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mayo, 2000:

Una historia de Alovera

Hoy viernes 26 de mayo de 2000 es un día grande para Alovera. Por una razón cultural, esta vez. Se presenta a las 8 de la tarde, en el salón de plenos de su Ayuntamiento, un libro en el que se compendia toda su historia, todo su devenir de siglos, y en forma escrita se tendrá ya, a partir de hoy, recopilada la minuciosa referencia de su progresivo latir pretérito. Es un libro que lleva por título exacto Auge y decadencia de una villa castellana: ALOVERA (siglos XVI a XVIII). El autor, nada menos que el joven y ya conocido historiador alcarreño Ángel Mejía Asensio, quien con este trabajo fue proclamado ganador del Concurso de Investigación «Villahermosa de Alovera» que convocó el pasado año el Ayuntamiento de lo localidad, y que ha contado con la subvención de la Empresa cervecera Mahou, instalada en su término municipal.

Solemnemente se hará lectura del fallo del jurado; después la entrega del Premio (consistente en medio millón de pesetas) y finalmente la presentación pública de este libro, que viene a poner a Alovera en la órbita, destacada y espléndida hoy en día, de los pueblos, villas y ciudades que cuentan con una historia escrita, minuciosa y veraz. Seria, sobre todo. Porque en este caso la obra de Ángel Mejía Asensio, amplia de casi 300 páginas, y meticulosa en cuanto al procedimiento de análisis y en cuanto al nivel de información que aporta, es realmente una historia de sitio académico neto, con sus visiones geográfico/socio/económico/ políticas íntegramente correlativas, y con su referencia detallada y precisa a los elementos que constituyen su patrimonio, que aunque no es abundante, como ocurre con las demás poblaciones de la cuenca del Henares en su parte de Campiña, sí que tiene algunos elementos estimables y muy de admirar.

Donde aparece Alovera

Aunque mis palabras en tomo a Alovera son hoy forzosamente breves, quieren ser en cualquier caso, de entrada, de exaltación de este lugar que siempre fue humilde, agrícola cien por cien, de existencia horizontal y lisa como el terreno en el que asienta. Parecía, desde hace tiempo, que Alovera no tuviera historia, o que ésta fuera una sucesión ‑de cambios de señorío, de titularidades en el cobro de los impuestos, y luego un centenario y monocorde discurrir, de años de meses, de estaciones, en las que únicamente cambiaban los colores del campo, del marrón oscuro al verde restallante, y del dorado suculento al muerto blanco de las parvas. Esperar la llegada de las fiestas, sacar a la Virgen de la Paz en procesión… y poco más. Sin embargo, la historia de Alovera, que ya a partir de hoy cualquier hijo del pueblo o lector interesado puede tomar en las manos y leer con detenimiento, es algo más que eso. Lo demuestra en esta obra Ángel Mejía, quien a la par que Mª Carmen Plaza, esa entusiasta alcaldesa a la que no se pone nada por delante, con tal de mejorar vivencias en su pueblo, ha demostrado que la secuencia histórica de Alovera es densa, cuajada de hechos significativos, viva siempre y hoy de muestra.

Asienta Alovera, ya lo hemos dicho antes, en la campiña del Henares, siendo su terreno fértil en el producto de cereales, frutos y huertos, con regadío aprovechado del Canal del Henares. Recientemente se ha asentado en el término un creciente número de factorías que van desviando a la población hacia una actividad industrial, y atrae a buen número de inmigrantes, constituyendo estos verdaderos nuevos pueblos, en forma de urbanizaciones diseñadas con arreglo a normas del siglo próximo, otras poblaciones añadidas.

Desde muy antiguo, en los comienzos del siglo XIV, suena el nombre de Alovera en las viejas crónicas, y ya estaba formado el poblado, en el que vivían agricultores dedicados a laborar las tierras que, en gran número y calidad, poseían los monasterios de San Bartolomé de Lupiana y los de monjas de Santa Clara y de San Bernardo de Guadalajara. Fue en lo jurisdiccional perteneciente al alfoz Común de Guadalajara, y por lo tanto bajo el señorío directo de la Corona de Castilla. En 1626, el rey Felipe IV la declaró Villa y acto seguido se la vendió a doña Lorenza de Sotomayor, marquesa de Villaherinosa, en la cantidad de 6.525.00 maravedís, concediendo la jurisdicción, señorío y vasallaje. Sin embargo, el mismo rey vendió, en 1632, las alcabalas de Alovera a don Carlos de Ibarra. Su dueña le cambió el nombre a Villahermosa de Alovera, que usó durante un par de siglos. En 1712, era señor de la villa el descendiente de la compradora, don Juan José de Andía y Vivero, Urbina y Velasco, marqués de Villahermosa de Alovera. En 1750 era señor y marqués del título don Cristóbal de Balda. Hoy queda vivo este título del marquesado de Alovera, en propiedad de una familia madrileña que quizás acuda también al acto emblemático de hoy.

