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agosto, 2000:

El Madroñal de Auñón

Viajar por la Alcarria en verano es hacerlo de fiesta en fiesta, de virgen en virgen. Porque ahora se exalta a la Madre de Dios en sus jornadas festivas, y la devoción eterna, que subyace en todos los corazones alcarreños, por su Virgen María en advocaciones varias, se combina hoy con una progresiva imaginación a la hora de pasarlo bien, y de darle «kaña al body» que dicen los más in[petuosos].

No estará de más recordar hoy Auñón, su ermita y enclave del Madroñal, en lo alto del monte desde el que se divisa el valle del Tajo, hoy ocupado de las aguas remansadas de Entrepeñas. Y decir algo de ese lugar, de la devoción a su Virgen, de fiestas antiguas y jolgorios diversos.

Encontramos a Auñón como alzado en una cresta que otea vallejos que desde la meseta alcarreña bajan hacia el Tajo. Algo aislado de la nueva carretera hacia Cuenca, por mor de esa desviación que nos lo pone más rápido, pero también más «inhumano», el camino a Sacedón. Siempre que lo veo, en la lontananza, me recuerda un tanto a las «casas colgantes» de Cuenca. Aparte de su caserío típico, de sus calles estrechas y cuestudas, de su gran iglesia parroquial del siglo XVI, dedicada a San Juan Bautista, con su antiguo retablo plateresco, ya un tanto desmantelado, y de la capilla del famoso Obispo de Salona, don Diego de la Calzada, quien aunque no nacido en Auñón, quiso dejar constancia de su fama construyendo templo y fundando memoria en 1612, lambrequinada de pétreos escudos, nos queda quizás lo mejor, o lo más querido por todos: el espejo que está puesto en lo alto del monte, y en medio del pinar: la ermita de la patrona, la Virgen del Madroñal.

Memorias de milagros

En la «Relación» que los vecinos más viejos [y sabios] del pueblo, mandaron en 1579 a la corte escurialense, decían más o menos esto: Tenemos una ermita en término de esta villa, que se llama Nª Sª del Madroñal, que está a media legua de esta villa, en una montaña, sobre una peña, que se apareció sobre el tronco de una madroñera, y un pastor la halló, y se vino a dar noticia al Cura, Clérigos y Justicia de la dicha villa, y fueron con una solemne procesión a donde estaba en el tronco de la madroñera y consideraron y miraron que en aquel lugar donde se apareció no era a propósito para hacer la ermita; acordaron llevarla en procesión y con muy grande solemnidad a donde está ahora un humilladero, y la dejaron allí, y otro día vieron por la mañana que no estaba donde la habían dejado, que se había vuelto al madroño donde se apareció; volvió el Cura, Clérigos, y todos los vecinos de esta villa con otra procesión, y volvieron la imagen de la Virgen María al mismo lugar donde la habían dejado la primera vez, y otro día por la mañana la volvieron a hallar en dicho madroño a donde se había aparecido, habiendo dejado guardas para que la guardasen si por manos de hombres había sido vuelta al lugar donde se apareció, y guardándola hallaron que no por manos de hombres se volvía, sino por la voluntad de Nuestro Señor y de su bendita Madre; de manera que esta villa tomó tanta devoción que con esta Merced que Nuestro Señor nos hizo, que edificaron los de aquel tiempo una ermita dedicada a Nª Sª que dicen del Madroñal, que la dicha imagen está sentada en el mismo tronco de la madroñera y su retablo alrededor de Ella con muchos misterios de Santas y Vírgenes… La ermita es grande iglesia que podrá servir para más de cuatrocientos vecinos; tiene grandes aposentos, por que es muy frecuentada de gente de esta comarca y de otras muchas partes por la gran devoción que con la dicha ermita tienen y milagros que en ella han acontecido. Tiene una huerta y jardines, que la tierra de ellos es llevada por manos de hombres, porque se puso encima de una peña lisa, y así criado árboles maravillosos en ellos, como son morales, manzanos, ciruelos, granados, y mucha  cidra, jazmines, violetas, lirios, higueras y parras. Todos  los árboles llevan maravilloso fruto, cada uno de su natural…

