a celebrarse el próximo jueves 23 de agosto a las 7 de la tarde.

Llegamos a Almiruete

Pasado Tamajón, al que se sube suavemente desde la honda y ancha vega del Henares, y camino de la Sierra de Valverde, llegamos pronto a Almiruete. Hay que desviarse un kilómetro para, subiendo una cuesta empinada, entrar en las estrechas y umbrosas calles de esta antigua villa. Lo que encanta al viajero, y para muchos es el mejor recuerdo que les queda de su visita, es el aspecto paisajístico, el ámbito de postal en que se asienta. Por la empinada ladera cuelga el caserío, mezclados sus edificios con las arboledas. Las casas, plenamente encuadradas en la tipología constructiva de la “arquitectura negra” están construidas a base de muros de mampostería de cuarcita aglomerados con barro, siendo más abundantes en las cubiertas las pizarras que las tejas, aunque hay de los dos tipos.

Las mejores edificaciones, y las que se han construido modernamente a imitación de las antiguas, son de dos plantas y cámara alta, con un pequeño balcón abierto en la fachada y en algunas la puerta principal protegida con un porche de madera. Las más pequeñas, humildes, o simples edificios auxiliares, son de una sola planta, estando precedida a veces la edificación de un corral pequeño que, a los lados del portón, deja ver dos mínimas casetas que se corresponden al alojamiento de los cerdos (la corte que llamaban) y al almacenamiento de la leña.

Las viviendas se agrupan en manzanas que escoltan al principal arroyo que surca el pueblo. Pero en la parte más alta también las casas se unen en conjuntos abrigados, por lo que Almiruete puede considerarse formado por tres grandes espacios urbanos, como son los dos que se forman a ambos lados del arroyo central, y la parte alta. Dentro de cada uno de ellos, hay pequeñas calles y espacios que no pueden llegar a recibir el nombre de plazuelas. Al inicio del barrio alto, está la iglesia, obra de finales de la Edad Media, con una puerta de arco semicircular decorado con bolas en el muro de mediodía, y una esbelta espadaña, espectacular, sin duda lo mejor del patrimonio artístico del lugar, que remata en cúspide triangular con tres huecos para las campanas. Una cornisa de ovas talladas sobre el recio sillar, aportan a este templo un aire medieval indiscutible.

La arquitectura negra de Almiruete

Un gran libro que editó la Junta hace algunos años, dedicado a la Arquitectura Negra de Guadalajara, y dirigido por Eulalia Castellote, aporta una serie de referencias técnicas a propósito de la arquitectura peculiar de este pueblo serrano, que quiero aquí transcribir y comentar, porque es ello, sin duda, el mayor atractivo que ofrece al viajero este pueblo. Al menos, al que va en volandas mirando sierras y espacios entrañables.

Nos cuenta Castellote que “los materiales empleados en la construcción de los muros de mampostería de cuarcitas y calizas aglomeradas con barro, [que constituyen el alma arquitectónica de sus edificios] en muchos casos se encuentran revestidos de yeso. Las cubier­tas son a dos aguas, con la ca­racterística en las edificaciones grandes de la realización de un tercer faldón, de reducidas di­mensiones respecto a los otros, y fundamentalmente de adorno, para achaflanar el encuentro de las dos aguas en la fachada principal, y proteger el balcón central de esta fachada”. Es ese un detalle constructivo muy espectacular, muy común en el resto de los pueblos de la Sierra del Ocejón.

“La car­pintería es siempre de madera, que también es utilizada para la estructura de un pequeño por­che en la puerta principal”. Van quedando pocos porches en Almiruete, porque los nuevos edificios, que se están construyendo conforme a la tradicional estructura serrana, prescinden habitualmente de él. “El sis­tema de construcción es el tradicional de estos pueblos con muros de piedra y entramados de madera en el interior. En ge­neral, se produce un predomi­nio del volumen sobre la altura, siendo las edificaciones de una gran dimensión en planta. Exis­ten algunos ejemplos de vivien­das tradicionales de dos plantas y cámara con pequeño balcón, al igual que viviendas de una planta”.