Las formas de Alovera

Una serie de hallazgos arqueológicos pusieron hace años al descubierto una importante necrópolis visigoda en el “camino de la Barca” en la que han aparecido interesantes fíbulas aquiliformes, de bronce dorado, con decoración tabicada de almandines y pasta vítrea. Varias de ellas fueron llevadas, como todo lo que de interés arqueológico aparece en nuestra tierra, al Museo Arqueológico Nacional, donde puede admirarse.

En siglos pasados, el Concejo tenía de su propiedad en la orilla derecha del río Henares, llamado “el molino Munárriz”. Algo más abajo, y en la misma orilla los monjes jerónimos de San Bartolomé de Lupiana tenían una barcaza y un gran molino de tres piedras de moler, llamado «el molino del Olmo».

En la plaza mayor, muy amplia y de estructura tradicional castellana (realmente un simpático espacio en que la vida bulle a diario, como en los viejos tiempos) destaca la presencia del la iglesia parroquial dedicada a San Miguel, obra del siglo XVI, construida su fábrica con los elementos tradicionales de la campiña de Henares: aparejo de ladrillo y sillarejo de canto rodado, con labrado sillar en las esquinas. El interior, que es de tres naves, presenta un severo y magnífico aspecto clasicista. Fue su autor el maestro Nicolás de Ribero, quien la construyó entre 1569 v 1587. Al fondo del presbiterio se levanta en madera convulsa, dorada y brillan te, el retablo mayor de fuerza y belleza incontestables. En la cabecera de la nave del Evangelio se puede admirar, hoy meticulosamente restaurado, y bellísimo en sus formas y colores, el retablo dedicado a San Ildefonso. Obra de comienzos del siglo XVI, de escuela castellana, es sin duda la mejor pieza de todo el templo. Aunque no le va muy a la zaga, el cuadro que en el interior de la sacristía muestra a la Virgen dolorosa con su hijo en brazos, una impresionante pintura sobre tabla de estirpe flamenca. En esa misma sacristía, recientemente restaurada, surgen en el techo nuevas pinturas representando a los evangelistas y ángeles diversos, realizadas por el pincel clásico, y vivo/actual a un tiempo, del gran pintor Rafael Pedrós, nuestro imaginero del siglo XXI en tierras de Campiña, Alcarria y Serranías.

Es todo un gozo volver, de vez en cuando, a Alovera, a descubrir algún rincón nuevo, a ver su arte pretérito, a gozar de su tranquilidad proverbial. Y más un día como hoy, en que se vestirá de fiesta la villa entera, porque no todos los días se presenta un libro que ofrezca nada menos que la biografía completa, desentrañada y cierta, de la villa.

Guadalajara funeraria

Mañana sábado tendrá lugar en nuestra ciudad la reunión anual o Asamblea General de la Asociación Castellano-Manchega de Escritores de Turismo, que reúne a varias docenas de periodistas, novelistas, fotógrafos, escritores y artistas varios, siempre empeñados en estudiar, divulgar y dar a conocer por todos los medios posibles la singularidad de la oferta turística de nuestra Región.

En Guadalajara, y aparte del «Encuentro sobre Turismo Actual» que tendrá lugar en el Salón de Plenos del Ayuntamiento, a partir de las 10 de la mañana, los escritores castellanos que se agrupan en esta Asociación van a tener oportunidad de hacer un recorrido sorprendente y poco practicado por nuestra ciudad. Quizás sirva, incluso, de base para una nueva Ruta a ofrecer a nuestros visitantes. Van a recorrer los tres puntos claves de la «Guadalajara funeraria».

