Una historia de Alovera

viernes, 26 mayo 2000 0 Por Herrera Casado

Hoy viernes 26 de mayo de 2000 es un día grande para Alovera. Por una razón cultural, esta vez. Se presenta a las 8 de la tarde, en el salón de plenos de su Ayuntamiento, un libro en el que se compendia toda su historia, todo su devenir de siglos, y en forma escrita se tendrá ya, a partir de hoy, recopilada la minuciosa referencia de su progresivo latir pretérito. Es un libro que lleva por título exacto Auge y decadencia de una villa castellana: ALOVERA (siglos XVI a XVIII). El autor, nada menos que el joven y ya conocido historiador alcarreño Ángel Mejía Asensio, quien con este trabajo fue proclamado ganador del Concurso de Investigación «Villahermosa de Alovera» que convocó el pasado año el Ayuntamiento de lo localidad, y que ha contado con la subvención de la Empresa cervecera Mahou, instalada en su término municipal.

Solemnemente se hará lectura del fallo del jurado; después la entrega del Premio (consistente en medio millón de pesetas) y finalmente la presentación pública de este libro, que viene a poner a Alovera en la órbita, destacada y espléndida hoy en día, de los pueblos, villas y ciudades que cuentan con una historia escrita, minuciosa y veraz. Seria, sobre todo. Porque en este caso la obra de Ángel Mejía Asensio, amplia de casi 300 páginas, y meticulosa en cuanto al procedimiento de análisis y en cuanto al nivel de información que aporta, es realmente una historia de sitio académico neto, con sus visiones geográfico/socio/económico/ políticas íntegramente correlativas, y con su referencia detallada y precisa a los elementos que constituyen su patrimonio, que aunque no es abundante, como ocurre con las demás poblaciones de la cuenca del Henares en su parte de Campiña, sí que tiene algunos elementos estimables y muy de admirar.

Donde aparece Alovera

Aunque mis palabras en tomo a Alovera son hoy forzosamente breves, quieren ser en cualquier caso, de entrada, de exaltación de este lugar que siempre fue humilde, agrícola cien por cien, de existencia horizontal y lisa como el terreno en el que asienta. Parecía, desde hace tiempo, que Alovera no tuviera historia, o que ésta fuera una sucesión ‑de cambios de señorío, de titularidades en el cobro de los impuestos, y luego un centenario y monocorde discurrir, de años de meses, de estaciones, en las que únicamente cambiaban los colores del campo, del marrón oscuro al verde restallante, y del dorado suculento al muerto blanco de las parvas. Esperar la llegada de las fiestas, sacar a la Virgen de la Paz en procesión… y poco más. Sin embargo, la historia de Alovera, que ya a partir de hoy cualquier hijo del pueblo o lector interesado puede tomar en las manos y leer con detenimiento, es algo más que eso. Lo demuestra en esta obra Ángel Mejía, quien a la par que Mª Carmen Plaza, esa entusiasta alcaldesa a la que no se pone nada por delante, con tal de mejorar vivencias en su pueblo, ha demostrado que la secuencia histórica de Alovera es densa, cuajada de hechos significativos, viva siempre y hoy de muestra.

Asienta Alovera, ya lo hemos dicho antes, en la campiña del Henares, siendo su terreno fértil en el producto de cereales, frutos y huertos, con regadío aprovechado del Canal del Henares. Recientemente se ha asentado en el término un creciente número de factorías que van desviando a la población hacia una actividad industrial, y atrae a buen número de inmigrantes, constituyendo estos verdaderos nuevos pueblos, en forma de urbanizaciones diseñadas con arreglo a normas del siglo próximo, otras poblaciones añadidas.

Desde muy antiguo, en los comienzos del siglo XIV, suena el nombre de Alovera en las viejas crónicas, y ya estaba formado el poblado, en el que vivían agricultores dedicados a laborar las tierras que, en gran número y calidad, poseían los monasterios de San Bartolomé de Lupiana y los de monjas de Santa Clara y de San Bernardo de Guadalajara. Fue en lo jurisdiccional perteneciente al alfoz Común de Guadalajara, y por lo tanto bajo el señorío directo de la Corona de Castilla. En 1626, el rey Felipe IV la declaró Villa y acto seguido se la vendió a doña Lorenza de Sotomayor, marquesa de Villaherinosa, en la cantidad de 6.525.00 maravedís, concediendo la jurisdicción, señorío y vasallaje. Sin embargo, el mismo rey vendió, en 1632, las alcabalas de Alovera a don Carlos de Ibarra. Su dueña le cambió el nombre a Villahermosa de Alovera, que usó durante un par de siglos. En 1712, era señor de la villa el descendiente de la compradora, don Juan José de Andía y Vivero, Urbina y Velasco, marqués de Villahermosa de Alovera. En 1750 era señor y marqués del título don Cristóbal de Balda. Hoy queda vivo este título del marquesado de Alovera, en propiedad de una familia madrileña que quizás acuda también al acto emblemático de hoy.

Las formas de Alovera

Una serie de hallazgos arqueológicos pusieron hace años al descubierto una importante necrópolis visigoda en el “camino de la Barca” en la que han aparecido interesantes fíbulas aquiliformes, de bronce dorado, con decoración tabicada de almandines y pasta vítrea. Varias de ellas fueron llevadas, como todo lo que de interés arqueológico aparece en nuestra tierra, al Museo Arqueológico Nacional, donde puede admirarse.

En siglos pasados, el Concejo tenía de su propiedad en la orilla derecha del río Henares, llamado “el molino Munárriz”. Algo más abajo, y en la misma orilla los monjes jerónimos de San Bartolomé de Lupiana tenían una barcaza y un gran molino de tres piedras de moler, llamado «el molino del Olmo».

En la plaza mayor, muy amplia y de estructura tradicional castellana (realmente un simpático espacio en que la vida bulle a diario, como en los viejos tiempos) destaca la presencia del la iglesia parroquial dedicada a San Miguel, obra del siglo XVI, construida su fábrica con los elementos tradicionales de la campiña de Henares: aparejo de ladrillo y sillarejo de canto rodado, con labrado sillar en las esquinas. El interior, que es de tres naves, presenta un severo y magnífico aspecto clasicista. Fue su autor el maestro Nicolás de Ribero, quien la construyó entre 1569 v 1587. Al fondo del presbiterio se levanta en madera convulsa, dorada y brillan te, el retablo mayor de fuerza y belleza incontestables. En la cabecera de la nave del Evangelio se puede admirar, hoy meticulosamente restaurado, y bellísimo en sus formas y colores, el retablo dedicado a San Ildefonso. Obra de comienzos del siglo XVI, de escuela castellana, es sin duda la mejor pieza de todo el templo. Aunque no le va muy a la zaga, el cuadro que en el interior de la sacristía muestra a la Virgen dolorosa con su hijo en brazos, una impresionante pintura sobre tabla de estirpe flamenca. En esa misma sacristía, recientemente restaurada, surgen en el techo nuevas pinturas representando a los evangelistas y ángeles diversos, realizadas por el pincel clásico, y vivo/actual a un tiempo, del gran pintor Rafael Pedrós, nuestro imaginero del siglo XXI en tierras de Campiña, Alcarria y Serranías.

Es todo un gozo volver, de vez en cuando, a Alovera, a descubrir algún rincón nuevo, a ver su arte pretérito, a gozar de su tranquilidad proverbial. Y más un día como hoy, en que se vestirá de fiesta la villa entera, porque no todos los días se presenta un libro que ofrezca nada menos que la biografía completa, desentrañada y cierta, de la villa.