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agosto, 1999:

Otra vez por las sendas del Tajo:El Desierto de Bolarque

 

Con motivo de la aparición estos días de la segunda edición de un libro clásico entre las obras alcarreñistas, voy a tratar de entretener a mis lectores con el recuerdo, y la oferta, de una excursión que merece la pena: la del Desierto de Bolarque, en el confín de la realidad y el sueño. Un lugar espectacular, increíble, en nuestra propia tierra. Al alcance de la mano y del pie (aunque tenerlos ambos ágiles, hay que reconocerlo) de quien tenga el valor suficiente.

Una historia apasionante

El Desierto de Bolarque es un lugar inédito, desconocido para la gran mayoría de nuestros paisanos y visitantes. Uno de esos lugares que justifica dedicarle un día, y aún una temporada, para descubrirle, alcanzarle, y recordarle luego. Ese lugar, que se encuentra en el límite de nuestra provincia con la de Cuenca, conjuga tres valores diferentes: de un lado, el paisajístico, pues se encuentra situado en uno de los lugares más hermosos de la provincia, la orilla derecha del río Tajo aguas arriba de la presa de Bolarque; de otro, el monumental y artístico, ya que aún permanecen escondidos entre la densidad del pinar los restos del gran monasterio carmelita y numerosas ermitas de las que usaron los ermitaños para su vida ascética; y finalmente el interés histórico, pues allí se fraguó y se dio vida a un nuevo modo de entender la religión, el anacoretismo primitivo, pasando por aquel lugar gentes diversas y de gran importancia, desde el renovador del Carmelo fray Alonso de Jesús María a su Vicario General, Nicolás Doria, así como destacados aristócratas de la Corte, y el propio Felipe III que visitó en 1610 aquellas soledades.

Su mejor cronista, el fraile carmelita fray Diego de Jesús María, escribió y publicó en 1651 un interesante libro en que narra la vida primitiva de esta institución. Nos dice de los esfuerzos que los frailes de Pastrana hicieron para poner en práctica el ideal de la Reforma: la vida contemplativa exclusiva, el eremitismo primitivo. Y entre varios renovadores se pusieron manos a la obra. El lugar lo eligió fray Ambrosio Mariano, comprándolo por 80 ducados con el dinero que entregó para ello un caballero genovés amigo suyo. Tres carmelitas comandados por fray Alonso de Jesús María se instalaron en la solitaria orilla del río Tajo, media legua arriba de la estrechez que formaba el río en la llamada Olla de Bolarque, y construyéndose con ramas y piedras sus ermitas y una pequeña iglesia, dijeron en ella la primera misa el día 17 de agosto de 1592.

Después llegaron muchos más frailes, muchas ayudas, el entusiasta apoyo de buena parte de la aristocracia madrileña, y hasta la visita del Rey Felipe III. Se levantó en los primeros años del siglo XVII un enorme convento, con una bonita iglesia, muchas capillas, un claustro, biblioteca, dependencias múltiples y, por supuesto, muchas ermitas, hasta 32, que se distribuían por la ladera derecha del Tajo en torno al convento. Allí vivían aislados en oración permanente los frailes más tenaces. Otros residían en el convento, también rezando, pero además escribiendo. En Bolarque se fraguaron muchos de los libros de espiritualidad de la Orden Carmelita reformada a lo largo de los siglos XVII y XVIII.

En 1836 la Desamortización de Mendizábal forzó el abandono de este lugar paradisíaco. Los frailes se fueron, exclaustrados. Algunos se quedaron a vivir en Sayatón, incluso se casaron y hoy viven allí sus descendientes. Dicen las leyendas que guardaron un gran tesoro por las brañas del monte, y que nadie hasta ahora ha conseguido descubrirlo. Lo cierto es que muchas de las riquezas artísticas que encerraba Bolarque se llevaron a Pastrana y hoy en su colegiata y en el convento de los franciscanos se exponen. Así ocurrió con la talla salcillesca de la Divina Pastora, o con el óleo de Diricksen que representa a María Gasca, mas algunos retablos, reliquias y enterramientos con escudos.