En todo caso, Almiruete es un verdadero museo de arquitectura negra, tanto para los veteranos estudiosos de la arquitectura popular española, como para los viajeros fortuitos que acuden a verlo porque está en los libros de rutas, y cada vez se habla más de él. En ese sentido, y acabo con las referencias técnicas dadas por la profesora Castellote Herrero en su libro, “las viviendas tienen un claro predominio del muro so­bre los vanos. En los muros, le­vantados con piezas irregulares, se suelen utilizar los sillares de mayor tamaño para reforzar las esquinas. Las cubiertas están realizadas con lajas de pizarra, también de piezas irregulares colocadas a la manera tradicional y con caballetes paralelos a la fachada. Apenas existen elementos auxiliares o decorativos exteriores, salvo el mencionado chaflán de cubierta para proteger el balcón central y el pequeño porche de la puerta principal. Las ventanas, de pequeño tamaño, se resuelven con cargaderos, peanas y jambas de madera”.

El Museo del Carnaval

Otro de los atractivos que añade Almiruete al visitante es su nuevo “Museo del Carnaval” que se inauguró el pasado año, y ahora se mantiene abierto los fines de semana, durante el buen tiempo, para que los visitantes puedan admirar las piezas en él recogidas que hablan de los mil y un detalles de su fiesta más universal, y que le hace ser conocido en amplios ámbitos del folclore castellano: las botargas y mascaritas de Almiruete.

En un recuerdo sucinto de esa fiesta, que tiene lugar la tarde del sábado anterior al Carnaval, podemos recordar cómo desde un alto cerro en las afueras, al que llaman La Linde, y a primera hora de la tarde, unos 25 hombres ‑los botargas– revestidos de blanco (pantalones y camisa), con el pecho y la espalda cruzados de cintos negros, colgando de su cinturón grandes cencerros que hacen sonar rítmicamente, con una careta diferente cada uno, y cubierta la cabeza de un gorro floreado a modo de mitra, bajan en fila de uno, despacio, haciendo resonar la atmósfera con sus cencerros, y aparecen por las calles altas del pueblo golpeando sus bastones rítmicamente sobre el suelo. En la plaza se encuentran con las mascaritas, otras tantas chicas vestidas de blanco, con mantón de Manila, gorro grande y cara tapada por pañuelo blanco en el que van pintadas caras de gatos, de ratón, de conejo, etc. Emparejados ambos grupos, recorren las calles del pueblo. Una tercera vuelta la hacen los botargas con la cabeza tocada por gorro negro. Al final, las mascaritas lanzan pelusa a los asistentes.

En esta fiesta, multicolor y sonora, aunque casi siempre sumida en el gris atardecer de un día helador, si no nevado, aparece también la vaquilla, un mozo o casado, oculto por una gran manta negra, provisto de unas amugas sobre los hombros en las que se pone una cornamenta de toro con la que embiste a botargas, mascaritas y chiquillería. Al anochecer se encienden fogatas, se asa carne y se come con vino, tratando de calentar el gélido ambiente serrano. Al final del día, los protagonistas recorren el pueblo, una vez más, recogiendo el somarro que les ofrecen los vecinos.

