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noviembre, 1999:

Pinares y roquedas por Cobeta

 

En el otoño, que es la estación que permite viajar con reposo y sin agobios por la tierra de Guadalajara, se encuentran de nuevo maravillas desconocidas (para los más) en esta tierra única. Decir que hemos descubierto Cobeta sería una pedantería, porque son muchas personas las que han ido allí, y lo conocen bien. Tanto el pueblo como sus alrededores, el valle del Arandilla, los vallejos que corren hace el Tajo, y sus pinares. Y es también una pedantería decir, como dicen muchos, que Guadalajara es la «bella desconocida», porque con ello vienen a decir que era desconocida hasta que ellos la han descubierto.

Guadalajara es conocida, entre los suyos y entre los extranjeros, desde hace muchos siglos. Lalaing, Ford, el duque de Médici, Charles Clifford, Jovellanos, Baroja y mil más, pasaron por estas tierras y contaron a todos sus asombradas impresiones. Recordar aún a Ortega y Gasset, a Ernest Hemingway, a Camilo José Cela, todavía, que fue quien sí descubrió una Alcarria única y nunca vista… nadie, pues, ni yo mismo, puede venir ahora diciendo que «hay que descubrir Guadalajara, la bella desconocida».

Pero aún así, nunca está de más decir lo que tenemos, lo que hemos visto. Es un placer salir cada fin de semana a redescubrirla, a encontrar nuevos perfiles. Y eso es lo que hemos hecho, hace muy poco, por los altos bosques de sabinas, -cubierto el suelo de brezo- y de pinos, entre Buenafuente y Cobeta. Llegar a este último lugar, mediado el día, el sol tibio y la atmósfera húmeda, es todo un placer que no debe perderse el lector atento.

Cobeta es una sorpresa

Asomándose a un hondo valle que baja hacia el pintoresco y rocoso hondón de Arandilla, escoltada de pinares y prados, se encuentra la villa de Cobeta, que cabe en la sesma del Sabinar, por el límite occidental del Señorío de Molina.

A Cobeta le viene el nombre de la torre o cubo que siempre vigiló su caserío. La más remota historia pone su origen en le repoblación cristiana de la zona, perteneciendo desde un principio al territorio del señorío de los Lara, gozando de su Fuero. Parece ser que en 1153 don Manrique y su esposa doña Ermesenda donaron Cobeta al Cabildo de la Catedral de Sigüenza, pero el hecho es que durante el siglo XII y casi todo el XIII, este lugar estuvo incluido en el Común de Molina, siendo en 1292 cuando, por testamento de la señora del territorio, doña Blanca Alfonso, pasó por donación a pertenecer al monasterio de monjas cistercienses de Buenafuente del Sistal, junto a sus anejos del Villar y la Olmeda. En el siglo posterior, concretamente en los mediados del XIV, un caballero denominado Francisco de Tovar se adueñó de Cobeta y su comarca, pero las monjas lograron les fuera devuelto. Finalmente, en el segundo cuarto del siglo XV, otro caballero de la misma familia que el primero, don Iñigo de Tovar, se apoderó de este pueblo, logrando que oficialmente reconociera el rey Juan II esta usurpación, y dando a las monjas, en cambio, el lugar de Ciruelos. En la familia de los Tovar, emparentada luego con los Zúñigas, más tarde marqueses de Baides, quedó durante siglos este pueblo y sus anejos, el Villar y la Olmeda, más el caserío de Torrecilla del Pinar. Aunque todos estos datos históricos, oliendo a alcanfor y un tanto pesados y monocordes, pueden parecer que carecen de interés, vienen a cuento de centrar un tanto lo que significa el más espléndido de los datos monumentales de Cobeta: su torre castillera.

La antiquísima torre de la villa fue rehecha por don Iñigo López Tovar, poniendo sobre el breve cerro un castillo al estilo de la época, que sirvieran no sólo de circunstancial defensa contra las incursiones de los aragoneses y navarros por la región, sino de morada para él y su familia. Allí murió, en 1491, este señor, que dispuso ser enterrado en la parroquia de la villa. Sobre la puerta del castillo tenía colocadas sus armas talladas en piedra.