Visitar el Desierto

Visitar hoy el Desierto de Bolarque es una tarea para aventureros, caminantes y montañeros avezados. Su descubrimiento hará a muchos pensar en esas ruinas del mundo maya, casi sepultadas entre las raíces de la selva, con sus piedras doradas y sus relieves monstruosos esperando la primera mirada del hombre occidental. Se encuentra el lugar en las orillas del pantano de Bolarque, aunque el mejor camino para acceder a él es por Sayatón, subiendo la ladera del monte que limita el término por levante, y bajando por alguno de los barrancos (alguno tan profundo y espectacular como el del Rubial) que dan al Tajo. Las aguas del río, allí remansadas, pero aún estrechas por la hondura de los montes, reflejan el azul del cielo y confieren al lugar una belleza intensa, una paz soñada, una sensación indescriptible de vuelta a los orígenes.

Entre la maleza y el bosque, allí de pinos y muy denso, surgen las románticas ruinas del convento, de las ermitas, de la iglesia, del claustro… como si de una fábula se tratara, en el silencio de la mañana parece reconocerse aún el eco de las campanas, o el murmullo de los cánticos monacales. Todo es paz, armonía. Lástima que haya que caminar tanto, y tan duro, para llegar hasta aquel espejo de felicidad. Aunque puede hacerse también, de forma más cómoda, a través de las aguas del pantano, subidos en una embarcación de las que en el puerto deportivo de la urbanización «Nueva Sierra de Madrid» existen. Todo es cuestión de tener algún amigo propietario de una de ellas. La visión del monasterio desde el agua es realmente inolvidable.

Y este libro que ahora sale a la pública consideración, avalado por la fuerza de una segunda edición, tiene la capacidad de explicar, en un centenar de páginas, tanta sorpresa y tanta escondida historia. Una gozada imprescindible para saber algo más de nuestra tierra, que es siempre -a la vista queda- sorprendente.

Cogolludo. Una gran historia

 

Aunque está generalmente admitido que la Historia no es construida por individualidades, por los «grandes hombres» que aparecen en los libros, sino más bien por los grupos humanos, también es cierto que la Historia no la escriben los grupos, sino los hombres, las personas concretas que se ponen a buscar, a estudiar, a investigar, y luego en solitario siempre siguen aunando informaciones, ligando datos y escribiendo páginas.

Este es el caso de una historia singular que nos llega estos días como un verdadero regalo, en cualquier caso como una sorpresa. Es el libro que sobre Cogolludo, la historia de este pueblo, la descripción de su patrimonio y el relato de sus costumbres, nos brinda Juan Luís Pérez Arribas, la persona que desde hace muchos años se dedicó a ir recogiendo, con paciencia digna del mejor aplauso, datos y documentos sobre esta villa preserrana, y que luego, con sabiduría y tino, ha ido fraguando en forma de libro hasta alcanzar en estos días la edición final, la materialidad de un grueso volumen de 500 páginas, en el que se refleja todo cuanto se puede saber sobre Cogolludo.

La primera impresión que se me viene a la cabeza, la primera referencia a algo ya conocido, son las obras que escribiera Layna, el gran Cronista Provincial, sobre lugares de tanta historia como Atienza, como Cifuentes, como Guadalajara misma cono todos sus Mendoza. Porque la tarea de Pérez Arribas en Cogolludo ha sido de ese calado: años de búsqueda, de cotejos, y «saberse el pueblo» para después redactar, hilar y componer esta obra a la que no cabe otro calificativo que grandiosa.