Apunte

El Museo del Carnaval abre los sábados, y concretamente mañana 18 de agosto y el próximo jueves 23 de agosto, en que se celebrará una exposición complementaria de Libros sobre Almiruete y las sierras de Guadalajara, así como una conferencia sobre “Almiruete en los libros” con proyección de diapositivas. Para Llegar hay que tomar desde Guadalajara la carretera CM 101 que por el valle del Henares llega a Humanes, y desde allí la CM 1004 que sube hasta Tamajón, para seguir, desde un cruce a un kilómetro de este pueblo, por la derecha hacia Valverde. Enseguida se ve a la izquierda, colgando de la montaña, Almiruete. Para Dormir, se puede hacer en la Casa Rural Las Peonias, en el mismo Almiruete (949 823 002), o en La Posada del Abuelo, ubicada en los alrededores de Almiruete (657 082 150). En Tamajón hay más oferta de alojamiento, pudiendo escoger el Hotel Rural Tamaya (949 859 187) o cualquiera de las varias Casas Rurales de esa villa. Para Comer, debe hacerse en el cercano Tamajón, donde aconsejamos el Restaurante “La Tienda de Tamajón” (949 859 022) a la entrada de la localidad, o el Restaurante Asador Camping, algo retirado del pueblo (949 859 174). Para más Información, imprescindible el libro de Nieto & Alegre “Guía de la Arquitectura Negra de Guadalajara”, de AACHE Ediciones.

El patrimonio raro de Sacedón

El "rollo Trujillo" en Sacedón está colocado sobre el punto desde el que se divisan las aguas de los embalses de Entrepeñas y Buendía al mismo tiempo. Reproduce con exactitud de formas y tamaño el rillo de la ciudad extremeña de Trujillo.

Hace ahora cuatro años que, junto a María Jesús Moya Benito y Jesús Mercado Blanco, pusimos en ronda de lecturas una “Historia de Sacedón” que dio materiales escritos suficientes como para alzar un libro de 384 páginas, y que devolvió a la villa alcarreña la memoria de sus gentes antiguas, de sus avatares y esencias.

En estos días de viaje y vacación, para quien quiera cercarse hasta la orilla del pantano, y disfrutar de sorprendentes piezas de un patrimonio “raro” por lo infrecuente y desconocido, van estas líneas que recuperan algunas páginas de aquel libro, y que dan pie para el asombro y la curiosidad satisfecha.

El puente romano

Es así como llaman en Sacedón al puente que sirve para cruzar el río Tajo, hoy aguas debajo de la presa de Entrepeñas. No es romano, porque sabemos que, durante la Edad Media, en ese punto existía una barca que permitía el cruce del río por ese primitivo sistema. Y que fue exactamente en 1461, cuando los concejos de Auñón, Pastrana y Fuentelencina pusieron dinero para construirlo, pues ellos lo necesitaban para poderse comunicar con la comarca de la orilla izquierda. Sacedón no colaboró entonces, porque al ser aldea de Huete y estar muy esquilmada por los estragos que había realizado en la comarca el caballero “Carne de Cabra”, no tuvo capacidad para contribuir.

Es este un puente que pone en comunicación los términos de Sacedón y Auñón. En las Relaciones Topográficas del siglo XVI, decían los de este pueblo que “en la dicha ribera del Tajo… ay una puente de cal y canto que tiene tres arcos, el de en medio es grande y los dos son pequeños”.  A comienzos de ese siglo XVI se empedró y reparó, añadiéndole tajamares. En 1556 se mantenía en perfecto estado y se le añadieron pretiles en la entrada y salida, para evitar accidentes.

Sufrió grandes desperfectos en las guerras de Sucesión, Independencia y Carlistas, pero en el siglo XIX volvió a reconstruirse en estilo tradicional. Tras la construcción de la presa, ha quedado prácticamente en desuso y ha comenzado a resentirse por no recibir los necesarios arreglos. Su longitud es de 88 metros y el ancho es de 11 metros en su parte más amplia, con 3,40 metros de calzada. La altura del ojo central sobre el nivel del agua es de 17 metros. Todo un hermoso ejemplar de puente alcarreño.

El Rollo Trujillo

Se encuentra este monumento en un altozano de un bosquecillo, junto al inicio del camino que baja hacia La Isabela y muy próximo a la carretera que va de Sacedón a Buendía. Está colocado en el punto exacto en el que se ven perfectamente los dos pantanos, el de Buendía y el de Entrepeñas. Debe su nombre a que es una reproducción exacta del rollo de justicia de Trujillo (Cáceres) y se construyó cuando acudió a la inauguración de los pantanos el Jefe del Estado General Franco, para que desde allí se inauguraran oficialmente.

