Las prisiones de la Princesa de Éboli

viernes, 4 agosto 2000 0 Por Herrera Casado

Siempre en la cresta de la ola, doña Ana de Mendoza es actualidad, es comentario y es recuerdo. Por ejemplo, una nueva novela, en la que habrá que ver lo que de nuevo trae, lo que de viejo revela, y cómo lo hace: «El bello ojo de la tuerta» de César Leante. Una lectura para este verano.

Y una jornada del verano en pos de las huellas de su sufrimiento, incomprensible e injusto: el peregrinaje forzado de la Princesa de Éboli de prisión en prisión, por orden de la [in]justicia de Felipe II. En junio de 1579, dieciséis meses después de la muerte de Escobedo, una noche calurosa son detenidos en sus respectivos palacios de Madrid Ana de Mendoza y Antonio Pérez. A ella se le lleva de inmediato a Pinto. Un viejo castillo que había donado el rey a su marido, Ruy Gómez de Silva, el duque de Pastrana, unos años antes. Seis meses después, y por atenuar el sufrimiento de la dama y sus criadas, a Santorcaz, al semirruionoso castillo de los arzobispos toledanos…

Entre Pinto…

En Pinto está la torre que sirvió de cárcel a la Princesa. Llegan los viajeros a este pueblo, hoy superpoblado y bien urbanizado del sur de la comunidad madrileña. La antigua «Punctum» (ombligo) de los romanos: el pueblo situado en el centro geográfico exacto de la Península Ibérica. Y le dan la vuelta a las vallas altas y tupidas que encierran la torre, hoy perfectamente restaurada. Al final, y moviendo el pesado portón metálico que da acceso al jardín que la rodea, la voz del dueño: -¡no se puede visitar, no se puede fotografiar!… ¡vade retro!- (Así se estimula el conocimiento y el respeto por el patrimonio monumental español…)

Esta torre de Pinto se erigió a mediados del siglo XIV, en la ocasión en que el Rey Pedro I el Cruel cedió este lugar a su cortesano don Iñigo López de Orozco. Puede asegurarse que en 1382 ya estaba en pie y terminada la torre o completo castillo de Pinto, pues en esa fecha acudió a verlo y a residir en él, según consta en las Crónicas, el Rey Juan I de Castilla, siendo entonces su propietaria doña Juana, la hija del primer señor Orozco.

En una llamativa piedra blanca, y con una altura de unos 30 metros que la hacía destacar notoriamente sobre la llanura pinteña. Son muy significativas y peculiares sus esquinas redondeadas, que tenían por misión conceder una mayor consistencia a la fortificación. Tuvo originariamente un recinto amurallado en su derredor, lo cual constituía un auténtico castillo.

En el muro oriental de la torre de Pinto se ven tallados en piedra dos escudos de armas, uno de ellos con restos de policromía, y pertenecientes a la casa de los Álvarez de Toledo. Tuvo otro del linaje de Portocarrero, ya desaparecido, y que podría asociar este castillo durante sus primeros años de existencia con don Fernán Pérez de Portocarrero, guarda mayor del rey Pedro I el Cruel de Castilla.

A partir del siglo XV, en sus finales, la torre de Pinto revertió a la Corona, y desde entonces, y especialmente en los siglos XVI y XVII fue utilizada por el Estado castellano como prisión de notables, lo que unió su destino para siempre al de los personajes que entre sus muros fueron recluidos.

Entre ellos destacamos aquí a la Princesa de Éboli. Fue el día 28 de junio de 1579, que don Felipe II mandó detener a la princesa de Éboli. Y ese mismo día, escoltada por una tropa de soldados y alguaciles, llegó a Pinto desde Madrid. Esta torre sirvió de durísima cárcel a doña Ana durante seis meses. Tan malas eran las condiciones de salubridad de la torre, y tan lastimosas las quejas y memoriales que expresó doña Ana continuamente, que finalmente fue sacada de Pinto y llevada a Santorcaz.

Como expresión de ese cometido de cárcel de Estado que tuvo la torre de Pinto, podemos recordar cómo diez años después que doña Ana sufrió prisión dos meses en este lugar Antonio Pérez, acosado por todos de traidor al Rey. Pero cuando poco después, en abril de 1590, Pérez consiguió huir a Aragón, la ira de Felipe II cayó sobre su mujer doña Juana de Coello, y sobre sus hijos, que fueron aquí en Pinto recluidos, estos mucho más tiempo, nueve años enteros, hasta que se produjo la muerte del católico monarca en 1599.

