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octubre, 1999:

El Cuadrón: un castillo calatravo en peligro

La Torre del Cuadrón, en término de Auñón, es el vestigio poderoso y firme de un castillo de la Orden de Calatrava, vigilante de la línea del valle del Tajo, junto a Auñón.

 

Hace unos años, y casi por casualidad, cuando estaba preparando la reedición de la gran obra de Layna Serrano «Castillos de Guadalajara» me encontré con una fortaleza que él no menciona en su obra, pero que al ir a tomar de ella un par de fotografías me sorprendió de tal manera que me tiré un par de jornadas estudiándola detenidamente, y llegué a la conclusión que esa «Torre del Cuadrón» o «Torre de Santa Ana» como la denominan en Auñón, en cuyo término está, era el resto palpitante de una antigua, medieval, calatrava fortaleza.  

En estas páginas publiqué un artículo amplio, (era la primavera de 1994) que la ponía por primera vez en el público conocimiento, y como la mayoría de las cosas que tienen que ver con la cultura propia de esta tierra, pasó desapercibida para la mayoría. El problema es que ahora esa fortaleza calatrava empieza a correr un serio peligro. Sobre ella se cierne el deseo de su actual propietario de hacerla desaparecer. Presentada la solicitud de derribo en el Ayuntamiento de Auñón, este con muy bien criterio la ha denegado. No sólo con buen criterio, sino cumpliendo con la Ley del Patrimonio Histórico-Artístico español, que conceptúa a todos los castillos y fortalezas de nuestra patria como elementos patrimoniales de interés y defendidos de cualquier alteración, lesión o derribo. La contestación del propietario, según me han informado fuentes de toda solvencia, ha sido la de que, en cualquier caso, el castillo alcarreño del Cuadrón «se va a caer él solo».  

Una sorpresa en plena Alcarria 

Hasta la aparición de mi artículo, tan solo Layna y Jiménez Esteban habían dedicado breves líneas a este monumento medieval de nuestra tierra. En breves líneas trataré de recordar lo que entonces dije, especialmente porque el peligro real que empieza a correr este edificio espléndido necesita que se cree en su torno una fuerte línea de opiniones (y especialmente de medidas reales de gobierno) que le protejan. Si esta fortaleza del Cuadrón llegara a sufrir, por voluntades ajenas, algún daño, el descrédito y la vergüenza recaerían tajantes sobre las autoridades encargadas de protegerla.  

Para conocerla hay que llegarse hasta Auñón por la «carretera de los pantanos», y, ya en la vega del Tajo, seguir la carretera que por Anguix y Sayatón les llevará hasta Pastrana y Almonacid de Zorita. En este camino, unos dos kilómetros después de haber iniciado esa carretera (es la comarcal 204 en el idioma de Obras Públicas), a la derecha y sobre un otero de suaves perfiles, se alza la vieja fortaleza. La situación, para los que lo tengan, en el mapa a escala 1:50.000 del Instituto Geográfico Nacional, en la hoja 562 correspondiente a Sacedón, es la de latitud entre 40º 28′ y 40º 29′ Norte, y de longitud entre 2º 47′ y 2º 48′ Este. Allí está señalada como «torre de Santa Ana» vigilante de una depresión que lleva el nombre de «barranco de Valdelagua».  

Pero se trata, en realidad, de la «torre del Cuadrón» de las viejas crónicas. Y, por lo que yo pude comprobar sobre el terreno, lo que hoy se ve es el resto de un auténtico castillo. Del que apenas media torre del homenaje queda en pie. Pero esta auténticamente reveladora de su importancia y valor.  

La propiedad actual ha vallado el contorno a la finca, prohibiendo radicalmente la entrada de cualquier persona hasta la fortaleza. Se han cerrado también caminos tradicionalmente de uso común. Sabemos que en el siglo XVIII todavía se decía misa en su recinto, y que en la Guerra de la Independencia los aldeanos la dinamitaron para evitar que acogiera a los franceses. Hace cinco años, cuando yo la visité, dejaba admirar la perpendicular valiente de su torre del homenaje, una admirable obra de cantería medieval, y el circuito de sus recintos exterior e interior, permitiendo el levantamiento de un plano que sin duda expresa su carácter de fortaleza.  