Un Prólogo justo

Poco antes del verano, cuando Juan Luís Pérez Arribas se decidió finalmente a dar a la imprenta su magna obra de investigación, me pidió fuera yo quien prologara su libro. No tuve ninguna dificultad en hacerlo, porque lo que me enseñaba era impactante, arrebatador, entretenido y valioso. Y no sólo por el texto, por la cantidad de nuevos datos que entrega para la historia conocida de Cogolludo, sino por sus dibujos también, casi un centenar, hechos todos de su propia mano, con detalle, minuciosidad, arte incluso: hay planos de todo lo que merece tenerlo en la villa; detalles de sus plazas y sus fuentes; miniaturas de sus escudos, reconstrucciones ideales de sus palacios, castillo y muralla. De esta especialmente hace tal análisis, que parece que la reconstruye, que Cogolludo vuelve a ser Edad Media, entera y verdadera. Estas son algunas de las frases que me he permitido poner en la vanguardia de este Cogolludo, su historia, arte y costumbres: Hay libros que son testimonios, y otros inventos. Hay libros que cuentan mitologías, y otros analizan cuentas. Este libro es la historia de una pasión. Quizás lo mejor, lo más alto que puede ponerse en un libro. Es la historia de la pasión que surgió en el corazón de Juan Luís Pérez Arribas la noche que llegó a Cogolludo. Quizás el amor y el asombro, mezclados en su alma. Quizás la sorpresa y la admiración por un mundo único y mágico, en el que se mezclan olores, cadencias, fiestas y talladas piedras.… Y añado en referencia al autor: Hoy por hoy, nadie puede dudarlo, es Juan Luís Pérez Arribas quien más sabe de Cogolludo. No hubo antes nadie que tal supiera, ni parece fácil que en el futuro vaya a haberlo. Porque toda la información sobre esta villa serrana a medias, a medias campiñera, está puesta en los papeles escritos por Pérez Arribas. Puede el lector tener la seguridad de que no va a encontrar fuera de este libro algo sobre Cogolludo que no esté en él reflejado. Es, realmente, un modelo de historia local. Porque en esta obra no queda nada al azar, no se ve improvisación, prisas o alegres brindis al tendido. Con una sistemática rigurosa, pensada, hondamente clavada en el terreno documental, van surgiendo de forma temática y cronológica todos los aspectos que dan la clave y el horizonte de esta villa.

Cogolludo, una etapa necesaria

Para quien conoce, o quiere conocer, en profundidad la provincia de Guadalajara, se hace obligado ir a Cogolludo. En la altura de su privilegiada situación se encuentran muchas razones que explican la evolución de nuestra tierra. Está la sombra de los Mendoza, ¡cómo no!, y están las órdenes religiosas (franciscanos, carmelitas…) sumadas de los caballeros calatravos, de los artistas renacentistas, de la Inquisición, del sentido solidario de las Hermandades…

En Cogolludo brilla sobre todo ese palacio de los duques de Medinaceli que a finales del siglo XV construyera Lorenzo Vázquez, poniendo en su fachada la fuerza de su almohadillado florentino, y en el remate la sutileza de las crestería plateresca, más el misterio de sus «flores de lis/panochas de maíz» en la portada a la que suman belleza y misterio los querubines, -todo alas- que sostienen laureado el escudo de los La Cerda.

En Cogolludo brillan (hoy menos tras su voluntario derrumbe hace unos 20 años) las ruinas del convento franciscano, o se debaten entre la maleza las trazas sobrias y doradas de la fachada del convento de carmelitas. En Cogolludo, finalmente, se define horizonte y esencia con el puntiagudo remate del chapitel de su parroquia de Santa María, y las ruinas vetustas pero palpitantes de su alcazaba originalmente árabe y luego de todos: un castillo que se circuyó de murallas de las que aún quedan ejemplos y restos interesantes.

Todo es curiosidad y brillo en Cogolludo. La obra que acaba de escribir y ver publicada Juan Luís Pérez Arribas, y que trata con la minuciosidad de un orfebre, de un historiador de cuerpo entero, tiene un interés común: narra la evolución de un pueblo, es como la crónica de siglos de lo que se ha ido comentando en la plaza. Saber (y poder) reconstruir esas voces, es una tarea de mérito que merece tener entre las manos y comprobarla con detalle.

Cogolludo en un libro

Es este un libro, como también digo en su prólogo, como la copa de un pino. Grande y denso, brillante y oloroso. Ningún calificativo le cuadra, quizás, mejor que ese. Por estas razones que apunto: A un tiempo erudito y ameno, apasionante y riguroso, el autor de esta auténtica y voluminosa Historia de Cogolludo nos entrega documentos, datos sueltos y agavillados, visiones y opiniones, formando un conjunto que al final resulta luminoso y veraz. Porque en estas páginas el lector puede ir, desde la primera a la última, como harán todos los apasionados hijos de Cogolludo, encontrando la secuencia vital de este lugar de Castilla. Pero también se puede entrar, directamente, en cualquiera de los temas que como piezas de «rompecabezas» conforman la estampa final de tan hermoso espacio. Desde los restos prehistóricos (esa apasionante ciudadela de «La Loma del Lomo» hasta las construcciones medievales de los calatravos (castillo y muralla) y desde los templos renacentistas y prodigiosos en sus detalles de arte sacro, a ese palacio ducal de los Medinaceli que presidiendo la Plaza Mayor se constituye en el más hermoso y brillante referente del primer Renacimiento en Castilla. Desde los pergaminos ajados con edictos de ferias y privilegios de «pasazgos» hasta los libretones de constituciones de Hermandades y cofradías… todo un bloque, recio y consistente, de documentos, de reflexiones y ofertas.