En San Francisco

Será la primera meta el panteón o cripta de los Mendoza en la iglesia de San Francisco de Guadalajara. Ese templo, que con el viejo monasterio entero ha pasado ya a propiedad municipal, alberga en su entraña uno de los más espectaculares espacios que imaginarse pueda. Un espacio escondido durante siglos, que si se consiguiera restaurar sería sin duda una de las principales atracciones de la ciudad. Es la cripta subterránea donde fueron enterrados, a lo largo de los pasados siglos, todos los grandes Mendoza alcarreños, desde don Iñigo López, primer marqués de Santillana, hasta el cuarto duque, también llamado don Iñigo López de Mendoza, escritor y protector de la cultura, o la sexta doña Ana, fundadora de conventos… y tantos y tantos personajes que dieron vida a la historia de esta ciudad.

El monasterio tiene un templo precioso, grande y capaz, luminoso y bello, todo él construido en estilo gótico de una sola nave, con pequeñas capillas laterales sin apenas fondo. Bajo el presbiterio, alzado, se abre la cripta o panteón de los Mendoza. A ella se baja por escaleras solemnes y cómodas desde la propia iglesia, o desde una puerta exterior abierta en el dorso del templo. Una vez abajo, el espectador se queda atónito al contemplar el espacio en el que, elíptico de planta y de bóveda, abre en sus paredes hondos nichos en los que todavía quedan restos fragmentados de las urnas funerarias que contuvieron los cuerpos, los huesos ya (porque pasaban antes unos decenios en el «pudridero» adjunto) de los mendocinos cuerpos. De mármoles rosados, verdes, blancos y negros, con yeserías doradas, y mil y un detalles de fastuosidad sin límites, esta cripta era en todo similar a la del Panteón Real en San Lorenzo de El Escorial. Construida por los arquitectos Felipe Sánchez y Felipe de la Peña a finales del siglo XVII y comienzos del siguiente, fue cuidado por los frailes mínimos y por los criados ducales, hasta que en 1808 fue todo ello destruido violentamente, profanado y roto por los soldados franceses de Napoleón. Así quedó, en ruina y lastimosa decadencia. Los duques de Osuna recogieron aquellos huesos y los trasladaron a mediados del siglo XIX a la cripta subterránea de la Colegiata de Pastrana. Y durante ya casi dos siglos, el silencio redoblado del olvido se ha paseado por aquel recinto, que debe recobrar, ya cuanto antes, la pátina cierta y verdadera de su origen.

El Panteón de la duquesa

La segunda etapa, obligada, de este recorrido por la «Guadalajara Funeraria» es el Panteón y cripta de doña María Diega Desmaissières y Sevillano, condesa de la Vega del Pozo, y duquesa de Sevillano. Junto al Parque de San Roque, en lo alto de las masas de árboles, sobre la piedra de Novelda pálida y limpia, se alza el edificio más grandioso de la moderna ciudad. Una cúpula de tejas brillantes y esmaltadas de tono rojizo, cobija el singular espacio de la capilla, en la que un desorbitado lujo de mármoles, de esculturas, de polícromos mosaicos, de cuadros realistas, sirven para dar paso, por escalera estrecha y pina, a la cripta inferior, que parece que está debajo de tierra, pero en realidad se encuentra al nivel del suelo (antes de bajar hubo que subir las escaleras de acceso a la capilla). Allí el túmulo romántico de doña María Diega, llevado su féretro de llorosas jóvenes y pregonada su muerte y virtud por un ángel que lee la filacteria pía. Una niebla opaca parece adueñarse del recinto, en el que el arquitecto Velázquez Bosco dejó lo mejor de su ingenio y su técnica, y el escultor Ángel García Díaz su más vibrante vena de simbolismo francés.

El Panteón, de lejos y de cerca, es una joya de la arquitectura española, un triunfo del eclecticismo finisecular, una bomba estática de color y formas. Aunque su origen sea la misión funeraria y triste de albergar los cuerpos muertos, sobre la ciudad ejerce de rotunda silueta de alegría. Es un ejemplo de esa transformación que las cosas ejercen sobre los hombres. Una y otra vez merece ser visitado el Panteón de la duquesa, esa joya que atrae, hoy por hoy, a cientos, a miles de visitantes hacia Guadalajara.

En el Cementerio Municipal

El cementerio municipal de Guadalajara es un espacio poco paseado por los amantes de las Bellas Artes. Ellos se lo pierden, porque existen en él verdaderas joyas de la arquitectura menor. Tumbas solemnes, mausoleos distinguidos, capillas románticas… Panteones como los de la familia Chavarri, el de doña Josefa Corrido de Gaona, la tumba de doña Cándida Hompanera o el túmulo en forma de ermita de la familia Ripollés-Calvo.