Construido y labrado en piedra de magnífica calidad, tiene una altura total de 10 metros desde su base, más 1,20 metros de escalinatas y un gran plinto de 2,25 metros de altura, lo que le confiere una esbeltez singular. Es visible desde larga distancia. Aparecían dos cartelas a mediodía y a norte: en la primera se leía “Bvendía” y en la segunda “Entrepeñas”. En las otras dos cartelas, que miraban respectivamente a levante y poniente, ponía “tanto monta 1487” en la primera, y “19 de julio de 1957” en la segunda. El escudo heráldico de los Reyes Católicos aparece en la altura tallado con toda nitidez.

Es este un singular monumento de Sacedón que debería estar centrando un parque o espacio de paseo, pues su belleza arquitectónica bien lo merece.

La Mariblanca

 La estatua de mármol blanco, que hoy preside un jardincillo bajo los muros septentrionales de la iglesia parroquial, se trajo del Real Sitio de La Isabela cuando este fue inundado por las aguas. Su origen está en una “soberana resolución” de Fernando VII, que tras la petición del administrador del balneario de que se facilitara una estatua para colocarla en la fuente de la plaza principal del Real Sitio, en Madrid decidieron enviar una estatua que se guardaba en el Museo del Prado “de cinco pies de altura de mármol blanco de Genova que representa la Victoria, la cual es de poco mérito, pero que se halla en excelente estado”. Así llegó a ser colocada en La Isabela en 11 de junio de 1831. Hacia 1957 se trajo al lugar de Sacedón donde hoy se encuentra. Sus medidas son de 1,40 metros de alto por 0,55 de ancho, con un pedestal de 1,77 de altura, lo que le confiere al conjunto  una altura total de 3,17 metros.

Las neveras

También llamadas “pozos de la nieve”, fueron unas curiosas edificaciones destinadas a producir hielo para usar durante el verano en la conservación de alimentos, a partir de la nieve caída y guardada en algunos escasos días del invierno. De estos edificios, populares cien por cien, han quedado muy pocos ejemplares en toda la Alcarria. Pero en Sacedón tienen la suerte de contar con algunos magníficamente conservados, y que paso ahora a recordar y describir, recomendando, por supuesto, su visita y conservación como verdaderos monumentos que son, rastros de la vida en tiempos pasados.

El más llamativo y mejor conservado, muy accesible, es el que se encuentra a la izquierda de la antigua N-320, pasado el Camping. Construido con mampostería de piedra caliza, se trata de un edificio hueco que tiene una altura de 6 metros y se cubre de una bóveda puntiaguda que le confiere un aspecto cónico al exterior.  Las piedras del interior se unen con capa de yeso compacta. Este espacio tiene dos huecos de entrada, de 1,60 metros de altura y 90 cms. de ancho. El interior era una especie de hondo pozo, de 10 metros, (a veces llegaba a tener 15 metros) de profundidad.  La utilización de las neveras era como sigue: Desde el exterior, por los vanos, se echaba en paladas la nieve. Era la que había caído en las cercanías, o la que se traía desde los altos, en carros y caballerías. En documentos de La Isabela se nos dice que hacían charcas de agua al lado del río para que se helaran. Otros dos hombres, en el fondo del pozo, iban extendiendo y apisonando la nieve, formando un gran bloque macizo. Por cada medio metro de espesor de la nieve helada, se ponía una capa de paja, que al hacer de aislante, conservaba ya indefinidamente la nieve a baja temperatura.

En el verano, cuando se necesitaba el hielo, volvían a bajar un par de vecinos, extrayendo el hielo a golpe de pico, metiéndolo en un serón y avisando para que los que estaban fuera lo sacasen. Este sistema de polea subiendo y bajando el serón con nieve y hielo, pendía de un palo central atravesado en la bóveda. Las operaciones se hacían durante la noche, o al amanecer, para evitar el deshielo.