Una pieza más que demuestra la voluntad y el buen hacer de este hombre, Juan Luís Pérez Arribas, que se ha ganado a pulso no solamente un fuerte aplauso de quienes miramos a la provincia cada día, sino todo un monumento de sus paisanos y convecinos. Porque a Cogolludo este libro le pone en su sitio justo: en lo alto del cogollo que es Guadalajara, que es Castilla entera.

La arquitectura románica en la ciudad de Molina

 

La ciudad de Molina de Aragón, capital del Señorío del mismo nombre, y lugar por el que a lo largo de los últimos ocho siglos ha pasado densa la Historia, conoció sus días de mayor grandeza en los doscientos primeros años de su existencia. A partir de 1154, cuando su primer señor, don Manrique de Lara, le concedió al territorio un Fuero que supuso la facilidad de crecer y poblarse, Molina se convirtió en un lugar-meta para muchas gentes, especialmente norteñas, que acudieron a poblar en ella. La llegada de gentes del sur de Francia, de los territorios vasco-navarros, de la Castilla primitiva, etc., la enriquecieron económica y culturalmente. Fruto de esa dinámica social fue una abundante población, y una fiebre constructiva que la llenó de importantes edificios, algunos de los cuales han llegado hoy hasta nosotros. El castillo en lo alto, vigilante del burgo y el valle del río Gallo, es de los más grandes y hermosos de toda Castilla. De las múltiples iglesias románicas que se construyeron en los siglos XII y XIII sólo han quedado fragmentos. La más interesante, sin duda, es la de Santa Clara, que centrará hoy nuestra atención.

El templo románico denominado hoy de Santa Clara, fue en su inicio iglesia parroquial dedicada a Santa María y apellidada de Pero Gómez por haber sido este caballero su patrocinador. Iniciada en el siglo XIII, posiblemente hacia su comedio, nunca llegó a concluirse, y en el XVI fue destinada por Juan Ruiz Malo y su familia para servir de capilla al convento de monjas clarisas que fundaron y edificaron anejo a ella. Desde entonces se la conoce como iglesia de Santa Clara.

A poco que se examine su estructura se verá con claridad su inacabamiento. En planta vemos cómo tiene nave única, formada por un sólo tramo; amplio crucero y cabecera que se divide en presbiterio recto y ábside final semicircular. Sorprende por ejemplo el hecho de que la puerta principal la tenga precisamente en el brazo sur del crucero, además descentrada del eje de éste. Forzada por lo empinado de la cuesta en que está construida, una larga escalinata precede a su entrada, y el ábside goza de unas perspectivas solemnes, con el contrapunto de las torres del castillo. Los muros de sillería la confieren ya una rotundidez y fuerza especiales. La cabecera divide sus muros por seis grupos ó haces de columnas, más gruesa la central que las laterales, apoyando en fuertes plintos y alcanzando el alero, al que sostienen a través de capiteles gruesos, de vegetal adorno. El paramento del ábside se divide así en cinco paños. En el central de ellos, iluminando el ábside por el oriente justo, aparece un ventanal de rasgada luz aspillerada, escoltado por columnas que sostienen capiteles vegetales y un arco adornado de lisa chambrana. Esto mismo ocurre en los paños laterales del presbiterio.

La portada de Santa Clara es una de las más hermosas y bien dispuestas del románico de Guadalajara. Su estructura nos hace pensar enseguida en algunos ejemplos del románico francés. Al menos, no es habitual encontrar soluciones similares en el resto de la tierra castellana, mientras que en el territorio molinés hay ejemplos (Rueda, Buenafuente) muy similares. Esa especificidad le viene de estar enmarcada por dos pares de columnas, altas y finas, que llegan hasta el tejaroz que horizontal la protege por arriba. Este tejaroz se apoya en canecillos, a su vez separados por metopas muy decoradas con elementos geométricos que juegan con el círculo y las estrellas. La puerta propiamente dicha es de arquería semicircular, abocinada, formada por cinco arquivoltas en las que alternan los boceles y las nocelas, confiriéndole una agradable sucesión de resaltes y hundimientos. La chambrana exterior es de puntas de diamante. Apoyan las arquivoltas sobre columnas adosadas, cinco a cada lado, con capiteles cuajados de ornamentación vegetal, muy estilizada. Es curioso aún comprobar cómo las columnas más interiores llevan tallado un complicado anillo en su parte central. En el tímpano, original, pues le sostienen con dintel recto las columnas interiores, hay pintada una frase del siglo XVI en honor de la Virgen.