Sin duda el más imponente de los monumentos funerarios del Cementerio de Guadalajara es el gran Panteón de los Marqueses de Villamejor, que tras ser construido según los planos y bajo la dirección del arquitecto Manuel Medrano, en 1898, quedó como uno de los relevantes edificios a destacar en las guías turísticas de aquella época, junto con el de la Duquesa de Sevillano, que por entonces se levantaba.

Entre los bosques de cipreses que dan su tono verde oscuro al recinto silencioso, se alza la alta cúpula de este edificio. Los marqueses de Villamejor, don Ignacio de Figueroa, y doña Ana de Torres, eran los padres de don Álvaro de Figueroa y Torres, Conde de Romanones, presidente del Consejo de ministros, alcalde de Madrid, ministro de Fomento, de Educación, etc., durante largos años del reinado de Alfonso XIII… Acaudalados y añorantes de su patria chica, la ciudad de Guadalajara, quisieron dejar sus restos en la tierra alcarreña, y su hijo mandó a su arquitecto particular, Manuel Medrano, hacer el proyecto y llevar a cabo esta obra singular, digna de admiración.

Se trata de un edificio compuesto por dos cuerpos, el primero de ellos sirve como basamento general, y se eleva unos dos metros sobre el suelo, descendiendo más de tres en el subsuelo, para servir de cripta. El segundo cuerpo es realmente una capilla u oratorio al que se accede por una escalinata, y que está precedido de un pórtico adelantado, un tetrástilo sobre columnas de capiteles compuestos. Esta capilla se remata en altura con una cúpula sobre la que aún emerge un alto tambor de vitrales. Su color de piedra clara, sus bronces y los elementos funerarios de capiteles y frisos (el reloj de arena, la guadaña, las palmetas y las lechuzas) le confieren cuando el sol cae de costado, en el amanecer o ya en la atardecida, un solemne significado de meditación, de fuerza telúrica. En el interior, al que se accede tras pasar por la puerta de recia contextura metálica, se ve el altar al frente, y a los lados los catafalcos de los marqueses, realizados en mármol sobre garras de león y adornados con los respectivos escudos nobiliarios de estos señores.

Un elemento sorprendente del patrimonio artístico y monumental de Guadalajara, que merece ser conocido por quienes gustan de buscar las más elementales huellas de la elegancia y la sorpresa.

Millana y el románico alcarreño

La villa de Millana se encuentra situada en plena Alcarria, en el valle del río Guadiela, dentro de lo que históricamente se conoce como la Hoya del Infantado. Recientemente ha visto la luz un libro que recoge el avatar histórico, con muchos detalles y anécdotas curiosas, sobre Millana1. Esta villa de la plena Alcarria reconoce un pasado común con Alcocer, Salmerón y otros lugares del mismo entorno geográfico. Tras diversos avatares señoriales, en el siglo XV quedó en poder de los Mendoza alcarreños, que la poseyeron durante muchos siglos2. Pero anteriormente fue posesión señorial, por donación del Rey Alfonso X el Sabio, de doña Mayor Guillén de Guzmán, la misma que tuvo en señorío a Cifuentes. Ocurría esto en 1253, y ateniéndonos al patrocinio directo de dicha señora, en la construcción del templo mayor de la villa cifontina, ya estudiado por nosotros en ocasión anterior3, no es difícil suponer que ella fue también la inspiradora de la iglesia parroquial de Millana y de su gran portada abocinada, pues el estilo es muy similar al de Cifuentes, aunque en este caso resulta más pobre en la decoración. De cualquier modo, resulta fácil datar la portada meridional de la parroquia emilianense de Santo Domingo de Silos en los inicios de la segunda mitad del siglo XIII, lo cual añade otro dato a nuestra teoría de una cronología muy avanzada para el románico alcarreño.

La iglesia de Millana presenta importantes restos de su primitiva construcción románica. En el siglo XVI fue completamente rehecha, pero se conservaron sus dos portadas y buena parte de sus muros, procediéndose solamente a la reedificación y ampliación de la cabecera del templo. Su interior es de una sola nave y no ofrece elementos de interés. En el exterior, es lo más señalado, aparte de las numerosas y diferentes marcas de cantería en los sillares de sus muros, especialmente en el del norte, la presencia de dos portadas que le confieren un interés especial.