Entre los muchos otros ilustres prisioneros de esta torre, cabe recordar al duque de Nochera, quien a pesar de su amistad con el Conde-Duque de Olivares, no pudo eludir la justicia de Felipe IV y encontrar allí prisión y finalmente la muerte.

La torre de Pinto, que sigue siendo de estricta propiedad privada (tan privada que ni mirarla dejan sus propietarios) se mantenido en pie a pesar del abandono que desde el siglo XVIII se cernió sobre ella. En su interior hay varios pisos. El más alto tiene una bonita bóveda de cañón construida de ladrillo y que claramente puede fecharse a finales del siglo XV. Al interior se accedía, como todos los edificios meramente defensivos medievales, por una puerta que aún subsiste en su cara norte, situada a la altura de la primera planta, y desde ella arranca ya una escalera labrada en piedra a cuyo término se encuentra el segundo piso, constituido por una gran sala con chimenea que serviría para las recepciones, comedor, estancia noble, etc. La planta sótano, que está justamente a nivel del suelo, así como la primera y segunda plantas, tienen bóveda de cañón muy simple, y se unen por escalera de caracol encajada en el propio muro.

… y Santorcaz

De Pinto nos hemos ido a Santorcaz. Por carreteras de la provincia de Madrid, tan tupidas ahora, que ni con mapa de MOPU se orientan los viajeros a gusto. Pero al final se llega, por muy calurosa que esté la tarde. Y se sube la cuesta que desde la Plaza (aquella de las «Crónicas de un Pueblo») va hasta la parroquia.

El castillo de Santorcaz fue durante siglos un importante núcleo defensivo, propiedad de los arzobispos de Toledo, que dominaban uno más de los caminos que iban desde la metrópoli hasta las tierras de la Alcarria, señoríos suyos.

Como dicen las Relaciones Topográficas, el nombre de la villa le viene de su dedicación a San Torcuato. Fue propiedad de los caballeros templarios, y ya en el siglo XIII pasaría a la mitra arzobispal de Toledo. Don Tenorio fue quien lo restauró y amplió, y a su época pertenecen los artísticos restos de arquitectura ojival, conserva­dos hoy en el Palacio Laredo de Alcalá de Henares, edificio construido en 1882 con elementos de monumentos anti­guos, entre los que se encuentran algunas columnas de jaspe y la magnífica bóveda de su salón central, proce­dente de la célebre «Prisión de los Clérigos», de Santorcaz.

¿Qué es lo que hoy queda del castillo arzobispal de Santorcaz, sede que fue de la Cárcel eclesiástica en pasados siglos? Pues muy poco, por no decir nada. Apenas su emplazamiento. La iglesia parroquial, alzada en lo más alto del pueblo, se levantó en el espacio que había ocupado el castillo previamente, o que por entonces lo ocupaba. Según decían los vecinos que en 1580 redactaron las Relaciones Topográficas que se enviaron a Felipe II, era esta fortaleza «más bien grande que pequeña», y en ella había havido siglos atrás «pri­siones ásperas» y «pozos», teniendo todavía en esa época cinco torres, de ellas una extraordinariamente alta. Como la fortaleza se dedicaba a ser prisión de eclesiásticos y gente de calidad, el recuerdo que nos queda es que sirvió de cárcel nada menos que a don Francisco Ximénez de Cisneros, y, por supuesto, a nuestra doña Ana de Mendoza, Princesa de Éboli, que aquí permaneció entre diciembre de 1579 y abril de 1581, sufriendo lo indecible, pues su naturaleza delicada y enfermiza no podía aguantar la severidad de los fríos, de las inconveniencias y desprecios de aquel caserón y sus cuidadores.

También anduvo allá argollado don Juan de Luna, uno de los responsables de los desórdenes producidos en Zaragoza cuando la evasión de Antonio Pérez. Y el desgraciado marqués de Siete Iglesias, luego decapitado en Madrid, con el duque de Híjar y otros.

Si hoy subimos hasta la altura de la parroquia de Santorcaz, a ver lo que queda del castillo que llamaron de Torremocha, nos encontraremos que a la parte de levante y mediodía aún surgen altivos los restos de su muralla, parte de una torre, y la puerta lateral de acceso, orientada al norte. Casi nada pero que con fuerza y dramatismo recuerda la estancia de doña Ana en aquella altura, nada menos que 15 meses de dolor y sufrimiento continuos. Un viaje que merece hacerse, por visitar las Alcarrias de Madrid de un lado, y por evocar la peregrinación aprisionada de «la tuerta», nuestra Ana mítica y velada siempre.