El interior es espectacular. Un tanto extraño, al ser más amplia la cabecera que la nave, lo que fuerza al visitante a lamentar que nunca terminara de construirse este templo con las dimensiones justas que le correspondían. Hubiera sido, sin duda, tras la catedral seguntina, el más grandioso y perfecto de los edificios religiosos románicos de Guadalajara. El tramo de nave existente se cubre de bóveda de cañón, ligeramente apuntada. En la cabecera, el tramo recto tiene este mismo tipo de cubrición, mientras que el ábside de planta semicircular se cubre por bóveda de cuarto de esfera. De cañón también son las bóvedas de los brazos del crucero, y sencilla de crucería es la cubierta de la parte central de este espacio, con nervios que descansan en los ángulos sobre ménsulas. El paso de una estructura a otra se hace mediante arcos triunfales, apuntados, que apoyan en haces de tres columnas, más ancha la central que las laterales, y que igual que en el exterior del ábside culminan en bellos capiteles de decoración vegetal. Toda la estructura tectónica y decorativa de este templo molinés de Santa Clara da la sensación a quien lo contempla con reposo de una completa armonía, de una obra medida en la que ha puesto la mano un auténtico maestro iniciado en todos los secretos de la perfecta arquitectura.

En la ciudad de Molina de Aragón todavía pueden verse restos, aunque mínimos, de otras iglesias románicas. Por una parte, al final de la calle de las Tiendas, está la iglesia de San Martín, que ha sufrido tantas agresiones, tantos incendios y tantas reformas a lo largo de los siglos, que solamente la estructura de su portada, con arquería apuntada, una cenefa de flores cuadrifolias y un anagrama tallado de Cristo en su clave, más el ábside semicircular empotrado en los edificios colindantes, y una ventana aspillerada escoltada de columnillas y capiteles vegetales es todo lo que queda de su antigua estructura medieval. En San Gil se pueden ver algunos muros originales románicos, con una bonita y alargada ventana de remate semicircular y canecillos de tema vegetal, en el interior de un patio. También mencionar la iglesia del castillo dentro del recinto de su albacar, y cuya planta, reducida pero completa, de nave única rematada en cabecera semicircular ha sido puesta al descubierto en las excavaciones realizadas en aquel lugar no hace muchos años.

Para quien busque las razones de esa historia, larga y densa, repito, de la ciudad de Molina, no está de más mirar ese espejo que son sus edificios románicos. En ellos cuaja el sentido del equilibrio y la fuerza que la Edad Media plena tiene. Y en ellos revivimos la esencia de unas épocas que, no por lejanas, están más distantes de nuestra vida.

Sigüenza, catedral de sombras

 

Pasado ya el verano, y todavía con algunos días de descanso en la faltriquera, podemos usarlos para continuar visitando la provincia, y pudiera ser una buena meta llegarse hasta la catedral de Sigüenza, a saborear con tranquilidad el magno recinto, donde la piedra y el silencio se conjugan con la luz antigua para dar cabal imagen del Medievo. La catedral de Sigüenza es uno de los monumentos capitales del arte español. Tanto por su construcción y edificio catedralicio propiamente dicho, como por las obras de arte tan singulares que encierra Fueron puestas sus primeras piedras poco después de la reconquista de la ciudad a los árabes, en 1124. Promotor de este inicio fue el primer obispo seguntino, don Bernardo de Agén, y sus sucesores continuaron paulatinamente la empresa, que en el aspecto arquitectónico, duró hasta el siglo XVI; y en el ornamental, hasta el XVIII, debiendo añadir las importantes obras de reconstrucción y restauración llevadas a cabo tras la guerra civil de 1936‑39, en que este edificio sufrió como pocos el duro impacto de la contienda.