Exaltación de una tradición y una memoria que fue transmitiéndose de padres a hijos. El caso es que ahí está: no es de ayer, sino que ya en el siglo XVI la tenían por vieja tradición, por cosa salida de las incertidumbres del pasado. La construcción de la ermita parece ser que puede fecharse a mediados del siglo XII. El Padre Manrique, cronista de la Orden del Cister, dice que fue en 1140 cuando se asentaron allí los primeros pobladores monacales, dos monjes cistercienses venidos desde Francia, de un monasterio conocido como Scala Dei, llamados Fortunio Donato y Hermelín Bueno, aunque por considerar el sitio de mala condición vital, lo dejaron abandonado y se trasladaron al otro lado del río Tajo, donde pusieron las primeras piedras de lo que con los años llegaría a ser el gran monasterio alcarreño de Monsalud. Lo que sí es cierto es que a mediados del siglo XIII pertenecía el lugar de Villafranca, dentro del cual se encontraba la ermita del Madroñal, a los monjes de Monsalud.

Teniendo en cuenta que la actual ermita está construida hacia el siglo XV, podemos adelantar que nada queda de la primitiva construcción. Tampoco puede hacerse otra cosa que conjeturar en cuanto al aspecto que tuviera la imagen de la Virgen: sería sin duda una talla románica, bellísima y policromada, al estilo de las que a miles por Castilla se veneraban en los templos. Las guerras y los odios la borraron del mapa, y tras la contienda civil del 36/39 nada quedó de ella… La actual imagen, comprada tras la Guerra, es escayola y lleva mantos valiosísimos cubriendo su esencia material. Se rodea, eso es seguro, de las oraciones, cantos y amores de las gentes de Auñón, y eso es el mejor vestido que nadie puede llevar. ¿Los milagros? Seguro que sigue haciendo porque la Fe mueve montañas, y si alguien dice ¡Quiero! se cumple si además encuentra la ayuda de la fe en los momentos difíciles.

Fue el XVII un siglo glorioso para la Virgen Madroñera, puesto que en él se acometieron importantes obras en la ermita, como su ampliación, la terminación y embellecimiento de las edificaciones del entorno, el dorado del retablo, la ampliación del ajuar de la Virgen llegando a contar con diez vestidos y tres mantos, la constitución de algunas fundaciones para que residiese en el mismo santuario un capellán, que celebrase la Misa todos los Domingos y días de fiesta, extendiéndose la devoción a la Virgen del Madroñal hasta lugares tan lejanos, relativamente, como la villa de Jadraque, donde se sabe que existían, en ese siglo, fincas propiedad de la Virgen auñonera.

La ermita del Madroñal

La ermita del Madroñal asienta en lo alto de unos riscos que dan sobre el curso hondo del Tajo, en un rellano de la abrupta montaña, en la margen derecha del gran río, y entre espesos bosques de pino, roble y encinas, aparece el edificio de la ermita, construido como hemos dicho a principios del siglo XVII, lo mismo que las edificaciones que la rodean, formadas por casa del santero, albergue­ría, y un patio anterior con fuentes, arboledas, formando un conjunto encantador, de increíble belleza, que inspira una profunda sensación de paz a quien lo contempla. El interior de la ermita, que es de grandiosas proporciones y tiene un retablo barroco con cama­rín posterior, es interesante, especialmente por las muestras que el fervor popular ha ido dejando colgadas en sus paredes, en forma de ex‑votos, cuadros relatando milagros, etc.

Cuando hoy se habla del patrimonio natural, ecológico, medioambiental, y paisajístico de Castilla-La Mancha, pocos se acuerdan de este lugar del Madroñal, en Auñón. Pero yo lo pondría a la cabeza, entre los más destacados anaqueles de ese muestrario de bellezas naturales de nuestra provincia y región. Un lugar al que merece ir, de vez en cuando, a encontrar las razones verdaderas, firmes, por las que uno ama a su tierra, y la prefiere a cualquier otra.