Otra nevera existió en Sacedón, situada en el paraje de “La Olmedilla”, que se ve cuando bajan las aguas del pantano. Está también muy bien conservada.

Finalmente existe otra en el término de la Isabela. Según los documentos que se conservan, fue construida en 1830, para atender las necesidades de hielo en el balneario, durante el verano. La llamaron el “Pozo de la Nieve” y estaba en la parte más alta de la población, a 1,5 Kms. del caserío, en “Las Majadillas”. Consta de “un vaso cilíndrico de fábrica de mampostería cubierto por una bóveda hemiesférica”. También se conserva en perfectas condiciones, por lo que podemos decir con verdadero orgullo que los tres ejemplares de neveras que quedan en Sacedón son de lo mejor de toda la provincia en punto a arquitectura popular de esta temática.

Apunte

La Santa Cara de Dios

La advocación que Sacedón reconoce como patrona de la villa es nada menos que la “Santa Cara de Dios” o Santa Faz. Su origen es la aparición milagrosa de una pintura que entonces se interpretó como el retrato de Dios en una posada en la que un sacrílego dio puñadas sobre los muros, en fecha exacta de 29 de agosto de 1689. En torno a la pintura milagrosa se construyó un altar, una capilla, y luego un santuario, que es lo que hoy vemos.

Las fiestas en honor a este milagroso aparecimiento empezaron a celebrarse desde entonces.  Normalmente transcurrían el 29 y el 30 de Agosto, pero, sobre todo a partir del siglo pasado, se fueron alargando en días. Y finalmente hoy se extienden desde el 28 de agosto al 3 de septiembre. Tomó mayor fuerza esta fiesta a raíz del 2º Centenario de la aparición del Santo Rostro, en 1889. Así es que todo el mundo preparado, porque las fiestas de Sacedón, hoy centradas por la devoción a la Santa Cara y la pasión por la fiesta de los toros, están a punto de llegar.

Puentes sobre aguas escasas

Puente sobre el río Tajuña, en Anguita

 

Los puentes de hoy, los que brincan por encima de los ríos de nuestra provincia, ven pasar a sus pies unas más bien escasas aguas. Pero en los tiempos en que fueron hechos, la generosa acometida regular de las lluvias hacía crecer los ríos y a estos, a los puentes, les daba razón de ser y acúmulo de agradecimientos.

El repertorio de los puentes guadalajareños es muy numeroso. Los hay de madera, de hierro y de piedra. Los hay que tienen la huella palpable de su construcción romana. Los hay árabes, medievales, renacentistas y barrocos. Los hay particulares y públicos. Los hay de un solo ojo y de muchos, de muchísimos ojos. En fin: que un elemento patrimonial, de los bonitos, variados y entretenidos con que cuenta nuestra provincia, el puente, tiene mucho que ver y que decir. Vamos a ello.

La mirada de un arquitecto

En la pasada primavera apareció un libro, editado por el Colegio de Arquitectos de Guadalajara, que ha pasado un tanto desapercibido para la auténtica importancia que tiene. Tanta, que quiero aquí elogiarle y ofrecer en imagen y memoria algo, muy breve, de lo mucho y bueno que trae dentro.

José Enrique Asenjo Rodríguez, su autor, es arquitecto, y durante años ha ido paseando su mirada, sus estudios y sus viajes sobre las suaves jorobas de los puentes alcarreños. De tal manera, que, apoyado en un denso acúmulo de documentación obtenida en los archivos de la Diputación Provincial e Histórico Provincial, y rescatando del olvido planos, fotografías antiguas y memorias de viejas crónicas, ha conseguido materializar su enorme información en este libro que ahora disfrutamos.