Lo que dicen los viejos papeles 

Las Relaciones Topográficas de Auñón (año 1575) dicen lo siguiente, acerca de este edificio: «A los treinta y seis Capítulos dixeron: que en término de esta Villa ay una Torre de Cal y Canto de Sillería, a la cual llaman la Torre del cuadrón, y tiene un epitafio y letrero, el qual no se ha podido entender por ser letra mui extrangera y peregrina y que vulgarmente dicen: que la hizo el Rey Jaime de Aragon, para desde ella combatir una Ciudad y población que estaba en un cerro mui alto, que se dice el cerro de Campana. La muralla y edificios denotan lo que era la dicha habitacion, que están todos arrobinados, pero mucha parte de la muralla está por partes sana y va así dando noticia y muestra por donde iva la dicha muralla, que es mucha tierra, y que no se entienden aver otros epitafios, ni letreros ni antiguallas más de esto». A este texto, el editor de las Relaciones, el cronista provincial Juan Catalina García le ponía la siguiente nota al pie: «Permanece esta torre más abajo del ensanche que hace la vega del pueblo al acercarse al Tajo. Pero no sé que conserve inscripción alguna…. cuanto a lo tocante al rey D. Jaime de Aragón, no es cierto». Abundando en el tema, Jorge Jiménez describe con exactitud esta «torre de Santa Ana» aunque sin identificarla con «el Cuadrón», y dice que de la inscripción tan traída y llevada sólo se entiende la primera palabra, que es «Garcés».  

Describiendo el castillo del Cuadrón 

Lo que queda del Cuadrón es parte de su gran torre del homenaje. Tenía ésta tres pisos. La entrada, orientada al noreste. De planta aproximadamente cuadrada, de unos diez metros por lado, la planta baja se cubría por bóveda de crucería de la que aún se ven los arranques de los nervios. La planta media era de bóveda encañonada, apuntada, soportada por dos arcos fajones de los que también se ven los arranques laterales. A esta planta se subía por una escalera que iba por dentro del grueso muro, y de la que aún quedan señales. Esta escalera seguía ascendiendo hasta la tercera planta, una terraza descubierta protegida posiblemente por almenas que ya no existen. La altura total, unos quince metros. Su construcción, de firme sillarejo calizo, con refuerzos de sillar en las esquinas. En el muro de la planta baja, casi al alcance de la mano, un escudo heráldico que aún mantiene su policromía original: un castillo de tres torres, de oro, sobre campo de color rojo. El emblema de la nación castellana.  

Pero hay más. En derredor de esta torre, se ven los restos de su recinto exterior: un gran cuadrilátero de muros de casi un metro de espesor, totalmente derruidos, que en sus esquinas tenía torreones semicirculares, posiblemente con única función de refuerzo constructivo. Su acceso estaba abierto al noroeste, y en su derredor, un amplio foso que aún se hace evidente a pesar de haberse ido rellenando a lo largo de los siglos con los materiales del desplome de la muralla. En el interior del espacio castillero, nada de señalar sino es la incierta boca de un pozo junto al costado norte de la torre.  

De forma apresurada, pero muy próxima a la realidad, hice un apunte de esta vieja fortaleza que junto a estas líneas. Y las fotografías que ofrecen el aspecto del Cuadrón (el nombre le viene, sin duda, de la planta cuadrada del edificio) desde norte-noroeste, con la estructura evidente de su primitiva construcción. El muro del sur, que es el que se ve desde la carretera, está totalmente cerrado, a excepción de una pequeña saetera a la altura de la segunda planta.  