Del castillo de Cobeta, que tenía un recinto cuadrado con cubos en las esquinas, y una torre del homenaje cilíndrica con almenas sobre el grueso moldurón de su remate, quedó hasta hace pocos años un simple paredón curvado, en inestable equilibrio con la vertical y la historia, ya tan lejana, de pasados siglos. Pero por fortuna se ha aliado voluntades reconstructoras y amantes de su pasado, que han hecho posible la reciente rehabilitación, y consolidación, de este castillo torreado, que tan hermoso se ve en la realidad, y en las fotos adjuntas.

En el caserío, de cuidadas calles y grandes casonas de recia sillería rojiza, destaca también la iglesia parroquial, inexpresivo edificio del siglo XVII, en cuyo interior puede admirarse un retablo mayor barroco y un enorme órgano en el coro alto.

Existe en la calle principal una casona con portalada de barrocas tallas en sus jambas, y dintel, característico ejemplar del modo de decorar su vivienda la burguesía rural molinesa en el siglo XVIII.

La naturaleza espléndida de Cobeta

En término de Cobeta, sobre el valle del río Arandilla, y en un lugar de extraordinaria belleza, en que las altas rocas de arenisca rojiza se mezclan con la exuberante vegetación, está la ermita de Nuestra Señora de Montesinos, un gran edificio de portón adovelado, con buena guarnición de hierros, y su interior cuajado de recuerdos marianos de esta venerada advocación, de la que se cuenta un origen legendario: se apareció María a una pastorcilla manca, y le ordenó que avisara al capitán moro Montesinos, que guardaba el fuerte castillo de Alpetea para el rey de Valencia, y le anunciara que ante él haría un gran milagro. La Virgen restituyó a la pastorcilla el brazo que le faltaba, y el capitán, impresionado, se convirtió al cristianismo y erigió en aquel lugar una ermita. En ella se reúnen las gentes de todos los lugares del entorno (Cobeta, el Villar, la Olmeda, Torremocha, Torrecilla, Selas, Anquela y Aragoncillo) en alegre romería la víspera de la Asunción. Es lugar que no debe dejar de conocer quien quiera llevar la mejor imagen de la Guadalajara inédita. Pero ha de hacerlo en excursión a pie, desde Arandilla, o desde Cobeta. Sabrá mejor el recuerdo. Para llegar a la ermita desde Cobeta, lo mejor es bajar con coche la gran cuesta que separa el pueblo del río, y allí, andando, por la orilla izquierda del Arandilla, subir hasta la ermita, que no está más lejos de una hora. En esta época hay ya nieve en las umbrías, y humedad por todas partes (setas y otras curiosas especies vegetales aseguradas) y si se va bien abrigado, parecerá que el mundo es una gloria, y el olor a plantas y la abundancia de oxígeno dará a alguno un ligero mareíllo. La verdad es que no estamos acostumbrados a tanta maravilla, a tanta pureza, a tanta exuberante gloria como en Cobeta y su término se nos da, así, por las buenas.

La ruina renovada de Establés

 

Castilla, como su propio nombre indica, es la tierra donde crecieron los castillos en tiempos antiguos. Lugares expresivos de la fuerza y el poder de algunos, y también de un modo de vida que se nos sugiere a través de sus siluetas. En toda Castilla (y no olvidar que Guadalajara pertenece, entera, a ella) hubo cientos, miles de castillos. En nuestra provincia quedan aún en pie un buen puñado de ellos, y al menos treinta pueden catalogarse de visitables, de monumentales, de históricos y atractivos.

Pues bien: uno de esos castillos que suponen ser la seña de identidad de nuestra tierra es el de Establés. Un pueblecito con medio centenar de habitantes, donde la mayoría de sus naturales emigraron a Barcelona. Como siempre, la savia castellana dando vigor a las tierras costeras, en este caso a la catalana. Y ese castillo, al que siempre llamaron todos el de la mala sombra, luego veremos por qué, está tratando de sobrevivir a pesar de su también mala suerte, que debería ser el otro título que llevara. Porque tras haber sido una ruina a mediados de este siglo, fue comprado y rehabilitado, aunque nunca del todo, y a la muerte de ese propietario se ha puesto en venta y todavía nadie se ha hecho cargo de él, con lo que la ruina vuelve a imperar en este escenario.

