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enero, 1998:

Se acercan las botargas a Guadalajara

 

En estos días que tenemos, como un festival multicolor de ofertas y bondades, la Fitur abierta en Madrid, y la cara alegre de Guadalajara ofrecida a los cuatro vientos, no es tarea perdida evocar una de las esquinas en las que se fundamenta el turismo de nuestra tierra. Y hacerlo precisamente en los días (estos últimos de enero) en los que el viejo rito, la costumbre que nadie sabe de donde surge, ni por qué, cobra fuerza y adquiere protagonismo por las empinadas callejas de nuestros pueblos serranos.

Me estoy refiriendo, de una parte, al Costumbrismo, a los rituales festivos más antiguos y propios. De otra, a las botargas serranas, que son la punta de ese muestrario de festividades típicas, de asombrosas manifestaciones del primitivo genio de nuestra tierra alcarreña, campiñera y serrana.

En la FITUR están exponiendo su imagen todos los pueblos, villas y ciudades que (con una más que merecida capacidad y una orientación perfecta y adecuada) saben que su porvenir anda por el Turismo bien llevado. Y así ciudades como Sigüenza y Molina, o villas como Pastrana, Cifuentes y Torija, o comarcas como el Alto Tajo, la sierra Norte, etc., están diciendo a los miles de visitantes de Fitur por qué merece un viaje nuestra tierra.

Pues bien: Guadalajara entera se merece un viaje por todo eso que allí se dice, y porque la pureza de sus costumbres aún tiene fuerza para servir de reclamo propio, con personalidad. Y si no, que se lo pregunten a los vecinos de lugares como Beleña, Arbancón, Retiendas y Peñalver, en los que muy pronto van a salir las botargas a recorrer sus calles. Las botargas son uno de los más ricos patrimonios culturales de nuestra provincia. Porque en ninguna otra parte se ve, ni se vive, ni se escucha con la pureza y la fuerza que en nuestros pueblos serranos y alcarreños. En torno a la fiesta de las Candelas, de San Blas, de Santa Águeda. En algunos sitios ya han salido por San Sebastián, o por la Virgen de la Paz, y en otros aparecerán más tarde, pero siempre al sol tibio del invierno que parece querer retirarse, surgen las fiestas de botargas. Afortunadamente, vivas en muchos sitios (Aleas, Montarrón, Beleña, Retiendas y Arbancón), permanentes en todos (Mazuecos, Peñalver, Robledillo, Valdenuño) con la alegría de una fiesta de origen y evolución misteriosa, pero propia y querida surge en todas partes.

En Guadalajara surgió el pasado año la botarga de la ciudad, recuperada por el Grupo “Los Mascarones” y apoyada por el Ayuntamiento capitalino. Con la seguridad que da el estudio pormenorizado de cómo fue aquel danzar, como fueron aquellos trajes y aquellos sonidos, aquellas subidas y carreras por la calle Mayor. Todo un lujo de color y formas que los arriacenses recuperamos.

Pero en la provincia se suceden las escenas, los ritos y los sonidos de cencerros. Las máscaras saltan a la calle. Es la botarga.

Cifuentes, un mundo por descubrir

 

En el corazón de la Alcarria, con una larga historia a cuestas, con un encanto especial en el discurrir por sus calles y plazas, Cifuentes está diciendo de continuo su palabra, que es antigua y moderna a la vez. Desde luego nunca parada en el tiempo. Cifuentes tiene en cualquier caso una perennidad en la expresión que le ha hecho, una vez más, ser protagonista de la actualidad, al haberse presentado en el Ayuntamiento de la localidad, en el edificio soportalado y señorial que preside su plaza mayor, un libro que resume todo el ser -historias, leyendas, edificios y nombres propios- de mil años de latido consistente en Cifuentes.

Un libro siempre esperado

El sábado pasado, día 17 de enero, y en el salón de actos de su Ayuntamiento, se presentó oficialmente una nueva edición de la obra de don Francisco Layna Serrano «Historia de la villa condal de Cifuentes». Inserta en la Colección de las «Obras Completas de Layna» que una empresa editorial alcarreña está llevando adelante desde hace varios años, viene a llenar el hueco que las anteriores apariciones/desapariciones de esta obra había dejado entre los cifontinos de nuestros días. Escrita hace ya cincuenta años por quien fuera no sólo un historiador de nota, un intelectual de cuerpo entero, sino un apasionado cifontino, la obra de Layna sobre Cifuentes tiene la suficiente fuerza y el enorme atractivo que la hace ser deseada en cualquier tiempo. La propia iniciativa del autor en la ocasión inicial, y el apoyo de la Institución Provincial de Cultura «Marqués de Santillana» en la segunda, propiciaron edición y reedición en las primeras circunstancias. La inteligente colaboración ahora entre el Ayuntamiento de Cifuentes, la Central Nuclear de Trillo I y la editorial promotora, han conseguido poner en la calle un libro que tiene no sólo la frescura de una obra como recién hecha, sino la elegancia y la belleza de una verdadera obra de arte.