¿Quién y cuando construyó este castillo vigilante de un pequeño arroyo y de la vega del Tajo? Los detalles arquitectónicos revelan que sin duda fue alzado a mitad del siglo XV. En una época en la que esta región del medio Tajo se vio sacudida por una violenta guerra (casi doméstica) en el seno de la Orden militar de Calatrava, señora del territorio. Don Juan Ramírez de Guzmán, a quien se le conoce en las viejas crónicas con el sobrenombre de «Carne de Cabra», se autonombró maestre de Calatrava frente a la auténtica magistratura del infante don Alfonso de Aragón. Conquistó todas las villas y fortalezas de la encomienda de Zorita, y durante años luchó contra Auñón, el único enclave que permaneció fiel al maestre Alonso de Aragón. Quizás fue éste quien mandó construir esta fortaleza, y de ahí quedó en la memoria popular (como un siglo después se escribía) que fue levantada por el rey Jaime de Aragón, la figura que en las legendarias memorias aparecía como gran rey y guerrero.  

En cuanto a la leyenda tan controvertida, efectivamente existe, y muy al acceso del lector curioso. Un ancho dintel de piedra, caído del que formaba la puerta de entrada, y hoy empotrado en el suelo, deja en parte ver un letrero escrito en caracteres góticos, y del que, lo confieso, he sido incapaz (a pesar de estar larga horas intentándolo, en todas las posturas imaginables) de leerlo. La palabra Garcés que dice Jiménez no la he visto por ninguna parte. Todo un reto para próximos viajeros, si es que a partir de ahora alguien puede acercarse a verlo, estudiarlo y disfrutarlo.  

Porque el peligro que se cierne sobre este castillo de la Alcarria es una prueba más de la capacidad que nuestra provincia tiene de defender su patrimonio por el conocimiento del mismo. Con estas líneas creo que puede darse por sabido el tema. Ahora lo que hace falta es que no tengamos, -en este umbral del siglo XXI en que estamos-, que llegar a lamentar que se ha permitido derribar los restos venerables de un castillo medieval.

Valdearenas en el Badiel

 

Tiene el valle del Badiel un atractivo indescriptible. El aire que en él se balancea, de una a otra orilla, y el silencio sonoro que se escucha desde los altos bordes de la meseta, ofrecen al viajero una oportunidad de vivir minutos, horas o días, en paz consigo mismo y con el mundo.

Hemos viajado por el Badiel, y hemos parado en el primero de sus pueblos, después de cruzarle en Sopetrán. Este pueblo es Valdearenas, que tiene una avenida de acacias y olmos para entrar en él desde la carretera del valle, y un plazal en la parte baja donde destaca una cuidada casona restaurada. Pulcro y bien dispuesto, el caserío de Valdearenas se empina por la suave ladera de una colina en la que se alzan, heridas y orgullosas, las ruinas de su iglesia parroquial, que tienen una historia algo extraña que luego pasaré a comentar.

El Badiel, y concretamente Valdearenas a su inicio, tiene esa consistencia de sencillez y hermosura en la que fraguar unas posibilidades turísticas para tantos miles de gentes que lo único que buscan ya es paz y tranquilidad en los fines de semana. La visita a Hita, muy cerca de allí, el transcurso hacia Jadraque y Atienza, puede facilitar la llegada de más gente que decida echar un vistazo a este entorno. Nosotros hemos llegado (somos gentes de allí, de la capital, y de Madrid) a visitar a un amigo, y todas las puertas se abren. Incluso en lo alto de la colina, en medio de la desolación de su viejo templo renacentista, y ya con la brisa de la tarde refrescando los rostros, la silueta del árbol seco que allí lleva decenios nos da el contrapunto de la serenidad. La vista que del valle del Badiel se consigue desde este altozano es, sencillamente, maravillosa. Se me ocurrió aquella frase, que ahora recordando el momento suscribo íntegramente: «si alguien quiere saber en qué consiste la Alcarria, cual es su imagen genuina, más pura, debe subirse a la colina de la iglesia de Valdearenas, y mirar hacia el Norte». Los bordes levantados del valle, por los que se descuelgan olivares y bosques de encinas; los planos diversos del fondo, con tierras de pan llevar, huertos y choperas (ahora muy pocas, desde que se desvió el cauce del río), los caseríos de Utande y Muduex, muy a lo lejos, echando humillo de sus chimeneas, y el cielo inmenso, que todo lo llena, dan esa imagen cabal de la tierra en paz y silenciosa: es el valle del Badiel la Alcarria en su estado puro.