Llegar a Establés, cualquier día del año, pero más en invierno, que es cuando impresiona verle, a sus 1.150 metros de altitud, con los ribetes blancos de la nieve por sus costados, es contemplar la ruina: impresiona.

Los castillos de Guadalajara, como los de toda Castilla, están protegidos por una Ley de Patrimonio que realmente no se cumple. Esa Ley obliga a los propietarios a arreglar los susodichos castillos, a tenerlos en perfectas condiciones. Y si eso no es así, pues la administración entonces debe hacerse cargo, adquiriéndolos para su Patrimonio. Lo que en realidad ocurre (y ahí está el ejemplo de Galve de Sorbe, de Riba de Santiuste, de Pelegrina, de Escamilla y de tantos otros más) es que los propietarios se desentienden de ellos, y la Administración no gasta nada en ellos, ni inicia los procedimientos de adquisición que debiera.

En estas divagaciones que son, más que literarias verdaderamente metafísicas, porque van más allá de la realidad y lo palpable, llegamos a Establés.

Queremos saber de su historia. Y nos encontramos con la silueta del castillo en lo más alto. Con la espadaña de la iglesia, de tinte manierista. Con la olma seca, -ya solo un tronco dolorido- de su plaza. Y con la calle del maestro D. Materno Conesa, que hace muchos decenios dio enseñanza a los niños que vivían en el pueblo. Hoy ya no hay ninguno. Hoy solo quedan viejos, añorantes y dóciles, y entre ellos, casi como una excepción, Domingo Alonso, que se entretiene en hacer esculturas sobre las rocas del término. Como un verdadero Buonarotti molinés, Domingo se va al monte, entre los pinos, escoge una roca de perfiles suaves, y con su cincel y su martillo empieza a buscar la forma que Dios dejó dentro en el principio de los siglos. Así ha sacado a la luz un banco tallado en cuyo respaldo dice ser ese el lugar conde se relaja: «Aquí me siento feliz» dice Domingo Alonso, y explica en letra de palote tallada sobre la roca su filosofía de la vida, que en resumen es la de todos los castellanos: aguantar el chaparrón y esperar con serenidad la llegada de la muerte.

El castillo de Establés

La importancia estratégica, en los tiempos medievales, del lugar de Establés, situada en un camino natural que asciende desde Aragón, a través del río Mesa, hacia el centro del Señorío de Molina, hizo que ya en los comienzos de la repoblación del territorio, hacia el siglo XII en su primera mitad, se colocara en la parte más alta del valle un torreón de vigía, y a sus pies el pueblo, entonces humilde, que progresivamente fue creciendo en habitantes y valor. Ese torreón era una de las primitivas fortalezas defensivas del independiente señorío (primero los Lara y luego los monarcas castellanos). En 1432, D. Álvaro de Luna, como canciller del rey Juan II, ordenó que el castillo de Establés fuera reparado.

En ese mismo siglo XV, cambió bruscamente el destino histórico del pueblo, al ser violentamente conquistado por D. Gastón de la Cerda, conde de Medinaceli, en cuya casa y territorio quedó incluido este lugar y otros cercanos. El Común de Villa y Tierra de Molina solicitó repetidas veces de sus señores, los Reyes Católicos, que les fuera devuelto el lugar y castillo de Establés. Siendo su alcaide, por los Medinaceli, D. Pedro de Zurita, este se negó a obedecer las órdenes reales, y los monarcas se vieron obligados a utilizar la fuerza enviando como alcalde ejecutivo a Diego de Riaño. El 1841, y tras ciertas escaramuzas guerreras entre las gentes del Común de Molina, capitaneadas por su Regidor D. Luís Fernández de Alcocer, y el entonces alcaide Sancho Díaz de Zurita, Establés pasó de nuevo a ser del Común molinés, donde prosiguió durante siglos.