El texto de Layna se mantiene íntegro, como no podría ser de otra forma en el caso de la reedición del escrito de un autor ya fallecido. Muchos de los grabados de la primera edición se mantienen, pero se añaden muchos otros, decenas de nuevas fotografías, casi todas en color, así como dibujos, cuadros genealógicos, detalles sugerentes de la portada románica de la iglesia, del castillo, de los escudos de armas repartidos por el pueblo. Además de la reproducción de los principales documentos del Archivo de Cifuentes, que reproducen en toda su integridad la basamenta de sus razones históricas medievales.

Un prólogo de José Gamarra, actual alcalde de la villa alcarreña, sirve perfectamente de explicación a lo que esta obra significa en el contexto del ser cotidiano y eterno de Cifuentes. Una iniciativa que no podemos por menos que aplaudir sinceramente.

Cifuentes, arte por un tubo

La verdad es que ya quedarán pocos alcarreños que no hayan estado alguna vez en la Plaza Mayor de Cifuentes, que ahora viene a ser un poco la Plaza Mayor de todas las Alcarrias. Por si acaso queda aún alguien que no haya ido a este enclave maravilloso de nuestra provincia, no está de más contar, como a vuelapluma, algunas de las cosas que puede encontrarse allí, en un deambular sosegado y sin prisas por sus calles y plazas.

El castillo sorprende siempre, desde la distancia, como el apéndice solemne que da fuerza al horizonte cifontino. De origen antiquísimo, porque parece coronar con lógica un cerro hecho para la dominación y la defensa, su origen histórico lo tenemos referido al siglo XIII, y su autor está catalogado como el infante don Juan Manuel, dueño del pueblo en esa época. Grande y derruido a temporadas, hoy es uno de los puntales de desarrollo y futuro de la villa, pues está siendo, aunque lentamente, restaurado, una vez adquirido por el municipio, y su objetivo será el de servir a funciones comunitarias y culturales.

El equilibrio monumental se establece en Cifuentes entre el castillo (poder de los hombres) y la iglesia parroquial (poder de Dios). Esa iglesia, que tiene por apelativo el del Salvador, ofrece muchos atractivos a quien la visita. De origen románico, elevada en tiempos de la primera señora del lugar, doña Mayor Guillén de Guzmán, aún ofrece en su muro occidental la gran portada de estilo románico que tiene por apelativo el del apóstol Santiago. Es ese un lugar cuajado de magia y asombros. Puedo decir sin sonrojo que he pasado en mi vida largas horas ante su masa parda y prolífica: mirando sus relieves, pensando en su mensaje, analizando posturas, rostros y frases. La portada románica de la iglesia de Cifuentes es todo un libro abierto, cuajadas sus páginas de grabados, escritos sus textos con el duro martillo de los picapedreros, pero suave y frágil como una flor recién abierta. No perderá el tiempo quien ante ella se pare, y trate de comprender lo que son, lo que significan esos cientos de figuras que pululan, subiendo y bajando, por sus arquivoltas. En el libro que hoy comento son muchas las páginas que hablan de esos seres, malignos unos, benéficos otros, que en eterna «Psicomaquia» se enfrentan como en un auto sacramental.

Pero la iglesia de Cifuentes tiene más, mucho más que ver: tiene un púlpito gótico procedente del convento dominico, en el que surgen con fuerza tallados los monjes predicadores. Tiene cinco grupos de tallas renacentistas, policromadas, narrando escenas de la infancia de Jesús, que sin duda serían piezas capitales en cualquier museo del mundo. Tiene joyas de orfebrería, enterramientos episcopales, bóvedas góticas, escudos tallados y un sin fin de detalles que la hacen ejemplar único e inolvidable.