Algunos datos sobe Valdearenas

Este lugar estuvo incluido, en calidad de aldea, en el alfoz o Común de Hita, tras la reconquista a los árabes de esta comarca, poblada ya desde remotos tiempos. Como la Villa de Hita, perteneció en seño­río a los López de Orozco (siglo XIV) y Mendozas en su rama capital de los duques del Infantado (siglo XV y XIX). En 1630 consiguió Valdearenas el privilegio de Villazgo, concedido por Felipe III, previo pago de la cantidad de 450 duca­dos. Con ello conseguía eximirse de la jurisdicción de Hita, aunque seguía reconociendo el señorío de los Mendoza, y pagando ciertos impuestos a sus titulares. Cuando fue reconocido su título de Villazgo, colocaron la horca en el vallejo de la Cabaña y la picota delante de las casas consistoriales.

La tradición del pueblo dice que en el camino que va desde él hacia Hita, en el pago conocido por el nombre de Teina, hubo en muy remotos siglos un monasterio de monjas franciscanas, que luego emigraron a Guadalajara, uniéndose a la Comunidad de Santa Clara de dicha ciudad. En ese lugar se encuentran todavía elementos constructivos muy antiguos, restos de muros, y arcaduces a medias sepultados. Aunque de documentos no queda absolutamente nada, por lo que debe colegirse que esta referencia es un tanto legendaria.

Si repasamos los monumentos de relieve que existen en Valdearenas, nos vamos a encontrar con dos sorpresas. Una es, la primera, la fuente, que conforma con fuerza la identidad de Valdearenas. Como en otros lugares del valle del Badiel, existía una fuente de pilón poligonal y taza central redonda, de piedra, en la que se albergaba el depósito final del agua antes de salir por los caños. La fuente, de varios siglos de antigüedad, lógicamente estaba deteriorada. Pues bien: hace unos años, pensando en hacer algo bueno por el pueblo, su regidor mandó tirarla y hacer una nueva, similar a la vieja, pero (es evidente, no hay más que comparar fotografías) les salió tan reluciente y bien cortada que no puede disimular que es de ahora. La otra, la auténtica, pasó a mejor vida.

La iglesia de Valdearenas

Quien suba hoy a lo alto del pueblo, para mirar el templo parroquial de Valdearenas, se encontrará con un espectáculo curioso, chocante, y terminará indignándose al saber qué pasó hace no muchos años para que esto quedara así. En pie quedan solamente los muros de la cabecera: un presbiterio de corte poligonal, unas capillas laterales, y la sacristía. Piedra de buen sillar, perfectamente cortada, mostrando con profusión las marcas de los canteros cántabros que las tallarían. El suelo, un montón informe de piedras provenientes del derribo. Y en medio del espacio, dos pilares fortísimos que se alzan hasta el nivel de sus coronamientos con molduras simples circulares.

Al parecer, en los años cincuenta de este siglo, el templo de Valdearenas empezaba a tener peligrosas muestras de deterioro, con grandes hiendas y probables desequilibrios en los cimientos, dado que una masa de cientos, de miles de toneladas de piedra, había sido levantada en el siglo XVI sobre una colina que con los años, las humedades y la erosión, comenzaba a inestabilizarse. El obispado decidió arreglarla, pero a lo largo de las obras el responsable técnico de las mismas opinó que lo mejor era desmontar por completo el templo y volver a reconstruirlo. Una obra tan cara, lógicamente, no podía llegar a buen término. Se paralizó todo cuando estaba ya desmontada gran parte del templo, y quedó como hoy se ve. Piezas interesantes de su portada, de sus columnas, capiteles, enjutas, claves y artesonados, desaparecieron entonces, y aquello quedó tal cual hoy vemos: un montón para el sillarejo, otro para los sillares buenos, otro para las lápidas (las hay con escudos, con leyendas incluso) y una parte en pie, creciéndole la hierba sobre lo que fueron las baldosas y los progresivos desmoronamientos. Una situación un tanto extraña y sorprendente, entre otras cosas porque hasta ahora parece no haberle preocupado mucho al propio pueblo.