El castillo destaca sobre el caserío, parece que le corona. Esta fortaleza, de impresionantes muros y aspecto sobrecogedor, fue construida tal cual hoy se ve, por orden de su señor el conde de Medinaceli, en 1450. Fue encargado de la erección de la fortaleza un tal Gabriel de Ureña, que utilizó su crueldad para conseguir baratos los materiales (piedras, vigas, etc.) y de ahí que el recuerdo de sus malos modos quedara desde entonces grabado en los naturales del pueblo, que estos todavía denominan castillo de la mala sombra al que preside la silueta de su pueblo.

Es fortificación típica de su época, constando de fuertes muros que establecen una planta cuadrada, rematando sus esquinas con cubos semicirculares, siendo el torreón de su punto sur el más fuerte de ellos. La entrada, escoltada, de torre y garitón, la tiene al nordeste. El interior está vacío y ya en ruinas completas las dependencias que el anterior propietario había comenzado a construir para habitarlo.

Otras cosas de interés, aparte de la iglesia parroquial, hay en el término: además de las esculturas de Domingo Alonso repartidas por el pinar, está la llamada torrecilla, que se encuentra casi entera, y es muestra de las fortificaciones que en estos terrenos puso el Señorío de Molina por su cercana frontera con Aragón y el Común y señorío de Medinaceli; y la torre o despoblado de Chilluentes, que hace de límite con el término de Concha, y que permite contemplar, en medio de alto y estrecho valle, ya en los pies de la sierra de Aragoncillo, una gran torre defensiva levantada en el siglo XII, con cinco pisos de altura, de la que sólo restan dos de sus muros, así como una pequeña iglesia románica,‑‑la parroquial de aquel antiguo pueblo de Chilluentes que quedó despoblado en el siglo XVI‑‑ dedicada a San Vicente, y que entre sus muros encierra una pila románica, mostrando su ábside semicircular con ventanal central, aspillerado, decorado con sencillos elementos geométricos y helioformes. Un elemento más, castillo y torreones, que dan forma y silueta a la tierra molinesa, anclada por tantos motivos en el pasado glorioso y hoy silente de sus fastos.

Hita, la bien murada

 

La villa de Hita continúa siendo el referente de la Edad Media en la Alcarria y uno de los más destacados de toda Castilla. No hace muchos días, en un acto multitudinario y lleno de afecto, los vecinos de Hita con su alcaldesa María Amparo al frente le entregaban un precioso pergamino a don Manuel Criado de Val, nombrándole con él Hijo Adoptivo de la Villa. Y en las palabras de agradecimiento que don Manuel pronunció al final del acto, quiso dejar constancia de esta idea, que todavía no es apreciada por la mayoría: que Hita, su cerro, su urbanismo, su nombre, y todo lo que en su derredor existe, produce un efluvio que es captado en muchos lugares con más intensidad que entre nosotros. Y pedía que nunca se altere la raíz, la figura eterna de esta Hita que es sinónimo de la Edad Media en cualquier parte del mundo.

Una visita a Hita

Subir, una vez más, las cuestas de Hita para llegar hasta la remozada «Casa del Arcipreste», fue la tarde del 30 de octubre un paseo agradable y colorista. En la Plaza Mayor, que se mantiene perfecta y sagrada en sus límites desde el Medievo, se concentraron muchos, quizás demasiados coches. Y un gentío abigarrado subió la cuesta. Era, una vez más, al menos para mí, descubrir y saborear Hita, en la hora del atardecer de otoño, este año más suave y luminoso que nunca.

Para quien llegue así, una vez más a Hita, o para quien llegue por vez primera, hay todo un recorrido que hacer para empaparse de su sabor único. Desde la distancia, que generalmente es llegando por el valle del Badiel, una vez atravesado en Torre del Burgo y Sopetrán, se eleva el cónico cerro sobre los campos suaves de cereal de la primera Alcarria. En su vertiente meridional se alza el caserío, derramado sobre la empinada falda. Y en él destacan algunas torres, colores pálidos de muros y rojizos de techumbres.