La portada norte es muy sencilla y se encuentra hoy tapiada e inutilizada. Consta de un arco muy simple, con moldura sencilla y decoración de bolas, faltándole algunas dovelas que han sido suplidas por piedra desbastada y cemento. Enmarcando al arco aparece un filete con simple molduraje, también incompleto. Damos un esquema de esta portada, señalando lo existente y lo que ya ha desaparecido. En cualquier caso, y a pesar de su sencillez, esta portada norte, utilizada en tiempos remotos, del templo parroquial de Millana, es interesante y prueba de un modismo constructivo habitual en el siglo XIII.

Pero el elemento más valioso y definitorio del templo que ahora estudiamos, es su gran portada meridional, que ofrece una estructura muy clásica dentro de lo que el arte románico suele presentar. Situada centrando el paramento sur del edificio, necesitó que a éste se le hiciera un cuerpo saliente para albergarla, debido a la profunda bocina de sus arcos. No cabe duda que desde su construcción, en el siglo XIII, esta portada se ha mantenido sin cambios apreciables en su conjunto. Se aloja, como decimos, en un saledizo cuerpo de sillares bien tallados, en los que abundan las marcas de canteros. Este cuerpo saliente se cubre de un tejaroz sostenido por magnífica serie de canecillos que alternan con metopas o rosetas en las que aparece decoración interesante. El ingreso propiamente dicho se constituye por una serie de cinco arquivoltas baquetonadas, llevando al interior un arco liso que hace el oficio de cancel, y que se apoya en lisas jambas laterales que escoltan el ingreso, en tanto que las cinco arquivoltas descansan sobre una serie de cuatro columnas adosadas a cada lado, con basa moldurada y corrido plinto. Estas columnas rematan en sendos capiteles que ofrecen una bella e interesante decoración, que comentaremos a continuación. Finalmente, ante la portada descrita se abre un amplio espacio rodeado de alta barbacana, correspondiente al antiguo cementerio o salón del templo, hoy ocupado de árboles y jardines, lo que le confiere un encanto aún mayor.

La portada románica de Millana tiene unas característi­cas comunes con la del Salvador en Cifuentes. Es de su misma época (segunda mitad del siglo XIII), está erigida y costeada por la misma persona (Dª Mayor Guillén de Guzmán), y presenta una dis­tribución de sus elementos tectónicos y decorativos muy simila­res, aunque evidentemente es más sencilla. El estilo de sus elementos iconográficos es, dentro de su ingenuidad y rudeza, también similar a los de la referida portada, y a su vez a los de la puerta mayor del templo de Santa María del Rey de Atienza4. Pertenecen al arte muy esquemático y simple de una cuadrilla de canteros que, obedeciendo programas previamente establecidos por clérigos y matizados por señores, recorren la Alcarria poniendo en esa época su ingenua visión del mundo trascendente.

Los elementos iconográficos más destacados de esta estructura románica se encuentran localizados en el friso superior de canecillos y metopas alternantes, y en la serie de ocho capi­teles que rematan las columnas adosadas en el ingreso. En los canecillos apenas se advierte rastro de escultura, pues la mayoría son simples bloques de piedra tallada, ofreciendo algunos muy esquemáticos perfiles de animales. En los huecos entre los canecillos aparecen tallas denominadas metopas, en las que se pueden observar algunas curiosas figuras. Predominan las de tema vegetal, con rosáceas, palmetas, etc., siempre tratadas con una intención claramente decorativa e irreal. También se ven dos figuras de animales: un cuadrúpedo, que podría ser un león, y un ave de presa, indudablemente un buitre, que ataca y engulle a una víctima.

Los capiteles que rematan a las columnas adosadas ofre­cen una decoración que entronca con la idea románica de exponer en las portadas elementos del Antiguo y Nuevo Testamento alter­nando con las figuras irreales del bestiario medieval, en esa mezcla tan típica de una edad en la que todo lo maravilloso e intemporal cae dentro de un mismo concepto narrativo y concep­tual. A la izquierda del espectador se presentan cuatro capiteles en los que aparecen parejas de figuras enfrentadas en su centro. A pesar de la dificultad de identificación debido a las agresio­nes que han sufrido a lo largo de los siglos, y al esquematismo de su inicial talla, vemos de izquierda a derecha una pareja de grifos, otra de centauros, otra de grifos y otra de arpías. En el grupo situado a la derecha del espectador, se encuentran otros tantos capiteles, en los que de derecha a izquierda vemos un ser con cabeza bovina y otro con alas que sujetan  o atraen hacia sí a dos pequeñas figuras humanas desnudas; le sigue otro capitel con una pareja de centauros enfrentados; otro en el que se ve a un anciano junto a un ángel que baja de la altura; y finalmente, el más interno, ofrece una figura de ángel separada por la esquina central del capitel de otra figura de aspecto femenino. En cualquier caso, la rudeza de la talla y el malísimo estado de conservación de estos capiteles les hacen muy difícilmente identificables en su contenido iconográfico.

