Valdearenas en el Badiel

viernes, 22 octubre 1999 1 Por Herrera Casado

 

Tiene el valle del Badiel un atractivo indescriptible. El aire que en él se balancea, de una a otra orilla, y el silencio sonoro que se escucha desde los altos bordes de la meseta, ofrecen al viajero una oportunidad de vivir minutos, horas o días, en paz consigo mismo y con el mundo.

Hemos viajado por el Badiel, y hemos parado en el primero de sus pueblos, después de cruzarle en Sopetrán. Este pueblo es Valdearenas, que tiene una avenida de acacias y olmos para entrar en él desde la carretera del valle, y un plazal en la parte baja donde destaca una cuidada casona restaurada. Pulcro y bien dispuesto, el caserío de Valdearenas se empina por la suave ladera de una colina en la que se alzan, heridas y orgullosas, las ruinas de su iglesia parroquial, que tienen una historia algo extraña que luego pasaré a comentar.

El Badiel, y concretamente Valdearenas a su inicio, tiene esa consistencia de sencillez y hermosura en la que fraguar unas posibilidades turísticas para tantos miles de gentes que lo único que buscan ya es paz y tranquilidad en los fines de semana. La visita a Hita, muy cerca de allí, el transcurso hacia Jadraque y Atienza, puede facilitar la llegada de más gente que decida echar un vistazo a este entorno. Nosotros hemos llegado (somos gentes de allí, de la capital, y de Madrid) a visitar a un amigo, y todas las puertas se abren. Incluso en lo alto de la colina, en medio de la desolación de su viejo templo renacentista, y ya con la brisa de la tarde refrescando los rostros, la silueta del árbol seco que allí lleva decenios nos da el contrapunto de la serenidad. La vista que del valle del Badiel se consigue desde este altozano es, sencillamente, maravillosa. Se me ocurrió aquella frase, que ahora recordando el momento suscribo íntegramente: «si alguien quiere saber en qué consiste la Alcarria, cual es su imagen genuina, más pura, debe subirse a la colina de la iglesia de Valdearenas, y mirar hacia el Norte». Los bordes levantados del valle, por los que se descuelgan olivares y bosques de encinas; los planos diversos del fondo, con tierras de pan llevar, huertos y choperas (ahora muy pocas, desde que se desvió el cauce del río), los caseríos de Utande y Muduex, muy a lo lejos, echando humillo de sus chimeneas, y el cielo inmenso, que todo lo llena, dan esa imagen cabal de la tierra en paz y silenciosa: es el valle del Badiel la Alcarria en su estado puro.

Algunos datos sobe Valdearenas

Este lugar estuvo incluido, en calidad de aldea, en el alfoz o Común de Hita, tras la reconquista a los árabes de esta comarca, poblada ya desde remotos tiempos. Como la Villa de Hita, perteneció en seño­río a los López de Orozco (siglo XIV) y Mendozas en su rama capital de los duques del Infantado (siglo XV y XIX). En 1630 consiguió Valdearenas el privilegio de Villazgo, concedido por Felipe III, previo pago de la cantidad de 450 duca­dos. Con ello conseguía eximirse de la jurisdicción de Hita, aunque seguía reconociendo el señorío de los Mendoza, y pagando ciertos impuestos a sus titulares. Cuando fue reconocido su título de Villazgo, colocaron la horca en el vallejo de la Cabaña y la picota delante de las casas consistoriales.

La tradición del pueblo dice que en el camino que va desde él hacia Hita, en el pago conocido por el nombre de Teina, hubo en muy remotos siglos un monasterio de monjas franciscanas, que luego emigraron a Guadalajara, uniéndose a la Comunidad de Santa Clara de dicha ciudad. En ese lugar se encuentran todavía elementos constructivos muy antiguos, restos de muros, y arcaduces a medias sepultados. Aunque de documentos no queda absolutamente nada, por lo que debe colegirse que esta referencia es un tanto legendaria.

Si repasamos los monumentos de relieve que existen en Valdearenas, nos vamos a encontrar con dos sorpresas. Una es, la primera, la fuente, que conforma con fuerza la identidad de Valdearenas. Como en otros lugares del valle del Badiel, existía una fuente de pilón poligonal y taza central redonda, de piedra, en la que se albergaba el depósito final del agua antes de salir por los caños. La fuente, de varios siglos de antigüedad, lógicamente estaba deteriorada. Pues bien: hace unos años, pensando en hacer algo bueno por el pueblo, su regidor mandó tirarla y hacer una nueva, similar a la vieja, pero (es evidente, no hay más que comparar fotografías) les salió tan reluciente y bien cortada que no puede disimular que es de ahora. La otra, la auténtica, pasó a mejor vida.

La iglesia de Valdearenas

Quien suba hoy a lo alto del pueblo, para mirar el templo parroquial de Valdearenas, se encontrará con un espectáculo curioso, chocante, y terminará indignándose al saber qué pasó hace no muchos años para que esto quedara así. En pie quedan solamente los muros de la cabecera: un presbiterio de corte poligonal, unas capillas laterales, y la sacristía. Piedra de buen sillar, perfectamente cortada, mostrando con profusión las marcas de los canteros cántabros que las tallarían. El suelo, un montón informe de piedras provenientes del derribo. Y en medio del espacio, dos pilares fortísimos que se alzan hasta el nivel de sus coronamientos con molduras simples circulares.

Al parecer, en los años cincuenta de este siglo, el templo de Valdearenas empezaba a tener peligrosas muestras de deterioro, con grandes hiendas y probables desequilibrios en los cimientos, dado que una masa de cientos, de miles de toneladas de piedra, había sido levantada en el siglo XVI sobre una colina que con los años, las humedades y la erosión, comenzaba a inestabilizarse. El obispado decidió arreglarla, pero a lo largo de las obras el responsable técnico de las mismas opinó que lo mejor era desmontar por completo el templo y volver a reconstruirlo. Una obra tan cara, lógicamente, no podía llegar a buen término. Se paralizó todo cuando estaba ya desmontada gran parte del templo, y quedó como hoy se ve. Piezas interesantes de su portada, de sus columnas, capiteles, enjutas, claves y artesonados, desaparecieron entonces, y aquello quedó tal cual hoy vemos: un montón para el sillarejo, otro para los sillares buenos, otro para las lápidas (las hay con escudos, con leyendas incluso) y una parte en pie, creciéndole la hierba sobre lo que fueron las baldosas y los progresivos desmoronamientos. Una situación un tanto extraña y sorprendente, entre otras cosas porque hasta ahora parece no haberle preocupado mucho al propio pueblo.

El nuevo alcalde de Valdearenas, charlando conmigo en lo alto de estas impresionantes y evocadoras ruinas, me decía no hace mucho que su intención es dignificar aquello. Si bien es verdad que es ya entelequia reconstruir el templo (ahora se utiliza como parroquia un local propiedad municipal) no lo es tanto el limpiar aquel espacio, dignificar sus ruinas, e incluso construir un pequeño proscenio en el que, durante el verano, puedan darse conciertos, recitales y otro tipo de actos de raíz cultural. El propietario de aquellas ruinas es, lógicamente, el Obispado de Sigüenza. Que no hace nada por sacarlo de su impresentable situación. ¿Por qué no cederlo al pueblo, para que él se apañe arreglándolo y dándole ese sentido de general utilidad que debiera tener?