Las Carmelitas de Abajo

viernes, 11 agosto 2000 0 Por Herrera Casado

Todavía hay quien así las llaman. Muchos se preguntan ya el porqué. Y es la razón que hasta hace unos 25 años, más o menos, hubo dos conventos de carmelitas en la misma calle: uno, el de las Vírgenes o de la Fuente, era el llamado «carmelitas de arriba», que cayó por mor de los renovados afanes urbanísticos de una ciudad que necesitaba espacios para crecer… El otro, el dedicado a San José, es el que queda, y el que entonces llamábamos «de abajo». Ya es el único. Ya son, simplemente, «las carmelitas».

Una joya del arte y la historia

El convento (y su aneja iglesia) de las Carmelitas de San José es una de las joyas (escondidas, silenciosas, asombrosas siempre) del patrimonio histórico y monumental de la ciudad de Guadalajara. Bien merece hoy hacer un recuerdo a su historia, saber sus orígenes, sus porqués y sus cómos, y animar a visitarlo, aunque para ello haya que madrugar un poco, pues solamente por las mañana, cuando la misa, está abierta su barroca iglesia, ese espacio que está fuera del tiempo, en ningún lugar del mundo, más allá de cualquier sonido habitual.

A pesar de su nacimiento y fundación en tierras de Ávila, mantiene su aire alcarreño bien atenazado a sus muros. Fue una noble dama de Arenas de San Pedro, llamada doña Magdalena de Frías, quien a pesar de la relativa oposición que puso Santa Teresa a la fundación de este convento, por querer someterlo dicha señora a la dependencia del Obispo de Ávila, se inauguró en la villa abulense el 11 de junio de 1594, con arreglo a la manera antigua y secular de los Carmelitas. No obstante, el influjo universal de Teresa de Jesús, hizo cambiar de opinión a las monjitas, y tres años después entraban en la Reforma del Carmen Descalzo.

Tal vez por la dureza del clima en aquella zona, por motivos de dificultad económica, o simplemente por el capricho de cambiar de sitio, las monjas pidieron a doña Ana de Mendoza, que a la par de ser señora de Arenas era también duquesa del Infantado (la sexta de la serie) que las trasladara a Guadalajara. Aceptó doña Ana con verdadero gusto, y después de vencer la resistencia que el pueblo hacía a dejarlas marchar, con la ayuda del provincial de la Orden, fray Alonso de Jesús María, llegaron a Guadalajara en 1615, ocupando unas casas que la duquesa a tal fin había cedido en el lugar exacto que hoy ocupan. Era ya entonces la misma calle, la de Barrionuevo, donde dos conventos de monjas carmelitas dejaban oír sus campanas.

Cuatro años después de su llegada a Guadalajara fue suscrita por los duques, doña Ana de Mendoza y su esposo don Juan Hurtado de Mendoza, la escritura por la que instituían un Patronato en dicho Convento, lo que venía a ser un convenio mutuo, en el que los magnates daban ciertas cantidades de dinero (154.000 reales al año en efectivo o especies) a cambio de misa diaria a perpetuidad, misas cantadas en determinadas fechas, funerales, novenas, etc., por la salvación de sus almas. Todavía otros cuatro años más, y es en 1623 cuando las monjas entran de una manera definitiva en su convento recién construido sobre las casas que la duquesa donó, y en las que habitaron ese paréntesis de ocho años.

A poco de llegar a la ciudad del Henares, ya contaban estas carmelitas de San José con más ayudas de las que esperaban encontrar, pues no sólo el Patronato de los duques del Infantado, sino la institución de numerosas memorias pías por vecinos de la ciudad hicieron crecer sus dominios y ahorros hasta un límite de auténtica opulencia.

Poco duraría, sin embargo, esta situación. En el comienzo del siglo XVIII, con los sustos que los religiosos y religiosas se llevaron al ver sembrado por la guerra el territorio patrio, comenzó la decadencia, aumentada en los días de la invasión francesa, en que hubieron de hacer un mutis forzoso, al igual que en 1822. Volvieron una y otra vez al convento. No les alcanzó el rigor de la Desamortización en todas sus peores consecuencias pero sí lo suficiente como para venir a la pobreza y llegar hasta 1936 en pobres condiciones. Nueva exclaustración y nuevo regreso. Siguen siendo, hoy todavía, «las carmelitas de Abajo». Por muchos años.

El continente carmelitano

La iglesia conventual fue construida entre 1625 y 1644, debiéndose las trazas al arquitecto santanderino, el fraile carmelita fray Alberto de la Madre de Dios, y figurando como su maestro de obras Jerónimo de Buega, construyéndose de nueva planta la iglesia y el frontal o fachada del convento, aprovechándose, reformadas, las casas de los duques para instalar el cenobio.

De una sola nave y forma de cruz latina, con gran altar barroco del mismo siglo en la capilla mayor, y otros dos del mismo estilo, algo posteriores, a los lados del crucero, este templo es una perfecta pieza de la arquitectura de raíz carmelitana castellana.

Existe en dicho templo, como obra muy destacada del estilo pictórico barroco, un gran cuadro representando a Santa Teresa de Jesús, a quien un Ángel intenta herir con su lanza «de amor divino». Está firmado en 1644 por Andrés de Vargas, pintor conquense. Las portadas del Convento y de la iglesia son sumamente sencillas. Sobre la primera aparece el escudo del Carmelo, y sobre la segunda, escoltada por un par de jambas lisas y coronadas de moldurado arquitrabe, una hornacina cobijando a San José. A sus lados, un par de escudos, uno de los cuales, aún bien conservado, nos recuerda a los Mendoza y Luna que tanto de su caudal gastaron en esto de la religiosidad alcarreña.

Quizás no sea (que sí lo es) un primera fila el altar barroco de este templo arriacense. Pero lo que no cabe duda es que motiva su visita, alienta la evocación y lanza la imaginación a pensar otros días, otras luces y otros personajes. No es melancolía (la «alegría por estar triste» que decía el clásico) lo que levanta este templo a quien lo visita. Es emoción, patetismo, vibraciones de otros siglos. Y ya es bastante.