Dejando a un lado el barrio nuevo que construyó Regiones Devastadas después de la Guerra Civil, y donde hoy vive una buena parte de la población, se asciende una cuesta escoltada de acacias, y se llega ante la solemne puerta de la muralla, una puerta de arco apuntado, estrecho, sumada de un escudo de la villa y escoltada en lo alto por dos fuertes garitones de carácter defensivo. En los muros de esta puerta, según se traspasa, están inscritos en una lápida algunos versos del Arcipreste. Era esta la puerta principal de la villa, pero existían otras, porque Hita estuvo totalmente protegida por una gran muralla que mandó construir, a mediados del siglo XV, su señor el marqués de Santillana. De aquella muralla han llegado hasta hoy algunos restos que, mal que bien, se han restaurado.

Atravesado el arco, se llega a la plaza, en la que se ve una fuente, unas casas con soportales, y el gran muro de la alta barbacana, a la que puede subirse rodeándola por fuertes cuestarrones. En la barbacana alta, donde está el Ayuntamiento, las vistas que se contemplan son prodigiosas: hacia el sur se extiende la mirada sin encontrar límite. Guadalajara a lo lejos, y todo el valle del Henares, se contempla desde ella. En los atardeceres, la luminosidad del sol poniente se refleja sobre las nubes que cobijan a la villa.

Desde la barbacana sigue ascendiendo la cuesta. Y primeramente se alcanza otra breve terracilla en la que se abre la remozada «Casa del Arcipreste», un edificio con funciones de «Casa de la Cultura» del pueblo, en el que hay salón de actos, de reuniones, emisora, archivo, y se prepara el Museo de los Festivales. Desde allí, cuesta arriba, se llega a las ruinas de la iglesia de San Pedro, la que fue parroquia del Arcipreste, y que tras la Guerra Civil quedó en ruina completa. Esta iglesia era de estilo mudéjar, y aún hoy se ven los muros, la cabecera entera con un presbiterio y ábsides brevemente realzados, con su perímetro antiguo bien marcado para que en su interior, limpio y cuidado, puedan albergarse actos culturales en verano. En el suelo se ha mantenido la lápida mortuoria de Hernando de Mendoza, caballero que fue alcaide de la fortaleza, propiedad de los marqueses de Santillana y duques del Infantado.

Desde la ventana del ábside central de San Pedro se ve, tamizada por una reja, la torre de la iglesia de San Juan, el templo que hoy es utilizado como parroquia. Muy alto, al final de un camino de suave ascenso, escoltado de acacias y con unas vistas espléndidas desde su barbacana, se alza este templo que fue el mayor de la villa. Su interior ofrece una pequeña capilla, en el lado de la epístola, dedicada a la Virgen de la Cuesta, patrona de Hita. En el altar, una talla románica de la Virgen, y en su bóveda, un artesonado mudéjar bellísimo. Pero quizás lo más llamativo de este templo sean las decenas de lápidas mortuorias que, recogidas de San Pedro y otros lugares del pueblo, se colocaron por los muros ofreciendo escudos tallados, largas leyendas y una densa imagen de hidalguía y aristocracia que define muy bien lo que fue Hita en siglos pasados: una villa de alto rango, de importancia capital en la consideración de la estrategia política, militar y económica de Castilla.

Un homenaje merecido

La importancia de Hita se ha destacado siempre, se ha mantenido e incluso se ha aumentado, gracias a la tarea decidida, generosa y sabia de quien ahora es ya «Hijo Adoptivo» de ella. Del profesor don Manuel Criado de Val. Hace muchos años, don Manuel escribió y publicó la «Historia de Hita y su Arcipreste», con el bagaje de saber que le proporcionaron sus investigaciones y meditaciones. Un conjunto de datos, fechas y evidencias, que constituyen un monumento capital en la bibliografía de Guadalajara y de Castilla toda. Esa «Historia de Hita…» supuso para el autor largas décadas de investigación, de búsqueda en archivos, y, sobre todo, enormes dosis de cariño y entrega. Quizás (al menos para mi gusto) lo más interesante de la obra de don Manuel Criado sea la interpretación completa que de la vida y la obra del Arcipreste de Hita hace. En cualquier caso, un libro, recientemente reeditado, que le proclama como el mejor conocedor de Hita, su cantor más alto.