Sigüenza, medieval & eterna

Estalla estos días la ciudad de Sigüenza en el color y el ruido de sus fiestas patro­nales. Y lo hace con la misma alegría de siempre, con la fuerza que la caracteriza. Es por esto, y ese este el momento, en que para ella evocamos algunos aspectos y facetas de su pasado antiquísimo. Por aquello de poner un tanto de contrapunto a la bullanga del hoy: aires del ayer enfrente.

Tiene Si­güenza, como núcleo urbano, varias caras, todas ellas a cual más interesante, y que de un modo u otro han sido puestas de mani­fiesto por escritores y comentaristas. Por una parte, su rango multisecular de burgo cabeza de una diócesis, señorío durante largas centurias de unos obispos omnipotentes. Por otra, asiento del arte hispano en sus más característicos estilos y formas. Y aún, en un sentido más moderno, ciudad eminentemente de atractivo turístico, por la voluntad de sus habitantes de mantener y defen­der a toda costa esos valores históricos y artísticos que la confieren rango y categoría únicos.

Otro aún es su valor o faceta de subido interés: el de Sigüenza como ciudad; como burgo corazón de un territorio, en el que se concentra una población, unos servicios y unas funciones que le confieren supremacía sobre las villas y aldeas que la circundan. Esa función de Sigüenza como ciudad fue analizada en otros aspectos secundarios por diversos investigadores hace ya algún tiempo. Así, Terán estudió su tipología constructiva y la división del burgo en barrios y funciones. Blázquez ha hecho un análisis cuidadoso de su funcionalismo ciudadano desde la neofun­dación en el siglo XII por los obispos aquitanos; Martínez Taboada ha indagado sobre el desarrollo y estructuración progre­siva de barrios, calles y funciones a lo largo del tiempo. Davara nos ha presentado su visión completa de la ciudad mitrada como objeto que recibe y emana mensajes comunicativos. Peces ha puesto de relieve sus mil valores, y entre otros los heráldicos. Nosotros mis­mos, en fin, hemos desarrollado una obra (un pequeño libro) que toca al especto de Sigüenza como ciudad medieval fundamentalmente.

Esencia del Medievo

Todos estos aspectos urbanísticos, sociales y geográfi­cos se imbrincan entre sí perfectamente, y su evolución a lo largo del tiempo entronca con la actualidad. De ser una ciudad de mera avanzadilla ante territorio enemigo, árabe, pasa a ser cabeza de tierra señorial con el prestigio que una catedral, un cabildo y un obispo le daban a una población en la Edad Media.

Se circunda de murallas, abre puertas a los cuatro puntos cardinales, y ejerce sus funciones de centro jurídico, administrativo, mercantil y cultural. En ella se asientan conventos, luego la Universidad, también cuarteles y se hace con una gran Plaza de Mercado que ejerce lo que en definitiva alza y prima a un burgo sobre el resto de la tierra circundante: el poder económico. La pérdida del señorío sobre ciudad y tierra por parte de los obispos, en las postrimerías del siglo XVIII, y su consiguiente igualación ‑a nivel de simple ayuntamiento‑ con las poblaciones antaño supeditadas, parece imprimir un parón en la vida ciudadana. La igualdad social que apunta la Constitución de Cádiz, heredera directa de la Revolución francesa, parece frenar su función de ciudad con batuta. Su propio dinamismo la saca del episodio, y vuelve a tener rango y cuerda para rato.

Una población muy reducida hoy en día (pero al máximo de habitantes de toda su historia) se conjunta a la perfección con su cometido: ciudad cabecera de comarca, con los servicios correspondientes. Ciudad cabecera de obispado, con otros tantos de su rango. Centro cultural en cuanto a densidad de colegios y escuelas, y en el sentido de conglomerar actividades culturales veraniegas sobre un círculo más amplio, que abarca a la capital de España.