El intento de su identificación no debe dejar de hacerse. Es claro el significado de los cuatro capiteles  de la izquierda. Son parejas de elementos del bestiario medieval. Los grifos, mezcla de águila y león, son elementos benéficos, protectores de los caminos y de los caminantes. Los centauros retratan la parte animal y baja del hombre, y pueden identificarse con elementos pecadores. Las arpías son también seres mitológicos, se dice que hijas de Neptuno y el mar, y representan al vicio en su doble expresión de culpa y castigo5. En definitiva, la serie de capiteles de la izquierda de la portada de Millana tienen un equilibrio perfecto en cuanto a representación del Bien y el Mal en forma de animales del bestiario.

En los capiteles de la derecha, vistos desde dentro a fuera, nos encontramos en el primero con lo que podría ser la representación de la Anunciación del ángel a la Virgen María. Una figura angélica saluda a otra femenina, y es fácil identificarlo con la escena bíblica referida (San Lucas, 1, 26). La segunda escena muestra un ángel que, como si descendiera de lo alto, se aparece a un personaje con características de viejo, barbado. Podría identificarse, con ciertas dificultades, y en base a su hilación con la escena aneja, a la revelación del ángel a San José, en sueños, de la concepción milagrosa de María (San Mateo, 1,18). En el tercer capitel, aparecen sendos centauros, con su habitual significado impuro. Y en el cuarto una imagen diablesca, con cabeza de animal, y otra angélica, disputan o acosan a dos seres humanos, desnudos y de pequeño tamaño. Está claro que, sin un orden neto, esta serie de capiteles representan dos escenas de la Biblia, del Nuevo Testamento en concreto, más otra del bestiario y, en fin, una típica manifestación del Juicio de las almas, con su sentido premonitor y advirtente de los Novísimos. 

En definitiva, se trata en este caso de Millana de una iglesia románica de la que apenas sobreviven sus portadas, apareciendo en una de ellas elementos tradicionales de la iconografía medieval, inscritas en un área de influencia que en relación directa con Atienza y Cifuentes, prolonga hasta la baja Alcarria un modo de hacer de origen netamente franco y poitevino. En cualquier caso, las precedentes líneas han pretendido analizar en detalle uno más de los múltiples templos de estilo románico que todavía existen en la provincia de Guadalajara.

Notas:

1 CHECA TORRALBA, J.C.; CHECA TORRALBA, J. A.: Millana, su historia, arte y costumbres. Guadalajara, 1999.

2 HERRERA CASADO, A.: Crónica y Guía de la provincia de Guadalajara, Guadalajara, 1983, pp. 203‑204

3 HERRERA CASADO, A.: Una propuesta teológica en el románico castellano: la portada de Santiago en Cifuentes (Guadalajara), en «Wad‑al‑Hayara», 10 (1983):165‑178

4 ver el clásico estudio de LAYNA SERRANO, F.: La arquitectura románica en la provincia de Guadalajara, 2ª edición, Madrid, 1971, pp. 51‑56. Nosotros hemos realizado un detenido análisis iconográfico y estilístico de esta portada atencina, revisando la época de su construcción y relacionando íntimamente su capital iconográfico con el de la portada de Cifuentes. Ver en este sentido HERRERA CASADO, A.: El programa teológico de la portada de Santa María del Rey en Atienza, en «Archivo Español de Arte», 252 (1990)

5 CIRLOT, J. E.: Diccionario de Símbolos, Barcelona, 1969.

Por tierras de Durón

Paseando la provincia, y mirando hacia arriba cuando se llega a sus pequeños pueblos, lo más que puede uno encontrarse (me ha pasado ya, por eso lo digo) es con el gesto adusto del aldeano que no ve con buenos ojos a un extraño que viene solo a eso, a mirar para arriba. Eso nunca es señal tranquilizadora, según el catón alcarreño. Eso es potencialmente peligroso.