El nuevo alcalde de Valdearenas, charlando conmigo en lo alto de estas impresionantes y evocadoras ruinas, me decía no hace mucho que su intención es dignificar aquello. Si bien es verdad que es ya entelequia reconstruir el templo (ahora se utiliza como parroquia un local propiedad municipal) no lo es tanto el limpiar aquel espacio, dignificar sus ruinas, e incluso construir un pequeño proscenio en el que, durante el verano, puedan darse conciertos, recitales y otro tipo de actos de raíz cultural. El propietario de aquellas ruinas es, lógicamente, el Obispado de Sigüenza. Que no hace nada por sacarlo de su impresentable situación. ¿Por qué no cederlo al pueblo, para que él se apañe arreglándolo y dándole ese sentido de general utilidad que debiera tener?

La ruina de nuestros castillos: el de Embid

 

Embid es una villa, cargada de blasones e historias, pero lejana de todo. Está en el Señorío de Molina, en aquella altura que es ya en este tiempo fría y limpia. Y tiene un castillo de los que figuran en todas las guías y sirve de reclamo a muchos viajeros que buscan la raíz más cierta de nuestro patrimonio. Sin duda es el de Embid uno de los más emblemáticos y hermosos «castillos de frontera» del señorío molinés. Lo era hasta hace unos años, lo sigue siendo ahora, aunque menos, y ya no sabemos si lo podrá seguir siendo por mucho tiempo más, porque se está hundiendo.

Dónde está Embid

Se encuentra la villa de Embid en el último extremo, el más oriental, de la sesma del Campo y del Señorío de Molina, en posición rayana con Aragón. Surgen ante el viajero entre los repliegues secos y rocosos del páramo, que va dibujando mínimos surcos de los que nacerá luego el río Piedra. El caserío se apiña bajo los alerones pétreos del castillo y de la iglesia. El silencio del paisaje, la inmensidad del horizonte parecen imponer respeto ante la visión primera de este pueblo.

Existió como aldea desde los inicios de la repoblación del Señorío, cayendo en los límites del mismo según el Fuero de 1154 dado por don Manrique. Siempre en el orden del Común de Villa y Tierra de Molina, la señora doña Blanca en su testamento (finales del siglo XIII) dice dejárselo en propiedad a su caballero Sancho López. Fue realmente en 1331 cuando pasó en señorío a manos particulares, pues en esa fecha el rey Alfonso XI extendió privilegio de donación y mínimo Fuero para este enclave, disponiendo que fuera su señor Diego Ordóñez de Villaquirán, quien estaba facultado para repoblarlo con veinte vecinos, que no debían ser de otros lugares de Molina, ni siquiera castellanos, y facultándole para levantar un castillo.

En 1347, los Villaquirán vendieron Embid al caballero Adán García de Vargas, repostero del rey, en 150.000 maravedises de la moneda de Castilla. Su hija Sancha, en 1379, vendió el lugar a Gutiérrez Ruiz de Vera, y éste lo perdió por usurpación que de Embid hizo, en algarada guerrera, y como acostumbraba hacer por toda la zona, el conde de Medinaceli Ya en el siglo XV (1426), esta familia se lo cedió, con otros pueblos molineses, a don Juan Ruiz de Molina o de los Quemadales, el llamado Caballero viejo de las crónicas del Señorío, jurista y guerrero, en cuya familia quedó para siempre. Por sucesión directa fue transmitiéndose el señorío del lugar, y en 1698 un privilegio del rey Carlos II hizo marqués de Embid a su noveno señor, don Diego de Molina. Uno de sus más modernos sucesores, don Luís Díaz Millán, fue autor de varios interesantes libros y estudios sobre Molina, y hoy se conserva el magnífico archivo de la casa en poder del heredero del título.