Un burgo, en fin, de capacidad y posibilidad turística, con ofrecimiento de un patrimonio histórico‑artístico de alto rango, que atrae miles de visitantes esporádicos, y con clima e infraestructura que permite el asentamiento permanente de vera­neantes en número creciente. La posibilidad industrial siempre anduvo a trasmano; nunca fue pedida con entusiasmo por la pobla­ción, consciente de que no es ese su camino, por lo que todos sus esfuerzos se han encaminado a mejorar ese perfil turístico, cultural y universitario que mejor la cuadra.

Sigüenza, ciudad medieval, ciudad eterna, es en estos días núcleo festivo de toda su comarca. Acumulando funciones, los cultos religiosos y festejos populares en honor de San Roque, el hombre que anduvo peregrino por los caminos de Europa, son tam­bién fiesta para toda la comarca, que aquí se reúne en torno a unos fuegos de artificio, un desfile de carrozas, un pregón y unas peñas que suponen un espejo, inalcanzable, para las aldeas y lugares del entorno. Aparte de estatuas, portadas, joyas de orfebrería y castillos; aparte de abultadas nóminas de obispos y escritores, de hechos y fábricas, está la realidad densa de Sigüenza como ciudad, simplemente. Como otro aspecto capital de su personalidad inconfundible.

Que estos días sean muy felices para cuantos en ella viven y a ella llegan, peregrinos del gozo y abiertos a la admi­ración de su embrujo.

Las Carmelitas de Abajo

Todavía hay quien así las llaman. Muchos se preguntan ya el porqué. Y es la razón que hasta hace unos 25 años, más o menos, hubo dos conventos de carmelitas en la misma calle: uno, el de las Vírgenes o de la Fuente, era el llamado «carmelitas de arriba», que cayó por mor de los renovados afanes urbanísticos de una ciudad que necesitaba espacios para crecer… El otro, el dedicado a San José, es el que queda, y el que entonces llamábamos «de abajo». Ya es el único. Ya son, simplemente, «las carmelitas».

Una joya del arte y la historia

El convento (y su aneja iglesia) de las Carmelitas de San José es una de las joyas (escondidas, silenciosas, asombrosas siempre) del patrimonio histórico y monumental de la ciudad de Guadalajara. Bien merece hoy hacer un recuerdo a su historia, saber sus orígenes, sus porqués y sus cómos, y animar a visitarlo, aunque para ello haya que madrugar un poco, pues solamente por las mañana, cuando la misa, está abierta su barroca iglesia, ese espacio que está fuera del tiempo, en ningún lugar del mundo, más allá de cualquier sonido habitual.

A pesar de su nacimiento y fundación en tierras de Ávila, mantiene su aire alcarreño bien atenazado a sus muros. Fue una noble dama de Arenas de San Pedro, llamada doña Magdalena de Frías, quien a pesar de la relativa oposición que puso Santa Teresa a la fundación de este convento, por querer someterlo dicha señora a la dependencia del Obispo de Ávila, se inauguró en la villa abulense el 11 de junio de 1594, con arreglo a la manera antigua y secular de los Carmelitas. No obstante, el influjo universal de Teresa de Jesús, hizo cambiar de opinión a las monjitas, y tres años después entraban en la Reforma del Carmen Descalzo.

Tal vez por la dureza del clima en aquella zona, por motivos de dificultad económica, o simplemente por el capricho de cambiar de sitio, las monjas pidieron a doña Ana de Mendoza, que a la par de ser señora de Arenas era también duquesa del Infantado (la sexta de la serie) que las trasladara a Guadalajara. Aceptó doña Ana con verdadero gusto, y después de vencer la resistencia que el pueblo hacía a dejarlas marchar, con la ayuda del provincial de la Orden, fray Alonso de Jesús María, llegaron a Guadalajara en 1615, ocupando unas casas que la duquesa a tal fin había cedido en el lugar exacto que hoy ocupan. Era ya entonces la misma calle, la de Barrionuevo, donde dos conventos de monjas carmelitas dejaban oír sus campanas.