El estilo de esta catedral es fundamentalmente gótico cisterciense, con detalles románicos. El influjo recibido de la arquitectura francesa, fundamentalmente languedociana y borgoñona, es muy notable; y ello es lógico teniendo en cuenta que los cinco primeros obispos eran franceses, y de sus tierras trajeron ideas y constructores. La primitiva planta de la Catedral es de cruz latina, con tres naves, y crucero, al que se abrían cinco ábsides semicirculares, que posteriormente fueron derribados para construir un solo ábside rodeado de amplia girola, de la cual surgen capillas y sacristías.

De la primitiva época románica, son las portadas principales en el muro de poniente, los pilares del crucero, algunos de la nave central, y los muros exteriores del cuerpo principal. Asimismo, es románico el gran rosetón que surge en el muro de mediodía, sobre la plaza mayor: es uno de los más bellos del arte románico español.

La fachada del templo, de aspecto imponente y tipo militar, muestra un paramento central con tres puertas de arco semicircular, profusamente ornamentadas en sus arquivoltas, con elementos vegetales, geométricos, etc., de cierto aire mudéjar. También aparecen en esta fachada ventanales románicos, un gran rosetón, y un relieve colocado en 1713 representando la Imposición de la Casulla por la Virgen a San Ildefonso. Remata en balaustrada también barroca, y se escolta de dos fuertes torres almenadas, de carácter militar: fueron iniciadas en el siglo XII por don Bernardo, siendo acabadas en el siglo XIV la de la derecha, y en el XVI la de la izquierda, conservando el estilo primitivo. Una impresionante colección de campanas, y un espléndido panorama de la ciudad, puede contemplar el viajero que se anime a subir a ellas. Esta fachada principal Se precede de amplio atrio descubierto, limitado por buena reja barroca, que patrocinó en 1775 el obispo Francisco Delgado Vengas, y que se encargó de realizar el artesano M. Sánchez en 1783.

Sobre la fachada del sur, aparecen ventanales de medio punto, y se abre la «puerta del Mercado», de acceso al crucero catedralicio, y que se compone de una entrada románica, con arcos semicirculares, muy restaurada en este siglo, y un pórtico cerrado o cuerpo saliente, de señalado dinamismo neoclásico, mandado poner por el obispo Díaz de la Guerra, y realizado en 1797 por el arquitecto Luís Bernasconi. Junto a ella, la «torre del Santísimo», originalmente construida en 1300, con un objetivo de atalaya militar, con gran vuelo en su altura al estilo de las torres sienesas y que en las restauraciones posteriores a 1939 fue simplificada como hoy se ve. La remata una graciosa veleta zoomorfa.

En el interior, se admira en principio el efecto magnífico de las tres naves, elevadas, esbeltas y sutilísimas. Más alta la central que las laterales. Escasamente iluminadas por ventanales poco amplios, como corresponde a una construcción de tradición cisterciense. Se esperan las naves por enormes pilares, a los que se adosan columnas que rematan en collarines o líneas de capiteles unidos, todos ellos de tema exclusivamente vegetal, y de los cuales arrancan los nervios pétreos que forman las bóvedas de contextura ojival. El efecto de elevación, de ingravidez de la masa arquitectónica, está plenamente conseguido, y es magnífico. Las tres naves (obstaculizado el paso de la central por la existencia de un enorme coro), se abren en el amplio crucero, de anchos brazos, bóvedas nervadas, y linterna central, iluminada por ventanales partidos y apuntados, que fue añadida tras la restauración de 1939, pues anteriormente esta catedral no había tenido este elemento arquitectónico. Dicha linterna le confiere más luminosidad y una gracia aérea al punto central del templo. Frente a la nave central y su coro, se abre la gran capilla mayor, y rodeándola surge la girola o deambulatorio, en la que se abren capillas y sacristías. Adosado al costado norte del templo, está el claustro catedralicio, también interesante de ver.

Pero a esta descripción somera y estructural, el viajero debe de añadir la contemplación de todos los detalles, en número casi infinito, que con su arte pueblan el interior de este templo increíble. Desde las rejas opulentas del renacimiento toledano, a los detalles iconográficos de las cajonerías platerescas cuajadas de simbología humanista. Desde esas cabezas soberbias talladas por Covarrubias y que pueblan en bosque rumoroso el techo de la Sacristía mayor, a esas vidrieras policolores que dan la fragancia severa y pura del Medievo. Quizás sean varios días los que, para conocer en profundidad esta maravilla, se necesiten. Pero alguno tiene que ser el primero. Y este viaje a Sigüenza puede plantearse ya. No defraudará nunca.