Los Festivales Medievales de Hita, que hace más de treinta años fueron imaginados y materializados por la pasión y el trabajo de Criado de Val, son ya otra de las señas de identidad de esta villa alcarreña. De toda la Alcarria, en suma. Valorados en su justa medida, ha habido épocas en que han sido contestados y criticados (más pienso que por ignorancia de su auténtica dimensión que por malicia). La fuerza de ese Festival que, en la tarde calurosa del primer sábado del mes de Julio de cada año se levanta compacto, llena de vitalidad y de recuerdos a quien lo vive. Las justas caballerescas al pie del cerro; los torneos, juegos de cañas y bohordos; los desfiles de botargas y las procesiones de personajes endrinescos; las comidas a la usanza medieval en las ruinas de San Pedro; y finalmente -en la magia de la noche- las representaciones teatrales poniendo la fuerza del verso clásico entre las piedras de Hita, son elementos que nadie que los contemple olvidará fácilmente. Ha sido Criado de Val quien ha creado esto, quien lo ha crecido y mantenido. Y en justo homenaje ha sido ahora el pueblo de Hita, por fin abiertos sus ojos a la realidad, el que le ha aplaudido y le ha nombrado «Hijo Adoptivo». También para don Manuel mi admiración, mi aplauso, mi declaración, si no de hijo, por imposibilidad de épocas, sí de amigo, entrañable y para siempre.

La felicidad de la Alcarria

 

Después de leer la última obra publicada por Manu Leguineche, y a la que ha puesto por título «La Felicidad de la Tierra», uno se queda confortablemente convencido de que esta Guadalajara nuestra es esa tierra que él señala, la mejor del mundo para vivir en ella. No la más esplendorosa, ni la más animada, ni la más rica. Simplemente la más hermosa y adecuada para vivir feliz y tranquilo, en comunión con esa Naturaleza que en otros lugares puede que sea más lujuriante, pero que aquí se mece en el perfecto equilibrio entre el mundo y la gente.

De la obra de Manu Leguineche, que es amplia y bien trabada, columpiados sus escritos entre el aire violento de las crónicas de guerras, y la minuciosa referencia de viejos conflictos o personajes con sabor antañón, esta última es la más perfecta. Esta «Felicidad de la tierra» es el libro que coloca a Manu en los tratados de la Historia de la Literatura Española. Hasta ahora estaba en los de Periodismo, crónicas, emociones y anécdotas. Ahora entra, por una puerta grande y solemne, en el Parnaso de los que, por mucho leer y aún más pensar, se han merecido un plinto en el legendario museo de las glorias.

Tierra de Guadalajara

La tierra de que habla Manu Leguineche en su obra es la nuestra: la Tierra de Guadalajara. Es esa que tiene «estos árboles largos, mecidas sus hojas por el viento, forman con el monasterio en ruinas, con la leyenda de la fuente, un escenario en el que todo te invita a la contemplación». Habla así del entorno de Sopetrán, porque Leguineche ha hecho suyo este pedazo de España, el que tiene a Torija, a Brihuega, a Cañizar y a Hita por ejes solemnes de la belleza simple y de la humanidad entraña.

Los paisajes que describe, y que él vio por primera vez desde el alto «Tejar de la Mata» en término de Cañizar, son los que siempre hemos amado. A la Alcarria, -que también late en los bordes del valle del Badiel- le bastan sus atardeceres para constituirse en universal referencia de la belleza del planeta. Eso, de mucha mejor manera, con mil referencias a la vida, a la amistad, al mus y a la comida, nos lo dice Manu Leguineche en este sabroso y palpitante libro.