Cuatro años después de su llegada a Guadalajara fue suscrita por los duques, doña Ana de Mendoza y su esposo don Juan Hurtado de Mendoza, la escritura por la que instituían un Patronato en dicho Convento, lo que venía a ser un convenio mutuo, en el que los magnates daban ciertas cantidades de dinero (154.000 reales al año en efectivo o especies) a cambio de misa diaria a perpetuidad, misas cantadas en determinadas fechas, funerales, novenas, etc., por la salvación de sus almas. Todavía otros cuatro años más, y es en 1623 cuando las monjas entran de una manera definitiva en su convento recién construido sobre las casas que la duquesa donó, y en las que habitaron ese paréntesis de ocho años.

A poco de llegar a la ciudad del Henares, ya contaban estas carmelitas de San José con más ayudas de las que esperaban encontrar, pues no sólo el Patronato de los duques del Infantado, sino la institución de numerosas memorias pías por vecinos de la ciudad hicieron crecer sus dominios y ahorros hasta un límite de auténtica opulencia.

Poco duraría, sin embargo, esta situación. En el comienzo del siglo XVIII, con los sustos que los religiosos y religiosas se llevaron al ver sembrado por la guerra el territorio patrio, comenzó la decadencia, aumentada en los días de la invasión francesa, en que hubieron de hacer un mutis forzoso, al igual que en 1822. Volvieron una y otra vez al convento. No les alcanzó el rigor de la Desamortización en todas sus peores consecuencias pero sí lo suficiente como para venir a la pobreza y llegar hasta 1936 en pobres condiciones. Nueva exclaustración y nuevo regreso. Siguen siendo, hoy todavía, «las carmelitas de Abajo». Por muchos años.

El continente carmelitano

La iglesia conventual fue construida entre 1625 y 1644, debiéndose las trazas al arquitecto santanderino, el fraile carmelita fray Alberto de la Madre de Dios, y figurando como su maestro de obras Jerónimo de Buega, construyéndose de nueva planta la iglesia y el frontal o fachada del convento, aprovechándose, reformadas, las casas de los duques para instalar el cenobio.

De una sola nave y forma de cruz latina, con gran altar barroco del mismo siglo en la capilla mayor, y otros dos del mismo estilo, algo posteriores, a los lados del crucero, este templo es una perfecta pieza de la arquitectura de raíz carmelitana castellana.

Existe en dicho templo, como obra muy destacada del estilo pictórico barroco, un gran cuadro representando a Santa Teresa de Jesús, a quien un Ángel intenta herir con su lanza «de amor divino». Está firmado en 1644 por Andrés de Vargas, pintor conquense. Las portadas del Convento y de la iglesia son sumamente sencillas. Sobre la primera aparece el escudo del Carmelo, y sobre la segunda, escoltada por un par de jambas lisas y coronadas de moldurado arquitrabe, una hornacina cobijando a San José. A sus lados, un par de escudos, uno de los cuales, aún bien conservado, nos recuerda a los Mendoza y Luna que tanto de su caudal gastaron en esto de la religiosidad alcarreña.

Quizás no sea (que sí lo es) un primera fila el altar barroco de este templo arriacense. Pero lo que no cabe duda es que motiva su visita, alienta la evocación y lanza la imaginación a pensar otros días, otras luces y otros personajes. No es melancolía (la «alegría por estar triste» que decía el clásico) lo que levanta este templo a quien lo visita. Es emoción, patetismo, vibraciones de otros siglos. Y ya es bastante.

Las prisiones de la Princesa de Éboli

Siempre en la cresta de la ola, doña Ana de Mendoza es actualidad, es comentario y es recuerdo. Por ejemplo, una nueva novela, en la que habrá que ver lo que de nuevo trae, lo que de viejo revela, y cómo lo hace: «El bello ojo de la tuerta» de César Leante. Una lectura para este verano.