Qué ver en Embid

En rápida visita al pueblo, destaca sobre todo la silueta de su magnífico castillo, ya en avanzada ruina, que consta de una torre fuerte central, desmochada y con sólo dos muros, y una cerca altísima, o muralla almenada, que sólo mantiene en pie dos de sus lienzos, con diversos cubos esquineros. Mantiene, sin embargo, todavía un aire digno y resueltamente medieval. Este castillo fue construido en el siglo XIV por su primer señor, y luego rehecho por el caballero viejo a mediados del siglo XV. Sirvió de lugar de refugio de los castellanos en numerosas contiendas contra el reino de Aragón, cuya frontera establece.

Son también destacables, distribuidas por el pueblo, algunas casonas molinesas de típica traza: la de los Sanz de Rillo Mayoral, obra del siglo XVII con ancha fachada de sillarejo y un gran portón adintelado en el que se inscriben diversos símbolos alusivos a la dedicación ganadera de los dueños; la de los Ordóñez de Villaquirán, obra del siglo XVII también, con amplio patio anterior y entrada sencilla adintelada; y la del Dr. Martínez Molinero, también llamada «la casa del vínculo», obra del siglo XVIII con portada adintelada y gran dovelaje y jambas de bien labrado sillar, mostrando encima un curiosísimo escudo emblemático, en forma de jeroglífico, que viene a relatar la historia de la familia.

Problemas con los castillos

Todos los castillos españoles son, declarados por la Ley del Patrimonio Histórico-Artístico, bienes de interés cultural y protegidos/protegibles de oficio. En Guadalajara existen más de un centenar de estos edificios, entre castillos propiamente dichos y medievales torres de vigía. Algunos, en manos particulares, se han restaurado plausiblemente (qué mejor ejemplo que el de Zafra, también en Molina) y otros han sido desgraciadamente maltratados y abandonados (el de Galve, sin ir más lejos). Pero desde la perspectiva pública poco se ha hecho por ellos. Y debe irse tomando conciencia de que los castillos, en una tierra que lleva su nombre, son el elemento patrimonial más genuino y respetable. No podemos ver sin conmovernos cómo este castillo de Embid, al que hoy hemos viajado, va perdiendo parte de su estructura ante la pasividad de todos. En los últimos años ha perdido su torre central del paramento norte como puede verse en las fotografías adjuntas. Pero eso mismo le ha pasado recientemente al castillo de Anguix (de propiedad particular) que se le ha derrumbado la torre de septentrión, o le va a suceder al de Santiuste junto a Corduente, a pesar de que su actual propietario ha conseguido mejorarle y sustentarle con mimo. En Auñón, concretamente en la vega del Tajo donde se alza la allí llamada «torre de Santa Ana» o castillo del Cuadrón, un impresionante ejemplar de castillo calatravo medieval, ha tenido que intervenir recientemente el Ayuntamiento para evitar que el propietario derribara completamente la fortaleza, tal como lo había solicitado. Hoy vallado, aún puede admirarse a lo lejos. Y frente a actitudes tan encomiables como la del Ayuntamiento de Cifuentes, que poco a poco va restaurando su fortaleza de don Juan Manuel, para darla uso cultural, o los tímidos intentos, que por ahora se quedan en simples intenciones, de Pioz para poner en uso y valor su castillo, hay lugares como Pelegrina o Guijosa, en los alrededores de Sigüenza, donde sus respectivos alcázares van perdiendo cada día estabilidad y piedras.

El viaje a Embid, en la remota raya con Aragón, nos ha servido hoy para llamar la atención de todos hacia estos elementos patrimoniales, de los que todos hablan/hablamos, pero a los que muy pocos destinan cuidados, presupuestos y atención efectiva, que es lo que están necesitando para que no pasen a ser pasto de la ruina y simple motivo del recuerdo.