La mirada con que se materializan estos cincuenta puentes que estudia es la de un arquitecto, la de un profesional que se fija en formatos, dimensiones, calidades, novedades técnicas, estado de conservación, reformas, y un largo etcétera de cuestiones que a todos nos interesan, al menos para tener un acopio de datos cuando vayamos a disfrutar del lugar, de la segura fresca alameda que rodea al puente que sea nuestro objetivo. Pero esa mirada es fructífera y salva cualquier aridez de la información aportada. Y nos entrega imágenes, fechas, nombres y avatares en una vitrina que se alza ante nosotros perfecta y novedosa.

El puente o viaducto de Entrepeñas

Quizás el puente más grande que hoy existe en la provincia de Guadalajara sea el viaducto sobre el embalse de Entrepeñas, entre los términos de Chillarón y Durón, y que se construyó en los años cincuenta del pasado siglo, al tiempo que se concluía la presa de Entrepeñas entre Auñón y Sacedón. De este puente, del que se aporta una fotografía en el libro de Asenjo, existía un proyecto primitivo que venía de 1936, y que firmaron los ingenieros Longinos Luengo y Rafael Ureña, que proyectaba un puente de siete arcos con pilares muy elevados, de 45 metros de altura, pero que no llegó a hacerse debido al estallido de la Guerra Civil en los meses inmediatos. Del que sí se hizo, y hoy vemos (en fotografía adjunta de hace un mes) tenemos por seguro ser el más atrevido con 13 arcos semicirculares y dos ovalados centrales, del que el autor no aporta datos técnicos pero que sin duda es el más espectacular.

El puente colgante sobre el Henares

Quedan hoy en Guadalajara algunos puentes colgantes, mínimos y primitivos, en los arroyos de la Sierra Norte y en el Tajuña. Pero lo que muy poca gente sabe es que hay uno de este tipo sobre el Henares, en la Finca de la Acequilla, en terreno privado. Dos torres de hierro colado y muy decorado, ancladas en las orillas, mantienen unos largos cables metálicos de los que penden otras tiras de metal que sujetan en pavimento, de madera. Pasar por él supone el vértigo de lo que oscila en la altura. En una de las torres se lee esta inscripción “Lo hizo D. Valeriano Madrazo Escalera en 1879”, por lo que al tal puente azudense (en término de Azuqueca está) se le imputa una edad de casi 130 años, que los ha aguantado impertérrito.

El puente no medieval de Cañamares

La localidad serrana de Cañamares, que lleva el nombre del río que la atraviesa, tiene para salvar las escasas aguas de ese curso un puente monumental, y hermoso, que todo el que lo ve piensa es medieval, con un montón de siglos a las espaldas. Sus gruesos apoyos o tajamares, sus amplios arcos, la inclinación de sus rasantes de modo que le hacen ofrecer una acentuada joroba en su centro, y la piedra arenisca rojiza con que está construido hace pensar en ese origen medieval. Pero Asenjo demuestra en su estudio que este puente fue construido a finales del siglo XVIII, por la Real Administración de Carlos III, y que luego fue reparado por la Diputación Provincial en varias ocasiones a lo largo del siglo XIX, siendo la última de esas reparaciones en 1952. En cualquier caso, bien merece una visita este puente, que es de los pocos que ofrecen un aspecto uniforme, homogéneo, perfecto desde su origen. Quizás, todo ello, por lo poco utilizado que ha sido.

El puente románico de Molina

Este sí que es medieval, el de Molina de Aragón. El autor de este libro nos da los datos técnicos esenciales: longitud de 28 metros, ancho de 5,80 m., un arco central, muy abierto, de 8,30 metros de luz con una flecha de 3 metros. Y, sobre todo, y eso es lo que lo define como plenamente medieval, unos tajamares que ascienden hasta los pretiles, macizos y labrados en piedra. Airoso al mismo tiempo que rústico. Fuerte y poético, el puente románico de Molina es, quizás, el más bonito, el más figurativo de la provincia, con un cuerpo pétreo que impone de rotundidad y un alma de cantares y recuerdos cidianos.