Y una jornada del verano en pos de las huellas de su sufrimiento, incomprensible e injusto: el peregrinaje forzado de la Princesa de Éboli de prisión en prisión, por orden de la [in]justicia de Felipe II. En junio de 1579, dieciséis meses después de la muerte de Escobedo, una noche calurosa son detenidos en sus respectivos palacios de Madrid Ana de Mendoza y Antonio Pérez. A ella se le lleva de inmediato a Pinto. Un viejo castillo que había donado el rey a su marido, Ruy Gómez de Silva, el duque de Pastrana, unos años antes. Seis meses después, y por atenuar el sufrimiento de la dama y sus criadas, a Santorcaz, al semirruionoso castillo de los arzobispos toledanos…

Entre Pinto…

En Pinto está la torre que sirvió de cárcel a la Princesa. Llegan los viajeros a este pueblo, hoy superpoblado y bien urbanizado del sur de la comunidad madrileña. La antigua «Punctum» (ombligo) de los romanos: el pueblo situado en el centro geográfico exacto de la Península Ibérica. Y le dan la vuelta a las vallas altas y tupidas que encierran la torre, hoy perfectamente restaurada. Al final, y moviendo el pesado portón metálico que da acceso al jardín que la rodea, la voz del dueño: -¡no se puede visitar, no se puede fotografiar!… ¡vade retro!- (Así se estimula el conocimiento y el respeto por el patrimonio monumental español…)

Esta torre de Pinto se erigió a mediados del siglo XIV, en la ocasión en que el Rey Pedro I el Cruel cedió este lugar a su cortesano don Iñigo López de Orozco. Puede asegurarse que en 1382 ya estaba en pie y terminada la torre o completo castillo de Pinto, pues en esa fecha acudió a verlo y a residir en él, según consta en las Crónicas, el Rey Juan I de Castilla, siendo entonces su propietaria doña Juana, la hija del primer señor Orozco.

En una llamativa piedra blanca, y con una altura de unos 30 metros que la hacía destacar notoriamente sobre la llanura pinteña. Son muy significativas y peculiares sus esquinas redondeadas, que tenían por misión conceder una mayor consistencia a la fortificación. Tuvo originariamente un recinto amurallado en su derredor, lo cual constituía un auténtico castillo.

En el muro oriental de la torre de Pinto se ven tallados en piedra dos escudos de armas, uno de ellos con restos de policromía, y pertenecientes a la casa de los Álvarez de Toledo. Tuvo otro del linaje de Portocarrero, ya desaparecido, y que podría asociar este castillo durante sus primeros años de existencia con don Fernán Pérez de Portocarrero, guarda mayor del rey Pedro I el Cruel de Castilla.

A partir del siglo XV, en sus finales, la torre de Pinto revertió a la Corona, y desde entonces, y especialmente en los siglos XVI y XVII fue utilizada por el Estado castellano como prisión de notables, lo que unió su destino para siempre al de los personajes que entre sus muros fueron recluidos.

Entre ellos destacamos aquí a la Princesa de Éboli. Fue el día 28 de junio de 1579, que don Felipe II mandó detener a la princesa de Éboli. Y ese mismo día, escoltada por una tropa de soldados y alguaciles, llegó a Pinto desde Madrid. Esta torre sirvió de durísima cárcel a doña Ana durante seis meses. Tan malas eran las condiciones de salubridad de la torre, y tan lastimosas las quejas y memoriales que expresó doña Ana continuamente, que finalmente fue sacada de Pinto y llevada a Santorcaz.

Como expresión de ese cometido de cárcel de Estado que tuvo la torre de Pinto, podemos recordar cómo diez años después que doña Ana sufrió prisión dos meses en este lugar Antonio Pérez, acosado por todos de traidor al Rey. Pero cuando poco después, en abril de 1590, Pérez consiguió huir a Aragón, la ira de Felipe II cayó sobre su mujer doña Juana de Coello, y sobre sus hijos, que fueron aquí en Pinto recluidos, estos mucho más tiempo, nueve años enteros, hasta que se produjo la muerte del católico monarca en 1599.

Entre los muchos otros ilustres prisioneros de esta torre, cabe recordar al duque de Nochera, quien a pesar de su amistad con el Conde-Duque de Olivares, no pudo eludir la justicia de Felipe IV y encontrar allí prisión y finalmente la muerte.