Por eso, cuando me entretengo en mirar los aleros, las veletas y las almenas en que rematan los más altos edificios de los pueblos de nuestra tierra, suelo llevar en la memoria alguna historia, alguna anécdota referente al pueblo que visito. El nombre de la patrona, la figura de algún destacado natural de aquel sitio, la razón concreta para que le cambie la cara al que se preocupa.

Eso me pasó en Durón un día, no hace mucho, que llegué y me puse a mirar la picota que hay, -extraordinaria y antigua como pocas- a la entrada del pueblo. Tuve que contarle al paisano que se me acercó la historia del sesmo de Durón. Fue la única forma de tranquilizarle. Porque aunque son muy escasos los datos que quedan escritos sobre este aspecto de la historia político‑económica de la Alcarria, algo se puede decir. Todo lo más que se sabe, es que el Sesmo de Durón fue una de las partes (no seis, como podría suponerse por el nombre) en que se dividió la Tierra de Jadraque, territorio comunal durante la Edad Media, y luego señorío de los Mendoza durante la Moderna.

Para evocar el Sesmo de Durón hay que remontarse a la historia de Jadraque. Es obligado. Aún más: hay que llegar hasta el mismo momento de la Reconquista de esta parte de Castilla a los árabes, y decir cómo desde el año 1085 se estableció en Atienza, con su fuerte muralla y su enriscado castillo, la cabeza de un fuerte Común de Villa y Tierra, que amplió su territorio a tenor del avance que la Reconquista hacía en dirección al Sur. Así, sabemos que el Fuero atencino llegó a aplicarse hasta la orilla del Tajo, en este lugar de Durón, y que en torno de vuestro pueblo se construyó ya un primitivo sistema organizativo que tenía a Durón como primera referencia, antes de apelar (en juicios y otras burocracias) hasta Atienza.

Durante el siglo XIV la fuerza que cobró Jadraque se hizo notar de forma que tras largos pleitos, los del castillo del Cid consiguieron verse independizados de Atienza, y organizar en su torno un enorme territorio con aldeas numerosas que dependían del Concejo jadraqueño. De esta forma, y desde el referido siglo XIV, aparecieron los sesmos del Bornova, del Henares y de Durón en el seno de la Tierra de Jadraque. El nombre medieval y castellano de sesmo tenía su razón porque en un principio expresó la idea de partir el territorio en seis partes, al frente de cada una estaba un sesmero. Pero en el caso del común de Jadraque esto no llegó a ocurrir. El sesmo de Durón contaba con los siguientes pueblos: Budia, El Olivar, Gualda, Picazo y Valdelagua, mas el propio Durón.

En el siglo XV, nuestra tierra pasó a poderes particulares. El Rey Juan II empezó a distribuir entre su más alta nobleza cortesana la propiedad jurídica de muchos territorios castellanos que habían reconocido como única autoridad la del propio Rey. Y así, a comienzos del siglo XV, el monarca Juan II de Trastamara hizo donación de la Tierra de Jadraque con sus sesmos a Gómez Carrillo y a su mujer María de Castilla. El hijo de este matrimonio, el levantisco cortesano don Alfonso Carrillo de Acuña, cambió su señorío jadraqueño al Cardenal Mendoza, quien le entregó por él la villa y castillo de Maqueda, y los derechos sobre la alcaidía mayor de Toledo. Era el año 1478. Así entraba Durón, con el resto de los pueblos que comprendía la tierra de Jadraque y la Sesma de Durón, en poder de los Mendoza.

Hablar de la historia del sesmo de Durón es hablar de los Mendoza. Esa poderosa familia, numerosísima, y pletórica de curiosas personalidades que en buena parte constituye también la historia de Guadalajara. A ellos les pagaban los aldeanos y villanos del territorio de Durón sus anuales homenajes en forma de animales y frutos de la tierra. A ellos se sometían en sus procesos jurídicos, y a ellos, en fin, reconocían el señorío de la tierra y de sus instituciones.