Y aún por Cifuentes destacan otros elementos que al viajero le parecerán merecedores de aplauso y atención. Tras esa mirada retadora entre la iglesia y el castillo, se ponen en círculo los elementos de su patrimonio monumental: y aquí digo en sucesión rápida algunos de ellos. La torre salinera, un fragmento de la muralla que circuyó a la villa entera, y de la que también quedan fragmentos por aquí y por allá. La gran ermita del hospital del Remedio, restaurada y en medio de un atractivo parque, luciendo su gran portada gótica, y su interior de inquietante aspecto con bóvedas de crucería y escudos marianos. El convento de San Blas, de frailes dominicos, que tiene una iglesia monumental, y un claustro orondo, en cuyo seno asienta ahora el Centro Cultural municipal. El convento de Belén, de franciscanas capuchinas, la perla de los cariños de los Silva, antiguos condes de Cifuentes, que pusieron en el centro de la villa un jardín en el que crecieran las vocaciones religiosas (antaño más frecuentes que hoy, por supuesto). Y las ermitas (la Soledad, San Roque, Santa Ana) sin olvidar el santuario de Nuestra Señora de Loreto, como elementos de religiosidad popular que conforman un cuadro de densa tradición.

Un día y un momento para visitar Cifuentes. Una vida entera para recordarlo. Como lo hace este libro que acaba de presentarse y que tiene, aparte de su belleza formal, el interés subido que a todos cuantos aman la Alcarria, sus pueblos, su historia, les va a saber a poco tomarlo entre las manos, y leerlo, mirarlo, saborearlo a gusto.

De paseo por tierras atencinas

 

Viajar por las altas tierras de la Sierra del Ducado tiene el encanto de que en poco más de 25 Km. uno se encuentra con tres castillos, un buen puñado de iglesias románicas, algún que otro lugar arqueológico y un espectacular residuo de la época industrial borbónica. El viaje no debe salirse del eje Sigüenza-Atienza. Tras dar una o mil vueltas por la Ciudad Mitrada, en la que siempre se aprende o reconoce algo nuevo, se sale en dirección al norte, por la carretera que, atravesada la vía del tren, va en dirección a Atienza, Ayllón y Aranda.

Tras subir la cuesta y mirar otra vez la suave presencia de la ciudad parda y rojiza, con su catedral a media ladera y su castillo en lo alto, se lanza el viajero a la vega donde asienta Palazuelos.

Es este un lugar al que nadie se cansa de llegar, porque la maravilla que supone ver un pueblo, completamente rodeado de murallas, con un castillo en su extremo, no es algo que se encuentre todos los días. En Palazuelos se atraviesa el primero de los estrechos arcos que en forma de ángulo nos permite acceder a la plaza, y desde ella, en la que ahora luce la picota de villazgo, se sigue la calle mayor y se alcanza el otro extremo del pueblo donde hay otra gran puerta angulada, remontada por las armas de los apellidos Mendoza y Valencia, pertenecientes a don Pedro Hurtado de Mendoza, hijo del marqués de Santillana y de doña Juana de Valencia, su esposa. Aún pueden verse, si se sigue completo el circuito de las murallas de Palazuelos, otras dos puertas, y por supuesto, el gran castillo, que con tres niveles de murallas se alza al extremo de la población, solitario y silencioso. Recomiendo a quien se quiera llevar una imagen inolvidable, que suba la cuesta que arropa por poniente a Palazuelos, cuanto más alto mejor, y vea a sus pies este lugar de fábula.

Al retirarnos de Palazuelos, en la ermita de la entrada del lugar, sale la carretera que va hasta Carabias. Seguirla. Son solo tres kilómetros bordeando un bosquecillo de rebollos y se alcanza este pueblo en el que brilla su iglesia románica, la única en la provincia que tiene su galería abierta a los cuatro puntos cardinales, aunque es como siempre la que da al sur la más grande y hermosa. En ella se ven los arcos sujetos por limpios capiteles de hojas de acanto, y la puerta maciza y robusta con sus arcos semicirculares. Un espacio que merece, por sí solo, un viaje. Un lugar que luego deja la memoria plagada de recuerdos.

Hacia Imón y sus salinas

Saliendo de nuevo a la carretera principal por la que hacemos el viaje (Sigüenza a Atienza) solo hace falta cruzarla para subir, zigzagueando la carretera entre una vegetación esplendorosa, hasta Ures y después Pozancos. Aquí se encuentra otras de las estupendas iglesias románicas de la provincia, con una portada cuajada de temas interesantes (capiteles, columnas, arcos, modillones, metopas y ese etcétera de magia que todo edificio románico ofrece, en este caso añadido de un ábside característico del estilo y un interior en el que queda el espacio gótico de la capilla del que fuera señor del lugar, don Martín Fernández, canónigo de la catedral segontina.