Otros puentes medievales

Pero sin duda hay otros puentes en nuestra provincia que son de construcción medieval, y su aspecto así lo delata todavía. El más antiguo, posiblemente (después del romano de Murel, en término de Carrascosa de Tajo) es el de la capital, el de la Wad.al-Hayara califal, mandado construir por Abderramán III en el siglo X de nuestra era. Desde remotos tiempos en el lecho del río se pusieron enormes losas talladas, que aún se conservan, y sobre ellas se construyó este puente, que ha ido sufriendo derrumbamientos por vejez, avenidas del río y guerras, pero que aún hoy conserva su aire morisco y su vetustez. Consta de varios arcos apuntados, y en el centro del río, contra corriente, avanza un fortísimo espolón o estribo que remata en varias hiladas de sillería en degradación, y sobre él aparece un «arco ladrón» en herradura, que llaman el ojillo para dar salida a las avenidas impetuosas. Tuvo originariamente una alta torre en el centro, y al parecer otra en el extremo opuesto a la ciudad. Fue remodelado en época cristiana, sufriendo numerosísimas reformas a lo largo de los años. Del extremo sur, el que da a la población, arranca en zig‑zag la pontezuela que se dirigía hacia el barranco del Alamín, y cruzándolo, seguía camino por la margen izquierda del río (el camino salinero) sin necesidad de subir a la ciudad. En el fondo del puente se levanta un monolito pétreo en el que se ve borrosa leyenda explicativa del arreglo que de este puente hizo Carlos III, tras su derrumbamiento en 1757 por fuerte inundación. Es su imagen deteriorada y pintarrajeada la que sirve de portada al libro de Asenjo Rodríguez. Fue el arquitecto montañés Juan Eugenio de la Viesca quien se encargó de llevar adelante la obra de restauración. En el siglo pasado se le privó del pretil de piedra y la chepa central que aún, tras las muchas reformas, le confería un verdadero aire medieval, hoy ya perdido.          

Otro impresionante es el de Beleña, que cruza el río Sorbe por un solo ojo que se mantiene a respetable altura sobre las aguas límpidas del río serrano. Visto desde lo alto del pueblo y su castillo, su imagen zigzagueante y pétrea nos hace recordar los momentos de la llegada de comitivas de arrieros desde lejanas tierras.

Y el mejor, quizás, por lo grande y bien conservado, sea el de Auñón  Que fue construido con los impuestos de todos los pueblos y aldeas del contorno, desde Pastrana hasta Sacedón. Tras servir durante siglos al paso del río Tajo de caravanas, ejércitos y viajeros, en la Guerra de la Independencia protagonizó una gran batalla entre las tropas napoleónicas y las partidas guerrilleras de El Empecinado. Hoy ha quedado fuera de los circuitos excursionistas y de carretera, y quizás por eso, a pesar de su aislamiento entre los bosques, esté mejor conservado y limpio.

 Otros muchos puentes podríamos seguir desvelando, animando a conocer, poniendo imágenes. Porque no son solamente los 50 que aparecen en este libro del Colegio de Arquitectos. Hay muchos más, y, sin duda, será una magnífica iniciativa desde el punto de vista turístico la de crear algunas “Rutas de los Puentes de Guadalajara” al objeto de mostrar paisajes, construcciones, memorias históricas y, en definitiva, esencias y raíces de nuestra tierra a quienes la quieran conocer y compartir con nosotros.

Apunte

 Puentes de la provincia de Guadalajara

Editado por el colegio de Arquitectos de Guadalajara, el libro que comentamos está escrito por José Enrique Asenjo Rodríguez. Consta de 278 páginas impresas la mayoría en color, con multitud de planos y fotografías, en tamaño folio y encuadernación en cartoné. La foto de la cubierta es una “foto denuncia” del estado en que se encuentra el monolito que se puso cuando Carlos III mandó restaurar el puente de Guadalajara. Se puede adquirir ya en las librerías de Guadalajara y por Internet, siendo su precio de 50 Euros.