Pero el autor se entretiene aún más, si cabe, con las gentes. Es con las que vive, a las que escucha, a las que pregunta. No puedo hacer aquí, ni siquiera en formato de lista, referencia de cuantos alcarreños aparecen (aparecemos) en esta obra. Hay algunos que están especialmente suscritos en sus páginas. Por supuesto Camilo José Cela, que pasó de ser alcarreño residente a gallego en desbandada. Camilo ya viene poco por aquí: si acaso, a comer. Pero otros muchos quedan dando sazón con su vitalismo de esta tierra y de lo que para Manu es razón de la amistad. Ahí están Jesús Campoamor y Delia, su mujer. Ahí están Paco García Marquina y Toya, con su vitalismo literario. Ahí aparecen Emilio Cuenca y Margarita, con su sereno pasear la calle Mayor arriba; o Pedro Aguilar más Pocholo, los referentes de Torija. Y Cortijo en su Tolmo de Brihuega, los monjes de Sopetrán, Ascen la librera, Josepe el poeta tranquilo, y hasta Luís Monje Ciruelo, al que lee habitualmente, como se lee entero el «Nueva Alcarria» que a Manu le sabe a pan de pueblo.

Orígenes y metas del libro

Empezó Manu, según ha dicho en la presentación de su obra, que la hizo el 14 de septiembre en Cañizar, entre los suyos, esta obra apuntando en un cuaderno que le regaló su hermana los sucedidos más ínfimos que le ocurrían en esta tierra, desde que, hace ya más de 10 años, llegó a Cañizar como dueño del Tejar de la Mata, un viejo caserón aislado en el chaparral que mira al valle del Badiel. Se ha ido alimentando de charlas de tasca, de conversaciones en chimeneas, de partidas de mus en plazas, y de pláticas serenas con gentes de todo pelaje. En general, y así nos lo dice el autor de «La Felicidad de la Tierra», el pelaje de sus informantes e inspiradores es de natural sencillo y franco, abierto y generoso.

Rescata en sus memorias (así podríamos llamar a este libro, pero memorias de la gente sencilla que le dio de comer en su camino) muchas anécdotas de su vida transeúnte por el mundo. No podía ser menos, porque Manu es un hombre que ha vivido tanto, y en tantos sitios, que aunque no quiera le brotan los saberes, y los recuerdos. Pero alimenta estas páginas de referencias más cercanas, humanamente hablando, al entorno alcarreño: teatros populares en las plazas, vacas y vaquillas en las fiestas, alguna procesión de Semana Santa, Festivales de Hita y Campeonatos de mus. Y recuerdos de la guerra, de las trillas, de la mili de algunos. Repito: no quiero dar nombres, pero todos están, reales y vivos, con la humanidad que les grana sin pretenderlo.

Me estaría toda la noche diciendo cosas de esta obra. Solo una, para terminar, que quiero que suene fuerte y sea contundente. Después del «Viaje a la Alcarria» de Camilo José Cela, esta «Felicidad de la tierra» de Manu Leguineche es el libro que más puertas le va a abrir a nuestra tierra de Alcarria. Miles de los lectores que van detrás del escritor vizcaíno, (cientos de miles, que los tiene), van a sentir la necesidad de venir hasta aquí, a ver (a vivir, mejor, a escuchar y a empaparse de vida) esta calle mayor de la que el autor dice  que «parece que no ha pasado el tiempo por ella, territorio de chalanes y chamarileros, de cacharreros…» con sus personajes fieles y su aire sin prisas. Guadalajara empieza ya a estar en deuda con Manu Leguineche, porque él sí que ha sabido captar la esencia de esta tierra, a la que ha querido verle solamente el rostro feliz. El otro, que también lo tiene, lo ha dejado para que algunos sigan pintándolo de envidias. Porque a partir de ahora, alguno que otro de esos oscuros rostros llegará a ver Manu.

Ah, y de las 472 páginas que tiene la obra, hasta la 434 llegan los avatares de nuestra tierra alcarreña. El resto hasta el final lo dedica a un delicioso viaje por la Mancha de Don Quijote. No es mal epílogo para un libro que rezuma sinceridad, castellanía y buen aliento. Un libro que ya es clásico (y lo será por siglos) en la bibliografía de Guadalajara.