Vueltos a la carretera eje de nuestro paseo, llegaremos después a un cruce que nos permite ir en directo al norte, hasta que enseguida llegamos, pasada La Barbolla, a Riba de Santiuste, un lugar que señorea el valle estrecho del río Salado, y que tiene en lo alto de su arrugado y monstruoso monte uno de los más espectaculares castillos de la provincia. Este de la Riba de Santiuste fue propiedad, tras de haber servido de control para el paso de tropas entre la meseta de Castilla Vieja y la inferior de Castilla la Nueva, de los obispos seguntinos, y en él se centra la historia del canónigo López de Madrid, que en tiempos del Cardenal Mendoza se hizo dueño de la fortaleza y durante años la dominó y se enfrentó al poder del gran arzobispo toledano, señor también y obispo de Sigüenza. En este castillo, que ya en el siglo XIX andaba muy destrozado y los franceses aún se lo cargaron más, han ocurrido todo tipo de cosas. Algunas, recientes, llenan su historia con negros tintes, porque tras ser adquirido hace 25 años por un grupo dedicado a las Ciencias Ocultas que al parecer hacían entrenamiento de tiro en su interior, y celebraban extrañas ceremonias en sus salas restauradas y decoradas de cartón piedra, fue devastado por un incendio provocado por unos vagabundos hace un par de años, dejándolo otra vez todo en pura ruina. Un destino que parece perseguir a este castillo espléndido y violento.

Bajando el valle, desde el cruce que cogimos para subir aquí, nos orientamos hacia el norte y alcanzamos ya enseguida, oteando también, aunque en parte más ancha, el valle del Salado, a la localidad de Imón, en cuyas afueras, junto al puente del río, existen las antiquísimas salinas de su nombre. Fueron estas salinas propiedad de los reyes de Castilla, y luego por donación del Cabildo de Sigüenza. Dice la tradición que con el dinero que de ellas sacaban se pudo construir la catedral seguntina. Pura fábula. El caso es que el control de las salinas de interior fue siempre crucial para el poder económico: los reyes, que las denominaban “salinas de Atienza “a estas, vendían muy cara la sal, porque era el elemento primordial para poder conservar la carne y el pescado durante largas temporadas.

En la época de los Borbones y la Ilustración, otra vez en poder de la monarquía, Carlos III mandó rehacerlas, modernizarlas, y elevar junto a ellas unos edificios nobles muy capaces para almacenar la sal recogida, tratarla, etc. Hoy, de propiedad particular, están tratando de ser restauradas para mantener no sólo su aspecto antiguo, sino incluso su producción multisecular, su mecanismo primitivo de secar en grandes superficies el agua retenida del río Salado, que al evaporarse deja depositada la blanda capa de la sal.

El pueblo tiene poco más que ver: en lo alto su iglesia del siglo XVII majestuosa, grande y bella. Las casonas de piedra arenisca roja, y sobre el conjunto un alto cerro que guarda, lo mismo que el enclave de Santamera, muy próximo, aguas abajo del río, unos enclaves arqueológicos de subido interés. Los aficionados a la búsqueda y contemplación (y sobre todo imaginación) de las habitaciones del hombre primitivo, tendrán motivo para el entretenimiento y el goce paseándose por estas alturas pedregosas.

Y después seguir la carretera para, tras atravesar un puente sobre el arroyo que baja desde Cantaperdices, y pasar junto a Cercadillo, se llega a Atienza, ahora por carretera mejorada, con la típica vista majestuosa y que, a mí por lo menos, siempre me gustaría ver por primera vez. La veremos por enésima, y en su castillo, sus iglesias románicas y ahora en sus museos de arte y paleontología, disfrutar de tantas bellezas que así, en una breve jornada, por la tierra de Guadalajara se nos ofrecen.

Molina de Aragón, de villa a ciudad

 

La paramera molinesa, esa comarca alta, fría y ventosa en la que las torres de los castillos molineses ofrecen su recortada silueta sobre las pardas ondulaciones y los verdes sotos que escoltan al río Gallo, tiene hoy de nuevo el sonido de la actualidad, porque uno de sus hijos ha escrito un libro en el que refiere con detalle los avatares de esa ciudad que la capitanea: de esa Molina de Aragón, que algunos quieren sea llamada Molina de los Caballeros, y que es todo un dechado de sugerencias y evocaciones, en sus mil rincones oscuros o brillantes.