De todos los Mendoza, tan numerosos que han servido para escribir sobre ellos largos y voluminosos tratados de historia, sólo quiero recordar ahora a uno de los destacados miembros de la dinastía que gobernó este Sesmo. Me refiero al Cardenal don Pedro González de Mendoza. Fue este uno de los hijos del marqués de Santillana, el poeta de las serranillas. Vivió siempre en Guadalajara y ya desde muy pequeño tuvo numerosas prebendas en la Corte castellana de Enrique IV y los Reyes Católicos. Con éstos llegó a ser Canciller del Reino, el equivalente que en la monarquía de hoy tiene el Presidente del Gobierno. Además fue obispo de Toledo, de Sevilla, de Calahorra y de Sigüenza. Y Cardenal por tres veces: de Santa María in Navicella, de San Jorge y de la Santa Cruz. Este prelado, hombre sabio, elegante y buen político, perteneció en todo a su tiempo, la corrupta Edad Media, en la que los eclesiásticos, y hasta el mismo Papa, vivían como si no fueran eclesiásticos, disfrutando los placeres de la vida a tope, sin ningún sacrificio. Elegante y buen decidor, el Cardenal Mendoza se enamoró algunas veces, y tuvo hijos con, que se sepa, tres mujeres. La primera de ellas fue la dama portuguesa doña Mencía de Lemos, que al decir del cronista contemporáneo Medina y Mendoza, era hermosísima y de gentil persona, graciosa y avisada y de gran brío. Tuvo luego dos hijos: el mayor, Rodrigo, al que añadió el sobrenombre de Díaz de Vivar, en recuerdo del Cid Campeador del que él se decía descender, y el menor, Diego. A estos, y a los que hubo luego con otras damas castellanas, los llamaba la reina Isabel los bellos pecados del Cardenal, y el historiador Hernando Pecha decía de ellos que eran fruto de las travesuras del purpurado.

El Cardenal Mendoza se las apañó para que sus hijos fueran legalmente reconocidos. En 1476 la reina Isabel así lo hizo oficialmente. En 1489 lo hizo el Rey Fernando. Y en 1488 el mismo Pontífice Inocencio VIII, quien defendía el hecho alegando que por la flaqueza humana había tenido hijos el Cardenal, pero que los daba por legítimos. Ello sirvió para que fueran admitidos en la Corte, nombrados para importantes cargos del Estado, y elevados a la categoría de nobles. Al mayor, Rodrigo, se le hizo Marqués de Cenete, y a Diego le nombraron Virrey de Valencia tras haberle dado el título de Conde de Mélito.

Además, al mayor, que en su tiempo fue tenido por uno de los varones más apuestos, valientes e inteligentes de Castilla, se le casó con Leonor de la Cerda, hija del duque de Medinaceli. Esta boda, a la que asistieron los Reyes, se celebró en 1492 en Cogolludo, en el palacio que el padre de la novia había construido durante los años anteriores.

Pero los novios se fueron a vivir a otra parte: concretamente al castillo de Jadraque, que era propiedad, como hemos visto, del padre del novio, del Cardenal Mendoza, y que había mandado reconstruir de su vieja y medieval ruina al modo renacentista, como si de un palacio italiano se tratase, para que allí vivieran los jóvenes esposos. Los primeros años de amor de la pareja transcurrieron felices en aquella altura. Rodrigo recibió además el título de Señor del Cid, pues el Cardenal llamó así a la tierra de Jadraque: Condado del Cid, en cuyo sesmo de Durón estaba incluida, lo repetimos por si a alguien se le ha olvidado, esta villa.

La historia termina de malas maneras. A poco de casados los felices esposos tuvieron un hijo, que murió pocos meses después, de alguna de aquellas infecciones que, aunque leves, por la inexistencia de antibióticos se llevaban a los niños de este mundo en un abrir y cerrar de ojos. La madre, apenada al máximo, moría poco después, en 1497, allá arriba, en la altura castillera de Jadraque. Después, don Rodrigo Díaz de Vivar y de Mendoza, señor del Cid, marqués del Cenete, y señor de Durón, se marchaba para siempre de estas tierras…

Después de referirle esta historia, cuajada de amor y guerras, el aldeano pareció tomar confianza, y hasta él mismo me explicó otra leyenda que corría de generación en generación por el pueblo.

No hubo que forzar mucho la situación para terminar refrescando la memoria de otras cosas que en Durón quedaban más a la vista, como los hermosos edificios públicos con que aún hoy se adorna: la Casa consistorial, sede del Concejo; las Carnicerías públicas, la Iglesia parroquial, el rollo o picota, símbolo del villazgo, junto al que estábamos, el Calvario o humilladero, las ermitas, y tantos otros lugares y elementos que simbolizan su importancia pasada y el tesón que los antecesores de los vecinos de hoy tuvieron en conseguir y mantener que Durón ofreciera un nivel de vida bueno y cómodo.