La torre de Pinto, que sigue siendo de estricta propiedad privada (tan privada que ni mirarla dejan sus propietarios) se mantenido en pie a pesar del abandono que desde el siglo XVIII se cernió sobre ella. En su interior hay varios pisos. El más alto tiene una bonita bóveda de cañón construida de ladrillo y que claramente puede fecharse a finales del siglo XV. Al interior se accedía, como todos los edificios meramente defensivos medievales, por una puerta que aún subsiste en su cara norte, situada a la altura de la primera planta, y desde ella arranca ya una escalera labrada en piedra a cuyo término se encuentra el segundo piso, constituido por una gran sala con chimenea que serviría para las recepciones, comedor, estancia noble, etc. La planta sótano, que está justamente a nivel del suelo, así como la primera y segunda plantas, tienen bóveda de cañón muy simple, y se unen por escalera de caracol encajada en el propio muro.

… y Santorcaz

De Pinto nos hemos ido a Santorcaz. Por carreteras de la provincia de Madrid, tan tupidas ahora, que ni con mapa de MOPU se orientan los viajeros a gusto. Pero al final se llega, por muy calurosa que esté la tarde. Y se sube la cuesta que desde la Plaza (aquella de las «Crónicas de un Pueblo») va hasta la parroquia.

El castillo de Santorcaz fue durante siglos un importante núcleo defensivo, propiedad de los arzobispos de Toledo, que dominaban uno más de los caminos que iban desde la metrópoli hasta las tierras de la Alcarria, señoríos suyos.

Como dicen las Relaciones Topográficas, el nombre de la villa le viene de su dedicación a San Torcuato. Fue propiedad de los caballeros templarios, y ya en el siglo XIII pasaría a la mitra arzobispal de Toledo. Don Tenorio fue quien lo restauró y amplió, y a su época pertenecen los artísticos restos de arquitectura ojival, conserva­dos hoy en el Palacio Laredo de Alcalá de Henares, edificio construido en 1882 con elementos de monumentos anti­guos, entre los que se encuentran algunas columnas de jaspe y la magnífica bóveda de su salón central, proce­dente de la célebre «Prisión de los Clérigos», de Santorcaz.

¿Qué es lo que hoy queda del castillo arzobispal de Santorcaz, sede que fue de la Cárcel eclesiástica en pasados siglos? Pues muy poco, por no decir nada. Apenas su emplazamiento. La iglesia parroquial, alzada en lo más alto del pueblo, se levantó en el espacio que había ocupado el castillo previamente, o que por entonces lo ocupaba. Según decían los vecinos que en 1580 redactaron las Relaciones Topográficas que se enviaron a Felipe II, era esta fortaleza «más bien grande que pequeña», y en ella había havido siglos atrás «pri­siones ásperas» y «pozos», teniendo todavía en esa época cinco torres, de ellas una extraordinariamente alta. Como la fortaleza se dedicaba a ser prisión de eclesiásticos y gente de calidad, el recuerdo que nos queda es que sirvió de cárcel nada menos que a don Francisco Ximénez de Cisneros, y, por supuesto, a nuestra doña Ana de Mendoza, Princesa de Éboli, que aquí permaneció entre diciembre de 1579 y abril de 1581, sufriendo lo indecible, pues su naturaleza delicada y enfermiza no podía aguantar la severidad de los fríos, de las inconveniencias y desprecios de aquel caserón y sus cuidadores.

También anduvo allá argollado don Juan de Luna, uno de los responsables de los desórdenes producidos en Zaragoza cuando la evasión de Antonio Pérez. Y el desgraciado marqués de Siete Iglesias, luego decapitado en Madrid, con el duque de Híjar y otros.

Si hoy subimos hasta la altura de la parroquia de Santorcaz, a ver lo que queda del castillo que llamaron de Torremocha, nos encontraremos que a la parte de levante y mediodía aún surgen altivos los restos de su muralla, parte de una torre, y la puerta lateral de acceso, orientada al norte. Casi nada pero que con fuerza y dramatismo recuerda la estancia de doña Ana en aquella altura, nada menos que 15 meses de dolor y sufrimiento continuos. Un viaje que merece hacerse, por visitar las Alcarrias de Madrid de un lado, y por evocar la peregrinación aprisionada de «la tuerta», nuestra Ana mítica y velada siempre.