El libro es el que firma Juan Carlos Esteban Lorente, y lleva por título «Molina de Aragón, de villa a ciudad». Es el resultado inicial de un trabajo técnico, la Memoria y Antecedentes Históricos de las Normas Subsidiarias de Planeamiento y Plan Especial de Protección del Conjunto Histórico de la ciudad de Molina de Aragón. A pesar de tan pomposo título, -nomenclaturas tan queridas en las altas esferas de la Administración-, el trabajo de Esteban Lorente lleva el sello del cabal conocimiento y el amor sin fisuras hacia una ciudad que lo merece todo. Y así, nos enteramos a través de sus páginas, cómo Molina fue una ciudad que ya en los tiempos de los celtíberos tenía su propia voz. Fue ocupada de romanos, y plaza fuerte de los musulmanes hispánicos. En ese momento, desde el siglo VIII en adelante, Molina adquiere una voz propia en los anales de la historia de Al-Andalus, y aunque alejada de cualquier centro de poder, precisamente por capitanear una comarca remota pero crucial en la estrategia caminera y militar de la Península, adquiere una importancia que se verá reflejada en una estructura urbana y en unos edificios que la conformarán para siempre tal como hoy la vemos.

La alcazaba («los castillos» que dicen los molineses) tiene la estructura propia de un castillo moro. Es grande, posiblemente de los más grandes de toda España, y como en toda ciudad hispano-musulmana que se precie, la alcazaba en lo más alto, aislada por completo de la población, para mejor ser defendida de ataques exteriores y de algaradas interiores. Esteban ve muchos detalles de urbanismo árabe en la actual ciudad molinesa. Ya es difícil, porque ha sufrido tantas mutilaciones y cambios desde entonces. Pero todavía quedan pequeñas calles sin salida, y una pintoresca acequia en el lugar conocido por el Ojo en la calle de Abajo, junto a la presa, que atraviesa el interior de un conjunto de casa dedicadas antiguamente a la molienda. De aquella época quedan además los restos de una torre albarrana de la muralla en el recinto que baja hasta el río, donde estuvieron los antiguos baños y la “rica casa” del arraez moro Aben Galvon. Incluso para el observador al detalle de las viejas ciudades hispanas, no escapará la existencia de una red de canalillos, acequias y pequeños caces que son la expresión más genuina de una civilización que siempre vivió en función del agua. El propio nombre de la ciudad, Molina, hace alusión a esa función, que se concretó siempre, y especialmente en la época árabe, en un conjunto de hasta ocho molinos aprovechando las aguas del Gallo en la misma ciudad, o en sus inmediatos alrededores.

La conquista de la ciudad por el ejército cristiano de Alfonso I el Batallador, rey de Aragón, en 1128, supone un cambio de estructura, que se concretaría en un aumento por supuesto de los templos: surgieron entonces edificios dedicados al culto cristiano, como fueron los templos de San Andrés (dentro del recinto de la fortaleza, donde fueron a vivir un grupo numeroso de gentes, fundamentalmente servidores y guerreros de los condes, los Lara, que en 1147 dieron el Fuero a la ciudad y su amplio territorio de alfoz. Otros templos, como el Santa María del Collado (luego conocido como Santa Catalina) y Santa María del Conde, fueron iniciados por los primeros condes, teniendo un desarrollo progresivo el tema de las iglesias con la condesa doña Blanca, que no sólo ayudó a levantar el templo románico de Santa María de Pedro Gómez (un mayordomo condal) sino que fundó el convento de San Francisco, iniciado hacia 1280, y que sería, lógicamente, otro edificios de rudimentos románicos muy claros.

La pertenencia de Molina a la familia de los Lara, con seis condes/condesas en su particular “Gotha” medieval, hizo que durante ciento cincuenta años (desde mediados del siglo XII a fines del XIII) el territorio molinés fuera independiente de los reinos circundantes y fronteros, Castilla y Aragón. Sus guerras y sus disgustos les costó, pero la familia Lara supo mantenerse independiente para bien propio y de sus habitantes. La entrada en la corona de Castilla, tras el matrimonio de la sexta señora doña María de Molina con el rey Sancho IV el Bravo, fue buena para la ciudad, pues se hizo más abierta al mundo (al mundo circundante, me refiero) y tuvo oportunidades de abrir sus caminos al negocio de la lana, teniendo desde el siglo XIV un creciente y favorable comercio con la ciudad y tierras de Burgos, especialmente en lo referente a la lana producida por sus cientos de miles de ovejas.

Molina de Aragón (que tomó este sobrenombre tras haber pertenecido al reino aragonés durante 6 años, cuando los molineses se entregaron a Pedro IV de Aragón por no querer sufrir el mandato y señorío de Bertrand Duguesclin, el caballero que ayudó a Enrique II en su magni-fratricidio de Montiel) creció entonces de forma importante. Los Reyes de la casa Trastamara y los Reyes Católicos a fines del siglo XV la favorecieron con privilegios y el comercio de la lana la hizo engrandecer. Su estructura urbana se completó, aun sobre la base de un burgo medieval endogámico y de basamentas musulmanas. Aparecieron otras órdenes religiosas (clarisas, por ejemplo) y empezaron a asentar grupos familiares que con un sentido patrimonial de la tierra, de los negocios y el poder económico-político, dieron vida a la genuina clase social del Antiguo Régimen: potentados que tenían señoríos breves en pueblos del contorno, muchas tierras y mucho ganado por el Señorío molinés, y grandes palacios urbanos en la ciudad. Así ocurre que desde el siglo XVI Molina de Aragón se transforma, en medio de un territorio poco poblado, muy frío, alejado de cualquier ciudad de rango, en una ciudad señorial y aristocrática, en un mundo poblado de lujos y modernidades, como una isla verde y llena de palmeras en medio de un oscuro océano de sales y perdiciones.

El libro de Esteban Lorente nos va narrando con precisión estos avatares: surgen los palacios en torno a la plaza mayor. En esta misma aparece ese curioso elemento urbano que llaman “la Horma”, una calle que corre por debajo de las casas principales de la Plaza Mayor y por encima de sus portales. Los grandes palacios de los Montesoro, de los Peyró, de los Arias, de los Montenegro, de los marqueses de Villel, de los Garcés de Marcilla, de los condes de Argillo, de los duques de Rivas y de los Embid, y de tantas y tantas grandes familias que durante tres siglos se repartieron el poder concejil y las ganancias de la ganadería trashumante, llenan la villa: en torno a las iglesias (la de San Gil, la de San Felipe, la de San Martín) y dentro de sus conventos (el de Santa Clara y el de San Francisco) surgen los palacios y se abren las heridas marmóreas de los enterramientos y capillas mortuorias. Una ciudad fantástica que ofrece escudos sobre las portaladas de los palacios y los repite sobre las arquitecturas solemnes de las capillas eclesiásticas.

La hora fatal suena en Molina el 2 de Noviembre de 1810, nunca más justificado su título de Día de Difuntos: los franceses atacan e incendian la población. Se reducen a escombros las calles de las Tiendas, de Tejedores, de Sogueros, de Sombrereros, la Albardería y la calle Losada. Muchos de sus habitantes huyen, otros muchos mueren, y todos quedan con el horror clavado en las retinas, con tanta fuerza que parece no haber desaparecido aún. Los molineses sueñan aún con el fuego y la destrucción de hace casi doscientos años. Después de ello, las Cortes de Cádiz concedieron a Molina el título de ciudad, por su comportamiento heroico. Se reconstruyó y aún amplió la ciudad, traspasando el río Gallo hacia el Sur, surgiendo la plaza de Manrique, canalizando el propio curso de agua para evitar inundaciones, que en la Edad Media y Moderna no eran raras. Los años finales del siglo XIX y comienzos del XX supusieron retrocesos y abandonos, y solamente a partir de los años 60 de este siglo, se inició la restauración de muchos de sus edificios emblemáticos, el acondicionamiento para usos alternativos de templos y palacios, y también (no lo podemos ignorar) se cometieron agresiones a la trama urbana que de forma sorprendente, y a pesar de estar denunciadas y prohibidas por las autoridades del momento, siguieron adelante. Me refiero al edificio de nueve plantas de los Adarves, a la torre-radar de la Telefónica junto al Ayuntamiento y a otras cosas en las que por haber tenido participación personal y muy dolorosa prefiero no recordar. Juan Carlos Lorente, que es un historiador de tomo y lomo, riguroso y serio, a quien nada escapa de lo que acontece y aconteció en Molina, ha conseguido con este librito recordarnos a todos la importancia urbana de una villa/ciudad como Molina de Aragón, y animar un poco el ambiente cultural de este lugar emblemático y tan querido de nuestra provincia.